EL PUEBLO MACERADO Y ALIÑADO

Aunque ahora las estadísticas hacen pensar que las cosas podrían cambiar, las cifras de las elecciones generales mostraban que los ciudadanos conservadores permanecían fieles a su partido pasara lo que pasara. No cambiaban de opción política. Tampoco castigaban con la abstención a su partido cuando creían que lo hacía mal, o que trabajaba en contra de sus intereses. Los conservadores tienen referentes muy arraigados, eso que llaman tradiciones. Entre ellas incluyen la religión, que lleva consigo una tremenda carga ideológica.

En misa y repicando

Esta relación Iglesia-derecha se retroalimenta. La Iglesia, desde siempre, ha incluido los postulados conservadores en su doctrina, y la derecha, a su vez, hace de la Iglesia su causa, en exclusiva, como si fuera una fundación a su servicio. Durante la Segunda República, la guerra civil y la dictadura, caminaron siempre de la mano. Como hemos comentado, Franco tenía la potestad de nombrar obispos de una terna que le presentaban. La alianza Iglesia-Estado llegó a ser consustancial. El vencedor de la «Santa Cruzada» concedió toda suerte de privilegios a la Iglesia, que todavía mantiene, y esta, por su parte, lo paseaba bajo palio mientras sus obispos no dudaban en hacer el saludo fascista en los actos oficiales y conmemoraciones eclesiásticas a las que acudía aquel que había impuesto el «nacionalcatolicismo» a sangre y fuego.

No soy quién para entrar en las cuestiones internas de tan alta institución, pero a juzgar por los beneficios económicos que les ha producido la incautación alevosa del patrimonio español que han llevado a cabo con las «inmatriculaciones», perpetradas gracias a esa ley que les hizo Aznar a medida, lo del palio se me queda corto, deberían pasearlo en el papamóvil.

Del hecho consustancial de la identificación Iglesia-derecha, de la alianza tradicional con los poderosos, nace un sentimiento anticlerical profundo y muy arraigado en las clases populares españolas, que sorprende a los extranjeros. Claro que ellos son especiales. Los ingleses, por ejemplo, aceptan la disciplina que lleva su nombre sin rechistar. A nosotros las palizas del cole se nos hacen «trauma» y aborrecimiento. Ellos se limitan a vestirse de colegiala cuando están solos en casa. Definitivamente, el español no está dotado para la sublimación.

Nosotros siempre hemos estado definidos por cualidades «trivalentes». España es: «Una, grande y libre». También solemos utilizar esta forma en la ponderación de las virtudes: «Quiero que mi mujer sea buena, limpia y trabajadora». O a la hora de insultar, en este caso con una intención lesiva creciente: «Mamón, hijoputa, gordo». El nombre completo de nuestra religión no se escapa a este formato y resulta ser: «Católica, apostólica y romana». Aunque a los españoles la tercera cualidad siempre nos ha sobrado. Eso de «romana» nunca lo hemos llevado bien. La española siempre ha sido mucho más verdadera, está demostrado y más ahora que los papas son de cualquier sitio, primero uno polaco, luego argentino. ¿Qué será lo próximo? ¿Un papa chino?

Nuestra Iglesia es selectiva, no admite intrusos en su seno. De hecho la jerarquía española protagonizó un hecho histórico al cerrar la parroquia de San Carlos Borromeo del barrio de Entrevías de Madrid en 2007. La excusa fue que sus curas no se ajustaban a la liturgia. Daban rosquillas con la comunión y celebraban la misa vestidos de paisano. La verdadera razón: eran «rojos». Se da la circunstancia de que es una iglesia que construyeron los vecinos con sus propias manos y que goza de gran prestigio en un barrio muy duro, marginal, conflictivo. Ni por esas, la Iglesia española no baja la guardia, seguimos siendo la reserva espiritual de Occidente. Vale que Rouco Varela sea clavadito a Paco Clavel, pero cachondeos, los justos.

Hubo una excepción, un cardenal llamado Vicente Enrique y Tarancón, que llegó a presidir la Conferencia Episcopal Española entre 1971 y 1981. Fue fundamental en la Transición y su espíritu aperturista le hizo granjearse muchos enemigos. Durante el funeral por Carrero Blanco[112] fue recibido con gritos de «¡Tarancón al paredón!», ante la plana mayor del gobierno y el ejército, consigna con la que se pintaban las calles de Madrid, y tuvo que salir de la basílica de San Francisco el Grande por la puerta de atrás para evitar males mayores. Cuando Franco condenó al exilio al obispo de Bilbao Antonio Añoveros por pedir el reconocimiento de la «identidad cultural y la lengua del pueblo vasco», Tarancón amenazó con excomulgar al dictador. ¡Hostias! Fue de las pocas ocasiones en las que Franco dio marcha atrás. Según dicen, este asunto le hizo llorar. Tal vez fue consciente de que se volatilizaban sus posibilidades de canonización. Eso le pasó, como con tantas otras cosas, por no haberla dejado cerrada en vida. La fe en el ser humano sólo lleva a la decepción, es ingrato por naturaleza. Monseñor Escrivá fue más listo, lo dejó todo resuelto y ahora tiene su figura policromada repartida por los templos, con coronita en unos casos, aureola dorada en otros, y nadie anda borrando su recuerdo de las plazas como ha ocurrido con los motivos ecuestres del general que salvó a dios de las garras marxistas. ¡Qué hubiera sido de dios sin su ayuda!

Juan Pablo II se refirió a monseñor Escrivá como «el santo de lo ordinario» en su canonización, a la que acudió lo más granado de la cúpula del PP y que fue retransmitida en directo durante dos horas y media por TVE. Como el Festival de Eurovisión. Sin duda, lo de «santo de lo ordinario» debió de decirlo en un sentido irónico, pues todos estos intentos de hacerle pasar por un ser humilde contrastan con una tradición que rompió el santo español. Resulta que, por una cuestión de principio, los nobles que abrazaban los hábitos renunciaban a sus títulos, consideraban que eran incompatibles con servir a los demás (se supone que uno adquiere la condición de noble para lo contrario). Pues bien, el «santo de lo ordinario» removió Roma con el Pardo con el fin de obtener el marquesado de Peralta de las manos de Franco, para lo cual hubo que falsificar documentos que hicieran coincidir la familia de los Peralta, de Jerez de la Frontera, con la del humilde santo de Barbastro. Tonterías de santos que se escapan a los humanos. Pero dejémonos de canonizaciones, que, a buen seguro, no me han de conceder una a pesar de los méritos que estoy contrayendo con la escritura de este libro.

Aparte de la excepción que supuso la irrupción de un cardenal acorde a su tiempo como Tarancón, la Iglesia española siempre ha sido un agente político regresivo de primer orden, trabajando para los mismos. Hay que reconocer que no se equivoca. Sus convocatorias y llamamientos a manifestarse son siempre multitudinarios, involucionistas y, aunque «la duda ofende», muy bien recompensados, como hemos visto, cuando el partido para el que pide el voto alcanza el poder.

En la salud y en la enfermedad

La relación del PP con sus votantes puede ser definida como un auténtico matrimonio. No se basa en el compromiso de la gestión de la voluntad popular. Se acepta como inevitable, imperecedera e irreversible. Así, desde el año 1996 en el que el PP ganó por primera vez las elecciones generales, su horquilla de votos variables ronda en torno al millón. En aquella ocasión obtuvo el poder con 9 716 000 votos y ya nunca ha bajado de esa cifra, teniendo su techo en las del año 2011, donde obtuvo 10.866.566. Disfrutan de una gran fidelidad. Parece que les votan siempre los mismos, hagan lo que hagan. En las elecciones en las que se alzó con la victoria Zapatero el año 2004, apenas perdieron votos, y eso que el desgaste que sufrió el gobierno del PP fue enorme. Suficiente para haber borrado del mapa a cualquier otro partido. Las movilizaciones de ciudadanos contra la guerra de Irak fueron las mayores que se recordaban. A eso se sumó el desastre ecológico del Prestige, provocado por la decisión de arrastrarlo a alta mar cuando quería entrar en puerto: «O joder A Coruña o joder toda la costa», según dijo en conversación telefónica el responsable de Salvamento Marítimo en aquellos momentos. Alguien tomó «la decisión del avestruz»: si el petrolero se hundía, el problema desaparecería. Como todos recordamos, una inmensa marea negra cubrió el litoral gallego. Sólo la intervención de voluntarios que por miles se sumaron a la limpieza, llegados de todos los puntos de España, consiguió adecentar la costa en un tiempo récord. Nuestro siempre recordado presidente de la Xunta, don Manuel Fraga Iribarne, no tuvo el gesto de otorgarles la mayor distinción posible. Nunca antes se había visto un movimiento solidario tan masivo y eficaz. Un ejemplo de cómo los ciudadanos podían cambiar las cosas en un ejercicio de compromiso desinteresado, puramente afectivo, con su vecino.

Tan desastrosa como la catástrofe fue la gestión de la crisis que llevó adelante don Mariano Rajoy, entre otros linces ibéricos, donde dio un avance de lo que nos podíamos esperar cuando fuera presidente del Gobierno. Cito algunas de sus frases célebres: «La marea no va a llegar a las Rías Bajas». (21 de noviembre). «A una profundidad de 3500 metros y a dos grados de temperatura, el fuel estaría en un estado sólido, por lo que, en principio, el combustible no se verterá». (24 de noviembre). Refiriéndose al PSOE: «No he visto ni un grado de patriotismo, sólo oleadas de críticas, peticiones de dimisión y una actitud irresponsable…, ninguna oposición ha actuado así en situaciones similares[113]» (4 de diciembre). «Se piensa que el fuel está aún enfriándose, salen unos pequeños hilitos, los que se han visto, hay en concreto cuatro regueros que se han solidificado con aspecto de plastilina en estiramiento vertical» (sólo superada por el finiquito en diferido, 5 de diciembre). «La popa está mejor que la proa. Sólo tiene un par de pequeñas grietas». (7 de diciembre). Y así hasta el infinito. No es de extrañar que haya descubierto un burladero en el plasma.

Tampoco faltó la gracia dicharachera de Federico Trillo, el hombre que todo se pasa por el «arco del triunfo»: «Pensamos en bombardear el Prestige para hundirlo o hacer arder el fuel». (20 de noviembre, aniversario de la muerte de aquel gallego ilustre). ¡Con dos cojones!

No podía faltar en este desaguisado Martín Villa, nombrado comisionado del Gobierno para el Prestige, el hombre capaz de echarse a las espaldas cualquier catástrofe por un módico precio de salida: «Si llegara a deducir que la responsabilidad está en alguna autoridad pública, me lo callaría, porque estaría perjudicando al patrimonio nacional». (3 de febrero). O, dicho de otra manera, si la han cagado los míos nunca se sabrá. Curtido en los «buenos tiempos», sabía cómo tapar lo impresentable.

Ana Botella también dio alguna muestra de sus dotes de gran estadista, que serían refrendadas con el tiempo: «En la catástrofe del Prestige sólo hay un culpable: el barco». (12 de diciembre). Algo que ya sabía don Rodolfo Martín Villa.

Con respecto a resolver el tema de las responsabilidades, pues ya se sabe, el PP disolvió la comisión de investigación del Parlamento Gallego con su voto en solitario, mientras la ministra Ana Palacio y el mismísimo presidente de la Xunta, don Manuel, se fueron a Bruselas a presionar para que la posible investigación del asunto que se preparaba en Europa se centrara en cómo prevenir catástrofes y no en buscar las causas y los responsables. O por ponerlo en palabras del ínclito ministro de Franco, para evitar la tentación de «algunos grupos de la oposición de este Parlamento y de España, de enredar políticamente». Él era como Franco, no le gustaba la política.

Ana Palacio cogió experiencia en estos temas de influir en la opinión extranjera y la utilizó con motivo del 11-M, cuando logró introducir en la condena que la ONU hizo del atentado la autoría a ETA, en contra de la opinión de algunos de los firmantes, generando una gran incomodidad. La ONU no tiene costumbre de atribuir atentados a grupo alguno, ni siquiera lo hicieron en la condena del 11-S. Rusia y Alemania se resistieron y el embajador alemán sólo cedió ante la llamada de su ministro de Exteriores, llamada que le causó una gran irritación, que manifestó en público «en parte dirigida a nuestra delegación». «Marca España».

También tuvo gracia esta exministra al querellarse contra Luis Bárcenas porque aparecía en sus papeles como receptora de una cantidad de dinero, en un momento en el que tanto Bárcenas como el PP negaban la autenticidad de dichos documentos, que luego se mostraron verídicos.

Volviendo al Prestige, en la cima del respeto por los ciudadanos indignados ante tamaña incompetencia y estulticia, se situó el presidente del gobierno, don José María Aznar, que dando muestras de su talante democrático se refirió a los manifestantes que salían a la calle por toda España como: «Perros que ladran su rencor por las esquinas». «Marca España».

No se crean que en todos los países democráticos un presidente de gobierno puede llamar perros a sus ciudadanos y continuar tan pancho en el cargo. Hay sitios donde lo de la democracia y el respeto a las instituciones se lo toman en serio. Esta dialéctica fascistoide podría ser producto de los nervios, del estrés, de la tensión a la que se ven sometidos estos señores (una mala tarde la tiene cualquiera). Por desgracia no era así, se trataba, como el tiempo demostró, de toda una declaración de principios. En 2012, promocionando su libro de memorias por la radio, tuvo la ocasión de disculparse, o por lo menos de matizar un poco las palabras dándoles tono jocoso, con ese gracejo natural que posee, cuando le recordaron aquella desafortunada frase, pero no quiso dios. Aprovechó la ocasión para ratificarse en el exabrupto: «Algunos lo siguen haciendo». Yo, desde luego, soy uno.

Esta espectacular antología del disparate se saldó con el ascenso de todos los implicados. Todos los que intervinieron en esta chapuza salieron revitalizados. Cuando llegó el juicio, ninguno de los responsables políticos se vio implicado y quedó al descubierto, ¡qué sorpresa!, la ocultación de pruebas e informes periciales fundamentales para el esclarecimiento de los hechos. Otra muestra de esa transparencia de la que hacen gala, compatible con la ocultación de pruebas y falta de colaboración con la justicia. Unos genios.

A las crisis provocadas por la entrada en la guerra de Irak y el desastre ecológico del Prestige, se sumó la estrategia electoral de incluir el mayor atentado de la historia como parte de la campaña, en una maniobra que, como he dicho antes, no voy a comentar porque mi cerebro no aguanta una revisión exhaustiva de aquellos días y quiero llegar a viejo.

Bien, pues con todos estos desaguisados encima de la mesa, el PP sólo perdió medio millón de votos. Sacaron más votos que cuando accedieron al gobierno en 1996. Fue la indignación popular que hizo salir de las madrigueras a muchos «perros rencorosos» la que dio la victoria a Zapatero con la mayor cantidad de votos de toda la historia de su partido, que aun se vio incrementada en las siguientes elecciones. Muchos que no habían votado nunca salieron de sus casas para ejercer por primera vez ese derecho, se creó una auténtica marea de ciudadanos que se acercaron a las urnas para echar al PP del gobierno, sabiendo que sus votantes no lo harían. La participación con respecto a las anteriores elecciones se incrementó en más de diez puntos.

El PSOE, por ejemplo, se hundió en las elecciones de 2011, perdió 4,3 millones de votos. Podríamos decir que los votantes del PSOE ponen y quitan del gobierno a ese partido y también al PP. Es decir, el votante de centro izquierda es muy crítico con la gestión de su voto mientras que el de derecha, centro y extremo centro siempre vota lo mismo. Claro que, al margen de las autonomías donde existe un partido nacionalista fuerte, el PP se configura como alternativa única para la derecha, aglutinando en su seno distintas sensibilidades. Algunas, como hemos visto, claramente antidemocráticas. Aunque ahora, parece que UPyD se va configurando como una alternativa para el votante de derecha descontento.

El hecho de tener el voto garantizado ha creado cierto estado de impunidad en el PP. Si a las focas les das sardinas todo el rato, no quieren pasar por el aro.

Esta indiferencia y falta de contestación de los militantes y diputados del partido ante el lamentable espectáculo al que estamos asistiendo, con fechorías constantes en las portadas de los diarios, vienen dadas porque a la realidad numérica de los votos se ha sumado que la cúpula, ministros, secretarios de Estado, consejeros de comunidades, en fin, altos cargos de la Administración y del partido, se han visto involucrados en casos de corrupción, dando un ejemplo nefasto tanto a los cargos medios como a la base. Sin duda ven que la única solución posible sería descabezar completamente al partido, empezando por su secretario general, lo que implicaría una larga travesía por el desierto. Para ellos y sus incipientes carreras políticas, sería peor el remedio que la enfermedad. Lo malo es que esa basura nos la comemos los demás.

Por otra parte, la cúpula había optado por una estrategia de legitimación de estas repugnantes acciones al pedir unidad y solidaridad con los que trincan. Lejos de apartarlos de sus responsabilidades ante las más que evidentes pruebas de mangoneo, cierran filas en torno a los «presuntos» y exigen fidelidad y compromiso a la militancia.

Esa bajada del listón moral ha generado una política de «todos a una» donde parece que, como dice el tango Cambalache: «El que no llora no mama y el que no afana es un gil».

Como las desgracias nunca viene solas, para rematar la faena apareció «la crisis», que, como aquel meteorito que acabó con los dinosaurios, nos cayó encima sentando las bases de desmontaje del sistema en el que estábamos asentados: el Estado de bienestar.

Al principio se hizo responsable exclusivo del deterioro económico al gobierno vigente, en una maniobra bien orquestada en la que, al margen de la incapacidad para gestionarla, se restaba importancia a la realidad internacional, extendiendo la opinión de que el hundimiento de nuestra economía era un fenómeno exclusivo, consecuencia de la necedad y la incompetencia de los miembros del gobierno de Zapatero. El hundimiento del PSOE, como hemos comentado, fue espectacular.

El PP llegó al poder con un récord histórico de votos en 2011, pero también con las alforjas cargadas de casos de corrupción, alguno, como el llamado caso Gürtel, convertido en una auténtica bomba de relojería que habría de explotar tarde o temprano con consecuencias catastróficas para la imagen del partido, pero que ya era conocido por la opinión pública antes de las elecciones. El hecho de ser conscientes de que les habían votado a pesar de su baja condición ética, les dotó de tranquilidad escénica, les dio impulso para ir a degüello contra el Estado de bienestar. El pueblo había firmado un cheque en blanco en un momento en el que por culpa del derrumbe económico y el alto índice de desempleo se encontraba desarmado.

Una estafa necesaria

El programa con el que se presentaban a las elecciones era desconocido, no hacían gala de él ni se entretenían en la exposición de detalles, pero se concretaba en presentar al PP como un soldador capaz de cerrar la vía de agua del Titanic. Resumían su milagro en un acto de fe: recuperaremos la confianza de los inversores.

Ellos traerían el agua que necesitaba este toro que agonizaba de sed. Su sola presencia haría recuperar la confianza de «los mercados».

De hecho, de tanto insistir en la confianza que generarían, abrieron los ojos a mucha gente que vio en ello una estrategia política siniestra que podría controlar los diferentes gobiernos desde el exterior, poniendo y quitando presidentes, al abrir o cerrar el grifo de la inversión. El pueblo estaba dispuesto a aceptar ese chantaje si cesaba la sangría de despidos y la economía comenzaba la recuperación.

Para obtener la tranquilidad del votante receloso repitieron hasta la saciedad, y la más insistente fue Dolores de Cospedal, que nunca traspasarían las líneas rojas tras las que se encontraban la sanidad, la educación y las pensiones. Esa trinidad del Estado de bienestar se salvaría de la quema, se respetaría, por supuesto: palabra de neoliberal. Otras cuestiones consecuentes con su política como la bajada de impuestos y las ayudas a la pequeña y mediana empresa se contaban de pasada, se daban por supuestas.

La garantía de recuperación económica vendría dada con su llegada al poder, ya que los que gobiernan de verdad en el mundo y deciden cómo, cuándo y quiénes van a ser los agraciados con la felicidad, el equilibrio y el desarrollo eran de los suyos; en tanto miembros del mismo club, harían pandilla y, ante la promesa de no faltar a su palabra de vender España al mejor postor, «los mercados» se volcarían en la inversión con la seguridad de que gobernando los neoliberales no iban a tener problemas para obtener una gran rentabilidad garantizada.

España se hundía irremisiblemente, y como decía el actual ministro de Economía, Cristóbal Montoro, estaban dispuestos a colaborar en ese hundimiento, si fuera necesario, para llegar al poder. Ya la rescatarían con tranquilidad desde el gobierno.

El pánico había cundido y el pueblo español apostó por estos superhéroes de la gestión que prometían traer pasta a los españoles. Bueno, finalmente, la entraron para reparar la vergonzosa gestión de los bancos que estaban en manos de aquellos cargos que hicieron el «milagro económico». Por cierto, primero dijeron que ni un solo euro iría a parar a los bancos, que eso era cosa de Zapatero. Después, que se trataba de un préstamo. Más tarde nos enteramos de que no iban a devolver ni un céntimo. Y ahora no sabemos nada. En las circunstancias actuales, ¿tenemos los españoles que dar dinero a los bancos?

Tras la llegada al poder se entregaron a un trabajo de desmantelamiento contra reloj. Fueron, en primer lugar, a por aquello que habían jurado y perjurado no tocar: educación, sanidad y pensiones. De rondón metieron la justicia con la creación de unas tasas que apartan al ciudadano, más de lo que estaba, del derecho a recurrir a esta institución. Esta celeridad en cargarse los servicios elementales demuestra una estrategia preconcebida. Es evidente que lo tenían previsto y que habían estado mintiendo a los ciudadanos. Estas medidas, que causan un gran desgaste político, se suelen tomar al principio de la legislatura, en un intento de distanciarlas lo máximo posible de las siguientes elecciones generales.

Un pequeño apunte sobre lo perra que es la política y lo nefasta que resulta para estos menesteres la hemeroteca. Sólo unos meses antes de su llegada al poder, Rajoy y Esperanza Aguirre iniciaron una rebelión cívica contra la subida del IVA del gobierno de Zapatero. Esa subida fue de dos puntos con respecto al valor vigente, que era del 16 por ciento. Con respecto a ese dato, Rajoy lo subió no dos, sino cinco puntos, llegando al 21 por ciento. Hasta el último momento sostuvo que no lo subiría y criticó esa medida dando a entender que lo bajaría. Unos días antes de las elecciones, en el debate de los candidatos, Rajoy le dijo a Zapatero: «Yo no soy como usted […]. Le subió el IVA a la gente y no lo llevaba en su programa […]. Yo lo que no llevo en mi programa, no lo hago». ¿Cómo lo ven? Los medios de comunicación lo llaman «contradicciones». En mi barrio, mentiras.

En aquella recogida de firmas que incitaba a la insumisión del pago, acto de dudosa legalidad, Esperanza Aguirre se lució de lo lindo colocando mesas por doquier. Se imprimió medio millón de panfletos explicando a los ciudadanos la verdadera razón de esta subida del IVA. Ese dinero no iría destinado, decían, a la sanidad, a la educación o a los servicios sociales. Ahí va la verdadera razón, Aguirre dixit: «¿Sabes por qué Zapatero nos sube dos puntos el IVA? Porque él no quiere apretarse el cinturón, prefiere que te lo aprietes tú, prefiere pagar subsidios a crear empleo porque necesita más dinero para mantener ministerios inútiles». Ahora podríamos dar la vuelta al final de la frase que hablaría de inútiles en los ministerios.

Descubre el ciudadano, con tristeza y hastío, que no contento con obviar o dar de lado algunos puntos de su programa, se permite el señor presidente hacer lo contrario de lo que promete nada más llegar al poder. ¿Cómo se compensa a esos ciudadanos que todavía creen en la palabra dada y votaron convencidos de que el gobierno haría algo parecido a lo prometido? Aparte de los fieles, muchos ciudadanos fueron llevados a las urnas mediante el engaño. Además, el presidente ponía al «altísimo» por medio, insistía en hacer las cosas «como dios manda». Claro que, si es dios el que manda, el pobrecito no es responsable de sus actos. A lo mejor, nuestro señor le está probando como a Abraham y le ha pedido que sacrifique a su pueblo para demostrar su fe. Eso explicaría lo que está ocurriendo. Ahora sólo falta esperar que venga rápido el ángel y detenga esta jodienda con el cartelito de «prueba superada», porque nos están achicharrando.

Lo que ha ocurrido en este breve lapso se puede considerar un timo. Cualquiera puede quedarse en el intento de resolver las cosas, o comprobar que las medidas paliativas propuestas no tienen el efecto deseado, pero de ahí a tomar el camino opuesto hay un abismo que convierte al negligente en estafador. Es la buena o mala voluntad la que cambia el perfil del actor. La buena o mala fe. Esa fe que el señor presidente pedía a su pueblo era de la mala.

Falta a la verdad el señor Rajoy cuando, ante tamaño despropósito, sale a justificarse alegando que quería hacer las cosas de otra manera, pero las circunstancias no se lo han permitido. Las circunstancias eran las mismas que cuando se presentó a las elecciones. No puede alegar desconocimiento, puesto que basaron la estrategia de oposición de sus últimos meses, precisamente, en alertar de la gravedad de la situación y de la falta de iniciativa y energía para afrontarla del gobierno de Zapatero.

Especial gravedad tiene en su caso esta falta de compromiso con la palabra dada, porque además es registrador de la propiedad, lo que equivale a decir, en los términos que a él le gustan, que su palabra «va a misa». Se hubiera agradecido un compromiso notarial de obligado cumplimiento de ese contrato que el candidato suscribe con sus votantes a través de las urnas, pero no ha querido el señor registrador hacer uso de su prestigio. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, comentaremos que en fechas en las que se acaban de aprobar las nuevas medidas de transparencia que, supuestamente, acabarán con los desmanes de la corrupción y que, paradójicamente, coinciden con la destrucción de los discos duros de los ordenadores de Bárcenas y la desaparición de sus agendas, cuya custodia por orden judicial corría a cargo del Partido Popular; coincidiendo con esa aprobación de medidas de transparencia, decíamos, el señor Rajoy se niega a aclarar cuánto ha cobrado desde que se dedica al desempeño de la función pública como político, función que afirma costarle dinero, por esa plaza de registrador de la propiedad de Santa Pola que ganó por oposición y a la que no ha acudido un solo día. No sabe, no contesta. Con lo sencillo que sería decir «nada», si es que tal fuera el caso. Al esconderse y negarse a responder genera esa razonable duda que luego dicen que «ofende». El que calla, don Mariano, otorga. Y es que, por el hecho de ser presidente o ministro de una nación hay que estar todo el día dando explicaciones de los ingresos recibidos. Definitivamente, esto de la democracia es un coñazo. Y eso que aquí, don Mariano, la democracia es muy poco exigente, en otros países a los que mienten los ponen en la calle, figúrese, no le habría dado tiempo ni a llegar al balcón de Génova la noche de las elecciones. Si es que el mundo está lleno de talibanes…

Lo que decíamos, el mercado no ha cumplido con su parte. Llegar al poder los liberales y empeorar las cosas fue todo uno. Es cierto que no se endereza una tendencia de la noche a la mañana, pero era lo que vendían.

Los señores que han traído hasta aquí a los países del sur de Europa, esos especuladores que no dudan en hundir a una nación si eso les supone un beneficio por mínimo que sea, son de los suyos. Neoliberales, como ellos. Piensan que la mejor política imaginable es la de «toma el dinero y corre». Lo llaman «libre mercado», que suena mejor.

La gran contradicción de estos líderes neoliberales que hoy nos gobiernan es que están del lado de esos «mercados» que luchan, precisamente, contra el Estado al que representan y al que quieren eliminar del terreno de juego económico. El enemigo de estos mercados son las normas de protección, las barreras que ponen los Estados para que sus respectivos países no queden arrasados por la voracidad mercantil de los especuladores. A esta muralla de protección la llaman «intervencionismo» y lo asocian al totalitarismo.

La misión de los liberales del siglo XXI es suavizar o suprimir las normas que nos protegen. Son los encargados de abrir la puerta trasera de la muralla, como ocurrió en el sitio de Constantinopla y que permitió su conquista. La abolición de la regulación de los «mercados» que tanto preconizaba el señor Bush deja al pueblo soberano en el desamparo, al pairo, expuesto a ser abordado por el primer pirata que pase. Para levantar el estado de sitio reflejado en la prima de riesgo, imponen unas condiciones que se sintetizan en las llamadas «reformas estructurales profundas».

Esta imposición supone, de hecho, la abolición de la «soberanía nacional». El sistema que los ciudadanos nos hemos dado con la legislación que sale del Congreso de los Diputados queda suspendido cuando las normas fundamentales que regulan nuestra convivencia y nuestro futuro son dictadas por los que tienen las llaves de la caja del crédito y, además, ponen las notas de confianza de cara al inversor y califican la calidad de nuestro sistema financiero, de nuestros bancos.

Resulta que eso que llaman «mercado libre» no es tal. Podemos hablar de un solo inversor. Si el mercado fuera libre, habría muchas opciones, pero se comporta como un solo hombre. Nos dejan el dinero, pero a cambio nos obligan a rehacer nuestra organización social con sus medidas para tener la garantía de que lo van a recuperar con un alto interés en el menor tiempo, aunque estas medidas generen quebranto en la población y un espectacular detrimento en su calidad de vida.

Esta situación es absurda. Es como si para acceder a un crédito hipotecario el banco nos exigiera reformas en nuestras vidas, hacernos de determinada religión, pertenecer a una secta, o dejar de practicar determinados hábitos con el argumento de que una vida recta, austera y moral garantiza la formalidad del adjudicatario e inspira tranquilidad al prestamista.

El libre mercado ha demostrado que sólo lo es para él: con el pueblo que lo sufre se comporta como un tirano.

Para remate, la aceptación de las condiciones no ha traído los resultados prometidos.

¿Qué ha fallado en esta estrategia de la generación de confianza de los mercados?

Como hemos dicho, los Estados son rehenes de los mercados, que deciden si hunden a un país o no, ahora que, prácticamente, se han eliminado las regulaciones que podrían evitar quebrantos innecesarios a la población. Incluso se atreven a quitar y poner presidentes de gobierno sin pasar por las urnas, como ha ocurrido en Italia y Grecia, con la excusa de que el prestamista tiene derecho a dirigir la economía de un país de la forma que le sea más rentable para que su inversión no se vea amenazada. El de Italia, Mario Monti, es consejero de Goldman Sachs. Este banco estadounidense dijo en su día que la prima de riesgo se reduciría de 570 a 350 puntos sólo si «el nuevo ejecutivo está liderado por una personalidad externa y capaz». Un chantaje digno de don Vito Corleone. Cuando tuvo que enfrentarse a las urnas obtuvo un 10 por ciento de los votos.

El de Grecia, Lucas Papademos, era gobernador del Banco Nacional de Grecia cuando este país entró en el euro con unas cuentas falseadas, de las que él era responsable. Luego se reconoció que esa entrada fue prematura. Vaya tela.

A esos presidentes impuestos los llaman tecnócratas y dicen que no tienen ideología. Nos quieren hacer creer que han vivido en un plasma de hibernación, suspendidos en líquido amniótico, hasta que les liberan para salvar países. Para que la pesadilla cobre intensidad y la desesperación del personal alcance máximos que inhiban su capacidad de reacción, resulta que estos tecnócratas, en muchos casos, han trabajado antes en esas empresas fraudulentas que han provocado el hundimiento de los mercados con productos contaminados que, sin que nos hayan explicado cómo, han generado una reacción en cadena que nos ha llevado a la ruina. A nosotros, que no teníamos nada que ver.

Pues bien, estos mercados que, en principio, saludarían la victoria del PP con una inmensa confianza que se traduciría en una gran inyección de dinero a través de inversiones de todo tipo, ya que contarían con un Estado colaborador trabajando a favor de sus intereses, han hecho dejación de sus funciones. No nos sacan de la ruina. No olvidan que primero se deben a sí mismos y, claro está, su obligación es la de continuar profundizando en este hundimiento del que decía Montoro que nos iba a rescatar, para, puestos a comprar, comprar a «precio puta», por utilizar la jerga económica.

La famosa prima de riesgo que ha cobrado tanto protagonismo con la crisis se ha convertido en el parámetro de la calidad de la economía de un país. Eso que Rajoy llamaba confianza. Durante muchos años estuvo, prácticamente, a cero, llegó a ser negativa, pero traspasó la barrera de los 50 puntos con la caída de Lehman Brothers y en sólo cuatro meses se duplicó y alcanzó los 100. En dos años llegó a los 300. En esas cifras se hizo Rajoy con el poder, bajó un poquito, para situarse en los 296 puntos en diciembre de 2011, y luego empezó a subir para alcanzar con el agujero de Bankia los 639 puntos. Esta situación obligó a Rajoy a pedir un rescate parcial. Zapatero ya no tenía nada que ver. ¿Qué estaba pasando? Lo que tenía que pasar: los mercados no se casan con nadie. Van a por la pasta, también, por supuesto, cuando mandan los suyos. Es la historia de la rana que ayuda al escorpión a cruzar el río. Al llegar a la otra orilla, el escorpión le clava el aguijón. Ante la mirada de incomprensión del batracio, el arácnido responde: «Lo siento, está en mi naturaleza».

Un pequeño y sospechoso apunte. Cuando esta prima se convirtió, tanto para la oposición como para los diferentes analistas económicos, en argumento suficiente para cambiar un gobierno, y se convenció de ello al pueblo soberano, subió desde los 192 puntos en los que estaba en el mes de agosto de 2011 hasta los 467 puntos unos días antes de las elecciones. Es evidente que la economía no pega esos vaivenes, la prima de riesgo es un parámetro subjetivo que mide el nivel de confianza, pero tuvo una influencia decisiva en la campaña electoral.

Los tiempos en los que un gobierno perdía toda credibilidad y casi legitimidad en función de ese parámetro ya pasaron. Soraya Sáenz de Santamaría afirmaba: «La prima de riesgo se llama José Luis Rodríguez Zapatero. España necesita un gobierno que genere confianza fuera y dentro». Por su parte González Pons, con razón, decía: «La prima de riesgo de un país es inversamente proporcional a la confianza que genera. Si supera los 400 puntos estamos instalados en la desconfianza». Tal aseveración es irreprochable. Pero se olvidaron de abrir la boca cuando esa prima superó los 600 puntos estando ellos en el poder. Siguiendo sus tesis, tal situación significaba que el gobierno de Rajoy generaba mucha más desconfianza que el de Zapatero.

En el verano de 2013, cuando la dichosa prima bajó hasta el «insostenible nivel» de los tiempos de Zapatero, lo vendieron a la opinión pública como un signo objetivo de recuperación. El mismo dato con el que demostraban el fracaso de sus rivales se convertía dos años más tarde en el signo del éxito y la buena gestión.

Lo peor fue lo que ocurrió mientras tanto.

En las circunstancias actuales debemos medir la valía de un gobierno por su resistencia ante el chantaje económico. La razón por la que esta Europa de neoliberales prefería un gobierno de derechas en España no tenía sólo una base ideológica. Siempre se ha dicho que la derecha no tiene manual, tiene intereses. Es cierto. En Europa sabían que el gobierno de Rajoy llegaría de rodillas, con el cuaderno en la mano para tomar nota de los deberes. Así lo desveló Durão Barroso con motivo de aquel apresurado comentario de nuestro presidente en junio de 2012, la mañana que le dio por comparecer para aclarar lo del rescate parcial a la banca porque tenía prisa, le estaba esperando el avión para llevarle al fútbol (atrás quedaron los tiempos en que estas cosas eran un escándalo). Muchos recordarán que Rajoy dijo un tanto ufano: «Nadie me ha presionado, he presionado yo, que quería una línea de crédito». El señor Barroso contestó al día siguiente que no sólo no había recibido presiones de nuestro presidente, sino que le había sorprendido lo bien y rápido que había aceptado las condiciones que le impusieron para acceder al crédito.

¿Y Europa? ¿Dónde está? ¿Por qué una madre abandona a sus cachorros?

En este club de países al que pertenecemos y del que se supone que somos socios, algo va mal cuando la ruina de uno significa la riqueza del vecino. En las sociedades normales, los socios caminan juntos, ganan o pierden a la vez.

Mientras la prima de riesgo indicaba que la desconfianza en nuestro país era total y por su culpa vendíamos deuda al 7 por ciento de interés, la seguridad total se encontraba en Alemania, que daba por lo mismo el cero por ciento e incluso tiene con frecuencia interés negativo, lo que significa que te cobran dinero si se lo prestas, pero a cambio quedas a salvo de la amenaza del «corralito», te garantizan que tu dinero no va a desaparecer. ¡Cómo rinde el pánico! El capital huyó de nuestro país en busca de inversión extranjera. Dicho de otro modo, nuestro dinero se iba a Alemania, donde no pagaban nada, y con él compraban deuda española que rendía al 7 por ciento. La idea es buena, pero no es de socio, ni de amigo, ni de colaborador: es de buitre. Es evidente que con este sistema cada vez seremos más pobres y ellos más ricos. Estos socios nos llaman los PIGS (cerdos: Portugal, Irlanda, Grecia, Spain), son unos cachondos.

La pregunta que más se han hecho los ciudadanos es: ¿por qué el Banco Central Europeo no nos presta dinero a un interés más bajo? Porque no le da la gana. Está al servicio de los que se forran con esta situación. La respuesta que da el señor Almunia es que ese banco no está para eso. Sin embargo, presta dinero a la banca privada a un interés muy bajo, para que nos lo haga llegar a los ciudadanos al interés que les dé la gana, si es que lo sueltan, porque lo más normal es que lo dediquen a tapar sus agujeros o a negociar en beneficio propio en los mercados. El Banco Central Europeo no está para echarnos una mano, pero sí para que se forren otros. Vale.

Nadie quiere poner el cascabel al gato. Aquí la cuestión es que estamos gobernados por el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional y la Comisión Europea. Estamos en manos de los banqueros. Estos señores han sido y serán enemigos de los ciudadanos. Todas las medidas que imponen van a favor de sus intereses, exclusivamente, con el beneplácito de la Unión Europea, que contempla impávida el espectáculo del hundimiento de los países del sur de Europa, sus aliados, sus socios, sus amigos, con la calculadora en la mano. Mientras, los economistas que no pertenecen a ese círculo de muñidores de la trama advierten de que todas las medidas que imponen no hacen más que agravar la recesión y provocar desempleo.

Las maniobras de ajuste basadas en medidas drásticas de austeridad para reducir el déficit, la reducción de salarios y la implantación de una salvaje reforma laboral no han hecho otra cosa que acentuar la crisis al hundir el consumo y disparar las cifras de desempleo hasta convertir el despido, en muchos casos, en un gran negocio. No hay que ser muy listo para entender que hundiendo el poder adquisitivo de los ciudadanos es muy difícil que crezca la economía.

Periódicamente, estos tres elementos (BCE, FMI, CE) reconocen que estas medidas nos están perjudicando más que ayudando, pero, en un ejercicio de cinismo espectacular, siguen exigiendo a los gobiernos que profundicen en ellas.

Como el poli bueno y el poli malo, hablan de austeridad y, al mismo tiempo, de que es contraproducente si no va acompañada de medidas que incentiven la contratación y la recuperación económica. También dan un caponcillo a los bancos para que suelten algo de crédito.

Su prioridad está clara: mientras imponen las medidas de austeridad a aplicar de una forma precisa como una condición imprescindible para evitar el colapso, controlando de cerca su implantación y recomendando, a pesar de los efectos catastróficos, ahondar en ellas; lo de las medidas de incentivos lo dejan caer así como un consejillo, y lo de los bancos, pues eso, también, una recomendación sin más. Recientemente, el FMI ha recomendado que se sigan bajando los salarios. No saben lo que ganan los obreros españoles. Ellos piden, piden, piden. Piden siempre lo mismo, sin mesura. Exigen la resolución del déficit y si para ello los gobiernos tienen que desmontar el Estado de bienestar, pues muy bien. Les importamos un carajo. Esa, y no otra, es la verdad. Lo primero es cobrar esos intereses abusivos que se han sacado de la manga. El bienestar de los ciudadanos no está en la mesa de negociaciones, en lugar de ser la prioridad, es un favor colateral, una propina que se otorga si hay margen para ello.

Así, entramos en una espiral de decadencia. Vuelven a decir que las medidas no están funcionando y piden perdón por haber errado en sus cálculos. A la mañana siguiente insisten en la misma vía.

¿Por qué no detienen este deterioro? Porque no son «intervencionistas», son neoliberales. ¿Y el señor Almunia, vicepresidente y comisario europeo de Competencia, que es socialista? También. Y lo peor es que con su defensa del discurso oficial parece reducir las opciones, cerrar la puerta a toda alternativa. Elevan sus tesis a la categoría de ciencia, cuando son producto de la misma ideología conservadora de siempre. De hecho, esto que nos implantan aquí ya lo hizo el FMI en Latinoamérica, llevando a aquellos países a la ruina. Ahí nos están metiendo.

El paradigma de esta desvergüenza lo representa doña Angela Merkel, dueña y señora de Europa, cuando aplaude las medidas de recortes de Rajoy en educación, animándole a profundizar en esa medida, a reducir todavía más ese presupuesto, mientras ella aumentaba esa partida casi en un 10 por ciento. De todos es sabido que nuestro sistema educativo dista de tener la calidad del alemán, por no hablar de sus infraestructuras, medios, etc. Deberíamos intentar llegar a él. ¿Cuál es el mensaje que nos transmite con estos consejos? ¿Son consejos o son órdenes? «Ustedes, queridos españoles, encárguense de las sombrillas y las hamacas de las playas, dejen lo demás en nuestras manos». La consecuencia que se deriva de esta política es evidente. El abismo que nos separa de Alemania será cada vez mayor. En lugar de intentar igualar los servicios y prestaciones de los países socios, se está trabajando de forma exhaustiva, con una agresividad incomprensible, en ahondar las diferencias. Nos están sumiendo en un pozo de pobreza y de destrucción de nuestros servicios del que nos va a costar salir y, cuando lo hagamos, como en la película El día después, no nos va a gustar nada lo que nos vamos a encontrar.

Todavía no hemos llegado a entender el precio que vamos a pagar por desmontar la investigación en nuestro país. Hemos condenado al destierro a nuestros científicos, hemos apagado el motor que propulsaba nuestra civilización, hemos inhibido nuestro cerebro, nos hemos metido en un camino de regresión que nos lleva a las antípodas del desarrollo, del mundo del pensamiento. Nos están sumiendo en la barbarie de la ignorancia y la incultura de la que un día creíamos huir.

Cuando era pequeño, siempre me llamaban la atención los dibujos que venían en los libros de historia de los bárbaros que invadían Europa desde el norte y desde el este. Tenían buena pinta, pero saqueaban, quemaban y hacían barbaridades, de donde les venía el nombre. Ahora, a esta edad provecta, les he visto la cara, he comprendido la verdadera dimensión, la definición del bárbaro: «Es el que destruye la educación». Nos han condenado al oscurantismo.

De la corrupción, estos señores de Europa no dicen nada. Permiten que el señor Rajoy se siente a su mesa porque es dócil. Les está haciendo el trabajo sucio con una gran efectividad. Como diría Durão Barroso, con gran amabilidad. Mientras siga siendo la correa de transmisión de sus espurias intenciones, le admitirán en su seno. Sabiendo lo que saben acerca de la basura que esconde debajo de la alfombra, y conociendo lo estrictos que son con estas cuestiones, cabe suponer que le desprecian olímpicamente. También a Berlusconi le consentían un hueco porque les era útil. Reían con él en las fotos. Todo les vale. La moral, esa cuestión a la que se recurre cuando se quieren recortar libertades, no tiene cabida aquí, en el campo de la economía.

La vida es sueño, la pasta también

¿Por qué, de repente, somos inútiles? ¿Por qué cuando pisábamos más fuerte y creíamos formar parte del «Primer Mundo» se empeñan en meternos en el tercero? ¿Quién pone las notas?

La prueba de selectividad está en manos de unos expertos que conceden el privilegio o expulsan de la sala VIP a quien no obtiene la AAA[114]. Se asocian en las llamadas agencias de calificación.

Nos hacen creer que esas agencias (Standard & Poor’s, Moody’s, Fitch), que deciden la calidad de un sistema financiero al calificar el riesgo de impago del emisor de una inversión, bien sea una empresa o un Estado, son organismos oficiales, árbitros imparciales. Pues no, no son sistemas de control de las administraciones, son un negocio privado. En muchos casos estas agencias califican los negocios de sus propios jefes, califican compañías de las que son socias, de las que dependen. Funcionan por suscripción de las empresas a las que ponen las notas. Es como si te hiciera el examen un profesor particular. Ahí entramos en conflictos de intereses porque unas empresas o naciones son competencia de otras. Cuando una pierde, la otra gana. Según el profesor García Montalvo, de la Universidad Pompeu Fabra: «Si la agencia pone una calificación a tus activos que no te convence, puedes no pagar, así que les interesa poner AAA, porque si no el cliente podría irse». Es decir, son empresas privadas que pertenecen a corporaciones, cuyas ramificaciones se extienden y conectan con las sociedades de inversión causantes de este embrollo. Forman parte del negocio y son los jueces. Así de burdo y manipulable es el mundo en que vivimos. Estas agencias americanas, según dicen los que saben, favorecen al dólar y la libra esterlina frente al euro.

De nuestra ruina depende su riqueza. Estamos listos.

Su prestigio ha decaído por los estrepitosos fracasos de sus cálculos, que si no la han provocado en parte, desde luego están en la raíz de esta crisis. Días antes de las dos quiebras más famosas de la historia reciente, Enron y Lehman Borthers, ambas empresas habían obtenido la AAA. Aunque hay muchas más agencias, estas tres (Standard & Poor’s, Moody’s y Fitch) copan el 90 por ciento del mercado y, a pesar de que se les ha visto el plumero, como decíamos, continúan siendo las encargadas de decidir quién se forra y quién se arruina, sin la menor objeción.

Ante la evidencia de este dislate, tanto Angela Merkel como la organización ATTAC están pidiendo la creación de una agencia de calificación pública europea. La mayoría de la gente piensa que ya está funcionando, que una cuestión tan importante está en manos «oficiales». ¡Que no, que no es así!

Ahora, con la crisis, nos bombardean con términos económicos. Salen a relucir dos conceptos que dependen uno de otro: la economía real y la economía financiera.

La economía real es la que hemos conocido de siempre, basada en las fábricas, la agricultura, el comercio, las exportaciones. Es la que crea la gente «que hace cosas».

La economía financiera está basada en las «finanzas», en las acciones, los títulos comerciales, los bonos, fondos, es meramente especulativa. Una acción puede valer 1 euro un día y 20 a la mañana siguiente, pudiendo perder totalmente su valor en una semana.

Un caso típico de sobrevaloración se produce cuando una empresa sale «a bolsa», entra en este mercado. Al regirse por la ley de la oferta y la demanda, el hecho de que el personal comience a comprar en masa hace que el precio suba. Como los inversores saben que va a subir, porque siempre ocurre, compran y compran, cuanto más compran más sube de valor, con lo que se genera un círculo vicioso que hace que una empresa pueda multiplicar hasta veinte veces su valor real en una sola jornada. Es ridículo, todos saben que no lo vale, pero juegan a que sí y es de esa ficción de donde sacan el beneficio. Es dinero que está en el aire, como las perdices, sólo hay que saber hacerlo bajar para meterlo en la saca.

La economía financiera se rige por criterios subjetivos, un simple rumor puede provocar un desastre. También una prima de riesgo. Esta economía genera beneficios a «partir de las cosas», no «hace las cosas». Se presenta como una forma fácil de ganar grandes cantidades de dinero, aunque, lógicamente, entraña riesgos, pero el hecho de que los márgenes que pueden obtenerse en breves períodos sean espectaculares ha hecho que la mayor parte de la inversión se dirija a ella. Algunos cálculos afirman que actualmente hay unas cincuenta veces más dinero en esta economía que en la «real». Así nos va.

Esta crisis que sufrimos es financiera, pero se lleva por delante a la real, puesto que están interconectadas, la una necesita a la otra para poder operar.

La crisis actual es el resultado de la eliminación de todas las barreras, de todos los controles de la especulación que han llevado a cabo estos «neoliberales antiintervencionistas», lo que provoca, por un lado, la especulación sin límites, incluso con maniobras torticeras que pueden poner en riesgo la economía de un país, y, por otro, que cuando se detecta un fraude ya sea demasiado tarde. A diferencia de lo que indica la salud pública, aquí se ha eliminado la prevención. No hay profilaxis.

Así, se han generado multitud de estrategias y operaciones que bordean la ley y permiten maniobras muy lucrativas que pasan por la destrucción de empresas, destrucción que acarrea ruina y pobreza en su onda expansiva. Hay productos muy complejos; algunos, por ejemplo, permiten ganar dinero si el precio de la acción baja, si una empresa se hunde, por lo que se puede llegar a la perversión de que se haga realidad el principio «cuanto peor, mejor».

En fin, en este mercado financiero los títulos multiplican muchas veces su valor hasta que se descubre que nada es real, todo es producto de una gran especulación, un espejismo. Y surgen las crisis.

Pero esto no es un juego de mesa, no es un juego de ordenador donde al apagar la pantalla todo se desvanece. Estos juegos pueden llevarse por delante países enteros, la felicidad de millones de personas. De ahí la necesidad de la intervención de los Estados. Si la primera obligación de un Estado no es procurar el bienestar de los ciudadanos, hay que abolirlo. Si un Estado no defiende los intereses de los ciudadanos, ¿qué defiende? ¿Para qué está? ¿Para quién trabaja?

Ellos, los especuladores, van a sus intereses, nosotros debemos ir al nuestro.

Los mismos gobernantes que dejan al pueblo a la intemperie en medio de la estampida, frente al tsunami que arrasa con la pasta de forma selectiva, esos que dan la espalda al ciudadano son los más firmes defensores de «la familia». Nunca he entendido esta contradicción. En cualquier caso voy a formular un sentencia que marcará un antes y un después en la historia del pensamiento universal.

Señores liberales: «Las familias las componen personas»[115].

La bola de nieve va creciendo

¿Cómo hemos aceptado este estado de cosas?

Una vez más hemos puesto a los zorros a cuidar las gallinas. Tal vez influidos por el sentimiento de culpa de nuestra educación judeocristiana, aceptamos el castigo con un masoquismo enfermizo.

Comenzaron hablando de piratas financieros que habían provocado el hundimiento de grandes corporaciones con sus fechorías. Hablaban del hundimiento de grandes sociedades de inversión estadounidenses que habían llevado a la ruina a sus clientes con maniobras truculentas en las que habían hecho desaparecer inmensas cantidades de dinero. Aparecieron nombres de famosos que habían sido estafados. Parecía que todo este embrollo sólo iba a afectar a señores muy ricos. También se especulaba con la quiebra de algún banco y se alertaba de posibles caídas de la bolsa. Además, todo esto sucedía en Estados Unidos y allí sabían cómo tratar a los delincuentes, llamaban a la tranquilidad intentando evitar que cundiera el pánico.

De pronto aparecieron unas hipotecas que se llamaban subprime, que se encontraban englobadas dentro de un paquete de fondos de inversión a los que contaminaban. Esas hipotecas se habían concedido a personas de bajo poder adquisitivo, con pocas posibilidades de devolver estos préstamos. O sea, dinero que no se iba a recuperar. Se envolvieron en papel de regalo mezclándolas con otros fondos buenos, en una clara maniobra de camuflaje. Lo llamaban «activos tóxicos». Los que tenían esa basura entre las manos la vendieron a terceros. Hablando en plata, cambiaron dinero falso por bueno en «los mercados» y de pronto nos enteramos que esos «activos tóxicos» circulaban por todo el mundo. El problema de las hipotecas chungas americanas ya era universal. Pasaron el filtro de los sistemas de control de los mercados financieros, de esas agencias de calificación que nos ponen las notas. Nadie ha pagado ni ha sido señalado como responsable por esta estafa universal.

Para tranquilizar los ánimos, en un principio los mandatarios se pusieron del lado del pueblo soberano lanzando mensajes de indignación, renegando de este sistema de permisividad que facilitaba la especulación extrema y las maniobras delictivas.

Hasta las cabezas visibles del neoliberalismo se pronunciaron contra este estado de cosas. Claro que sólo se trataba de recibir al toro a portagayola, nieve de primavera. Había que detener la marea de indignación. Recuerdo a Sarkozy hablando de refundar el capitalismo para humanizarlo. Algo, aunque contradictorio en sus propios términos, entrañable. Planteaba reunir a los líderes mundiales para reconstruir el sistema financiero internacional partiendo de cero. «La autorregulación para resolver todos los problemas se acabó. Hay que refundar el capitalismo sobre bases éticas, las del esfuerzo y el trabajo, las de la responsabilidad, porque hemos pasado a dos dedos de la catástrofe». A dos dedos, decía. Estábamos en el ojo del huracán.

La refundación se produjo, pero no en la dirección que apuntaban. El capitalismo se tornó en su forma más salvaje.

De pronto las empresas empezaron a cerrar, el desempleo comenzó a crecer como la espuma y los sismógrafos europeos alertaban del terremoto que amenazaba al sur de Europa, a los países del Mediterráneo. La crisis había llegado. Como ocurre en los sistemas complejos, el aleteo de una mariposa en Nueva York había provocado una tormenta aquí.

Había que tomar medidas drásticas y traumáticas. El sistema en el que nos habíamos estado moviendo en los últimos sesenta años había dejado de valer. No servía.

Sosegada la bestia de la indignación con las bonitas soflamas que llamaban a la confianza en los grandes gestores de los destinos patrios, se decidió domesticarla para darle un uso doméstico.

Padre, he pecado. El pueblo abusa del sistema

¿Qué había pasado? ¿Quién era el culpable del caos?

De la noche a la mañana el dedo acusador pegó un viraje de ciento ochenta grados y convirtió en responsable de la debacle al que se estaba «llevando las hostias»: el pueblo soberano.

¿Cómo se come esto? Nos lo contaron de una forma sencilla. Del mismo modo que no se debe dejar a un niño de tres años jugar con la carroza de la Cenicienta de Lladró, ni se le debe dar a un mono una cuchilla de afeitar, el pueblo no supo hacer uso del Estado de bienestar y abusó del sistema financiero. Había dilapidado su patrimonio al hacer uso de la picaresca con un bien tan sagrado, había abusado de las prestaciones por desempleo, había prestado el carnet de la Seguridad Social a personas que no tenían derecho a nada, había cogido bajas falsas para quedarse en casa a jugar a las cartas, había guardado el dedo gordo del abuelo en el congelador para cobrar su pensión, en resumidas cuentas: el pueblo era chorizo y, además, había vivido por encima de sus posibilidades. Eso nos contaron. ¿Sí? Sí. ¿Todos? Todos creyeron que sí. ¿Somos gilipollas? A eso no me atrevo a contestar. Lo cierto es que de la noche a la mañana todo el mundo repetía las denuncias y consignas de los que habían escurrido el bulto y que hasta hacía poco se ponían colorados porque no sabían hacia dónde mirar. Del fracaso del capitalismo, denunciado por los liberales, pasamos a la teoría del «pueblo irresponsable».

El personal comenzó a repetir las argucias de los que estaban preparando el desmantelamiento del sistema. Se estaba metiendo por su propio pie en el matadero. En lugar de exigir responsabilidades a quien compitiera, se compró un cilicio y un flagelo y comenzó a trabajarse la espalda.

De pronto, «todo el mundo conocía a alguien que había pedido una hipoteca para comprarse un casa que había sido sobrevalorada por el tasador para tener acceso a una cantidad mayor de pasta que le permitió comprarse un BMW de puta madre y marcharse de vacaciones por ahí al Caribe o más allá y además amueblarlo todo y alicatar los baños». Así, sin comas ni nada. Sin tomar aire.

Habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades. Habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades. Habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades Me lo escriben cien veces hasta que se lo aprendan. ¿Y los que no habían pedido hipoteca? También.

Los datos indican lo contrario, pero para qué se necesitan datos cuando se sabe la verdad. De nuevo, la realidad no tiene el menor derecho a chafar una excusa tan bien traída. Y tan tonta.

Sin embargo, aunque no sirva de nada, convendría citar los datos oficiales, por curiosidad. Pues bien, revelan que el índice de morosidad antes de la crisis era más o menos el de la media europea. Es decir, el personal, cuando tenía trabajo, pagaba sus obligaciones. El español no era, en eso, más chorizo que el resto. No vivía por encima de sus posibilidades. La gente, al parecer, no pedía créditos por encima de sus ingresos, entre otras cosas porque el propio sistema financiero no se lo permitía, y cuando tenía que apretarse el cinturón, se lo apretaba. Muchas cinturas de avispa que se veían por las calles no se debían a la tendencia de la metrosexualidad, sino a la asfixia por llegar a fin de mes.

Esta teoría de la gran vida a costa de los bancos no se sostiene. La premisa es falsa. Para empezar, nadie decide ni decidía sus posibilidades. Las deciden y decidían por ti. Tú sólo puedes soñar. Tener ambiciones. Escribe las veces que quieras el cuento de la lechera, pero tus «posibilidades» en términos de «cantidad de pasta a la que tienes acceso» las decide el banco por ti a través de un proceso al que llaman «bastanteo». Puede que lo que voy a contar resulte obvio, pero hay que recordarlo porque la gente lo olvida cuando repite las letanías de los que mandan y, de paso, se traga siete chumberas y un saco de erizos sin rechistar.

Voy a exponer el proceso como si se lo estuviera explicando a un señor de Bután que acaba de llegar en Auto-Res.

Cuando uno va a pedir dinero a un banco le exigen documentos que acrediten que está en disposición de devolverlo. Lo más normal es que uno se presente con la nómina, y si tiene otros bienes le van a reclamar la relación. Si ya es talludito, le harán un seguro de vida que garantice la compensación en caso de fallecimiento. Resumiendo, la cantidad de pasta a la que uno accede en función de las garantías que ofrece la decide el banco. Nunca, repito, nunca un banco te va a dar más dinero del que tú puedas llegar a pagar en las circunstancias que alegas cuando solicitas el préstamo. El banco se lo piensa y, al cabo de un tiempo, si decide adjudicarte el préstamo, te llama y te dice: te damos tanto, y a este interés. Si es a treinta años, lo normal es que acabes pagando el doble o más. Tus posibilidades las deciden por ti. Punto. Entonces, ¿qué? Que de dónde sale eso de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Pues habría que preguntárselo al que lo dice. Es cierto que algunas administraciones han dilapidado la pasta de los contribuyentes y deberían dar explicaciones al ciudadano y, llegado el caso, a la justicia, pero, paradójicamente, es desde ahí desde donde se nos señala con el dedo de la culpabilidad.

Una vez localizado al culpable, el pueblo soberano, una vez que se ha metido debajo de la alfombra el tsunami provocado por el sistema financiero y que todos los facinerosos que se forran con estas maniobras han quedado a cubierto, llega la hora de impartir penitencia. Se decide que el pueblo derrochador y prepotente merece un castigo y se dicta sentencia: «Por listos, y por no saber hacer el uso debido del sistema, os quedáis sin él. Lo vamos a desmontar y vamos a vender sus escombros al mejor postor. Queda pues probado que sois unos delincuentes potenciales y unos irresponsables porque estáis a punto de cargaros todo el sistema bancario con vuestra manía de no saldar las deudas. Contra esta sentencia no se admite recurso». Curiosamente, los que dictan esa sentencia son los responsables de un déficit de proporciones astronómicas.

Ha sido cuando nos han echado encima esta crisis, cuando el personal ha perdido su trabajo, cuando han aparecido los morosos. El ciudadano no pagaba porque no tenía con qué.

Los otros factores, según los datos oficiales, que si el vecino que trincaba medicinas, que si el listo que fingía la cojera, etc., no eran decisivos en el hundimiento del sistema. En cualquier caso, esas ñapas se venían practicando desde siempre. La pregunta es: ¿por qué deja de ser viable un sistema que ha estado funcionando durante décadas? Sólo la mala gestión o la mala voluntad pueden ser responsables.

Es verdad que los bancos se metieron en jardines otorgando un gran número de hipotecas, pero fue debido a que presentaron una gran oferta, que provocó la demanda. Ocurrió algo parecido a la «fiebre del oro» en aquel «ladrillazo» que desvió toda la pasta a la construcción en un proceso que bautizaremos como:

La pirámide de ladrillo

Todo empezó con la llegada de los liberales al poder en el año 1996. De todos es sabido que la derecha no tiene manual, sólo intereses. En ese intento por demostrar que lo blanco es negro, que el mercado es libre y que las leyes del mercado siempre se cumplen, liberalizaron el suelo. Los constructores se pusieron muy contentos.

La excusa era que los españoles deberían tener acceso fácil a la vivienda, pero había un problema, el elevado precio del suelo encarecía mucho el metro cuadrado construido. Bueno, decían algunos entendidos, las administraciones tienen mucho terreno, pónganlo a disposición de los ciudadanos. Los liberales, sin embargo, tenían una idea mejor que darle el suelo a la gente así, por la cara: sacaron una nueva ley del suelo.

Cambiaron la consideración del suelo urbanizable, que a partir de la nueva ley sería todo aquel que no entrara dentro de los parámetros del suelo urbano, o del no urbanizable. Es decir, que todo el suelo era urbanizable mientras no se especificara lo contrario. Gracias a la ley de la oferta y la demanda, al haber mucho terreno disponible, caería el precio del metro cuadrado y, como consecuencia, se abaratarían las viviendas. Ya saben, la atávica preocupación de la derecha española por que se respete el derecho a la vivienda haciéndola más asequible y apartándola de las garras de los especuladores.

Los ayuntamientos comenzaron a subastar suelo que compraron las grandes promotoras, lo que provocó la casi desaparición de la vivienda de protección oficial (VPO). El mercado libre era mucho más atractivo, rendía más beneficios al no estar sujeto a controles ni fijarse un precio máximo. El suelo público cayó en manos de los especuladores. En 1996, el 40 por ciento de las viviendas construidas eran de protección oficial, en sólo unos años cayó hasta el 5 por ciento.

Veamos qué pasó con la ley de oferta y demanda que sirvió de excusa para liberalizar el suelo. Nota: esta ley también se esgrime a la hora de privatizar las grandes empresas públicas que así entrarían en el mercado de libre competencia, que, en teoría, supone que los precios van bajando hasta alcanzar el mínimo viable porque el consumidor va buscando siempre la mejor oferta. Teoría que hace aguas cuando vemos cómo las grandes compañías se ponen de acuerdo para subir y bajar los precios a la vez, aunque esté prohibido por ley.

¿Qué pasó con el suelo? ¿Se abarató el precio?

Una pena que la realidad destroce los dogmas de las leyes del mercado que, dicen, autorregulan las cosas, y por tanto no hacen necesaria «intervención» alguna. La verdadera cuestión no debería ser si el mercado se autorregula o no, y si tiene armas suficientes para la supervivencia. La principal tarea de la Administración tendría que ser protegernos del mercado, de su voracidad y de sus abusos.

Pues bien, contradiciendo, una vez más, los dogmas de la libre competencia, el precio del suelo se disparó. En diez años su valor se multiplicó por 7,5, lo que encareció notablemente la vivienda, cuyo valor hasta 2007, según un informe del BBVA, aumentó hasta un 288 por ciento, crecimiento del que el 84 por ciento fue responsabilidad del suelo y el 16 por ciento de los costes de edificación. Es decir, que la razón por la que nos quedamos sin suelo público, con lo bien que nos vendría ahora, la de bajar el precio de la vivienda, fue la causa del mayor incremento de su precio de nuestra historia. En el año 1998, cuando se liberalizó el suelo, había que dedicar el salario de cinco años para comprar una vivienda de 90 metros. En 2007 había que dedicar el salario de doce años.

Estos datos nos llevan a concluir que la liberalización del suelo no fue una medida para favorecer al ciudadano, sino una coartada engañosa para poner el suelo en manos de los especuladores. Ante este atraco a los ciudadanos para que las grandes promotoras se forraran, la actitud de los responsables del gobierno no fue de disculpa por la ruina que generaron a la sociedad en su conjunto, sino de arrogancia, de prepotencia, calificando la gestión de «milagro económico» por la cantidad de puestos de trabajo que creó aquel «boom inmobiliario» y la gran cantidad de dinero que se puso en circulación. Estábamos ante la alegría que siente aquel al que le ofrecen un trabajo y silba sin saber que la zanja que está cavando es, en realidad, su propia tumba. Ante esta presunta estafa contra el pueblo español que se había quedado sin parte de su patrimonio, y que ahora tendría que pagar mucho más dinero por una vivienda construida en un terreno que era suyo, la respuesta de los culpables estuvo a la altura de la maniobra. El señor Álvarez Cascos decía: «Si se hicieran viviendas muy caras, y no hubiera demanda o poder adquisitivo, no se venderían». Caso resuelto.

Debido a los altos beneficios que se obtenían con el negocio de la construcción, se desató la furia inmobiliaria. Durante un tiempo nos sentíamos orgullosos de que en España se construyeran más viviendas que entre Francia, Alemania e Inglaterra juntas. Eran idiotas y no se había dado cuenta del chollo que escondía el ladrillo. El hecho de que con la «construcción» se obtuvieran unos beneficios muy superiores a los del resto de la industria actuó como un sumidero, un agujero negro que absorbió gran parte del capital de los inversores. Esta derivación masiva hacia «el ladrillo» tendría unas consecuencias nefastas. Se construyeron muchas más viviendas de las que demandaba el mercado. De pronto, aparecieron cerca de dos millones de viviendas terminadas que nadie quería comprar.

Del peligro de esta situación estuvieron avisando los técnicos durante mucho tiempo, al detectar que se estaba creando lo que calificaban de «burbuja inmobiliaria», y nos prevenían de los efectos devastadores que tendría cuando explotara. Así fue. Durante ese período de bonanza económica no se creó tejido industrial, el capital no se diversificó y cuando se detuvo la actividad en este sector no existía repuesto para la cantidad de puestos de trabajo que se perdían en toda la pirámide de servicios que acarrea esta actividad (puertas, suelos, carpinteros, fontanería, materiales de construcción). Nadie tuvo el valor de detener aquella vorágine porque no había colchón para detener el golpe.

Como los hámsteres en espacios donde se reproducen más de lo que el entorno puede asumir para su subsistencia, y corren en masa a suicidarse arrojándose por acantilados, así caminaba nuestra economía.

Este secreto a voces fue denunciado por los inspectores del Banco de España en 2006, en un escrito enviado al entonces ministro Pedro Solbes, en el que se desmarcaban de la línea que mantenía en su discurso el gobernador de la entidad, Jaime Caruana, que tendía a atenuar la gravedad de la situación y reivindicaba la solvencia de nuestro sistema financiero, que estaba asumiendo un riesgo muy alto en la financiación de este «boom inmobiliario».

Los bancos, que se volcaron en financiar esta gigantesca operación inmobiliaria, tendrían que recuperar su dinero, y se encargaron de buscar los clientes que compraran las viviendas facilitando el acceso a los créditos. Los escaparates de las entidades se llenaron de carteles anunciando la disposición al crédito hipotecario y términos como «euribor», «comisión de cancelación», «comisión de apertura» o «interés variable» entraron a formar parte del vocabulario normal del personal a la hora de las cañas. El argumento que se utilizaba para convencer al cliente de la necesidad de comprar una vivienda era coherente. El precio del dinero era muy bajo y, por un poco más de lo que se pagaba por un alquiler, se podría comprar un piso. Además de no gastar el dinero mensual de la renta, puesto que se estaría invirtiendo en la compra, estaba el factor de la plusvalía, el piso se iría revalorizando, con lo que se obtendría un buen beneficio en caso de tener la necesidad de venderlo.

A los clientes se les sentaba a la mesa del director de la sucursal y salían de allí felices, con su hipoteca en el bolsillo, siendo propietarios de un piso en el módico plazo de treinta años. A esto es a lo que han llamado «vivir por encima de sus posibilidades».

La construcción alcanzó techo. Se agotó el número de compradores de casas y el mercado se hundió. Las empresas quebraron, comenzaron a producirse despidos en masa, arrastrando a los demás sectores subsidiarios, así como a la pequeña y mediana empresa.

Disminuyó el poder adquisitivo al tiempo que se creó una gran incertidumbre sobre el futuro, que se sumó a los nubarrones de crisis que oscurecían el horizonte. El consumo descendió y la economía se fue desplomando. En el sector financiero crecía la morosidad, y en este círculo vicioso nos vimos arrastrados pendiente abajo.

Apareció la prima de riesgo para terminar de sembrar la desesperanza y en ese estado de shock los neoliberales anunciaron un proyecto de salvación de España, con un equipo capaz de llevarlo adelante. Unos héroes se ofrecían a rescatar la patria, a sacarnos del pozo. Vendían ser los artífices del milagro económico anterior, e ignorando la situación de crisis internacional que estaba barriendo Europa como un ciclón, hacían responsable del desastre que ya se vaticinaba al equipo de gobierno de Zapatero, al que calificaban de inútil total para la gestión y acusaban de sembrar la desconfianza del inversor.

En realidad tenían otro plan. Como Long John Silver cuando se embarcó en La Hispaniola, se alistaron en la tripulación, no para guiar la nave, sino con la intención de tomarla y acceder al mapa de los restos del tesoro que todavía quedaba enterrado en forma de servicios públicos. Había una gran oportunidad de negocio que no se podía dejar escapar. Lejos de achicar el agua que entraba por el deteriorado casco del barco, se emplearon en la venta de las lanchas y los chalecos salvavidas. Ahora, precisamente, cuando más falta hacían. Cuando el Estado de bienestar podría mostrar toda su fuerza y efectividad. En esta penuria, en esta crisis.