La asunción de la condición de demócratas por parte de los franquistas reciclados llevó aparejada una estrategia de confusión necesaria. Por un lado, se hacía imprescindible un sistema de camuflaje, mezclado con ciertas dosis de amnesia, para que los enemigos de la democracia pasaran a ser miembros de pleno derecho en el nuevo juego político, amantes de la libertad y la pluralidad. Por otro, había que nutrirse de nuevas consignas, postulados que encajaran con el sistema. Era evidente que si estos activos miembros de la dictadura utilizaban un discurso que chocara frontalmente con lo que todo el mundo sabía que pensaban, resultaría increíble, quedaría devaluado, pero serviría para sembrar la idea de que la democracia estaba teñida de demagogia. Manchaban la democracia para demostrar que era un sistema sucio.
En estos días vemos constantemente cómo los miembros del gobierno mienten sin pudor un día tras otro bajo la batuta del presidente, don Mariano Rajoy, que lo hace también en sede parlamentaria, consciente de que todo el que le escucha sabe que falta a la verdad.
Lo que se pretende es desprestigiar al sistema que le obliga a rendir cuentas, dándose la paradoja de que el señor Rajoy, con su actitud de silencio y engaño, deslegitima aquel sistema al que recurre constantemente para eludir sus responsabilidades apelando, precisamente, a la legitimidad que le otorga la ciudadanía con sus votos. Estos señores, cuando se niegan a dar explicaciones acerca de fechorías graves, vienen a decir que este sistema en el que todo el mundo miente y los partidos se financian de forma ilegal no tiene fuerza moral para juzgarles. Se sienten por encima de un sistema donde anida la corrupción, exhibiendo con descaro que son la mejor prueba de ello. Su discurso subliminal puede traducirse así: «No me puede exigir explicaciones un sistema en el que todo es basura, mentira y corrupción». Esta estrategia que vienen practicando cada vez con mayor intensidad desde el primer día que este país entró en la democracia, ha calado fino entre la ciudadanía, que se vuelve contra el sistema en lugar de perseguir a los corruptos, dejando un hueco por el que se fugan los malhechores en un Jaguar descapotable, cuya existencia no le consta al que lo conduce.
Decían los griegos que nos movemos en un triángulo perverso del que, según parece, no podemos escapar: democracia, demagogia, dictadura. Las tres «des». Hay seres que están como pez en el agua en cualquiera de ellas. Tal es su condición moral. No hay más que encender el televisor y escuchar a los distintos portavoces hablando desde sus atriles. Siempre un paso por delante, ya viven en la demagogia. Ahora se trata de que nosotros entremos por nuestro propio pie en ella o nos resistamos. La consigna, el salvoconducto para dar el paso es afirmar: «Todos son iguales». Esa es la trampa. Curiosamente es el argumento eterno del chorizo: «Todo el mundo roba».
Mientras, ellos se van de rositas.
Los símbolos son de una importancia capital. Sirven de distintivo, de elemento diferenciador, de faro que indica la ideología. Los conservadores lo tienen muy claro. De ahí su amor a la bandera, a la patria, a la familia, a la religión, a sus ritos, elementos que conforman lo que ellos llaman tradición. Suelen pisotear casi todos ellos con sus actitudes cotidianas, pero no consienten que se cuestionen y exigen para ellos el mayor respeto. La patria se puede vender y con ella condenar a su pueblo, pero no se puede mancillar.
Con orgullo hacen ostentación de su representación, para lo cual se ponen banderas, medallas o cualquier signo de poder que marque la época en forma de polo, bermuda o color de corbata, de modo que un ciudadano podría ir por la calle y afirmar sin equivocarse: «Ese es de los míos». Pero tan importante como dotar de «superpoderes» la simbología propia es destruir la del rival. Recordemos que una posición no está tomada hasta que la infantería entra y coloca la bandera propia en lo alto. En ese momento, nunca antes, se alcanza la victoria. Es esa conciencia del valor de los símbolos la que provoca que todavía, cuarenta años después de que los adictos al régimen abrazaran la democracia con el entusiasmo del converso, sigan defendiendo con énfasis las estatuas, calles, plazas y demás monumentos dedicados al fascismo.
Además llevan a cabo una maniobra nada casual de apropiación de los símbolos ajenos para terminar con ellos. El primer partido de derechas que surgió en la España de la democracia con vocación de gobierno, formado por la coalición de varios partidos, todos presididos por exministros franquistas, se llamó Alianza Popular. A día de hoy el nombre parece de lo más normal, pero no lo era entonces.
Popular es aquello que viene del pueblo. Por extensión, también es lo asequible a las clases con menos recursos. Así, hablamos de precios populares. También se usa para definir a aquel que es muy conocido y querido por el pueblo. Blas de Otero, poeta, que como tal daba a las palabras la importancia que tienen, decía: «Que no quiero ser famoso, / a ver si tenéis cuidado / en la manera de hablar, / yo no quiero ser famoso / que quiero ser popular». Hacía el poeta una distinción clara entre lo popular y lo otro. Por eso sorprende que hoy se llamen «populares» aquellos que, a través de todos los signos de poder imaginables, como ropa de marca, automóvil, complementos, perfumes, estén dispuestos a pagar por algo una cifra disparatada con respecto a su valor real con tal de distanciarse, de huir de lo «popular». Sorprendido el autor por el precio de una camisa, intrigado al pensar que el tejido tendría algo especial, en su condición de gañán, fue a preguntar a la dependienta por qué lo desorbitado de la cifra. La respuesta fue: «Es que es un modelo exclusivo, hay muy pocas». «Hay muy pocas», esa es la razón, pagas para distinguirte de los otros, no en el sentido de huir del uniforme, sino para mostrar el poder adquisitivo. Por eso he llamado antes a estos productos «signos de poder».
El término «popular», en política, era característico, y podríamos decir que exclusivo, de la izquierda. Todavía hoy la definición de «democracia popular» viene dada como «régimen político cuya representación institucional son los Estados socialistas». Por eso sorprendió cuando estos señores decidieron poner en el nombre del partido el término «popular», y más aún en nuestro país, donde todas las fuerzas políticas de izquierdas en las últimas elecciones democráticas que se recordaban, las de 1936 de la Segunda República Española, se unieron formando el llamado Frente Popular. Contra ese Frente Popular y su victoria en las urnas fue contra lo que se alzaron Franco y los demás generales golpistas. A los que nos criamos en aquella España nos enseñaron que el Frente Popular y el demonio eran la misma cosa. Ver a Fraga encabezando una formación con ese nombre era como si Rouco Varela presidiera una asociación llamada «Por la Democracia, la Libertad y el Derecho a Decidir de las Mujeres».
Lo siguiente fue comenzar a utilizar como insulto un término que hasta hacía poco lucían con orgullo: «Fascista». Sorprendentemente, los que mantenían viva la única llama del fascismo en Europa empezaron a emplear el término en sentido peyorativo acusando de ser fascistas a los demás. Lo que parecía un acto de enajenación colectiva se ha convertido en una costumbre. Hoy los chavales de las Nuevas Generaciones del «centro» hacen el saludo fascista, sacan la bandera y los símbolos fascistas cuando están contentos, pero siguen llamando fascistas a los rivales políticos y negando la importancia de esos gestos. Recientemente, uno de los cargos jóvenes del PP, al verse en internet criticado por hacerse una foto rodeado de compañeros que hacen el saludo fascista detrás de una bandera nazi, se ha disculpado pidiendo perdón a los que se hayan podido sentir ofendidos y alegando: «No era sabedor de que la bandera estaba pintada, puesto que estoy situado detrás». La excusa es casi peor que la acción porque en lugar de parecer un hecho puntual, debemos entender que lo de estar rodeado de jóvenes que hacen el saludo fascista le pareció normal, no vio nada extraño en ello y por eso pensó que era la bandera que llaman «constitucional». En realidad viene a decir: «Si molesta, no lo hago». Parece que se aviene a la disciplina de los que le mandan sin que él o sus correligionarios entren en el fondo de la cuestión. A sus superiores jerárquicos les parece una chiquillada y así lo expresan cada vez que ocurre algo parecido, que es, por desgracia, con demasiada frecuencia. Esta dualidad contradictoria de tintes esquizoides de negar lo que se hace como si no fueran conscientes de su significado, utilizada como estrategia y sumada a la estupidez intrínseca que conlleva el fascismo, sin duda crea problemas de identidad y pasa factura; lo malo es que esa factura la pagamos los demás.
Los que se niegan a condenar el golpe de Estado y afirman que Franco fue un personaje histórico de gran relevancia, también utilizan «nazi» para definir al rival cuando el único aliado que le quedaba a Hitler en Europa era, precisamente, Franco. Durante mucho tiempo en España se negó el Holocausto, y en la educación sentimental de los niños del franquismo, los alemanes eran los buenos de la guerra. También recordamos que Franco capitalizaba la lucha contra ese enemigo ante el que había que estar siempre prevenido y que quería acabar con nuestra civilización, con nuestro sacrosanto nacionalcatolicismo, ese enemigo que bautizó como: «Contubernio judeomasónico». Antisemitismo duro y puro. Así, con dos huevos. Los niños de nuestra generación teníamos al judío por animal de la peor especie y cuando un chaval escupía a otro, algo muy común en mis tiempos, se decía: «No seas judío». Según dicen, los judíos escupían a Jesucristo durante la Pasión. Sufrimos un shock cuando nos enteramos de que Jesucristo era judío. Ese antisemitismo tuvo su máxima expresión en la primera mitad del siglo XX con el nazismo, que se lo tomó muy a pecho. Los nazis llegaron a una conclusión que llamaron «Solución Final» con la que pretendían, nada más y nada menos, exterminar a todos los judíos del mundo.
Los herederos del franquismo también olvidan que el ejército alemán con su aviación, la temida e implacable «Legión Cóndor», fue decisiva en la victoria de los golpistas en nuestra guerra civil. A ella se le atribuye el dudoso honor de perpetrar el primer ataque de la aviación contra una población civil de la historia, el célebre bombardeo de Guernica que inmortalizara Picasso en un cuadro para la Exposición Universal de París de 1937, con la intención de que el mundo tomara conciencia de la crueldad de estas hordas criminales. Por mirar para otro lado, Europa pagó más tarde un precio muy alto.
Estos nazis fueron los grandes maestros del uso de los símbolos, que también mezclaban con la cosa esotérica, y que plasmaban en las impresionantes coreografías castrenses que quedaron inmortalizadas en las películas de Leni Riefenstahl y que son el paradigma de la propaganda política y la exhibición de fuerza. Contaban con ese gran maestro de la manipulación del que ya he hablado y que se llamaba Goebbels. También para los nazis era tan importante la imposición de sus símbolos como la destrucción de los ajenos. De ahí que un partido que se creó para acabar con el socialismo, que se extendía como una plaga en aquella época, se llamara, precisamente, nacionalsocialista. De hecho, Hitler, en la última sesión donde hubo debate del Parlamento Alemán, el Reichstag, antes de quemarlo y tomar el poder absoluto, para demostrar el cariño que tenía a los socialistas se dirigió al líder de la socialdemocracia de aquel país, Otto Wels, y le espetó: «Ustedes ya no son necesarios, la estrella de Alemania se alzará y la de ustedes se hundirá. La hora de su muerte ha sonado». Digo esto porque ahora, haciéndose eco de estas maniobras de manipulación, en algunos programas de debate de la televisión digital se afirma como ejemplo de la maldad del socialismo que Hitler era socialista, ya que su partido era nacionalsocialista. Esa manipulación de los términos permite, precisamente, a los que se encuentran más cerca de esa ideología dentro del espectro político, llamar nazis a los demás. Son los afines a Franco, el socio y aliado de Hitler, los que señalan a los demás con el dedo acusándoles de fascistas, totalitarios y nazis.
Por el contrario, un adjetivo que usaban para desprestigiar a los que eran tibios en sus manifestaciones públicas y no se definían como adictos al régimen, fue el elegido para bautizarse en la nueva democracia: «liberal». En los «buenos tiempos» de la dictadura se utilizaba el término liberal para desacreditar a alguien por su falta de compromiso, por no ser carne ni pescado, por su tibieza. Sólo «maricón» tenía el mismo efecto descalificador. Pues bien, en el afán de encontrar un adjetivo que les defina y para no verse obligados a decir lo que realmente piensan y ubicarse en esta sociedad de lo políticamente correcto, encontraron en el término «liberal» el adjetivo perfecto.
En política, liberal es el partido asociado a la libertad. En España está unido al liberalismo político que tiene su origen en las Cortes de Cádiz que se oponía a la invasión francesa y también al Antiguo Régimen. Desde luego, si de algo es inocente esta simpática muchachada de la derecha que nos gobierna es de haber luchado por la libertad. Todas las reformas que llevan a cabo van, precisamente, en el sentido contrario, el de menguar las libertades individuales de los ciudadanos. Ellos no son liberales, son conservadores, de los de toda la vida, de peineta y mantilla, están por la sociedad de castas y a ese proyecto se entregan con entusiasmo juvenil, últimamente plasmado en su reforma educativa que a todas luces persigue terminar con la igualdad de oportunidades.
¿Cómo se come esto? La cosa tiene truco. La cuestión es que existe también el término liberal aplicado a la economía, que es aquella teoría que aboga por la mínima intervención del Estado, partidaria de la libertad económica, el mercado libre, la libre competencia, la iniciativa privada y demás. O sea el desarrollo de las iniciativas económicas sin control o intervención del Estado. Libertad o descontrol que propiciado desde el púlpito del imperio por George W. Bush nos ha traído hasta la actual situación de crisis. La cosa se resume en que si todo el poder de la relación económica se vuelca del lado del empresario, al que se le dan todas las facilidades posibles para que desarrolle sus iniciativas, que incluyen incentivos fiscales, abaratamiento de los contratos con los trabajadores, liberalización de los despidos, flexibilización de la jornada laboral, en resumidas cuentas, eso que llaman optimizar la productividad a través de «reformas estructurales profundas», o sea, reducir los gastos al máximo para que los beneficios crezcan y la inversión sea más tentadora, con esos alicientes, se supone que se favorecerá la iniciativa empresarial y, con ella, la creación de puestos de trabajo. Es decir, si puedo tratar a los ciudadanos como objetos productivos de usar y tirar, como si fueran cosas, igual me animo y contrato. La idea no es mala, ya la conocían los egipcios y les sirvió para construir esas pirámides tan bonitas.
En este cuento de la lechera neoliberal, ¿dónde termina la voracidad del empresario?, ¿existe un tope en el margen de beneficio que permita al trabajador llevar una vida digna? Por decirlo de otra manera, ¿cómo se evita el abuso?, si es que le importa a alguien. El Estado debería controlar el mercado laboral, pero no interviene en los asuntos de las empresas privadas porque el manual neoliberal lo prohíbe, ya que tal intervención es característica de un totalitarismo de izquierdas trasnochado. El ciudadano se queda con el culo al aire.
Hace unos meses, en un debate televisivo, pude ver al que fuera consejero de Economía y Hacienda de la Comunidad de Madrid, Percival Manglano, que al ser preguntado por las consecuencias de esta crisis que produce puestos de trabajo en los que se exige (y le pusieron este ejemplo de oferta real) titulación superior, dos idiomas y dedicación completa por un salario de 600 euros mensuales, contestó sin vacilar que eso es mejor que estar en el paro y no cobrar nada. Contestó como si estuviera en un concurso, eludiendo toda responsabilidad exigible a los gobernantes de procurar el bienestar de la ciudadanía, y sin hacerse eco del drama que supone en una sociedad avanzada vivir en la pobreza a pesar de estar todo el día trabajando. Su respuesta es incontestable, 600 euros es mejor que nada. Un cerebro privilegiado. Este problema no va con él, a pesar de estar a cargo de la nave, y ese es «nuestro problema».
No entiende don Percival que es difícil hacer responsable del desempleo a una persona concreta, pero no lo es detectar el abuso y la explotación que, a mi entender, deben ser perseguidos, y más ahora cuando vivimos tiempos de necesidad y desprotección absolutos. Para proteger a los ciudadanos, que en ningún caso están en igualdad de condiciones a la hora de negociar un sueldo cuando se solicita un trabajo, debería estar la Administración. La labor de control cae en manos de los sindicatos a los que desde la Administración y sus medios de comunicación afines se ha demonizado y difamado constantemente, mientras que jamás se ha escuchado una sola crítica a las innumerables situaciones de abuso que se están dando en el mundo empresarial aprovechando la situación de precariedad que nos han traído la crisis y su herramienta más eficaz: la «reforma laboral». Y esto, a pesar de que la cúpula de la CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales) tiene serios problemas con la justicia por delincuente. Su anterior presidente, Díaz Ferrán, está en la cárcel; un hijo de su predecesor, José María Cuevas, detenido por blanqueo de capitales; su actual vicepresidente, Arturo Fernández, está procesado por pagar con dinero negro a sus empleados sin que este detalle le haya supuesto el menor problema de incompatibilidad para continuar en el cargo, ni siquiera después de una anunciada reforma de regeneración ética de la Confederación. Debe de ser que ahí se encuentra en su elemento y sus compañeros también. ¡Vaya cartel!
El futuro para los trabajadores se ve negro cuando el Banco de España, a través de su gobernador, Luis María Linde, recomienda que se permita hacer contratos al margen de los convenios colectivos, así como traspasar la línea roja del salario mínimo interprofesional, que actualmente está en 645 euros. Me llamarán demagogo, pero quiero destacar que quien eso afirma ganó 81 320 euros pagados de las arcas públicas en los seis primeros meses del año 2012. Dice este señor que el salario mínimo de 645 euros puede suponer un freno a la contratación, ya que «no se ha conseguido paliar el desolador panorama laboral a pesar —y cito textualmente— de los esperanzadores logros alcanzados por la reforma laboral en materia de flexibilidad interna y moderación salarial». Bueno, como sabemos que este cargo lo ostenta un técnico de esos que no tienen ideología, no hacemos comentario alguno, pero cualquiera diría que no es que se le vea el plumero, es que parece un pavo real haciendo de cheerleader en la puerta de la CEOE. Por cierto, ¿cuándo van a dejar los distintos gobernadores del Banco de España de repartir doctrina política, siempre en el mismo sentido, y se van a dedicar a poner orden en este «sin dios» en el que se ha convertido el sistema financiero de este país, donde Bankia puede presentar unas cuentas con un saldo positivo y terminar necesitando unas ayudas de 23 500 millones de euros sin que salten las alarmas? ¿Nadie les va a pedir cuentas? ¿Nadie va a asumir responsabilidades? ¿Para qué les pagamos? ¿Se les va a exigir productividad?
Pues eso, estos que se llaman, con toda la razón del mundo, liberales en economía, tiran hacia arriba y por extensión se hacen llamar liberales en general, dejando a los otros, los que son liberales de verdad, los amantes de la libertad, fuera de juego. La liberal number one de España es Esperanza Aguirre, que repite tal condición cada vez que abre la boca. Cuando uno cree que es liberal, no necesita decirlo, ya lo demuestra con hechos. Ella tiene que ayudarse constantemente de la muletilla para convencer a los demás. Como dijo nuestro señor: «Por los hechos los conoceréis». ¡Vaya tropa!
Rematando el tema de los símbolos, este autor se quedó de piedra un día que coincidió con una manifestación de liberales, neoliberales, neocons, conservadores, de centro, de derechas, que en todos esos apelativos se reconocen, que gritaban a coro: «El pueblo unido jamás será vencido». Esa consigna por la que en mis tiempos mozos uno podía ir a la cárcel también se la habían apropiado. No habían dejado nada para el recuerdo. Cualquier símbolo de la lucha por la libertad de otro tiempo había quedado desposeído de sentido. Se habían quedado con todo. Por eso, muchos jóvenes que provienen de ese mundo que ellos llaman apolítico afirman que no existe la derecha ni la izquierda, que son términos obsoletos que no van a ninguna parte. Pues sí que existen, y también la extrema derecha a la que pertenecen algunos de los que hoy desempeñan cargos de responsabilidad. Son aquellos que justifican el golpe de Estado de 1936. Los que afirman que hubo otro en 1934 para referirse a la huelga de Asturias. Los que dicen que hacer el saludo fascista o portar banderas golpistas son chiquilladas sin importancia. Los que equiparan la bandera republicana, símbolo de una democracia, con la del golpe de Estado, símbolo de una dictadura. Los que defienden la permanencia de los nombres de militares y civiles golpistas en las calles y plazas de nuestro país. Los que se resisten y resistían a la retirada de las estatuas ecuestres del dictador. Los que afirman, y ahora son legión, que la Segunda República trajo un millón de muertos. Y dejemos de apuntar signos que delatan la ideología, porque si nos metemos en internet con la lista, salen retratados más políticos de los que desearíamos. La misma Esperanza Aguirre, la liberal que está dispuesta a volver si el pueblo se lo pide para regenerar la democracia, tuvo mucha gracia cuando en un programa de televisión comentaba que Franco era bastante socialista. Si le parece que Franco era socialista, ¡dónde estará ella!
Confundirlo todo, desvirtuarlo todo, hacer de la política un acto abominable, convertir el Congreso de los Diputados en una taberna de pendencieros, utilizar la mentira de forma sistemática para cotidianizarla, convertir el sistema democrático en una mera herramienta electoral periódica sin ningún tipo de connotación ética o moral. Abolir la responsabilidad política. Esa y no otra es la meta. En un sistema de gobierno que surgiera de esa catarsis estarían solos. No tendrían que aguantar pamplinas de la chusma ni dar tantas incómodas e innecesarias explicaciones.