Hace unos meses fui a coger un avión. Los empleados del servicio de limpieza estaban haciendo huelga. Se acercó hacia mí un grupo de trabajadores que recorría el aeropuerto protestando por su situación. Me explicaron brevemente la cuestión para ver si podía sacar algo en el programa de televisión donde trabajo.
Me dirigí hacia un puesto de información donde una empleada de Aena me dijo que su compañía era un desastre y tenían muchos problemas: «Tú que trabajas en le tele a ver si dices algo».
Llegué a un mostrador de facturación donde una azafata del personal de tierra muy sonriente, mientras me hacía la tarjeta de embarque, me comentaba que la compañía se iba a la mierda y que no sabía si acogerse a la primera prejubilación que se presentara porque no tenía nada claro que la situación fuera a aguantar el tiempo suficiente como para llegar a tener una pensión en condiciones.
Me iba a tomar un refresco cuando dos operarios se acercaron: «Wyoming, nosotros somos los del equipaje, a ver si dices algo en el programa, nos tienen puteados».
Cuando llegué a mi asiento, una azafata me saludó muy amable y confesó ser fan del programa. Me dijo que si durante el vuelo necesitaba cualquier cosa que no dudara en pedírselo y a renglón seguido me contó que la fusión con British Airways había sido un desastre, que se estaban quedando con todos los vuelos rentables de Iberia y que habían usurpado la función de puente con Sudamérica desde Europa que estaba desarrollando la compañía: «Hoy no volamos a La Habana. Nos acabamos de enterar, es la primera vez en mucho tiempo, esto va al desastre».
Cuando iba a abandonar el avión, el comandante me saludó muy amable y aprovechó para manifestarme su malestar por el hundimiento de Iberia en el que, según él, British Airways tenía mucho que ver: «Se están quedando con los mejores vuelos y nos quieren dejar como una compañía low cost. De hecho, ahora han renovado su flota y a nosotros nos han dejado fuera, así no vamos a ninguna parte. Estaban en la ruina y ahora mira. Sólo hay que ver las cifras, ellos estaban hundidos y nosotros no; desde la fusión, ellos se han disparado y los que vamos en picado somos nosotros».
En otros términos, que no están contentos.
Esto es un ejemplo de cómo transcurre mi vida. En este capítulo contaré mi percepción de la realidad. Hasta ahora no he hecho más que aportar datos científicos incuestionables, avalados por el filtro implacable de mi mente. Va siendo hora de que me explaye un poco.
Constantemente me dan papeles por la calle, direcciones de e-mail, o me piden el mío para mandarme informaciones de todo tipo. Funcionarios, profesores, médicos, enfermeras, servicios de limpieza, trabajadores pendientes de ERES… También me dan currículos. La mayoría son de estudiantes de periodismo para trabajar en el programa, pero también de cualquier otra cosa. A veces son propios, y otras de los hijos, lo que supone que los padres lo llevan encima para soltarlo a la primera oportunidad.
La sensación es que todo va mal, pero las cifras cantan otra cosa. Resulta que las principales empresas que cotizan en bolsa han aumentado sus beneficios en un 302 por ciento[119], sobre todo gracias a la banca, que ha pasado de tener unas pérdidas de 3609 millones a unos beneficios de 9507. Banca que, por cierto, según estimaciones del Banco de España, ha recibido desde el año 2009 ayudas, agárrense a las sillas, por valor de 97 047 millones de euros. A esta banca es a la que dice el FMI que hay que seguir ayudando a la vez que recomienda continuar bajando los salarios y recortar el gasto público. ¿Son o no son unos cachondos? Los expertos no paran de decir por la radio que estas fórmulas son imprescindibles para la recuperación económica: ¿De quién? ¡Coño! ¿De quién? Las principales empresas que cotizan ya han crecido un 302 por ciento, la media de las que cotizan en bolsa ha crecido por encima del 20 por ciento; qué más quieren. Uno de los factores que han propiciado esta subida han sido las reducciones de las plantillas, que se han recortado un 7,5 por ciento de media. No hay que ser muy listo. Se reducen las plantillas, los que se quedan hacen más horas y cobran menos. Aumentan los beneficios. Sí, es verdad.
Una de las cosas que destaca un informe de los «hombres de negro» de la Troika es que no fluye el crédito. Es decir, que ese beneficio que aparece en las cuentas no circula, se va a la saca. La economía tiene sus resortes para mejorar, y la Troika se va a emplear en ello, pero ¿quién va a mejorar la situación del ciudadano? Wyoming con su programa no, pero el FMI menos, está por la labor opuesta.
En medio de esta vorágine, aparece Rajoy en Japón en una rueda de prensa vendiendo las ventajas de invertir en España por los bajos sueldos que cobran hoy los trabajadores de nuestro país con respecto a los de los demás miembros de la Comunidad Europea gracias, se encarga de recalcar, a la reforma laboral llevada a cabo por el gobierno. Saca pecho ante el empobrecimiento de los españoles, lo ofrece como sacrificiochollo en el ara de los inversores y aún tiene la desfachatez de apuntárselo como un logro, como un éxito personal.
Han descubierto una fórmula que les va bien. Los economistas más listos no dejan de clamar en el desierto que este camino conduce al suicidio. Les dan el premio Nobel y luego no les hacen ni puto caso. No paran de gritar que reduciendo el poder adquisitivo baja el consumo y la economía se hunde, nadie compra nada, la bicicleta se para y el ciclista se cae. Sí, pero estamos dejando el campo abonado para un futuro estupendo: un pueblo empobrecido y atemorizado a nuestra disposición, el paraíso del neoliberalismo, la libertad de mercado total, también del mercado de los hombres y mujeres. ¿Se desplazará la sede central de nuevo a Zanzíbar?: no. Ya no hay que ir a África a importar esclavos, nos hemos ahorrado el porte. Eso es productividad y lo demás son tonterías.
«Lo están haciendo mal». Esta es una frase que me repiten constantemente cuando me paran por la calle. Normalmente, como decía, referida a cómo la gestión del gobierno empeora su situación personal. Suelen continuar con: «Donde yo trabajo, resulta que antes…». Marcan un antes y un después de la crisis y relatan en qué se están equivocando los que mandan. Los ciudadanos no han entendido bien la jugada, no lo están haciendo mal. Es eso, precisamente eso, lo que quieren hacer. No se equivocan simplemente, sus intereses no coinciden con los de los ciudadanos. Es una estrategia elaborada para la consecución de unos fines concretos. Con respecto a los logros obtenidos sólo cabe un comentario: lo están bordando. No lo hacen mal: «Lo están haciendo muy bien».
Otros comentan: «¿No se dan cuenta de que por este camino van a perder las elecciones?». ¿Las elecciones? El poder tiene morbo, pero desgasta, y nadie está dispuesto a sacrificar su vida en esa sacrosanta misión de servicio, expuesto a diario ante la galería y los medios de comunicación, habiendo un mundo maravilloso ahí afuera. No paran de repetir, empezando por el presidente del gobierno, que esto de la política les resta poder adquisitivo. Es falso, como ya hemos comentado, tienen planificado el desembarco en el mundo de la empresa privada que les espera con los brazos abiertos por el magnífico trabajo que hacen despejando el terreno de todo obstáculo. ¿Las elecciones? Sí, estaría bien ganarlas para dejar todo mejor atado, que otros continuaran, supervisaran la obra comenzada, pero esa no es la prioridad, lo primero es rematar la faena, crear una inercia que dure años, eso que llaman un ciclo.
Mientras, los científicos nos alertan: el planeta no da para más. Si seguimos por esta vía, los años están contados. Los polos se derriten, el nivel del mar sube, el hielo al fundirse libera metano que se suma al CO2 acelerando las consecuencias del efecto del cambio climático. La población crece y crece y ya no queda un centímetro de superficie cultivable libre, hay que aumentar la deforestación del bosque tropical para incrementar los cultivos, lo que desequilibra todavía más el ecosistema… El desastre se avecina, dicen los científicos, y nadie está dispuesto a detener esta estampida destructora. No quería ser aguafiestas, pero hay que contarlo, los investigadores están alarmados, y para rematar la faena no faltan intelectuales de gran solvencia, como un expresidente que yo me sé, que por dinero, dan conferencias negando el cambio climático bajo el patrocinio de una petrolera, con argumentos tan sólidos como que no merece la pena preocuparse por un problema que «quizá sí, quizá no, tengan nuestros tataranietos». Eso es, quizá sí, quizá no, definitorio del bagaje moral del ponente: «Lleno todo de mierda y el que venga detrás que arree». Tal vez a usted no le preocupen sus tataranietos —de los míos, mejor no hablamos—, pero fíjese si seré estúpido que a mí me preocupan los míos y los suyos. Los míos porque me da la gana, y los suyos porque no les hago responsables de las fechorías cometidas en la cúpula de su árbol genealógico.
Menos mal que los neoliberales en estas cuestiones cambian en función de hacia dónde sopla el viento del dinero y sólo dos años después, el mismo Aznar abandonó el negacionismo para liderar la lucha contra el cambio climático. Sólo tuvieron que nombrarle presidente del consejo asesor del Global Adaptation Institute; atrás quedaban los tiempos en que decía que los rojos y los verdes querían mandarnos a la edad de piedra. Algunos pensarán que no parece el más adecuado para el cargo, pero si tenemos en cuenta que el instituto es de Adaptation, no deben de haber muchas personas con mayor capacidad de adaptación bajo el estímulo mutante de las cifras escritas en un talón bancario.
En fin, qué diría de todo esto el primo de Rajoy que le aconsejó que no hiciera ni caso a los catastrofistas, ya que si era difícil saber el tiempo que iba a hacer en un par de días, más, todavía, dentro de cien años, confundiendo la meteorología, que cambia en minutos, con el clima, que no cambia, que su evolución lleva siglos, salvo ahora, cuando al parecer la influencia del humano es tan grande que puede mandar todo a hacer puñetas en cuestión de años, quizá sí, quizá no, ante la pasividad de los líderes mundiales.
¿Cómo va a terminar todo esto y hasta dónde están dispuestos los ciudadanos a aguantar? De grandes crisis han surgido grandes cambios y nuevas formas de organización social. Ahí es donde deben saber calibrar los que están al mando de la nave hasta cuándo van a mantener este rumbo, antes de que la tripulación y el pasaje se enteren de que vamos derechos al iceberg y se produzca el motín. «El barco está asegurado —dice el capitán—, no hay problema». Así está la cosa, ellos cobran el seguro, el personal se ahoga, pero piden comprensión: «Hay que salvar la economía». Se impone un golpe de timón, cuanto antes.
Así de rotundo se mostraba el dirigente francés en el año 2008 cuando la crisis amenazaba con arrasar el mundo en el que vivíamos. El modelo de la eliminación de los controles al mercado financiero había fracasado. La Unión Europea se puso al frente de los ciudadanos y anunciaba para sí, no para los demás, «reformas estructurales profundas» que evitaran el caos y la ruina. Unos cambios que nos llevarían: «De una crisis financiera provocada por el libre mercado sin ataduras a un capitalismo domado por unas nuevas reglas de juego».
Si nada más y nada menos que Sarkozy, que estaba a punto de ocupar la presidencia de la Unión Europea, el neoliberal number one, estaba por la labor de un capitalismo humano que incluiría «el replanteamiento de las funciones y objetivos del Fondo Monetario Internacional (FMI)», así de claro, la cosa pintaba bien. Era tanto como reconocer que la avaricia de los neocons estadounidenses había tocado techo y nada se haría a partir de entonces sin tener en cuenta a la ciudadanía. Empezó a oler peor cuando el siguiente entusiasta fue Berlusconi.
El tiempo corrió y aquello de la refundación, que aplacó el primer rugido quedó en un auténtico festival taurino. Se dieron varios pases y, cuando la fiera ya estaba amansada, la nueva función del Fondo Monetario resulto ser la de puto amo. La refundación se transformó en recochineo.
En estos años donde parecía que todo venía rodado, que la situación social estaba bajo control, se produjo un desmantelamiento de los movimientos sociales, de las asociaciones de vecinos y de la militancia en política que parecía un ejercicio prescindible. El ciudadano creía que si uno era honrado y trabajador, se podía hacer un proyecto de vida. Habíamos alcanzado un estatus que nos permitía, como al resto de los países ricos, encerrarnos en nuestra burbuja ajenos a los problemas de la periferia. Nuestros informativos podrían dedicar tiempo a la tristeza que sufría una estrella del mundo del espectáculo por haber extraviado a su perrito, en lugar de dar minutos a las grandes catástrofes y guerras que asolan el mundo y nos estresan a la vuelta de la jornada laboral.
En Europa, donde hacía muchos años que se había abolido el hambre, nadie parecía dispuesto a inaugurar el marcador de la desnutrición occidental. Todo iba bien y las disputas políticas parecían cosa de matices, disquisiciones ideológicas, derbis periódicos del bipartidismo, pero que no afectaban a lo esencial. Se estableció la conciencia del «Todos son iguales». Se produjo un desclasamiento y de los gordos.
El ciudadano se acostumbró a estatalizar sus problemas. Los derechos se encontraban en nuestro ADN. Nadie imaginaba un mundo sin sanidad o educación, ni se preguntaba cómo se había llegado hasta allí. Aquellas soluciones, aquella forma de organización social no vino dada de arriba abajo. Antes que nosotros, hubo otros que lucharon para que viviéramos como los paisanos del norte. Pues bien, toca volver al tajo.
Del mismo modo que se produce la decadencia de familias adineradas, en las que en un par de generaciones se agota el patrimonio y, de repente, el gerente anuncia la ruina y, boquiabiertos, perplejos, aterrados, los familiares llegan a la conclusión de que van a tener que volver currar; hoy tocan las campanas a rebato y hay que ponerse las pilas. Hay que empezar a plantar cara a la ignominia, dejar de transigir con la mentira, plantarse ante la desvergüenza. Todos los días leemos noticias escandalosas, no se detienen ante nada. Por el juzgado de Nules que tiene que enjuiciar a Fabra han pasado nueve jueces y cuatro fiscales en diez años. Todos eran trasladados o pedían el traslado «voluntario» por motivos personales en condiciones anormales. El último juez, que ha cerrado el caso, ha pedido amparo al Consejo del Poder Judicial acusando a la Audiencia Provincial de Castellón de presionarle para que archive una de las causas: no le han hecho ni caso. El mismo juzgado que ha de sentarle en el banquillo, la Audiencia Provincial de Castellón, le pide al juez instructor que archive cosas. «Algo huele a podrido en Dinamarca».
No!, no!, como decía Raimon en el año 1963: Diguem no! «No. Digo no, digamos no, nosotros no somos de ese mundo». Mientras, el señor Rajoy califica a este dirigente de su partido procesado por dos delitos de cohecho y tráfico de influencias y otros cuatro por fraude fiscal, de ciudadano ejemplar. ¡Coño!, no. Puede creer en su inocencia, desear que sea inocente, pero alguien que arrastra esa carga judicial y que alega que le ha tocado la lotería siete veces, una de ellas 2 millones de euros, para justificar ingresos inexplicables de más de tres millones y medio, no es un ciudadano ejemplar. No hagan caso al presidente, no tomen ejemplo de este señor, por favor: Diguem no!
Otro autor levantino, Ovidi Montllor, en su canción Perquè vull, «porque quiero», va contando un mundo ideal en el que todo se vuelve a su favor porque, en tanto autor, va haciendo con los elementos lo que quiere. Así, se pone a llover y casualmente tiene un paraguas, tapa a una chica que se acurruca a su lado encantada, y continúa diciendo cosas como: «Vivimos en un mundo precioso, porque quiero, porque sé que es mejor. Y volamos por el mundo, porque quiero, porque quiero volar. Y creamos un mundo nuevo, porque quiero, porque no me gusta este. Y vivimos con gente preciosa, porque quiero, porque estoy harto de lo contrario… Y acabo la canción, porque quiero: todo empieza en uno mismo». La canción es en catalán, me he permitido el lujo de traducirla. Tuve el honor de estrechar su mano en vida y tomar alguna caña con él en Las Ramblas. A gente así le debemos salir del letargo y dar la cara, como Ovidi la dio en tiempos mucho más difíciles.
He ahí el quid de la cuestión: todo empieza en uno mismo. Ya no hay Estado que ampare, no hay estructura que te cubra, no hay padre, ni madre, ni papá, ni mamá: eres tú, amigo, el que tiene que cambiar las cosas. El que tiene que frenar esta sinrazón, esta barbarie. El que tiene que mostrar su intransigencia. El que tiene que dejar de vitorear a los que pasean a los presuntos por los ruedos.
León Felipe lo cuenta en «Las tres manzanas»:
«La manzana roja que me dieron a comer ayer tenía un gusano; la manzana blanca que se comieron mis padres tenía dos gusanos; y la manzana verde que se comió la pareja original, ya en la puerta falsa del Paraíso, tenía tantos gusanos que todos pudimos heredar nuestra parte.
»Si hay una manzana sin gusanos en el mundo no está detrás de mí sino delante.
»Ahora bien. El hombre puede retractarse. Todo hombre honrado puede retractarse y decir: yo no quiero la manzana roja. Ayer canté sus excelencias porque creí que era la manzana del hombre. Ahora he visto que tiene un gusano. No la quiero. Iré a buscar otra manzana.
»Lo que no puede decir un hombre honrado es esto: La manzana roja tiene un gusano, no la quiero. Tomaré otra vez la manzana blanca de mis padres, que aunque tenía dos gusanos, tenía también una historia, y de su pulpa podrida vivió todo mi clan.
»Esto es cobardía, astucia y ganas de seguir fumando sin levantarse de la mecedora.
»Desde la mecedora siguen hablando todavía ciertos sabios, de la libertad…».
Si hay una manzana sin gusanos en el mundo no está detrás sino delante. Esa es la clave. Se acabó el tiempo del: «Todos son iguales», no hay espacio para el conformismo disfrazado de derrotismo. Poner todo a la misma altura es hacer un retrato desenfocado de la realidad, abrir la puerta de atrás para que los delincuentes se escapen sigilosamente camuflados en la espesura. Es decir: «Me quedo con lo que hay; mienten, trincan, pero son de los míos».
Es la hora de los hombres honrados. Son la mayoría. Deben imponerse, de una vez, para siempre. La clase dirigente ha llevado las cosas demasiado lejos, ha mostrado la inmundicia demasiadas veces, ha jugado con cartas marcadas todo el tiempo, se ha saltado las reglas del juego en cada ocasión, ha prostituido el sistema porque no lo quiere, lo vende por parcelas, lo desmonta. Ellos son los verdaderos, los únicos «antisistema».
De nuevo la usurpación de los términos. Los auténticos antisistema no son esos que nos pintan, cuyo retrato robot es un joven encapuchado, con rastas o rapado que destruye mobiliario urbano o arroja una papelera contra el escaparate de un banco. Los «antisistema» son los que han venido a dinamitarlo desde dentro para que pierda todo sentido la fuerza y el deseo de la voluntad popular de decidir en qué sociedad quiere vivir.
Hay que refundar la democracia. Hacerla más participativa, que las promesas electorales se conviertan en compromisos efectivos, que el resultado de las urnas no se transforme en un cheque en blanco para iniciar aventuras en contra del interés general. Replantear la separación de poderes con una justicia al servicio de los ciudadanos y no del poder, con controles para evitar que las leyes puedan ser interpretadas de forma extravagante. Donde los procesos no se dilaten hasta el infinito generando impunidad. Que el delito de guante blanco sea castigado de forma ejemplar. Que se deje de poner al Tribunal de Cuentas como pantalla de camuflaje cuando se trata de una institución vacía de contenido, cuyos miembros son nombrados a dedo por el gobierno y que tiene una efectividad de control nula. En definitiva, que la justicia cumpla la función que se le asigna.
Ningún gobierno será creíble ni puede ser alternativa a esta ola de corrupción que tiene metástasis por todo el sistema mientras no plantee una lucha de supervivencia contra los paraísos fiscales. Allí es donde se refugian los fondos, no sólo de las grandes empresas multinacionales y los capos de la economía financiera, sino también del narcotráfico, el terrorismo y el crimen organizado. ¿Por qué los gobiernos que dedican tanto esfuerzo y presupuesto a la lucha contra estas lacras, lucha que supone, en muchos casos, la supresión de la legalidad vigente o la declaración de guerras como la de Irak, permiten que estos mismos grupos escondan su dinero o se financien en los llamados paraísos fiscales? En esos paraísos fiscales se dan casos tan esperpénticos como que cientos de empresas tengan una dirección común que se corresponde con una casa abandonada.
En ese vacío legal se mueve la economía mundial desde que en los años ochenta Ronald Reagan y Margaret Thatcher apostaran por la desregulación financiera, la globalización y la libre circulación de capitales que nos han traído hasta aquí.
Otra parte de este dinero proveniente de esas actividades delictivas termina en el Vaticano, en el Instituto para Obras de Religión (OIR), que negaba la existencia de cuentas de laicos. No es así. Ese banco ha sido utilizado para el blanqueo de dinero y otras actividades tenebrosas, habiendo pasado por episodios turbios difíciles de investigar en tanto se configura como Estado independiente, y advierte a la justicia italiana de las consecuencias legales que llevan sus investigaciones en cuanto osa meter las narices en los asuntos de su dinero, advirtiendo que el Vaticano: «Pone la máxima confianza en la autoridad judicial italiana para que las prerrogativas soberanas reconocidas a la Santa Sede por la normativa internacional sean respetadas adecuadamente». O sea, que no ponga las manos en su negocio, que se vaya a hacer puñetas.
El papa Francisco tiene un trabajo complicado para reestructurar el Banco Vaticano, permanentemente bajo sospecha. Estas actividades minan la credibilidad del poderío místico de la institución, pero la cuestión no es sencilla porque las personas que se acercan al divino tesoro, como si de una maldición se tratara, ponen en riesgo sus vidas.
Los dos últimos intentos de ver qué pasa ahí dentro no han acabado bien. Juan Pablo I dijo que llevaría a cabo la limpieza del banco y parecía que hablaba en serio, pero su muerte súbita en circunstancias que no han sido aclaradas impidió que pudiera desarrollar esa labor. Que el Vaticano se negara a hacerle la autopsia, obligatoria ante cualquier muerte de origen desconocido, dio pie a muchas especulaciones, todas en el sentido de que se lo habían cargado.
La llegada de Juan Pablo II tranquilizó los ánimos, y los principales grupos sospechosos de estar detrás de estas cosillas de las finanzas retomaron el poder. Hubo una reestructuración que se saldó con la muerte del responsable del banco, Roberto Calvi, en fin, ya saben, cosas que pasan en las mejores familias.
El segundo intento de limpiar las finanzas lo llevó a cabo Benedicto XVI, tarea que encomendó a un hombre de confianza, Ettore Gotti Tedeschi, que tras repasar la documentación secreta del banco descubrió que detrás de algunas cuentas cifradas se escondía dinero de: «políticos, intermediarios, constructores y altos funcionarios del Estado», pero ahí no terminaba la cosa, también de Matteo Messina Denaro, il capo di tutti capi de la Cosa Nostra. Se pegó tal susto con lo que encontró que elaboró un informe detallado con todas estas cositas y abandonó la misión de arreglar el Instituto para Obras de la Religión, procurándose una escolta, recluyéndose en casa y distribuyendo ese informe entre personas de confianza con la orden de que lo hicieran público en caso de que perdiera la vida.
Cuando la policía entró a registrar su casa encontró a un hombre aterrorizado que clamaba por su vida al que les costó calmar. Cuando se tranquilizó les dijo: «Ah, creí que veníais a pegarme un tiro». Ahí sigue el hombre acojonado, y eso que es del Opus Dei.
Peor suerte corrió, como hemos dicho, Roberto Calvi, que ocupó su puesto unos años antes. También salió huyendo del banco como si hubiera visto al diablo, y tras una rocambolesca fuga con pasaporte falso se escondió en un piso de estudiantes en Londres portando un maletín lleno de documentos comprometedores. Pretendía que le sirvieran de salvoconducto, esperaba, como Gotti, que esos documentos actuaran de escudo protector. No quiso dios. Desesperado, envió una carta al papa asegurando que «no revelaría nada» y le ofrecía la devolución de esos «importantes documentos». No recibió respuesta. La última vez que le vieron, subía a una pequeña embarcación en el Támesis en compañía de unos italianos que, supuestamente, le iban a llevar hasta un barco con rumbo a América. Amaneció ahorcado del puente de Blackfriars, en Londres, el 18 de junio de 1982. Se dijo que fue un suicidio. Cuando se abrió el caso y se le hizo la autopsia se comprobó que había sido estrangulado antes de colgarlo del puente. Las personas que le acompañaban en Londres fueron absueltas en el año 2007. El caso quedó archivado como un misterio, uno más de la Iglesia.
Uno de esos acusados absuelto que acompañaba a Calvi en su fuga de Londres era Flavio Carboni, empresario de la construcción y exsocio de Silvio Berlusconi en Cerdeña. Carboni vendió los documentos comprometedores de Calvi a un obispo amigo personal[120] de Juan Pablo II. De los documentos no se ha vuelto a saber nada.
El diario El País publicó este mismo año un extenso artículo en el que relataba los orígenes de fondos millonarios del Instituto para Obras de Religión procedentes del crimen organizado, tráfico de drogas, mafia…, y las siniestras relaciones de esa entidad con dichos grupos. El artículo desapareció de la red a los pocos días y es imposible consultarlo.
El Paraíso que prometen en el cielo tiene, como vemos, una sucursal en la tierra. Fiscal, pero paraíso al fin.
Si Judas llega a saber esto no se habría ahorcado, probablemente habría pedido la presidencia de ese banco.
La otra cuestión capital que no parece preocupar a los gobiernos es la liberalidad con la que operan las grandes empresas multinacionales que eluden sus obligaciones fiscales de tributar por el impuesto de sociedades. Algunos expertos dicen que sólo con que pagaran lo que les corresponde, nos ahorraríamos los famosos recortes.
El truco es sencillo. Por ejemplo, Apple compra todo lo que vende en España a una empresa suya radicada en Irlanda a un precio muy caro, digamos que al 99 por ciento del precio de venta al público, por lo que el margen que queda a las tiendas que tiene en España es muy pequeño. Al descontar los diferentes gastos, incluido el de personal, al final, en algún ejercicio, como el de 2011 le ha salido una declaración negativa a pesar de las espectaculares facturaciones de las tiendas y los incrementos de ventas constantes: ha habido que devolverle dinero. Mientras, millones de euros de la venta de ordenadores en España vuelan hacia Irlanda, donde el impuesto es sólo del 12,5 por ciento en lugar del 30 por ciento español, pero no queda ahí la cosa, gracias a una permisiva ley irlandesa, a través de diferentes estructuras, esos millones saltan a paraísos fiscales y no tributan tampoco allí, no cotizan en ninguna parte. Estupendo, no sólo no pagan un duro en España sino que además ese dinero viaja a otro lugar provocando una descapitalización que impide el reciclado, la reinversión, que el dinero se convierta en otra cosa generando industria, desarrollo, empleo.
Mientras este fraude consentido se perpetra por todas partes, el Ministerio de Hacienda se emplea en perseguir a los ciudadanos que, lógicamente, tienen que cubrir el déficit de ingresos que generan estas empresas que, de hecho, operan como si estuvieran en un país libre de impuestos.
Mientras no cambien estos dioses, aquí no cambia nada.
A menudo me reprochan que defienda los servicios sociales teniendo unos ingresos abundantes, porque esa defensa me sitúa del lado de los rojos, de los progres y resulta paradójico. ¿Paradójico? Por qué debe ser una norma insalvable que el que más tiene se dedique a pisotear los derechos de los que tienen menos. Cuando apuesto por la paz social derivada de una buena administración de las prestaciones sociales, no sólo lo hago porque lo considero justo, mi opinión también está condicionada por el egoísmo. Yo vivo mejor en un mundo donde los demás viven bien. Para mí la vida no es una competición en la que los triunfadores, los listos, restriegan sus logros al exhibir sus signos de poder. Yo sigo creyendo en la igualdad de oportunidades, no en el imperio de los privilegiados. Entiendo que este empeño en reducir el poder adquisitivo de la población, en empobrecer a los ciudadanos, al tiempo que se recorta en todo tipo de prestaciones sociales que dejan a miles de personas sin cobertura, genera un nivel de pobreza que repercute en mi calidad de vida.
En Estados Unidos de América, un país muy rico que podría permitirse una mejor redistribución de la riqueza, el Estado hace una incomprensible dejación de funciones que produce unas inmensas bolsas de pobreza. Recientemente hemos visto como la intransigencia de las fuerzas llamadas conservadoras está a punto de echar el cierre del Estado por no querer consentir una mejora en la calidad sanitaria del pueblo. Algo que aquí consideramos elemental. Pues bien, esa masa de pobres forma guetos separados de la población solvente, donde impera la ley del más fuerte, donde la autoridad no interviene, donde se venden drogas, se trafica con armas y se llevan a cabo todo tipo de actividades delictivas. Allí crecen los niños en circunstancias muy difíciles, estos barrios se configuran como auténticas fábricas de delincuentes. Durante este año de 2013, sólo en seis meses han muerto en EE. UU. 6000 personas por arma de fuego, de las cuales 75 son menores. Son estudios complicados porque aquel gobierno no lleva un cómputo a nivel federal, pero suponen una media de 1000 muertos al mes. Es lo que se corresponde con un país en guerra. Mucho más de los que murieron en Irak en 2012, que fue un año especialmente violento, 3200 personas; o Afganistán, donde durante todo el año 2012 murieron 2754 civiles y algo más de 7000 personas en total.
Los ciudadanos que viven en el abandono total por parte del sistema no sienten obligación alguna de respetar sus normas. Saben que su vida no le importa a nadie, y esa conciencia a veces gira e invierte el argumento: «Si no le importo a nadie, nadie me importa a mí». Sólo con el uso de la fuerza evitan que esas legiones de pobres respeten la propiedad o la vida de sus semejantes. Los episodios de violencia se suceden por todas partes.
Yo no quiero vivir en un mundo de torretas de vigilancia y guardias de seguridad armados que protegen las pertenencias y las vidas de los privilegiados habitantes de zonas residenciales. Quiero que mis hijos jueguen tranquilos en la calle y eso tiene un coste. Si las cosas se llevan al límite y se produce una fractura social es muy difícil reconducir el proceso.
Son muchos los visitantes de países americanos[121] con los que he paseado por Madrid que aprecian el valor de esa paz social que se traduce en poder andar por el centro de las ciudades con tranquilidad, caminar por nuestras calles y plazas, salir a la compra y volver con ella, que los niños puedan esperar tranquilos en la puerta de los colegios; actos cotidianos que nosotros no valoramos. Por eso, la defensa de las prestaciones sociales no es un ejercicio de progres sino, entre otras cosas, de inteligencia elemental, de supervivencia.
Queda dicho: la paz social tiene un precio que podemos asumir con nuestros presupuestos en tanto no podamos garantizar a todos los ciudadanos una vida digna. Los servicios sociales no son la ruina del Estado, son su tabla de salvación. Ya saben: justicia social o Guardia Civil.
Por desgracia se pueden escribir muchos tomos como este, pero en algún momento hay que poner fin. «Todo empieza en uno mismo».
Creo que ha llegado la gran hora de la Justicia. No está a la altura de la Historia. De nada sirve todo el esfuerzo de los distintos cuerpos y fuerzas de seguridad, de la policía judicial. De nada sirve la indignación de la ciudadanía. Los hechos están sobre la mesa, las esperanzas de regeneración puestas en los tribunales. El triste presente que nos ha tocado vivir pasa por la judicialización de la política. Porque los delincuentes que desde el poder intentan desmontar el sistema paguen por ello. Cumpla cada uno con su papel: los ciudadanos bloqueando este estado de cosas con su intransigencia. Los jueces castigando el delito. No es pedir mucho.
El vaso está a punto de rebosar. La paciencia del pueblo tiene un límite. León Felipe, otra vez, lo describe de forma clara:
«… Y dicen que la libertad es la voluntad de mecerse de izquierda a derecha, de ir en sordos y rítmicos vaivenes, de una manzana podrida a otra manzana podrida, porque más allá de este balanceo no hay más que el muro negro y espeso y si un hombre o un pueblo se levanta de pronto y va a estrellarse los sesos contra el muro negro y espeso, le gritan que es un loco o un violento.
»Pero no es ni loco ni violento. Es un personaje que dice:
»Si no hay una manzana sin gusanos en el mundo… ¿para qué quiero yo los sesos?
»Creo que la última prueba, la Gran Prueba, se encuentra en el cerebro roto del hombre.
»Porque también está escrito: Y el que pierda su cerebro lo encontrará».
Uníos.