El pozo es mucho más profundo de lo que parece. Cuando la mentira, la abyección, el latrocinio, y la desvergüenza se convierten en norma, se hacen cotidianos, podemos creer que se ha tocado fondo pero, desgraciadamente, la capacidad de degeneración, de destrucción, tiende al infinito.
Al principio del libro hacía hincapié en que si no somos conscientes de nuestro pasado reciente, de dónde venimos, difícilmente podremos entender lo que ocurre. Aquella España que miraba hacia otro lado mientras la libertad era pisoteada, el pensamiento y la cultura perseguidos, generó un estado de apaciguamiento ciudadano que dio en llamarse «mayoría silenciosa», siempre reivindicada por la dictadura frente al «tonto útil», y hoy, de nuevo, ensalzada por el PP a la que dice dirigir su política. Vuelve aquella banda sonora.
Yo me crie en el seno de una familia que había ganado la guerra. No había ningún pariente cercano del bando republicano. El más próximo, un hermano de mi padre, se fue a Argentina y no lo conocí hasta haber cumplido más de treinta años. No hablo desde el rencor inevitable de aquel al que han privado de lo esencial, del que le han arrebatado a sus seres queridos. Mi discurso sale de un sentido de la justicia elemental porque un día creí que otra España era posible y que alguna vez entraríamos en la normalidad democrática, en lo que para mí significaba el futuro. Creí firmemente que el español tenía derecho a la libertad, como los ingleses o los holandeses, sin ser masacrado. También creí que aquellos que ostentaron el poder durante la dictadura y los que los apoyaban se marcharían para siempre, descabalgando de sus monturas, o galopando en el sentido contrario al de la historia, al tiempo que desaparecían las estatuas ecuestres del dictador de nuestras plazas.
También he creído que aquella sociología que dejó el franquismo de millones de personas educadas en el vacío intelectual, en la persecución de la cultura, en la represión y la tortura, en la abolición de la libertad a la que se sacrifica por ser un capricho prescindible de mentes débiles y decadentes, está entre nosotros. Los que se educaron en aquella política y la hicieron propia, herederos de los que entendían España como una propiedad, y a los ciudadanos como peones al servicio de esa causa corrupta y totalitaria, forjaron su carrera durante la Transición y, después, la desarrollaron en la democracia. Es evidente que no usan los mismos modos, que no utilizan el mismo protocolo ni aquellas formas, algo sí de sus vacíos discursos retóricos, pero recogieron el testigo. Eran jóvenes en aquella España que despertaba a la libertad, sufrían con sus mayores al ver el desmantelamiento de un mundo que agonizaba sin remedio. De la noche a la mañana, y sin que nadie explicara por qué, la España «de toda la vida» se convirtió en algo vergonzante. De Franco no hablaba nadie. Parecía que hubiera muerto un siglo antes. Nadie sabía cómo iba a terminar aquello. Los franquistas se camuflaron en la masa hasta que escampara. Escuchaban perplejos a los rojos hablando en la barra de los bares con un descaro total: la apoteosis del libertinaje. Todo aquello que había sido inculcado durante años como motivo de orgullo —la marcialidad, la virilidad, la gallardía, la jactancia de ser español— perdía vigencia y pasaba a ser ridículo, detestable.
No es fácil renegar de la herencia ideológica de los padres, sobre todo cuando ha reportado unos privilegios notables, sustanciosos, irrenunciables. Siempre sostuve que si España era diferente en algo, esa diferencia venía marcada por ostentar el triste honor de ser el único país del mundo donde triunfó el fascismo y se quedó durante cuarenta años, hasta que murió su líder.
El gran partido de derecha española, Alianza Popular, fundado como coalición de pequeños partidos presididos por exministros de Franco, orgullosos de serlo, a los que se llamó en su día «los siete magníficos», se nutrió de jóvenes dispuestos, entusiastas, de sangre nueva. Los que hoy nos mandan. Ahí crecieron, respetando a sus ancestros de los que todo aprendieron, a los que veneraron, a los que nunca cuestionaron ni reprocharon su pasado, a los que nunca preguntaron «¿cómo fue?», a los que admiraron y admiran. Su resistencia actual a eliminar los vestigios de la dictadura y los monumentos erigidos a criminales de guerra que luchaban a sangre y fuego contra la democracia y la libertad, les define. Acabar con ese pasado es como borrar de la tierra los cimientos de su civilización. Hoy, de la mano de otra nueva generación, asistimos al resurgir de los homenajes, de las acciones, de los símbolos, de aquella España de la dictadura que muchos creían enterrada porque así lo deseaban, pero que estaba presente gracias a la llama que siempre mantuvieron encendida unos, y a la cobardía de otros que no hicieron nada por apagarla cuando gobernaron. Jamás se enseñó en las escuelas lo que ocurrió en aquella guerra. Quién era quién. De qué bando estaba la democracia y de cuál la abolición de la libertad durante cuarenta años. No se enseñó ni se enseña en las escuelas, como se enseña en el resto de Europa, nuestra guerra, ni la segunda guerra mundial. No se enseña qué fue la dictadura de 1939-1975. A contar la verdad, a estudiar nuestra historia, lo llaman adoctrinar. La razón para no revisar nuestro pasado es «evitar abrir las heridas». ¿Las heridas de quién? Para no herir la susceptibilidad de los torturadores, se humilla a las víctimas. Siguen anclados en aquello, en lo mismo.
No se ha llevado a cabo desde las instituciones democráticas un acto de reconocimiento oficial a las víctimas que lucharon por la libertad y la justicia en España. No se ha hecho una política de reparación a las familias que sufrieron en silencio durante tantos años el secuestro y asesinato de sus seres queridos. A aquellas madres que tuvieron que ocultar la verdad a sus hijos porque no querían revivir el horror, porque no querían inculcarles el espíritu de venganza. A aquellas mujeres que todas las noches al cerrar los ojos recordaban a sus maridos asesinados y tachados de criminales. A aquellas mujeres que vivieron en el terror y que soñaban con el olvido. Nadie les tendió la mano, nadie las consoló. Sólo homenajes civiles, desde iniciativas privadas, en alguno de los cuales he tenido el honor de participar y que lejos de contar con la colaboración de las autoridades competentes, se han celebrado en algún pueblo de extrarradio de la capital del Estado porque tanto el Ayuntamiento como la Comunidad se niegan a colaborar en actos de revisión del pasado: hipócritas.
España tiene una deuda con ellos, con todos los que yacen en las cunetas, junto a las tapias de los cementerios y en los olivares, en fosas comunes, por luchar por la libertad. Fueron asesinados a causa de sus ideas y constituyen el mayor testimonio de vergüenza de la humanidad, todavía, ochenta años después de aquel infame golpe de Estado que muchos cargos electos aún se niegan a condenar. Esta vergüenza se arrastra año tras año por la intransigencia y la crueldad de esos políticos y jueces que no quieren quitarse el barniz del fascismo que asoló nuestro país: la Transición no fue ruptura.
Quiero recordar aquí el informe que, con motivo del intento de extradición por parte del juez Garzón de Augusto Pinochet, realizó Eduardo Fungairiño cuando era fiscal jefe de la Audiencia Nacional porque representa el paradigma de la defensa del Estado totalitario desde instituciones cuya misión es perseguirlo: «[…] las Juntas Militares en Argentina y Chile no pretendían sino la sustitución temporal del orden constitucional establecido mientras se subsanaban las insuficiencias de ese orden constitucional para mantener la paz pública». «Las insuficiencias del orden constitucional» a las que hace referencia el fiscal jefe no eran otra cosa que la victoria del Frente Popular de Salvador Allende en las urnas. Gana el rival, se le mata, de paso a miles de sus seguidores a los que se va a buscar a sus casas, y se restablece el orden y la paz. Así definía Fungairiño el secuestro, el asesinato, la tortura, la mutilación y la desaparición de miles de ciudadanos en Argentina y Chile: «sustitución temporal del orden constitucional para mantener la paz». Lo que ocurra durante ese período de «sustitución» carece de importancia. La obligación de la justicia de perseguir el delito pasa a un segundo plano cuando la causa es justa, cuando el asesino es «de los nuestros», la ideología por encima de la ley.
Esta apología del fascismo y el terror no fue condenada y, mucho menos, castigada por el poder judicial. El Tribunal Supremo se limitó a comentar que era una resolución discutible o criticable pero no delictiva. La cuestión es que no se trataba de una opinión, sino de una resolución que legitimaba el terrorismo de Estado, el crimen y, por supuesto, el saqueo de las arcas públicas en beneficio de las familias golpistas, como siempre. Es esta connivencia de las instituciones con el fascismo la que nos ha traído hasta aquí, a este momento de complacencia en la corrupción que pone en jaque al sistema.
Recientemente, una comisión de la ONU se ha mostrado sorprendida por la situación en la que todavía se encuentran las víctimas de la dictadura, hecho que consideran insólito. En sus conclusiones afirman: «El Estado debe asumir un rol de liderazgo y comprometerse de manera más activa para atender la demanda de miles de familiares que buscan conocer la suerte o el paradero de sus seres queridos desaparecidos durante la guerra civil y la dictadura». Ignoran que el Estado hace, precisamente, lo contrario. Pone todas las trabas posibles y, aunque en sus encuentros con esta comisión hablan de la Ley de la Memoria Histórica, les oculta que la han dejado sin presupuesto para que no pueda salir adelante, o que el juez Garzón fue acusado de prevaricación por intentar investigar los crímenes del franquismo. Con respecto a la exhumación de las fosas comunes, la comisión ha denunciado que: «El juez no se persona, por lo que el acto carece de reconocimiento judicial». También ha pedido al Estado que «levante las recientes restricciones legales y vuelva a la aplicación de la jurisdicción universal».
Así es, seguimos siendo la excepción. Nos continúan pidiendo que levantemos las «restricciones legales» y nos incorporemos al mundo occidental, que apliquemos «la jurisdicción universal». Estamos fuera de ella.
Recordemos que fue el gobierno de Aznar el que con las trabas, dilaciones, y chanchullos pertinentes evitó el procesamiento de Pinochet cuando estuvo retenido por la justicia en Gran Bretaña a instancias de una denuncia cursada por el juez Garzón que antes mencionaba, y sobre la que vamos a volver.
Antes hablamos del fiscal jefe Eduardo Fungairiño, revisemos ahora los argumentos del fiscal de la Audiencia Nacional, Pedro Rovira, para justificar, bajo la apariencia de la aplicación de la justicia, la impunidad para los dictadores neofascistas. Afirma el fiscal que el antiguo código penal sólo contemplaba el delito de torturas cometido por «autoridad o funcionario público». En este punto manifiesta que «tiene dudas de que un jefe de Estado sea autoridad». Para este señor, Pinochet no torturaba, secuestraba y asesinaba basándose en su autoridad, sino, al parecer, porque las víctimas se lo reclamaban. Él no debía cursar órdenes, ejecutaba deseos. Además, asegura el fiscal, que según nuestra legislación las torturas sólo pueden perseguirse cuando se realizan «con el fin de obtener una confesión o testimonio». Según Rovira, las torturas cometidas por el régimen de Pinochet se cometían con «la finalidad, no de investigar hechos, sino para originar el terror en la ciudadanía chilena o para obtener informaciones de otras personas; pero tampoco estos casos están tipificados en nuestro ordenamiento jurídico como delito de torturas, al recogerse sólo y exclusivamente las torturas como fin de obtener una confesión o testimonio que afectaban a la persona torturada».
Ya lo ven, para el fiscal de Audiencia Nacional se puede perseguir la tortura si su finalidad es obtener una confesión, pero no si se lleva a cabo para conseguir información de otras personas o generar terror en la ciudadanía. Además, ¿en qué se basa para afirmar que las torturas no se hacían con la finalidad de investigar hechos? ¿Estaba presente en los interrogatorios? ¿No se hacían para obtener una confesión? Entonces ¿para qué?, ¿por placer? Todo un experto en tortura y sus matices. Algunos se preguntarán ¿de dónde salen estas personas de la alta judicatura? De allí.
Desde la Audiencia Nacional se atenúa la importancia del terrorismo, para cuya persecución fue creada, al no ver perseguible la tortura cuando su fin es generarlo. Vueltas y más vueltas, papeles y más papeles para evitar la acción de la justicia, para tapar el crimen, la tortura y el terrorismo de «los suyos», ese que no es perseguible. Toda esta maniobra que se orquestó desde la judicatura a instancias del gobierno de Aznar tenía una sola meta, una consigna: «A Pinochet no lo toquéis». Un juez británico aseveró que Pinochet había tenido en el gobierno español a «su mejor abogado defensor».
Al despedirle, ante el avión que le llevaría de regreso a Chile, una emocionada Margaret Thatcher, que días antes se había personado de visita en la residencia del general y afirmado ante los medios que estaba muy agradecida a Pinochet por «haber devuelto la democracia a Chile», le regaló una bandeja de plata diseñada para la ocasión que conmemoraba la victoria de sir Francis Drake sobre la flota española en 1588, como signo de humillación hacia España, celebrando su regreso a Chile y que se hubiera evitado lo que llamó «intento de colonialismo judicial español», de la mano del juez Garzón, del que decía estar asesorado «por un grupo de marxistas», en una muestra inequívoca de respeto a la independencia judicial. Este es otro ejemplo de la indecencia con la que se mueven estos dueños del mundo que operan en las democracias y se llaman a sí mismos neoliberales, aunque están plenamente identificados con los regímenes dictatoriales y fascistas a los que amparan y, como vemos, defienden hasta la extenuación. «A los míos no los toquéis». Es esa máxima la que les mueve, por eso los «neoliberales» españoles celebraron en su día esa humillación a su adorada patria, había una razón de orden superior: «Thatcher era de los suyos». Como decía, se han internacionalizado, la patria ha pasado a un segundo plano respecto a sus intereses bastardos que enriquecen a los adictos al «nuevo régimen» y empobrecen a los pueblos.
Tenemos que huir de aquella España, dar la espalda al fascismo, señalarlo, denunciarlo.
Todo este rollo de nuestro origen y sus consecuencias, que vengo contando hace tiempo, hacía que en algunos coloquios se me acusara de exagerar por hablar de un mundo remoto, inexistente. El tiempo me ha dado la razón y, recientemente, hemos podido ver a diferentes cargos del PP —concejales, miembros de las Nuevas Generaciones— exhibiendo símbolos nazis o fascistas sin que se tomen medidas disciplinarias. El alcalde de un pueblo de Orense llamado Beade tiene su despacho convertido en un pequeño santuario dedicado al dictador. Afirma asombrado ante el ruido mediático que ha generado su ideología golpista: «Nadie del PP me ha recriminado nunca honrar al franquismo». Claro, ¿por qué se lo iban a recriminar? Después de destaparse el caso, y a pesar del revuelo organizado, nada ha ocurrido, sigue en el cargo. Se proclama franquista y se siente cómodo en el PP. Es de suponer que ellos también con él.
Estos jóvenes del PP que hacen gala de símbolos fascistas no han conocido aquello, no lo han estudiado, sólo saben lo que han oído en casa. Ya son terceras generaciones.
La alcaldesa de Quijorna, Madrid, organiza un mercadillo donde se vende todo tipo de parafernalia franquista, falangista y nazi en un colegio público de su pueblo. De nuevo, ante el follón que se monta se ven obligados a salir a la palestra. Primero para negar cualquier vinculación en la organización del evento. Una pena que en todos los carteles que lo anuncian aparezcan como tales; además, la alcaldesa lo visitó. Aclarada la primera mentira, se desliza la segunda. Aseguró no ver nada anormal. Bueno, aquí tal vez no mienta y para ella ese entorno de cruces gamadas y banderas del águila imperial le parezca de lo más normal, y hasta bonito, quién sabe, pero en tal caso se estaría definiendo políticamente. Tras pedir disculpas y decir que ignoraba lo que representaban aquellos símbolos de cruces gamadas y demás, se olvidó de contar que al día siguiente organizó un acto de homenaje a los ciudadanos del pueblo que se sublevaron contra la Segunda República, ante unas personas que permanecían en formación ataviadas con el uniforme de Falange y otras procedentes de un tabor de Regulares de Ceuta, mientras los asistentes daban «vivas a los héroes». Probablemente, esta mujer que no sabe lo que es una cruz gamada tampoco era consciente de lo que allí sucedía ni entendió una sola palabra de la soflama que les soltó a los asistentes. Ustedes ya me entienden. Pidió disculpas por si alguien se pudo ofender. Ah, sí, es del PP, se me olvidaba. Se define como demócrata y de centro.
En las fiestas de Moraleja de Enmedio, Madrid, ondea la bandera preconstitucional en el balcón del ayuntamiento durante las fiestas mientras una de las peñas ayudada de amplificación entona el Cara al sol, que atruena en la plaza. El alcalde, Carlos Alberto Estrada —¿de un partido fascista?, no, del PP—, dice que no vio nada, que no se dio cuenta de nada. Aducen razones históricas. Resulta que Franco tenía una finca cerca, en Arroyomolinos, y pasaba con su coche y la escolta por allí. Que los gloriosos neumáticos del automóvil del Caudillo pisaran las calles del pueblo constituye razón suficiente para que se rinda culto eterno al invicto líder de la patria. De todos modos, y quitando importancia a la acción que no vio, el alcalde alega, de paso, esa razón esgrimida ya como un retintín por los cargos del PP cuando se ven obligados a dar explicaciones por estas cosas: «Algunos portan esa bandera como otros llevan la republicana». Para ellos es lo mismo el símbolo de una democracia que el de una dictadura. El genio que inventó la respuesta ante estas situaciones incómodas no calibró bien lo que decía, pero si se estudiara esa historia en los colegios, muchos, a diferencia de estos alcaldes del PP, sabrían ver la diferencia.
El camino de la democracia después de algo más de treinta años nos ha traído hasta aquí. El panorama es desalentador. Con motivo de la crisis económica que han montado ahora aprovechando que no tienen contestación, han desarrollado esa «tormenta perfecta» que nos está llevando a un puerto al que nadie quería ir. Europa, por primera vez, se encuentra, casi en su totalidad, en manos de los neoliberales. El resultado, en contra de lo que anunciaba la propaganda, es devastador. Habría que remontarse muchos decenios para encontrar un estado de penuria semejante. En la Comunidad de Madrid, por poner un ejemplo, uno de cada cinco niños vive en la pobreza.
Ciñéndonos a España, la intransigencia y el abuso nos han traído al borde del abismo.
Revisemos la situación. Nos encontramos en el último trimestre de 2013.
1. La cabeza visible del sistema, el presidente del gobierno, miente a los representantes de la nación en el Congreso de los Diputados sin el menor recato, desvergüenza que se ve amplificada porque los medios de comunicación ya habían aportado pruebas de su relación con esa política delincuente encaminada a derivar dinero de las arcas públicas hacia paraísos fiscales. Su permanencia al frente del gobierno sólo se explica desde el desprecio profundo al sistema que representa. La democracia no admite presidentes que envían mensajitos telefónicos de aliento a personas que están en la cárcel por, entre otras cosas, tener cuentas de millones de euros a su nombre, cuya procedencia se desconoce. Presidente «marca España».
2. Además de Bárcenas, los que le antecedieron en el puesto —Álvaro Lapuerta y Ángel Sanchís— también están imputados. Este último ya estuvo encausado en el caso Naseiro sobre la financiación ilegal del PP. Un cuadro.
3. La falta de colaboración del partido del gobierno en los numerosos casos que tiene abiertos es inaceptable. Que se dediquen a la destrucción de pruebas, a mentir cuando son requeridos por el juez, siendo imposible que dos de ellos acierten a dar la misma versión, y que aparezcan documentos como nóminas, cuentas falsas, cuya existencia ha sido negada por los miembros de la cúpula del partido, hace que la acción se extienda como una mancha de aceite por todo el PP, que se comporta como una banda que encubre, ampara y defiende a sus miembros.
4. Su forma de luchar contra este estado de cosas, su manera de limpiar el partido de corruptos, pasa por perseguir y segregar a los denunciantes de los delitos en lugar de a los presuntos delincuentes. Ese aviso a navegantes deja inmovilizados a los que pretenden una acción regeneradora. No hay discrepancias. No hay disidencias.
5. Aprovechando la crisis, inician un desmantelamiento sistemático del Estado de bienestar que era el mayor logro conseguido en la historia de la humanidad al universalizar las prestaciones del Estado. La sanidad, la educación y las pensiones han sufrido un ataque del que no se sabe si se recuperarán. Nadie, ni los votantes de su partido, ha reclamado este cambio de sistema.
6. Este desmantelamiento, esta ola de privatizaciones, también afecta al resto de las compañías y los servicios públicos (Telefónica, Repsol, gestión de hospitales, limpieza, cuidado de jardines…), que pasan a ser explotados por empresas que encarecen los servicios y bajan la calidad de las prestaciones.
7. En el colmo del descaro, una vez que dejan los cargos públicos, aparecen al frente de esas empresas privatizadas, también en los puestos de dirección o de consejería.
8. En un claro intento de acceder a la impunidad, pretenden acabar con la separación de poderes copando con nombramientos de personas afines, leales, las altas instancias de la judicatura así como los altos tribunales de justicia. En el caso del Tribunal Constitucional, al decidir sobre la constitucionalidad de las leyes que salen del Congreso de los Diputados, teniendo poder para revocarlas, puede convertirse en un órgano que anule la voluntad popular, el poder que emana de las urnas.
9. La consecuencia de esa especie de internacionalismo neoliberal al que ahora se deben nuestros gobernantes se traduce en la eliminación de controles por parte del Estado que podrían evitar que la economía financiera, especulativa, arrase con la economía real, la que hace cosas. Ese dogma del «no intervencionismo» permite la piratería financiera, el trilerismo del dinero, aniquilando, incluso, a las clases medias, a la pequeña y mediana empresa, su tradicional base sociológica, su masa electoral, esa pequeña burguesía para la defensa de cuyos privilegios nació la derecha.
10. Desaparece el concepto de «soberanía nacional» para aceptarse la sumisión de los Estados a la Troika (Fondo Monetario Internacional, Banco Central Europeo y Comisión Europea), que se asume como supraestructura que dicta las decisiones que tienen que adoptar los diferentes Estados de la Comunidad Europea sin que nadie la haya invitado, y sin que nadie haya sido consultado. En el colmo de la sumisión, quita y pone presidentes en países, supuestamente, democráticos. Estamos en manos de la gran banca. El FMI, con la excusa de arbitrar el concierto económico internacional, a lo largo de su historia no ha hecho más que generar quebranto, pobreza y miseria a lo largo y ancho del mundo, sin piedad. Fue el encargado de hundir y someter Latinoamérica en beneficio de sus aliados del norte. Esos países no levantaron cabeza hasta que se desprendieron de su yugo. Su receta para España en este año: continuar con las políticas de austeridad, y ayudas para la economía financiera. Rebajar los salarios un 10 por ciento. Es decir, recortar en todo lo que se pueda y prestar dinero a la banca. Un chollo. Por cierto, aunque parezca recochineo, dice que hay que profundizar en la reforma laboral, le resulta insuficiente.
11. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, es decir, la crisis, que sirve para todo, se han sacado de la manga la abolición de los derechos de los trabajadores. También, progresivamente, la eliminación de los convenios colectivos. Los ciudadanos quedarán a los pies de los caballos sin ningún tipo de protección. Derechos que se consiguieron a costa de mucha lucha y mucha cárcel para aquellos que dieron la cara por sus compañeros. Han sido abolidos gracias a un decreto ley cumpliendo la fantasía de la CEOE, que venía reclamando esta reforma desde hacía muchos años. Es curioso que lo que pedían en tiempos de bonanza económica sea, exactamente, la misma fórmula inevitable, la única que pueda sacarnos de la crisis. La solución a tal enigma es sencilla. Es ahora, cuando el terror se ha apoderado de la ciudadanía, cuando puede implantarse con total impunidad. En cualquier caso, y si, como dicen, es consecuencia de esta llamada crisis, deberían advertir que esta reforma es coyuntural y que dejará de aplicarse cuando la economía se recupere. No harán tal cosa, todas estas medidas de urgencia, traumáticas según ellos, han venido para quedarse. Por primera vez en la historia, estamos trabajando para crear un mundo peor que aquel de donde venimos. Por primera vez, la generación que nos siga vivirá peor que la nuestra.
12. Camufladas bajo las reformas cruentas que siembran el pánico entre la población, se introducen otras de calado ideológico que nada tienen que ver con la economía pero que, como las enfermedades oportunistas cuando un cuerpo está bajo de defensas, se cuelan sin debate, por decreto, configurando un nuevo perfil social donde el espectro de libertad se ve reducido. Se cuestiona el derecho a manifestación, fundamental en democracia, al que se hace responsable de la mala imagen de la «marca España», mientras asistimos a una absoluta falta de autocrítica por el estado de corrupción en el que vivimos, que nos convierte en el hazmerreír, en un ejemplo vergonzoso, en el mundo occidental. También se impone una moral religiosa que creímos superada en nuestro Estado aconfesional que, de nuevo, vuelve a rendir pleitesía, a seguir los pasos que marca la Conferencia Episcopal. Desaparece de nuestras escuelas la asignatura de «Educación para la ciudadanía» por «doctrinaria», según dicen, mientras nos inculcan, de nuevo, la asignatura de religión, que deben de considerar científica. ¿Qué necesidad había de reformar la ley del aborto? ¿En qué afecta a los que no quieren hacer uso de ese derecho? Son los mismos que están en contra de la investigación con células madre que salvará tantas vidas. Es la sinrazón de la reacción.
13. Se reforma la justicia con la creación de tasas que alejan a los ciudadanos del derecho a recurrir a ella, al tiempo que se cambian los sistemas de elección de jueces para copar los cargos del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional.
14. Se cambian los criterios para acceder al sistema de becas y ayudas a los estudios, retrocediendo en el derecho que consagra la Constitución de la «igualdad de oportunidades». Los hijos de los pobres deberán esforzarse más que los otros si quieren estudiar. Instauran un sistema de castas. La drástica disminución de los presupuestos de I+D y la investigación nos vuelve a dejar fuera de la órbita donde se crean las herramientas del futuro. La cultura también es penalizada con los impuestos al considerarla un objeto de ocio y no un bien necesario, imprescindible. Se produce un cambio en el rumbo poniendo la proa hacia la barbarie.
15. Esta reducción en los derechos de los ciudadanos viene acompañada de una deslegitimación de los disidentes, de aquellos que se oponen a este desastre de perversión del sistema democrático perpetrado desde el poder por aquellos que deberían tener como primera obligación preservarlo. La descalificación del que consideran enemigo es constante, recurren siempre a la provocación a través del insulto. Violentos, terroristas, antisistema, antidemocráticos, fascistas, nazis son algunos de los adjetivos que se usan habitualmente para descalificar a los asistentes a las movilizaciones de protesta contra las medidas que implanta el gobierno. Otras veces son pronunciados en esos debates televisivos con representantes de la extrema derecha, donde los miembros de la Administración parecen sentirse tan cómodos sin que jamás se les haya visto pedir respeto para los ciudadanos que ejercen el derecho a manifestación.
Los miembros del gobierno y también sus delegados recurren a la provocación constante al convertir las manifestaciones pacíficas, en lugar de en un motivo de reflexión, en un ejercicio de crispación al ignorarlas, ningunearlas, y centrar su atención en los que no acuden. No escuchan a los ciudadanos sino a esa «mayoría silenciosa» para la que dicen gobernar. Aquella para la que Franco decía gobernar. Miden el éxito de las manifestaciones que ellos convocan por los asistentes y las de sus rivales por los que no asisten. Ejercicio peligroso puesto que legitiman todas sus medidas y estos cambios radicales a los que nos referimos por los votos obtenidos en las elecciones generales que suponen algo más del 30 por ciento del electorado. Si les aplicáramos su misma vara de medir, deberían gobernar para ese casi 70 por ciento de ciudadanos que no les votó. Pero su estrategia es otra, es la provocación, esa que persigue el ministro Wert cuando se refiere a las protestas de los ciudadanos como «fiestas de cumpleaños», haciendo un paralelismo entre el pacífico comportamiento de los asistentes a las manifestaciones y la bondad de sus medidas. Su forma de concluir que sus medidas son inocuas por la falta de contundencia de la respuesta ciudadana es una clara llamada a la violencia callejera. Es un provocador nato. Baste recordar su intervención en el Congreso de los Diputados el día en que por primera vez coincidían en la misma protesta los profesores en huelga, los padres y los alumnos, el conjunto de la comunidad educativa, convocatoria que fue seguida de forma masiva. El ministro aprovechó su intervención para definir la medida que había provocado esa protesta como la más consensuada, reclamada y aprobada por los ciudadanos. Parecen más contentos cuando arden los cajeros automáticos y los contenedores de basura. Esos son los únicos debates en los que parecen sentirse a gusto, aquellos que les permiten llenarse la boca con las palabras «terrorismo» y «antisistema».
16. La suplantación de los símbolos, la apropiación de las consignas ha sido fundamental en la evolución de este proceso. Haciendo mal uso de las instituciones, apropiándose de los símbolos de los rivales, aboliendo el valor de la palabra, incumpliendo los compromisos electorales, eludiendo su obligación de dar las explicaciones que los ciudadanos exigen, eliminando las ruedas de prensa de su compromiso cotidiano, han conseguido desprestigiar el sistema democrático, instaurar en la sociedad el hastío y la desesperanza. Se pervierte el lenguaje cuando la expresidenta de la Comunidad de Madrid exige acciones contundentes para eliminar a los corruptos de su partido, evitando reconocer que fue bajo su mandato cuando la trama Gürtel se extendió a lo largo y ancho de la comunidad, y que tuvo la oportunidad de intervenir pero, no sólo hizo oídos sordos a las denuncias de sus militantes, sino que aquellos que tuvieron el valor de dar ese paso se vieron expulsados, perseguidos y amenazados. Han generalizado la consigna de: «Todos son iguales»; creado el nuevo escenario político: «No hay izquierda ni derecha». En resumidas cuentas: «La democracia no sirve». ¿Quién gobernará si le damos la espalda a la democracia? The answer is blowing in the wind: los de siempre.
17. Finalmente, a raíz de esta sensación de fuerza que proporciona la crisis, sumada a la impotencia en la que se ven sumidos los ciudadanos, rebasados por esta agresión a su forma de vida, con tantos frentes abiertos, surge de nuevo la reivindicación de aquel tiempo pasado. «En España empieza a amanecer». Aparecen como las setas gestos, acciones y puestas en escena de símbolos preconstitucionales que siempre estuvieron guardados bajo el colchón. Es ahora que la democracia no sirve, ahora que está prostituida, cuando los causantes de esa degeneración parecen dispuestos a quitar el polvo a toda esa parafernalia para lucirla de nuevo. Los salvapatrias ya se acercan a los puestos de salida con su discurso demagógico bajo el brazo, a contarnos que aquí lo que hace falta es menos política y más ley, orden y trabajo. Su ley, la del embudo; su orden, la supresión temporal del orden constitucional, como lo llamaba el fiscal de la Audiencia Nacional; y su trabajo, en esas condiciones que tanto gustan a la CEOE. «Haga usted como yo: no se meta en política».