Como decíamos antes, nunca en la historia de nuestra democracia un partido político había copado los órganos de poder para ponerlos a su servicio con tanto descaro y falta de pudor como ha ocurrido desde las elecciones del 20 de noviembre de 2011[107]. Este intento por conseguir la impunidad, por intentar actuar al margen del imperio de la ley, tanto en el desarrollo de las funciones de gobierno como en las del partido, mengua la calidad del sistema de una forma extraordinaria, degeneración que es percibida por los ciudadanos y así lo manifiestan en las encuestas. Al mismo tiempo, desde la Administración se toman medidas regresivas de todo tipo que atenúan el margen de libertad que disfrutábamos. Estas maniobras generan un descontento creciente, una desconfianza hacia un sistema que si bien no es el propulsor de estas actitudes bastardas, las consiente en su seno, las admite bajo la ancha manga de la ley que, al estar administrada por órganos próximos al poder ejecutivo, actúa de una forma cada vez más laxa, más permisiva con el poderoso.
Además del poder ejecutivo y el judicial, cuentan con el poder económico, que, lógicamente, ha estado siempre de su lado y en cuyo beneficio dirigen la mayoría de sus acciones de gobierno.
Para rematar la faena cuentan con la bendición divina. También está de su parte el poder espiritual, el gobierno de las almas, la Iglesia católica, que en España trabaja en monopolio, recibiendo del Estado todo tipo de prebendas y exenciones fiscales gracias a un acuerdo con la Santa Sede, así llamada a pesar de que su recién cesado secretario de Estado, Tarsicio Bertone, acusado de corrupción, se refiere al lugar como un nido de cuervos y víboras. Seguro que el cardenal sabe de lo que habla.
Ese concordato que se firmó, tras años de negociaciones, durante la dictadura de Franco y que fue renovado después de su muerte, obliga al Estado a «financiar a la Iglesia directa e indirectamente». Esta financiación del Estado a través del IRPF es anticonstitucional, según declara, entre otros, el informe elaborado por el catedrático de derecho público Alejandro Torres, basándose en que «el fenómeno religioso no es un servicio público, así que son los fieles los que deben contribuir a pagarlo, no el Estado». Además de que nuestra Constitución señala que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», aunque sólo una recoge todo el zurrón.
La Iglesia se autofinancia en el resto de Europa, incluso en la muy católica Irlanda, por una razón que explica muy bien la ley francesa, que se declara incompetente «para tomar parte y poder elegir entre unas u otras creencias filosóficas». Además es falso, como afirman algunas voces, que países como Alemania, Suecia, Dinamarca y otros financien a la Iglesia, puesto que lo hacen a través de un impuesto religioso especial que no aminora los ingresos del Estado.
La excusa de la Iglesia católica para tener la exclusividad de los dineros destinados a la cuestión religiosa es que la inmensa mayoría de los españoles son católicos. Bueno, en realidad sería más preciso decir que están bautizados, ya que en la realidad no son tantos los que practican la religión. Además, la jerarquía eclesiástica, astutamente, no deja que te borres. Ha pasado de amenazar con la excomunión y eliminarte de su privilegiado seno a impedir la salida aunque uno se declare el Anticristo. Ahora que, casualmente, está en juego la cuestión económica han quitado el derecho a borrarse. La apostasía, un acto que consiste en renegar de la religión a través de un trámite burocrático, que siempre había supuesto la salida de esa confesión, ha quedado anulada de hecho. Uno puede apostatar, y así consta, pero no es borrado del listado. Lo gracioso es que no es sólo la jerarquía eclesiástica la que impide a un individuo decidir si es o no católico, también el Tribunal Supremo. En una sentencia escrita por Margarita Robles se afirma que no hay obligación de registrar junto a la inscripción del bautismo el rechazo de la religión católica, porque esas partidas, al no estar ordenadas por orden alfabético, no son «ficheros». Parece cachondeo, pero es verdad. Están ordenadas por fecha de bautismo y, para ese alto tribunal, esa cuestión es suficiente para negarle al ciudadano el derecho a decidir si es católico o no. Yo, por ejemplo, estoy seguro de no serlo, pero el Supremo dice que sí, pero no por cojones, sino porque no acepta, en contra del criterio de la Audiencia Nacional y el voto particular de uno de los magistrados, la fecha de bautismo, que es como aparecen inscritos los bautizados, como sistema de ordenamiento para que esos documentos adquieran la «cualidad» de ficheros, indispensable para registrar la voluntad o la palabra del ciudadano en torno a su pertenencia y adscripción a determinada creencia. ¿Es surrealista? No, es morro.
Me gustaba más la coartada de la jerarquía eclesiástica, que viendo el aluvión de peticiones de renuncia que se le venía encima, decidió no aceptar la apostasía como un borrado definitivo, puesto que, según decían, «el sacramento del bautismo imprime carácter y queda grabado en el individuo como su ADN». O sea que se eleva la cuestión religiosa a categoría genética, contra la que es muy difícil luchar, aunque los transexuales le han dado un vuelco importante a la tiranía cromosómica. Al menos, hay que agradecer que, aunque sea para eliminar un derecho, la Iglesia católica vaya por una vez de la mano de la ciencia.
Pues bien, en este estado de cosas, pagada por todos los ciudadanos, la Iglesia debería ser más discreta. Pero no, cuando le parece bien salta a la arena de la política, sin dejar la sotana en la sacristía, y exigiendo respeto hacia la creencia superior, inicia campañas contra un gobierno, convoca concentraciones multitudinarias, o hace declaraciones puntuales de signo doctrinal político, siempre en el mismo sentido. En período electoral, cuando ha pedido el voto siempre lo ha hecho para el PP. Nuestra Iglesia no es muy partidaria de la alternancia, estaba con Franco a partir un piñón y sigue escogiendo lo más afín.
Para colmo, la alternativa socialista, sabiendo la influencia que tienen estos líderes religiosos, en su afán de arañar votos se niega a luchar contra esta injusticia. Lejos de ello, cuando gobiernan, suelen poner a la vista de la afición cargos que manifiestan sus profundas creencias religiosas para tranquilizar a las masas creyentes.
Habría estado bien, por una cuestión de imagen y proximidad hacia su propia doctrina, que la Iglesia se manifestara con la misma intensidad ahora que se han recortado eso que se llaman servicios sociales, que muchos no saben qué es, pero corresponden a la partida de los presupuestos que el gobierno dedica a los más pobres, aquellos para los que la Iglesia fue concebida. El desmantelamiento de los servicios creados por la Ley de Dependencia al amparo, una vez más, de la política de recortes que tiene como justificación la crisis económica, supone uno de los capítulos más vergonzosos y crueles de estos días. Han dejado sin asistencia a personas que no pueden valerse por sí mismas y cuyos recursos económicos no les permiten acceder a ningún otro servicio. No hemos escuchado la voz de la jerarquía eclesiástica, que tradicionalmente se erige como defensora y amante de los pobres. Ni siquiera a través de sus medios de comunicación, alguno tan importante como su radio, la COPE, que, más bien al contrario, siempre suscribe cualquier decisión encaminada a favorecer a los que más tienen. Un gesto de la jerarquía eclesiástica expuesto con la misma contundencia que emplea cuando otras administraciones cuestionan la obligatoriedad de la enseñanza de la religión en los colegios, por ejemplo, condenando estas políticas antisociales y anticristianas, les dotaría de cierta credibilidad; pero lejos de ello, pelean en el cuadrilátero del reparto del botín para que los colegios de corte religioso obtengan el mayor pedazo del pastel presupuestario posible, en detrimento de la educación pública, que se va degradando progresivamente, creándose una diferencia cada vez mayor entre las distintas clases sociales.
Por no hablar de la rapiña que se ha generado a raíz de una ley ad hoc que les hizo José María Aznar en la reforma de la Ley Hipotecaria, que permitió que la Iglesia pusiera a su nombre un sinfín de propiedades inmobiliarias que estaban sin registrar, como ermitas, prados, casas parroquiales que pertenecían a los pueblos y ciudades pero se cedían a la Iglesia para su uso. Ahí sí han estado listos. Han salido en tromba al grito de «¡arropa que hay poca!».
Se calculan en torno a 4500 las propiedades que de la noche a la mañana han sido registradas a nombre de la Iglesia, aunque su número podría ser muy superior. El gobierno se niega a facilitar el dato de la cantidad de «inmatriculaciones», amparándose en la Ley de Protección de Datos.
Al abolirse la ley que impedía el registro de los lugares de culto, sólo en Navarra se sabe que se incautaron 1087 bienes que incluían fincas rústicas, iglesias y hasta cementerios. Las diferentes administraciones se han dado cuenta por casualidad, porque estas acciones se han llevado con una absoluta discreción y con gran premura, encontrándose, de repente, con gran sorpresa y estupor, con esa pérdida de patrimonio. Resulta que hay una ley del tiempo de Franco que permite a la Iglesia inscribir en el registro las propiedades directamente; basta con que el señor obispo de fe y certifique su propiedad, sin necesidad de notario. Ley a todas luces inconstitucional desde el momento en el que nuestro Estado se proclama aconfesional, lo que impediría a la Iglesia ejercer funciones públicas, pero que ha permitido que todo esto suceda sin que se enteren los ciudadanos ni las diferentes administraciones. Tan sólo señalando con el dedo y un sencillo trámite que es prácticamente gratuito, se endosan esos bienes inmobiliarios que pertenecen a los ciudadanos. De hecho, muchas de esas propiedades ya se alquilan o se han vendido. El gobierno navarro está estudiando una ley para la defensa de su patrimonio, ya que es muy difícil que, a título individual, los ciudadanos o los ayuntamientos puedan detener este proceso de rapiña generalizado.
El caso más sonoro ha sido el de la Mezquita de Córdoba, que ha pasado a ser propiedad del obispado por el módico precio de 30 euros, y donde se sigue cobrando una sustanciosa entrada sin recibo ni factura. Se calcula que el número de visitantes ronda el millón al año, lo que genera un dinero que va a las arcas del obispado. Mientras, los gastos de restauración y mantenimiento de la Mezquita corren a cargo del Estado. ¡Chúpate esa!
Desde luego, si bien es cierto que el rey no ha querido dar título nobiliario a Aznar, cuestión que al parecer le hacía ilusión al hombre, según dicen las malas lenguas, la Iglesia debería canonizarle puesto que el dinero que les ha metido en la faltriquera es incalculable. La derecha siempre ayudando al que más lo necesita. Eso sí, el daño que ha hecho al patrimonio español y la pérdida en bienes materiales que ha causado a su pueblo, así de tapadillo, sin que nadie se entere, es imposible determinarlo. Un ejemplo más de lo nefasta que puede ser una gestión cuando se accede al poder para favorecer a unos pocos, en contra del cacareado interés general que tantas veces arguyen para hacer lo que les da la gana.
Bendita Iglesia que, en plena crisis, en lugar de salir a la calle a defender a los desfavorecidos se entrega al saqueo.
De nuevo hay que citar a aquel que toman como referencia: «Por los hechos los conoceréis».
En este estado de crisis económica y, como dirían los médicos, de «fallo sistémico», donde, como decíamos, nunca se había conocido tal concentración de poderes, político, judicial, económico y espiritual, en las mismas manos, no faltan puntilleros que salten al ruedo para menguar la maltrecha existencia de nuestro Estado de derecho[108] exigiendo, para remate, recortes en la libertad.
Un ejemplo que roza lo patético son unas recientes declaraciones del exministro Mayor Oreja ante las protestas que genera, irremediablemente, la situación que vivimos. Aún recordamos al señor Rajoy, ignorando que había un micrófono abierto, comentando a un colega europeo que una reforma que estaba preparando iba a traer aparejada una huelga general. En honor a la verdad hay que reconocer que la contestación de la calle ha estado por debajo de las propias previsiones del gobierno. Son tantas las medidas de recortes que están tomando, tantas las causas abiertas, en tantos frentes, que dejan al ciudadano exhausto, impotente.
Por otro lado, la policía se emplea cada vez con mayor contundencia contra los que protestan por lo que consideran no un paquete de medidas de gestión de gobierno, sino un verdadero cambio de sistema. Pues bien, el señor Mayor, ante este estado de cosas, en un intento por evitar que nos enteremos de lo que pasa en la calle, aparece en los medios de comunicación afirmando que es un «disparate que se televisen todos los problemas del orden público con cámaras de televisión, porque incitan a manifestarse». Al parecer, le gustaría volver a aquellos tiempos de silencio; de la oficial como única e incontestable versión de los hechos; de la revisión de la tomas grabadas por los responsables del gobierno antes de su emisión, para su selección y censura. Aquellos métodos de manipulación y restricción informativa que ya creíamos superados permanecen en la memoria nostálgica de algunos que reivindican sus bondades por la tranquilidad que aportan, porque ahorran un ruido de fondo incómodo, porque evitan la perturbación de la siesta del que se educó en la impunidad. Se vive mejor ocultando la verdad, negando los hechos. Ya, qué nos va usted a contar.
Ayudan a entender esta mentalidad las declaraciones del presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, cuando, al ser preguntado por unas cargas policiales emitidas por televisión en las que se apreciaba una brutalidad policial sin sentido, afirmaba que la actuación de la policía le había parecido «impecable». En esas imágenes podíamos ver la entrada de unidades antidisturbios en la estación de tren de Atocha, donde golpeaban a ciudadanos que esperaban en el andén tranquilamente y, de paso, a los periodistas que grababan lo que estaba ocurriendo. Al ser preguntado de nuevo por las imágenes que demostraban lo contrario respondía sin dudar: «No he visto imágenes». Entonces, ¿por qué la actuación policial le parecía estupenda? ¿En qué se basaba para emitir su opinión? La respuesta es sencilla: porque los manifestantes no eran de los «suyos». Por tanto, si eran apaleados, bien apaleados estaban. En ese sentido puede estar tranquilo don Ignacio. No se recuerda una sola manifestación de los «suyos» que haya recibido semejante trato por parte de la policía, tampoco se lo deseo y, de ser así, estoy seguro de que rodarían las cabezas de los responsables: ¡faltaría más!
De nuevo surge esa perversión donde el cargo institucional confunde sus funciones y se convierte en hooligan de partido olvidando quién es y para qué está. No puede permitir el presidente de «todos» los madrileños que los hechos le priven de alinearse con la versión unitaria y firme de sus compañeros de partido y, muy especialmente, de la delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes[109], que tiene por costumbre insultar desde los medios afines a los ciudadanos que no lo son y ejercen ese derecho a manifestarse. Por cierto, esta señora exime a los miembros de las fuerzas del orden de la obligación de llevar la placa identificativa que podría evitar generalizaciones innecesarias sobre la policía, al tiempo que provoca que, una vez más, la impunidad prevalezca sobre la ley.
Hubo una ocasión, sin embargo, en la que dos policías fueron condenados, pero paradójicamente no fue por agredir, sino por intentar evitar una agresión. El incidente, que tuvo una gran repercusión política y mediática, se llamó caso Bono. Acudió el entonces ministro de Defensa junto a su hijo a una manifestación, convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) bajo el lema «memoria, dignidad y justicia con las víctimas». Durante la manifestación se fueron congregando a su alrededor un grupo de personas cada vez más numeroso que comenzó a zarandearle y a proferir todo tipo de insultos, no sólo contra su persona, sino también contra Pilar Manjón, la presidenta de la asociación de víctimas del 11-M, mientras daban vivas al exministro Acebes. Ese tipo de gente se identifica, al parecer, con ese señor. Sus motivos tendrán. La cosa tenía mala pinta. El grupo se fue haciendo cada vez más numeroso y los servicios de orden de la manifestación junto con los escoltas del propio Bono consiguieron sacarle del tumulto. Una vez despejada la plaza, José Bono relató que había sufrido algún golpe en las costillas y en la espalda. Hubo dos detenidos que portaban sendos mástiles de banderas y se dirigían con intenciones poco claras hacia el exministro. La policía se los llevó a comisaría. Después de hacerles unas preguntas quedaron en libertad sin cargos. El bochornoso espectáculo fue condenado de forma unánime tanto por los convocantes como por todos los partidos políticos. Por parte del PP, Gustavo de Arístegui, portavoz de Exteriores, lo hizo en una rueda de prensa en la que manifestaba su indignación por que hubiera habido comportamientos violentos en una manifestación en «contra de la violencia». Algo habían calentado ellos la convocatoria cuando, en la carta que enviaron a su militancia invitándola a acudir, decían que el objeto de la misma era «protestar contra la liberación de presos etarras por parte del gobierno». A los etarras los «habían soltado» los jueces, pero era un episodio más de su habitual uso del terrorismo y sus víctimas como estrategia para difamar al rival político.
Lo que, en principio, podría quedar como un caso aislado obra de ultras incontrolados se convirtió en una declaración de principios al descubrirse que los presuntos agresores detenidos eran militantes del PP, que, además, ostentaban cargos municipales. La cosa cambió. En un acto surrealista, al conocerse su filiación, los malos pasaron a ser los buenos. Eran de los «suyos»: cambio de chip. Los agresores se convirtieron en víctimas de la represión fascista. La posesión de ese carnet puede cambiarle a uno su condición de agresor por la de víctima, o la de jurista por la de presidente del Constitucional. Dicho esto desde el respeto a la Justicia.
De repente, en bloque, sin fisuras, todos, incluidos los que habían condenado los hechos, se pusieron del lado de los agresores y denunciaron que el PP estaba siendo víctima de una persecución política. Esperanza Aguirre y Ángel Acebes calificaron los hechos, refiriéndose a la detención de sus militantes, como «característicos de la Gestapo». En la Asamblea de Madrid hubo una especie de protesta-happening en la que los diputados y diputadas del PP se levantaron del escaño y sosteniendo esposas y cadenas saltaban manifestando su repulsa a la represión y la persecución política de la que, decían, eran objeto. Un espectáculo bochornoso en sí, y un insulto para los que en otro tiempo habían sufrido esa represión a manos de agentes que esos mismos que saltaban jubilosos ascendieron y rehabilitaron en sus puestos.
En los medios de derechas publicaban que Bono se lo había inventado todo y calificaban los hechos de «agresión fantasma». Era evidente que la agresión física no tenía gravedad alguna, carecía de importancia, pero esa no era la cuestión. Un ministro había sido rodeado por un grupo de personas y tuvo que ser rescatado por los servicios de seguridad para evitar males mayores. Menos mal que había vídeos, señor Mayor, ustedes lo habrían negado todo.
El PP denunció a los policías que llevaron a los presuntos agresores a la comisaría. Los policías fueron juzgados. El fiscal no apreció delito alguno y pidió la absolución. Fueron condenados. La condena tiene tela. Al comisario de las dependencias le cayeron cinco años y medio de cárcel y ocho de inhabilitación por «detención ilegal de dos militantes del PP, falsedad documental y coacciones». Otros dos policías fueron condenados a cinco y tres años respectivamente. Además se estableció una indemnización de 12 000 euros que iría a parar a la AVT, asociación convocante que condenó la agresión con contundencia en su momento desmarcándose de los agresores, pero que no volvió a manifestarse sobre la sentencia ni dijo nada acerca de negarse a aceptar la indemnización que le caía de rebote de manos de aquellos ultras violentos. Tampoco sirvieron de nada los ofrecimientos de los testigos para declarar. Nadie les llamó. El juez no admitió ningún vídeo como prueba, pero las fotos sí, para concluir que de las imágenes no se podía deducir nada. Al ser una imagen estática no se apreciaba amenaza o agresión alguna. La típica foto de alguien blandiendo un palo que camina hacia otro con intenciones amistosas. El típico encuentro que se celebra en las calles de Madrid donde alguien levanta un palo para decirle a su amigo: «Mira qué palo tan bonito me he encontrado en la ribera de un río. Puede que sea de fresno, o tal vez de avellano. Ve corriendo allí y tal vez encuentres otro para ti». El juez debía de ser un cachondo.
El señor Rajoy, que entonces no comparecía a través de un plasma, no contento con eso pidió una comisión de investigación en el Congreso. En fin, la cadena de disparates, estupideces y demagogia rozó el infinito. Todo porque dos señores con actitud sospechosa habían sido interrogados cuando se dirigían con un palo en un tumulto violento hacia un ministro, que tuvo que salir de naja[110] abandonando la concentración. A lo mejor este es el estilo que proponen algunos delegados del gobierno cuando pretenden restringir el derecho de manifestación.
Al final, los policías fueron absueltos por el Supremo. Quedaron bastante tocados, alguno pidió la baja por problemas anímicos y, finalmente, solicitaron la prejubilación, que les fue concedida. No se disculparon sus señorías.
Estos exministros, presidentes de comunidad y diputados que aplaudieron el acoso callejero de José Bono, que dio con la condena de los que le protegían, son los mismos que califican de proetarras nazis a los protagonistas de los escraches de ahora. Los mismos que pretendían encerrar durante años a aquellos policías califican de impecable, siempre, la acción de las unidades antidisturbios en un país con demasiados tuertos por pelotas de goma.
Una anécdota más, no me puedo resistir. En un documental que se hizo en defensa de los médicos del Severo Ochoa en el que tuve el honor de intervenir, sacamos tomas del acoso que sufrían esos profesionales cuando acudían a declarar a los juzgados. Estos médicos fueron denunciados por el consejero de Sanidad, señor Lamela, a las órdenes de Esperanza Aguirre, de cometer doscientos asesinatos, basándose en una denuncia anónima. Así, por lo sencillo. La denuncia se formalizó el mismo día que, sin ningún tipo de debate, en secreto, se aprobaron los planes de privatización de la sanidad que hoy están llevando a cabo. Muchos vieron en esta repugnante maniobra una cortina de humo para llevar adelante esa estrategia crematística. El señor Lamela, instigador de la privatización y valedor de la adjudicación de grandes cantidades de dinero a empresas privadas, aparece como consejero de una empresa adjudicataria, como ya hemos comentado. Más claro, agua. En la puerta de los juzgados, decíamos, les esperaban grupos de personas que les gritaban asesinos, nazis y demás lindezas. Denunciados e identificados, resultaron ser también cargos municipales del PP. Resulta que estos demócratas de centro fueron los inventores de los escraches que hoy denuncian como «actos de filoterrorismo que aniquilan la convivencia y la democracia». Los médicos fueron absueltos después de tres años de espera y, gracias al secreto del sumario, en un estado de completa indefensión. Un vergonzoso caso de promiscuidad entre la justicia y la política que, por desgracia, sólo tiene consecuencias para el ciudadano que sufre estas maniobras espurias. Nadie pagó un precio político por esta fechoría.
Si alguien quiere más información sobre los orígenes de los escraches en España sólo tiene que visitar alguna clínica donde se practican abortos, en cuyas puertas se producían concentraciones que comenzaban con el rezo del rosario y, en muchos casos, se terminaba con acciones violentas. Hubo insultos, agresiones físicas, rotura de cristales, intento de incendiar una clínica, y mientras algunas autoridades locales echaban leña al fuego, como la actual alcaldesa en funciones de Madrid, nuestra bilingüe Ana Botella, que entonces manifestaba su estremecimiento por «algo que han visto todos los ciudadanos: esas escenas realmente espeluznantes de niños de siete meses de gestación en las trituradoras», sentenciando que «la ley que regula la práctica de abortos en España no se cumple en ningún sentido». Escenas que sólo habían ocurrido en su imaginación, pero cuyo relato legitimaba esas acciones violentas. Acciones que, a su parecer, son loables y nada tienen que ver con las otras, las que protagonizan los que se oponen a los desahucios, que, aunque carentes de violencia, son calificadas de actos nazis por la señora de Cospedal. Pobres nazis, con lo que los quería Franco.
Tras este paréntesis que se ha estirado un poquito, volvemos a las declaraciones del señor Mayor, sobre las que hacíamos un sesudo análisis. En ellas manifiesta su incomprensión por la emisión de las imágenes de las cargas policiales. Siendo generosos, podemos afirmar que le dejan en mal lugar, si de defensa de la democracia hablamos, por un doble motivo. En primer lugar porque abogan por un eclipse informativo característico de regímenes totalitarios; y en segundo, porque convierten en censurable aquello a lo que, según él, incita la información, que es a «manifestarse», derecho reconocido en la Constitución, que no sólo no debería ser demonizado sino entendido como un ejercicio muy recomendable para todos los que creen en el «liberalismo» y la democracia. Es su esencia, la manifestación pública de la libertad, su expresión más cercana. Este que advierte de los peligros de la información porque incita a la gente a manifestarse fue ministro del Interior y, como tal, debería ser el principal garante de ese derecho. Además le gusta ejercerlo, es un habitual de las concentraciones convocadas por las víctimas el terrorismo o contra la ley del aborto, en una de las cuales, por cierto, en el año 2009, en el manifiesto de la convocatoria se señalaba que «la nueva Ley del Aborto privará a la mujer de su derecho a la maternidad». En este caso, habría que estar de acuerdo con él. Esa información que alertaba del deseo de los legisladores de acabar con la especie humana incitaba a acudir a la convocatoria. Ahí debería ver el señor Mayor las bondades de la información. Una relación causa efecto positiva. Una invitación a protestar contra los que quieren arrebatar a las mujeres el natural proceso de la gestación contra su voluntad. ¡Hay que estar ahí! Él estaba, y todos deberíamos haber acudido a esa llamada para evitar, por un instinto natural de supervivencia, la extinción del Ser Elegido por Dios en la Creación. Es bueno que la información genere rebelión contra la injusticia. Claro que él sólo acude a las manifestaciones «buenas», exentas de demagogia y limpias de elementos subversivos, donde, además, cada convocatoria se convierte en récord mundial de asistencia, superando a la anterior.
Remata la faena en la misma entrevista el señor Mayor con una afirmación sorprendente que supondremos producto del despiste, por no calificarla de soberana estupidez, o acto de mala fe: «No me imagino una manifestación en Alemania siendo retransmitida por cadenas públicas alemanas». Si recordamos que es el presidente del Grupo Popular en el Parlamento Europeo, esta falta de conocimiento de que en los informativos de toda Europa no existe censura en las cadenas públicas sorprende todavía más. Un detalle revelador es que se refiere a las «cadenas públicas», distinguiéndolas del resto de los espacios informativos, como si tuvieran una característica o condición especial de cara a la calidad de la información, como puede ser la obligación de filtrar datos, de ser restrictivas. Revela ese lapsus, si es que lo es, que para el señor Mayor la televisión pública debe estar al servicio del gobierno y no del ciudadano, norma que, de hecho, llevan a la práctica los liberales en cuanto se hacen con el cotarro. Recordemos que han conseguido en un tiempo récord que los informativos de TVE pasen de ser líderes de audiencia y premiados internacionalmente —por dos años consecutivos consiguieron el reconocimiento que otorga Media Tenor con sus TV News Award como mejor informativo del mundo, por delante de la BBC, ABC News etcétera— a ocupar el tercer puesto, el último, por detrás de las otras dos grandes cadenas generalistas, Antena 3 y Tele 5, en el ranking de audiencias, y, de paso, recibir una amonestación de la UE. Así trabajan estos que se venden como grandes gestores. Hunden, a veces deliberadamente, las sociedades públicas que gobiernan, y luego las muestran a la opinión pública, no como producto de su incompetencia o perversión, sino como un lastre para el desarrollo por el déficit económico que generan. Las suelen privatizar para ponerlas en manos de amigos que las compran a precio de risa.
Volviendo a los informativos de TVE, poco más de un año después de llegar al poder el PP, en enero de 2013, el Consejo de Europa alertaba de la manipulación que sufren los informativos de la televisión pública española, señalando: «La Asamblea ve con preocupación informes recientes sobre la presión política en las radiotelevisiones públicas de Hungría, Italia, Rumania, Serbia, España y Ucrania». En ese pelotón se encuentra nuestra «marca España» en calidad informativa. Campeones olímpicos de la manipulación. Ahí sí podríamos presentarnos para organizar unos juegos. Este órgano recomienda: «Debe evitarse en los cargos de dirección a profesionales con filiación política partidista». Exactamente lo contrario de lo que ha hecho este gobierno colocando al frente de los Servicios Informativos a Julio Somoano, que era el encargado de los informativos de Telemadrid, que pueden ser calificados, sin temor a error, como la aventura más notoria de manipulación informativa de nuestra historia reciente, no ya al servicio de un partido, sino de la persona que le nombra, en este caso, nuestra celebrada Esperanza Aguirre, que, como decimos, se ofrece a regenerar la democracia si el pueblo se lo pide. Decía que Telemadrid estaba al servicio personal de doña Esperanza porque cuando se postulaba como alternativa a Rajoy para hacerse con las riendas de su partido, en los informativos de su cadena, y nunca mejor dicho, ponían a parir a don Mariano, el pobre, con la carita que tiene de no haber roto nunca un plato. Clarificadoras son las imágenes en las que habla a unos reporteros de esa cadena durante una visita a un pueblo donde se había producido un incendio. Se dirige a ellos como si fueran sus empleados, olvidando, si es que alguna vez lo pensó, que trabajan para los ciudadanos, no a su servicio. Gran parte de la responsabilidad de esta situación recae en los propios profesionales de la información que amparan con su silencio estas humillaciones, ese maltrato a sus compañeros, que no cesan de denunciar su situación sin que las distintas asociaciones de prensa tomen cartas en el asunto y planten cara a estos abusos. El patético seguidismo que han hecho los medios de comunicación acudiendo a ruedas de prensa donde no se admiten preguntas, convirtiéndose en meros vehículos de propaganda, o retransmitiendo las apariciones del presidente del gobierno a través de una pantalla de plasma, nos sitúa por debajo de esas repúblicas bananeras a las que se recurre como ejemplo de caciquismo olvidando que allí hace mucho tiempo que no pasan estas cosas.
Le cuesta imaginar al señor Mayor que en la televisión pública alemana retransmitan manifestaciones. Pues le cuesta imaginar algo que ocurre todos los días. No posee el señor Mayor (dicho con todos los respetos) una gran imaginación. Y a mí me sucede lo contrario, no consigo imaginar qué pasa por la cabeza de este «liberal», de centro, cuando dice esas cosas. ¿En qué Alemania piensa? ¿En aquella en la que Goebbels recomendaba, precisamente, este tipo de intervenciones? No, señor Mayor, en Alemania la televisión pública retransmite lo que sucede, y a veces son manifestaciones, sí, aunque no se lo crea. Y en el hipotético caso de que no fuera así, que la televisión pública alemana se transformara en un órgano de propaganda al servicio del partido que gobierna sería de todo punto censurable, no recomendable como modelo.
Cuando dice estas cosas el que estuvo a punto de ser candidato a la presidencia de nuestro país, muestra el lado más oscuro de los que se encuentran incómodos en un régimen de libertad. Recordamos que era uno de los tres candidatos que Aznar había elegido a dedo para sucederle y ocupar la presidencia de la nación, cuyos nombres llevaba apuntados en aquel ridículo cuadernillo azul con el que hacía ostentación de que en el PP no había más voluntad que la suya.
También resulta preocupante que estas opiniones tan extravagantes en torno a la libertad de expresión e información no encuentren contestación en el seno de su partido. Debemos entender que no chocan, que no sorprenden, que no molestan. Parece que han perdido el oído que permite distinguir las notas disarmónicas de esta sinfonía, las formas elementales que camuflan las ideas improcedentes, delatoras, de los que están en esto, ya sin disimulo, porque no les queda otra, pero les gustaba más «lo otro». Cualquier barbaridad que diga un compañero les suena bien.
Este ejemplo es significativo de los tiempos que corren, donde todos los derechos se quieren «regular». Los «reguladores» advierten de que no se quieren restringir, sólo «regular», y uno, que no se fía, porque estos «reguladores» aseguran que, dada la importancia de las cuestiones, las «regulaciones» irían precedidas de un amplio consenso, no quiere que «regulen» nada, no se fía, porque ese consenso nunca se ha buscado en ninguna de sus decisiones importantes. Además, ¿de dónde surge la necesidad de regular lo ya regulado? Alguno mete la pata y adelanta sus intenciones «reguladoras», como Felip Puig, que siendo consejero de Interior de la Generalitat catalana, aseguró: «Necesitamos un sistema judicial que dé miedo a los manifestantes». ¡Coño, señor Puig, manifestantes somos todos! En democracia todos somos manifestantes potenciales. No necesitamos un sistema judicial que nos dé miedo, sino que nos ampare, un sistema judicial en el que podamos confiar. Que nos proteja de los abusos, de las tramas organizadas para corromper a los políticos, de los políticos que se organizan en tramas cuando son descubiertos en casos de corrupción, y también de los abusos de las fuerzas del orden que usted, entre otros, ha dirigido y que cometen más excesos de los deseados. Recuerde, señor Puig, que, a pesar de las múltiples evidencias y de que casi todos los casos se terminan archivando, en numerosas ocasiones sus Mossos d’Escuadra han sido condenados por abusos o malos tratos en comisarías, aunque luego el gobierno los acabe indultando. El miedo no cabe en este sistema, el miedo lo usan otros, los que no están dispuestos a someterse al dictado de la razón, o de la voluntad popular. El miedo es la principal herramienta del tirano.
Pasado el tiempo de aquellas alegres vacaciones, cuando los herederos del fascismo se inhibieron, lo que permitió un margen de libertad necesario para que se desarrollaran las leyes fundamentales que han regido nuestra convivencia, parece que de nuevo, gracias a la mayoría absoluta, se ha tomado el timón de esta nave llamada España para reconducirla por el rumbo que nos lleve a recuperar el sentido común en las decisiones de Estado, para hacer las cosas, de una vez, «como dios manda», tanto de puertas para adentro como en el contexto internacional. Como diría don José María Aznar: «Para sacar a España del rincón de la historia». ¡Qué grande estuvo!, un poco modesto tal vez, pero grande. Él solito, a pulso, nos iba a sacar de ese rincón al que habíamos llegado, ¿de la mano de quién?, ¿de Franco?, ¿de la democracia? Él nos iba a impulsar fuera de ese chiscón en el que nos hallábamos y donde, al parecer, se encontraban tan a gusto los anteriores gobiernos, dando muestras palpables de falta de ambición, así como de mediocridad espiritual. Para sacarnos a pulso de esa sima, se dotó de un preparador físico que le ayudó a conseguir un cuerpo «danone» en toda regla, imprescindible en todo héroe que se precie, pues arriesgadas serían las misiones a las que tendría que enfrentarse en este mundo de lobos que es el contexto internacional.
Comenzó por apuntarnos, sin comerlo ni beberlo, a la guerra de Irak. Una vez aclarado que todo fue una farsa, un montaje para el que se inventaron unas armas de las que él dijo: «Todos sabemos que Sadam tiene armas de destrucción masiva. Estoy diciendo la verdad: un régimen con armas de destrucción masiva es un riesgo para la paz», algunos pidieron perdón, pero él decidió que no tenía por qué. «Por mucho que algunos se empecinen, yo nunca me voy a arrepentir de la foto de las Azores. Fue el momento histórico más importante de España en doscientos años». Hombre, una vez demostrada, como decía, la concatenación de mentiras que justificaron la barbarie que allí se cometió por motivos que desconocemos, pero que apuntan a miserables intereses económicos que han supuesto un revulsivo para los grupos terroristas y un incremento en la desestabilización de una zona en permanente conflicto, no se trata de empecinamiento de los demás, sino de sorpresa al comprobar cómo alguien que tiene bajo su conciencia la muerte de miles de civiles inocentes no alberga la menor duda de que volvería a hacerlo a pesar de que la situación, tanto para Oriente Medio como para Occidente, ha empeorado a causa de esa guerra. Según todos los expertos, la amenaza terrorista, que era lo que supuestamente se quería combatir, ha crecido considerablemente. Los movimientos integristas y los grupos radicales islámicos se han visto fortalecidos y legitimados por esa guerra que nunca debió ocurrir.
Aznar lanzó la consigna y ordenó a sus diputados el voto en el Congreso asegurando no tener ninguna duda de «la talla moral y la responsabilidad de los diputados del PP, que no están dispuestos a cambiar seguridad y convicciones por votos frente a un PSOE que juega a la deslealtad y es comparsa del Partido Comunista». La misma retórica de los tiempos del Caudillo.
La unanimidad en la votación del Congreso, ni un solo diputado del PP se abstuvo —ni siquiera aunque fuera por cuestiones religiosas, ya que el papa se mostró en contra—, y el posterior aplauso con una celebración adornada por una alegría que no se comprende cuando se acaba de decidir la entrada en una guerra, representan, en mi opinión, los momentos más patéticos de la historia de nuestro parlamentarismo. No parecían conscientes de lo que acababan de votar. Mejor pensar que eran inconscientes antes que creer que estaban felices sabiendo que con su voto acababan de condenar a muerte a miles de inocentes que aún confiaban en que las presiones de la ONU y las declaraciones de sus inspectores, que aseguraban no haber encontrado nada, detuvieran aquella salvajada. Sí, mejor pensar que con su voto sólo pretendían algo tan miserable como mantener los privilegios que les proporcionaba el escaño, a cualquier precio, sin calibrar las consecuencias.
Desde luego, la frase de Aznar en el sentido de que sus diputados no cambiaban seguridad por votos no pudo ser más desafortunada. Tanto España como el Reino Unido sufrieron brutales atentados por parte de grupos terroristas islámicos.
Aquel gobierno del PP, a diferencia del británico, que no tuvo en ningún momento dudas acerca de la autoría, intentó, con la ayuda de sus socios mediáticos, evitar que se relacionara el atentado del 11-M con la entrada en la guerra. Pensaban que les haría perder muchos votos de cara a las elecciones que se celebraban a los pocos días, endosando la autoría del atentado a ETA y fabricando lo que se llamó la «Teoría de la Conspiración», que pretendía hacer responsable de aquel horror a un supuesto autor intelectual que, según Aznar, no había que buscar en tierras lejanas, y que sería el que ordenó el atentado para ganar las elecciones. Pero de esa ignominia no vamos a seguir hablando porque es de una bajeza insoportable y supone un desprecio absoluto por las víctimas y el dolor que sufrimos todos los ciudadanos, y una muestra de hasta dónde están dispuestos a llegar estos liberales demócratas con tal de hacerse con el poder. No vamos a abundar en ello porque no habría páginas suficientes para manifestar toda la repulsión que me merecen estas maniobras difamatorias y aquellos que las sustentan. Simplemente, les definen. Toda la basura y mentiras que han venido después están en consonancia.
Sólo quería recordar aquí a las víctimas de aquel atentado que fueron objeto, desde el primer momento, de humillaciones, insultos, vejaciones de todo tipo y, lo más sorprendente y detestable, del desprecio de las autoridades del PP, desprecio que mantienen intacto a día de hoy, sólo porque consideraron que no eran de «los suyos». Porque no se prestaron a su estrategia política de utilizar el terrorismo y sus víctimas, permanentemente, como arma electoral. Son estos gestos de crueldad infinita, inimaginables en ningún otro país de nuestro entorno, exclusivos, distintivos, por desgracia, característicos, los que nos hacen diferentes. Ahí se ve la verdadera «marca España».
Tenía mala opinión de la «alegre muchachada» liberal, pero ni en mi peor pesadilla pensé que se atreverían a traspasar esa línea roja. Para mí marcó el fin de una era. El fin de la infancia de nuestra democracia. El fin de las vacaciones. Desde entonces, como hemos visto y ya venían apuntando, se instauró el «todo vale».
A la sombra de aquellos acontecimientos luctuosos hubo una celebración lúdica que definió a sus protagonistas y que con el tiempo ha cobrado relevancia porque la foto de los que allí se encontraban no tiene desperdicio. La hija de Aznar, Ana Aznar Botella, decidió casarse con uno de los colaboradores íntimos de su padre, Alejandro Agag. Dadas las características de los padres de la novia, el acontecimiento no fue, precisamente, modesto. Si el presidente Aznar nos había sacado del «rincón de la historia» gracias a la desgraciada guerra de Irak, este acontecimiento social nos sacaría del rincón de la mediocridad, de la ordinariez y del catetismo ibérico. El mundo rosa celebró un acontecimiento irrepetible donde se materializaron los sueños de las niñas cursis que alguna vez tuvieron fantasías de príncipes azules llevándolas de la mano camino del altar. Como diría el poeta Pablo Guerrero: «En el altar barroco sueñan los serafines / fuentes de porcelana con luces y delfines / y paseos dorados en las noches de estrellas».
Comoquiera que la niña tenía veintiún años y todavía no había hecho nada destacable, los padres montaron un espectáculo de exhibición de su propia grandeza en el acontecimiento privado más «gordo» del que se tiene constancia, en el ejercicio de ostentación más grande que se recuerda en España. Al parecer, ese consejo que dan los ricos a sus hijos, «no cuentes dinero delante de los pobres», no iba con ellos. El pueblo español pudo ser testigo de aquel poderío sin precedentes. Allí acudió lo más granado de esa España.
Además de los Reyes de España y los miembros del gobierno, vinieron algunos jefes de Estado como Tony Blair y Durão Barroso, los de la foto de las Azores, y también el figura de todos los figuras: Silvio Berlusconi. No faltó el magnate de la información Rupert Murdoch, completando un mosaico aterrador que unos años más tarde cobraría otro sentido, aclararía el porqué del listado de los invitados y las nefastas consecuencias que traerían para nuestro país aquellas «amistades peligrosas».
El magno acontecimiento, bautizado como «la boda de la tercera infanta», fue objeto de muchas críticas por lo ostentoso de la ceremonia y levantó algunas sospechas en cuanto al coste de la misma, que fueron atajadas por el entonces vicepresidente Mariano Rajoy asegurando que no había supuesto gasto alguno para el erario público. Teniendo en cuenta que asistieron los Reyes de España y cuatro jefes de Estado, además de todo el gobierno y más de mil invitados, el despliegue de seguridad fue, como la ocasión merecía, imponente. El hecho de que se celebrara en El Escorial no abarató ni facilitó las cosas. Intervinieron un sinfín de policías nacionales, guardias civiles y policías municipales, que, diga lo que diga Rajoy, debieron de costar un pastón, a no ser que actuaran por cuenta propia, como los voluntarios de los Juegos Olímpicos, a beneficio de inventario. O bien que ese día, como los de huelga, se lo descontaran de la paga, aunque como hemos visto después, Mariano Rajoy no es muy de fiar cuando nos explica quién cobra, cuánto, por qué y de qué manera.
Tras los comentarios inevitables que provocó el acontecimiento del año, el recuerdo de los fastos fue borrado por la trascendencia que cobraron algunos de los invitados. El oropel dio paso a una resaca que traería cola. Una cola que no serían capaces de transportar los cuatro niños uniformados que tuvieron el honor de acarrear la de la novia en la basílica.
De los invitados a la boda hay dieciocho imputados en la trama Gürtel, entre otros Correa y Álvaro Pérez, el Bigotes, los supuestos cabecillas. Ana Mato y su entonces marido Jesús Sepúlveda, procesado por trincar, al que el PP subió el sueldo en plenas sospechas y al que dieron una indemnización de 229 000 euros por dejar el partido cuando todo estaba más que claro. ¿Por qué?, ¿para que esté calladito? También pisaron la sin par lonja de granito Luis Bárcenas y su antecesor Álvaro Lapuerta, los que, según los miembros del partido, se hicieron con toda esa pasta que todavía nadie ha explicado de dónde ha salido, y sin que nadie en la sede se enterara de nada. Y uno se pregunta qué volumen de dinero manejan en la calle Génova para que desaparezcan muchos miles de millones de las antiguas pesetas, que es sólo lo que se ha descubierto en distintas cuentas en Suiza, sin que nadie se entere. ¿Son tontos? ¿Son ingenuos? ¿A cuánto asciende el montante total si esto es sólo lo que les corresponde a los cajeros? En cualquiera de los casos, ¿son los más indicados para llevar las cuentas del Estado? Otros ilustres invitados fueron Miguel Blesa, entonces presidente de Caja Madrid, y Rodrigo Rato, titular de la cartera de Economía, ambos imputados por las irregularidades en la gestión de Bankia. Para remate gráfico y que no «falte de na», bendiciendo la ceremonia, encargándose de casar a los novios, otro personaje fundamental en la historia política reciente, el cardenal Rouco Varela. ¡Cómo no fue la Virgen, que se aparece en un prado allí al lado!
El cuadro no tiene desperdicio. Cuando Francis Ford Coppola rodó la célebre boda de Connie Corleone, la hija de don Vito, en la primera parte de El Padrino, no sabía que estaba haciendo la versión ultralight de un suceso «marca España». Aquella escenificación cinematográfica de la promiscuidad del poder económico, de la mafia del dinero, con los poderes públicos sería superada por la realidad de una forma abrumadora. Como decía mi amigo Ricardo Franco: «La realidad no imita al arte, imita a la mala literatura». En aquella boda hubo muchos, demasiados «contrayentes».
Alfonso Guerra, que tiene una lengua como un bisturí, recomendó en su día al fiscal que tirara de la lista de invitados para ahorrarse trabajo, ya que allí se encontraban la mayoría de los «aforrados».
Según Rajoy aquella boda no había tenido coste alguno para el erario público, pero los sustanciosos contratos con la Administración que obtenían y siguieron obteniendo algunos de los invitados, así como las comisiones que, presuntamente, cobraban los que estaban al otro lado de la mesa, los hemos pagado todos, los gregarios del erario.
Cuando Ana Botella fue preguntada por el regalo que el cabecilla de la trama Gürtel, Francisco Correa, testigo de la boda, había hecho a los novios (ya que la contabilidad de la empresa en manos del juez refleja que pagó la iluminación del evento), y si podría tener contraprestaciones, la respuesta fue: «La duda ofende». Claro que ofende, por eso se lo preguntaron. Los que pagamos esos caprichos estamos muy ofendidos ante la duda porque el flujo de prebendas entre los cargos públicos que disfrutaban del banquete y estos señores emprendedores rebasaba con creces la casualidad.
Empresarios puestos más tarde ante la justicia, adjudicatarios de una gran cantidad de contratos con unos márgenes de beneficio espectaculares, que en muchos casos superaban el ciento por ciento, festejaban el enlace de la hija del presidente del gobierno, y su razones tenían. Preguntado por el juez sobre unos sustanciosos contratos con AENA, Correa no dudó en achacarlos a su amistad con Álvarez Cascos, a la sazón ministro de Fomento, que también andaba por allí.
Dice el señor Agag que no debe explicaciones a nadie porque cuando se casó ya no tenía cargo público alguno y, además, tanto Correa (testigo por parte del novio), como Álvaro Pérez, el Bigotes, del que Correa dice que Ana Botella se quedó prendada, en el sentido humano del término, y le metía en todo, no estaban todavía imputados. Es cierto, todavía no se había descubierto el pastel; era precisamente entonces cuando estos señores estaban dándolo todo, al máximo de su actividad productiva, que ahora parece a todas luces delictiva. No explica el señor Agag cómo surgió y se fraguó tamaña amistad con estos empresarios corruptores, ni por qué le hacen regalos a él y favores a su familia política. ¿De dónde viene esa amistad íntima del presidente y familia con una trama que se dedica a cobrar comisiones de las administraciones públicas y a sobornar a políticos para recibir adjudicaciones? Es más, parece evidente que, dado lo extendido del negocio, alguien debió de recomendar la contratación de los servicios que ofrecían estos señores desde algún órgano central, porque no se explica, a no ser que tuvieran una inmensa red de visitadores y comerciales, que aparezcan relaciones «comerciales» de sus empresas con comunidades y municipios repartidos por toda la geografía española y, curiosamente, siempre donde gobierna el PP.
Debería leerse doña Ana el libro de su marido Retratos y perfiles, por aquello de cómo funciona el mundo de «los favores». Alaba don José María en ese libro a su amigo Silvio Berlusconi, precisamente por lo cumplidor que es en el pago de favores para, a continuación, erigirse en su maestro. Dice Aznar: «Berlusconi tiene un alto sentido de la amistad y la lealtad debida a los amigos. No olvida nunca a quien le ayudó, y siempre está dispuesto a devolver un favor». Y más adelante: «Berlusconi me dice que yo he sido su maestro en la vida política. Incluso me llama su profesor cuyas instrucciones sigue puntualmente». ¡Qué orgulloso se le ve a Aznar de su pupilo! ¡Vaya obra!
Don Silvio prestó su yate a la pareja para que pasaran parte de la luna de miel. También introdujo a Agag en el mundo de los negocios italianos y le presentó a la élite de los despachos y la vida nocturna. Antes, Aznar le había hecho un favor, y de los gordos. Bueno, varios.
En primer lugar presionó para que el partido de su colega, Forza Italia, se incluyera en el Partido Popular Europeo, a lo que se oponía la Democracia Cristiana Italiana, que lo conocía bien. Esa inclusión supuso su reconocimiento oficial como político abandonando la condición de sospechoso «trinca» que se mete en política para conseguir otros fines ajenos a la gestión de lo público, para promoción de sus negocios, vamos. Agag fue el encargado de arreglar las cosas, de limar las asperezas con los otros partidos para que dieran cabida a Il Cavaliere. Como se ha visto, el señor Aznar, enchufándole, le ha hecho un flaco servicio a la democracia y a la clase política en su conjunto. Pero vamos a algo más concreto, un favor que no tiene precio.
La ley española prohibía a un grupo extranjero tener más del 25 por ciento del accionariado de una televisión. El juez Garzón tenía documentación que demostraba que Berlusconi, a través de distintas empresas, poseía el 80 por ciento de Tele 5. Además, según el juez, estaba engañando a Hacienda, por lo que decidió procesarle por los delitos de falsedad documental y evasión fiscal, para lo cual solicitó el suplicatorio al Parlamento Europeo, puesto que era eurodiputado. Aznar le hizo a Berlusconi dos favores que fueron decisivos para salvar el pellejo. En primer lugar, aumentó el porcentaje que un grupo podría tener sobre una televisión, así, de repente y por decreto, lo que convirtió a Berlusconi en dueño y señor, ahora de forma legal, de Tele 5. ¿Tienes problemas, te saco una ley? Por otro, el gobierno retuvo la solicitud del suplicatorio, ante la irritación del fiscal anticorrupción, lo que dejó inactivo el procedimiento, justo cuando el juez tenía a Il Cavaliere contra las cuerdas.
«La duda ofende», dice doña Ana, pero a veces los hechos son tozudos e inoportunos. El señor Piqué, entonces ministro de Aznar, anunció la pretensión de cambiar la ley que permitía a Berlusconi hacerse con la televisión sólo dos días después de la boda de la niña. La parejita, mientras, tomaba el sol en la borda del yate del magnate de la televisión. Ya sabe, señora alcaldesa: Berlusconi siempre paga los favores. ¡Qué peliculón!
También parece olvidar la señora Botella que el señor Correa se encargó de financiar «por la patilla» muchos actos electorales de su marido, y entre otros, ese supongo que no lo habrá podido olvidar, el de la presentación de doña Ana en el mundo de la política sólo seis meses después de la boda de la niña en las elecciones municipales de 2003, donde aparecía como número tres en la lista de Gallardón. Esos actos fueron abonados en parte por la fundación Fundescam, presidida por Esperanza Aguirre. Además se le ha olvidado a doña Ana que todos los viajes de su marido durante esa campaña fueron facturados por Pasadena Viajes, propiedad de Francisco Correa. Ahora parece que cobra otro sentido eso de «la duda ofende».
Si eso no son contraprestaciones, hay muy buen rollo.
También reaccionó muy airado el propio presidente contra estas informaciones en una entrevista que le hizo Gloria Lomana en Antena 3, en la que descalificaba al Grupo Prisa[111], al que acusaba de estar detrás de una campaña difamatoria: «Es un grupo que me distingue con su odio desde hace muchos años […]. Lo que más me preocupa es que ese grupo pueda llegar a ser insolvente y no pueda pagar las condenas a las cuales espero sean condenados en los tribunales de Justicia, por tanta infamia y tanta falsedad». ¡Vaya lengua! ¡Qué amenazas!
Con respecto a lo primero, lo del odio está muy feo, pero también se lo había ganado a pulso. El gobierno del señor Aznar jaleó un proceso llamado «Caso Sogecable», con el que se intentó encarcelar a Jesús de Polanco y a Juan Luis Cebrián, cabezas visibles del Grupo Prisa. El juez instructor del caso no descansó hasta que les hizo subir la escalerilla de la Audiencia Nacional, imagen que fue repetida en decenas de ocasiones en la TVE que ellos controlaban y aparecía con frecuencia para ilustrar casos de corrupción. Se demostró que el proceso no era más que una farsa política y arruinó la carrera del juez instructor, Gómez de Liaño, del que hemos hablado antes, el actual abogado de Bárcenas, que fue expulsado de la carrera judicial por prevaricador. Aznar le indultó. Especial virulencia contra los acusados de aquel proceso mostró Ana Mato, que entonces, paradojas del destino, ejercía de justiciera con los corruptos desde su cargo de portavoz de telecomunicaciones del PP. Luego se haría famosa porque no le constaba si había o no un Jaguar en su garaje. Jaguar que había sido regalado a su marido por la trama Gürtel, que también pagaba viajes de la familia, cumpleaños y demás fiestas. El exmarido de la ministra amasó una fortuna con estos socios. La pobre, que sabía todo de los presuntos corruptos que se encontraban a kilómetros de distancia, ignoraba lo que se cocía en el seno de su hogar. No preguntaba. Nunca le surgieron dudas sobre aquel tren de vida ni sobre lo abultado de las cuentas corrientes familiares, a pesar de que el sueldo de alcalde de su ex no daba para tanto. El marido la engañaba con las cuentas, y ella tan feliz. A gastar.
Especial cachondeo se montó cuando investigando la trama apareció un factura de confeti de una fiesta infantil en casa de la ministra por un valor de 4600 euros, que, supuestamente, habrían abonado empresas de la Gürtel. Parece que más que engañada se hacía la tonta. No se le ocurrió a la señora que maneja la sanidad de nuestro país comentar: «Cariño, estás un poco derrochador. Tanto confeti, es mucho confeti». Y uno entra en conjeturas paralelas: si había tanta pasta en confeti, ¿cómo sería la tarta?
Si nos creemos todas las excusas y los goles que a estos campeones de la gestión, que así se venden en las campañas electorales, les meten en su propia casa, temblaremos al pensar qué ocurrirá en los despachos donde se decide qué hacer con nuestros impuestos. En fin, lo mejor es no pensar demasiado sobre estas cosas, como dice Ana Botella, muy digna, «la duda ofende».
Por otro lado, el señor Aznar se limita a amenazar al grupo propietario del diario que publica esas cosas, pero no entona un mea culpa por su relación con esos «presuntos». No niega los hechos, los califica de difamación, así, a bulto.
Claro que esto está viciado de origen. Si recordamos el famoso caso de los trajes del que fuera presidente de Generalitat Valenciana, Francisco Camps, la excusa o defensa siempre era la misma: ¡coño, cómo se ponen por unos trajes! Pero la cuestión no eran los trajes, ni que se pueda o no regalar trajes, sino qué hace un presidente de una comunidad autónoma recibiendo regalos de los responsables de una trama especializada en sobornar a políticos para «trincar». Para ellos eso es intrascendente. No tienen prejuicios, valoran a las personas por lo que valen y si esas personas se meten en líos es su problema, pero eso no va en detrimento de su amistad. No aceptan pulpo como animal de compañía, prefieren a los chicos de la Gürtel. Total, porque cometan fechorías no van a dejar de ser «amiguitos del alma», ni de «quererse un huevo», según reflejaban aquellas grabaciones de conversaciones telefónicas que se escucharon en el juicio, que, a no ser por el contexto, podrían haber pasado a la antología de las mejores declaraciones de amor de la novela rosa. Especial ternura expresaban las palabras de la mujer del expresidente cuando, al mismo tiempo que rechazaba el regalo por excesivo, advertía al Bigotes de que no eran de la talla adecuada. Como diciendo…