1. Nuestro país en el mundo

Queridos conciudadanos, es nuestro propósito denunciar el curso perverso de una política ciega que nos conduce al desastre.

Es el de enunciar una vía política de salvación pública.

Es el de anunciar una nueva esperanza.

Nuestro país, el mundo, Europa

Nuestro país no vive aislado ni en un mundo inmóvil.

Debemos tomar conciencia de que compartimos una comunidad de destino planetario; toda la humanidad sufre las mismas amenazas mortales que conllevan la proliferación de las armas nucleares, el desencadenamiento de los conflictos etnorreligiosos, la degradación de la biosfera, el curso ambivalente de una economía mundial descontrolada, la tiranía del dinero, la conjunción de una barbarie procedente de la noche de los tiempos con la barbarie glacial propia del cálculo técnico y económico. Toda la humanidad, que sufrió la barbarie de los totalitarismos en el siglo XX, ve hoy abatirse sobre ella la hidra del capitalismo financiero y, al mismo tiempo, surgir toda clase de fanatismos y de maniqueísmos étnicos, nacionalistas y religiosos. La humanidad entera se ve enfrentada a un conjunto de crisis entremezcladas que, todas juntas, constituyen la Gran Crisis de una humanidad que no consigue acceder a la Humanidad.

En 1932, Paul Valéry decía con una lucidez de lo más actual: «La humanidad nunca había reunido tanto poder y tanto desasosiego, tantas preocupaciones y tantos juguetes, tantos conocimientos y tantas incertidumbres. La inquietud y la futilidad se reparten nuestros días[1]».

Algo más tarde, Konrad Lorenz se interrogaba: «Cabe preguntarse qué es lo que afecta más gravemente al alma de los hombres en la actualidad, si su pasión ciega por el dinero o su prisa febril».

Respuesta: una y otra…, la una en la otra.

Tenemos un doble deber:

El primero es un deber de ciudadanos participantes en el destino planetario de los habitantes de la Tierra y que llevan los principios universales que tan bien expresan las estrofas once y doce, que siguen siendo desconocidas en nuestros días, del himno nacional francés, La marsellesa:

XI

La France que l’Europe admire

A reconquis la Liberté

Et chaque citoyen respire

Sous les lois de l’Égalité (bis);

Un jour, som image chérie

S’étendra sur tout l’univers.

Peuples, vous briserez vos fers

Et vous aurez une Patrie!

(estribillo)

XII

Foulant aux pieds les droits de l’Homme,

Les soldatesques légions

Des premiers habitants de Rome

Asservirent les nations (bis).

Un projet plus grand et plus sage

Nous engage dans les combats,

Et le Français n’arme son bras

Que pour détruire l’esclavage[2].

Idéntica ambición vibra en el programa adoptado en 1944 por el Consejo Nacional de la Resistencia Francesa y, cuatro años más tarde, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada en París gracias a René Cassin.

No podemos decidir solos sobre el destino de nuestro planeta, pero, en nombre de los principios ilustrados por esas estrofas y esos textos, podemos formular el gran, largo y difícil camino hacia una Tierra-Patria que englobaría y respetaría las diversas patrias, entre ellas la nuestra, lo que exigiría dejar atrás las soberanías absolutas de los Estados-nación ante tantos problemas globales como conlleva la era planetaria, si bien respetando plenamente, por lo demás, su soberanía en los demás ámbitos.

El liberalismo económico, que pretende suceder a las ideologías, se revela como una ideología en quiebra. Su laissez-faire ha determinado éxitos parciales, pero ha provocado más empobrecimiento que enriquecimiento. Bajo su égida, la globalización, el desarrollo, la occidentalización —tres caras del mismo fenómeno— se han mostrado incapaces de tratar los problemas vitales de la humanidad.

Su impotencia para tratar los problemas vitales que genera condena al sistema planetario a la desintegración o a la regresión, a menos que consiga crear las condiciones de su propia metamorfosis, la cual lo haría capaz de sobrevivir y de transformarse al mismo tiempo.

Nuestro sistema planetario está condenado a morir o a transformarse. Esta transformación sólo puede producirse tras llevar a término múltiples procesos reformadores y transformadores, que se fusionarían, al igual que confluyen los afluentes, para formar un río caudaloso. Sólo entonces nuestra época de cambios supondría el preludio de un verdadero cambio de época.

Debemos tomar conciencia de que la globalización constituye al mismo tiempo lo mejor y lo peor que ha podido sucederle a la humanidad.

Lo mejor, porque todos los sectores de la humanidad han llegado a ser interdependientes por primera vez, viven una comunidad de destino que crea la posibilidad de una Tierra-Patria, la cual, repitámoslo, lejos de negar las patrias singulares, las englobaría.

Lo peor, porque ha dado el pistoletazo de salida a una carrera desenfrenada hacia catástrofes en cadena. El desarrollo incontrolado de los poderes manipuladores y destructores de la ciencia y de la técnica, así como el desenfreno a todos los niveles de la economía de beneficio, han engendrado la proliferación de armas de destrucción masiva y la degradación de la biosfera, mientras que los totalitarismos del siglo XX se han visto sustituidos por la tiranía de un capitalismo financiero que ya no conoce límites, que somete Estados y pueblos a sus especulaciones, además de por el regreso de fenómenos de cerrazón xenófoba, racial, étnica y territorial. Los estragos combinados de una especulación financiera y de fanatismos y maniqueísmos ciegos amplían y aceleran los procesos anunciadores de catástrofes.

Al mismo tiempo, debemos tomar conciencia de que, si bien el desarrollo en acción en la actualidad dispensa prosperidades «al estilo occidental» a una fracción de las poblaciones del mundo, también ha producido enormes zonas de miseria y segrega de por sí gigantescas desigualdades.

Hay que saber globalizar y desglobalizar a la vez. Es preciso seguir con la globalización, que nos proporciona una comunidad de destino como seres humanos de cualquier origen, amenazados por peligros mortales. Todos debemos sentirnos solidarios con este planeta, cuya vida condiciona la nuestra. Hemos de salvar a nuestra Madre Tierra. Proponemos perpetuar y desarrollar todo lo que la globalización aporta en concepto de intersolidaridades y de fecundidades culturales, pero, al mismo tiempo, proponemos devolver las autonomías vitales a lo local, a lo regional, a lo nacional, así como salvaguardar y favorecer por todas partes las diversidades culturales. Tenemos que desglobalizar para ceder todo el espacio a la economía social y solidaria, para proteger la economía de la región, preservar la agricultura de subsistencia y la alimentación ligada a ella, la artesanía y los comercios de proximidad, con el fin de atajar la desertificación de los campos y la disminución de los servicios en las áreas periurbanas en dificultad.

Asimismo, debemos indicar que la fórmula estandarizada del desarrollo ignora las solidaridades, el saber y la destreza de las sociedades tradicionales, y que es preciso repensar y diversificar el desarrollo de tal manera que preserve las solidaridades propias de los envolvimientos comunitarios.

Por último, empezando por nuestro país, hemos de sustituir el imperativo unilateral de crecimiento por un imperativo complejo, que determine lo que debe crecer pero también lo que debe decrecer. Así pues, si bien es preciso aumentar las energías verdes, los transportes públicos, la economía social y solidaria, la escuela, la cultura, las instalaciones tendentes a humanizar las megalópolis, paralelamente hay que reducir la agricultura industrializada, las energías fósiles y nucleares, el parasitismo de los intermediarios, la industria bélica, la intoxicación consumista, la economía de lo superfluo y de lo superficial, nuestro modo de vida derrochador. Antes que oponer el estandarte del crecimiento al del decrecimiento, ha llegado la hora de redactar la lista de lo que debe crecer y de lo que debe decrecer.

En un mundo ahora multipolar, hemos de esforzarnos por dotar de consistencia a Europa proporcionándole unidad, autonomía y voluntad política. Eso le permitiría ejercer su acción sobre todos los grandes problemas del siglo en el sentido de la comprensión humana y de la paz. En consecuencia, debería elaborar, por una parte, una política común de integración de los inmigrantes, y por otra, intervenir contra la radicalización de los conflictos, generadores de barbarie, allí donde se desencadenen o prolonguen, en especial en la tragedia palestino-israelí, cuyas metástasis se propagan por todo el planeta.

Le asignamos un proyecto ambicioso: del mismo modo que el Renacimiento europeo de los siglos XV y XVI fue creador de civilización al revitalizar la aportación del pensamiento griego, intentaremos contribuir a un nuevo Renacimiento integrando la aportación moral y espiritual de otras civilizaciones, en especial las de la sabiduría asiática. Debemos proponer al mundo no la perpetuación tal cual de la occidentalización, sino una política de la humanidad que, en todos los puntos del globo, siempre teniendo en cuenta las particularidades, las riquezas y las deficiencias culturales, aspire a llevar a cabo la síntesis de lo mejor de todas las civilizaciones. La idea de dicha simbiosis de civilizaciones debería rechazar de manera definitiva la idea de un choque o una guerra de civilizaciones.

Europa debería continuar desarrollando en su seno los comportamientos humanistas, la democracia efectiva, el respeto de los derechos humanos, tanto del hombre como de la mujer, pero también reaccionar contra las degradaciones cada vez más perjudiciales, producidas tanto dentro como fuera de sus fronteras por su propia civilización. Ése es el papel que debería arrogarse, para ponerse al frente de un movimiento encaminado a una «política de civilización», que empezaría aplicando a su propias fronteras.

Por otra parte, a sabiendas de que la gran metamorfosis sólo podría tener lugar gracias al desarrollo de un proceso multiforme, estamos en condiciones de proponer a las naciones, desde este mismo momento, un gobierno mundial que no solamente reformaría y refundaría la ONU, sino que crearía instancias planetarias de decisión para problemas vitales como la proliferación de armas de destrucción masiva, la degradación de la biosfera, el regreso de las hambrunas y la persistencia de la subalimentación, siendo necesaria una verdadera regulación económica que disminuya los perjuicios de la especulación financiera mundial, como la que se ejerce sobre los precios de las materias primas.

Nuestra carrera hacia el abismo ya ha suscitado en diversos puntos del planeta situaciones explosivas que explican y justifican la proliferación geográfica del movimiento de los indignados. El aumento de las desigualdades, el cinismo insolente de la corrupción, un paro endémico: he aquí algunos de los puntos comunes en el seno de los contestatarios de la primavera árabe, los indignados de España y Grecia, de Israel y Chile, los disturbios de Londres y de las grandes ciudades inglesas, los manifestantes israelíes y los levantamientos indios.

Tomemos conciencia del momento dramático que vivimos como especie humana, de sus ambivalencias, de los riesgos y peligros, pero también de las oportunidades.