EL MILAGRO DEL AGUA EN VINO

Todos somos demócratas

El milagro se produjo. Una vez aceptado el fin de la dictadura, también hubo que aceptar pulpo como animal de compañía. Esa labor le fue encomendada a Adolfo Suárez, que acabó convertido en árbitro de la situación. Los ciudadanos le veían como la fuerza amortiguadora capaz de atenuar el choque de trenes en el que iban metidos. De esa manera, el que fuera ministro secretario general del Movimiento en el gabinete de Arias Navarro tras la muerte de Franco, fue nombrado presidente del gobierno, a dedo, por el Rey, que a su vez había sido nombrado por Franco, también a dedo, saltándose la línea sucesoria. El Generalísimo no sólo era capaz de coronar reyes; también, como hemos dicho, nombraba obispos con la venia del Vaticano. Era el amo de lo humano y lo divino, hacía lo que le salía del sable. Hay que ver lo lejos que llegó ese hombre, con lo cortito de cerebro que andaba: en cualquier reunión destacaría por ser el más tonto de la mesa. Sus compañeros de armas siempre lo supieron, le veían como un bicho raro muy interesado, pero con las bromas que le hicieron en la Academia General Militar y su desprecio posterior, fabricaron un monstruo resentido que la lio parda, lo que demuestra que la intransigencia y la crueldad son las armas más efectivas, muy por encima de la inteligencia o la razón.

Suárez, considerado por los dos bandos como un oportunista, consiguió ser en pocos meses el político más valorado por aquella ciudadanía incrédula y acojonada, al punto de que arrasó en las primeras elecciones generales quedándose a pocos escaños de la mayoría absoluta, liderando un partido recién formado llamado UCD (Unión de Centro Democrático). Fue el primer intento de formar un partido de centro, desde luego mucho más centrado que el que tomó el relevo.

El triunfo de la izquierda lo capitalizó el PSOE, al que, por cierto, no se le había visto el pelo en la lucha contra la dictadura, en detrimento del PCE, que sufrió un duro batacazo con respecto a los réditos que esperaba obtener de los muchos años de trabajo en la clandestinidad. La ciudadanía entendió que el país todavía no estaba maduro para tener un partido comunista fuerte en el Parlamento. La amenaza del ejército seguía latente y el personal estaba acojonado. Todavía, cuando se olían en el ambiente situaciones conflictivas, las amas de casa bajaban a las tiendas y hacían acopio de comida. Así de afianzado estaba el tema. Hasta que Tejero no fracasó con su golpe de Estado en 1981 y el ciudadano tuvo cierta confianza en que el ejército no saldría a calle en una temporada, no se permitió el lujo de votar una opción más de izquierda.

Al año siguiente del frustrado golpe de Estado, el PSOE arrasó en las elecciones generales, consiguiendo una mayoría absoluta abrumadora y doblando en escaños y votos al segundo más votado que fue, ¡oh, milagro!, AP, Alianza Popular, el partido que aglutinaba a los altos cargos de la última etapa del franquismo que se negaban a arrojar la toalla, los llamados nostálgicos. La derecha pura, sin disfraz de centro, esa derecha nuestra, cañí, perdía el pudor y se presentaba como solución para resolver los endémicos problemas de España, también ahora, en la democracia, pero esta vez por las buenas.

Curiosamente, como decía, el partido que ganó en las primeras elecciones generales estaba más centrado que este que nos gobierna. ¿Qué pasó?, ¿por qué se disolvió? Nadie lo explicó bien, pero al parecer las luchas en el seno de UCD, partido que encabezaba el ya entonces carismático Adolfo Suárez, eran tremendas por las distintas facciones que englobaba y, sobre todo, porque, al parecer, aquello estaba lleno de saboteadores que se habían apuntado al carro del centrismo con la sana intención de dinamitarlo, a sabiendas de que con un partido de centro fuerte, la derecha, inevitablemente asociada a la dictadura, tenía pocas posibilidades de éxito.

Hay que tener en cuenta el perfil que gastaba aquel personal de la derecha. No había soltado el pelo de la dehesa y desde sus escaños se oponía a todo, hasta al divorcio. Recuerdo que aquel debate fue muy duro y Francisco Fernández Ordóñez, que entonces era ministro de Justicia con UCD, dijo una vez aprobada la ley, gracias a una votación secreta en la que se evidenció que muchos miembros de su propio partido habían votado en contra, o sea que trabajaban para el rival: «Nada cansa tanto como luchar por las causas que son evidentes, pero, afortunadamente, hemos conseguido derribar una importante barricada». Seguían ahí, en la «barricada» del Movimiento, al pie del cañón.

Como estaba previsto, UCD, gracias sobre todo a los francotiradores que tenía dentro del propio partido, acabó saltando por los aires. El partido más beneficiado de esta destrucción fue, también como estaba previsto, Alianza Popular (AP), que recibió la mayor parte de la migración de políticos y de votantes. Creció de forma espectacular a costa del hundimiento de UCD. Así, UCD pasó de tener 166 diputados en 1977 a sólo 11 en 1982. El PSOE aumentó de forma considerable su número, pasando de 118 a 202, pero AP subió de 16 a 107, es decir experimentó una subida de casi el setecientos por ciento. Un partido que tenía un perfil claramente continuista creció como la espuma, se situó como segunda fuerza parlamentaria y comenzó a ver la luz al final del túnel. Fueron conscientes de que en un futuro no muy lejano podrían volver a alcanzar el poder gracias a las urnas. Esas urnas que tanto habían demonizado durante años.

Esto de la democracia tenía sus ventajas. A diferencia de lo que hacían ellos, que básicamente consistía en exterminar al rival, aquí cabía todo el mundo, los demócratas y los enemigos del sistema. Había que dar otro giro de tuerca al partido, otra capa de democracia a la fachada, y valga la redundancia, y España podría recuperar el timón que siempre la guio por el imperio hacia Dios.

El travestismo de fascistas a franquistas y de aquí a demócratas no había resultado traumático en absoluto. Todo parecía transcurrir como una canoa que se deslizaba corriente abajo. Ellos, que habían dedicado su vida a perseguir demócratas, se veían ahora representando el papel de parlamentarios de unas cortes democráticas con los medios de comunicación apuntándoles, mirándoles de cerca. Unos medios de comunicación que sólo en parte, la mayor pero sólo una parte, estaban a su servicio. Esa era una nueva e ingrata servidumbre a la que tendrían que acostumbrarse, la de responder de su gestión[98]. También a estar rodeados de compañeros de hemiciclo que hasta hacía poco habrían metido en el calabozo. Se dio la circunstancia de que la primera sesión constitutiva del Congreso hasta que se formalizara el escrutinio estuvo presidida por el miembro electo de mayor edad, cometido que cayó en la persona, nada más y nada de menos, de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, histórica dirigente del Partido Comunista, y que durante los cuarenta años anteriores había estado considerada, oficialmente, uno de los peores criminales de la historia, peste de la peor especie que contaminaba la tierra. Fue demonizada por el régimen franquista hasta límites ridículos, leyenda negra que caló hondo entre el personal que la acusaba de los peores crímenes, incluso de matar a niños con sus propias manos. Pues nada, ahí estaban contemplando como el que va al cine a la que consideraban una bestia sanguinaria.

¿Y por el otro lado? ¿Cómo llevaban los antiguos militantes clandestinos de izquierdas compartir escaño con sus verdugos? La generosidad fue grande y generalizada, los represaliados no exigieron justicia. También es verdad que la justicia no estaba para esos trotes. Muchos de los jueces y fiscales españoles fueron colaboradores imprescindibles en la causa de la dictadura contra los ciudadanos. Ni siquiera los más significados rindieron cuentas de sus abyectas decisiones. Lejos de ello, fueron promocionados a los más altos cargos de la magistratura, lo cual explica muchas de las decisiones que hoy nos resultan incomprensibles. La Transición no pasó por los juzgados. Lo que cambiaron fueron las leyes y a ellas se tuvieron que ceñir sus administradores, pero todo ese sentir patrio que afirmaban llevar dentro, y su devoción y vocación de servicio a la dictadura, que tan bien argumentaban en sus sentencias, es de suponer que quedaron indemnes, sobre todo entre los miembros del TOP (Tribunal de Orden Público), heredero de otro anterior, el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo.

Pero ¿qué es eso?, se dirán algunos lectores. Merece la pena detenerse un poco en este apartado para dejar constancia de otra pieza fundamental de ese puzle que configura nuestra gloriosa «marca España».

Justicia cañí

Al terminar la guerra, en el año 1940, se crea el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Lo del comunismo se comprende, pero eso de crear un tribunal especial para la represión de la masonería, aunque pueda parecer una broma, fue real y nos da un índice del seguidismo ciego de las paranoias y sandeces del Generalísimo, que, con el objeto de pillar cargo, hacían los responsables de las distintas administraciones. Con estas extravagancias de sátrapa sólo demostraba el grado de estupidez que le adornaba, y lo miserables que podían llegar a ser los que se humillaban y daban carta de cordura a este estado surrealista y cruel de las cosas. Claro que este tribunal rendía sus beneficios, ya que las penas iban desde la «incautación de bienes» hasta la reclusión mayor. Como vemos, eran múltiples las vías por las que se podía acceder a la propiedad ajena. Multitud de casos de acusaciones delirantes e incautaciones de propiedades no han tenido reparación alguna.

Este tribunal duró hasta 1964, cuando delegó su cometido en el TOP, creado en 1963. Este llamado Tribunal de Orden Público define los delitos que juzgará de la siguiente manera: «Aquellos delitos cometidos en todo el territorio nacional, cuya singularidad es subvertir, en mayor o menor gravedad, los principios básicos del Estado o sembrar la zozobra en la conciencia nacional».

Los delitos cometidos para sembrar la zozobra en la conciencia nacional siempre me han conmovido. Es una pena que mi conciencia nacional se encuentre un tanto atenuada y no me ilumine a la hora de tomar decisiones, tal y como le ocurre a la mayoría de nuestros significados patriotas, porque la otra conciencia, la no nacional, la que configura el sentido ético de la existencia, me causa problemas que, visto el resultado, no les crea a estos servidores de lo público que lo dan todo por España al tiempo que se llenan los bolsillos con nuestros impuestos sin que tales acciones les provoquen el más mínimo rubor. Una pena, digo, que, en vez de conciencia nacional, me haya tocado la otra, la chunga, la que te hace dar vueltas en la cama si crees que has hecho algo impresentable.

Por este Tribunal de Orden Público, conocido en sus tiempos como «Las Salesas», porque así se llamaba la plaza donde estaba ubicado en Madrid, desfilaron 50 000 personas. Se llegaron a emitir 3000 sentencias condenatorias y, prácticamente, todas fueron ratificadas por el Tribunal Supremo. Los delitos que se perseguían estaban relacionados, sobre todo, con acciones políticas. Duró hasta el año 1977 y con respecto a sus miembros se manifestaba así el fiscal anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo: «Fueron cómplices hasta el último día de las torturas de la Brigada Político-Social y nunca abrieron una causa, ni siquiera por lesiones, durante cuarenta años».

En 2007, este tribunal fue declarado ilegítimo, pero no se anularon sus sentencias, es decir, fue una declaración puramente testimonial, un brindis al sol, y todos los condenados siguen siendo delincuentes a día de hoy. Incluso Timoteo Buendía, que cargó en sus espaldas con el honor de ser poseedor de la primera sentencia del TOP por «cagarse en Franco» estando borracho en un bar. Le cayeron diez años. Estos jueces ocuparon los más altos cargos de la judicatura cuando llegó la democracia.

El espíritu de la Transición pasó sobrevolando la justicia a miles de kilómetros de altura. No sólo se impidió cualquier investigación sobre los abusos cometidos, sino que muchos de los responsables, como decíamos, fueron ascendidos a pesar de sus fechorías, o tal vez en pago a los servicios prestados. Alguien debió de pensar que si eran buenos jueces para llevar a cabo las funciones represivas en una dictadura, también lo serían para defender los derechos y las libertades de los ciudadanos en una democracia.

Estos chicos del franquismo, definitivamente, valen para todo; tan pronto jalean al pelotón de fusilamiento como defienden con vehemencia los derechos humanos.

Lo mismo ocurrió con los miembros de la Brigada PolíticoSocial, una sección creada en la policía para la persecución y represión de los grupos clandestinos que operaban contra el franquismo. Al frente se puso al que sería llamado «superinspector» durante la Transición y la democracia: Roberto Conesa. En el franquismo adquirió fama por su brutalidad en los interrogatorios, por la frialdad con la que él y sus hombres ejecutaban las torturas. Su mano derecha, Juan Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, también era muy conocido por los mismos méritos. Sembraron el terror hasta 1976, año en que fue disuelta la unidad. Por sus manos pasaron muchos miembros destacados de los partidos de izquierdas, así como sindicalistas e intelectuales. Disuelta esta unidad especializada en la tortura y la represión, Fraga, el «padre de la Constitución», nombró a Conesa jefe superior de la Policía de Valencia, en pago, es de suponer también en este caso, a los servicios prestados.

El historial del inspector Conesa no tiene desperdicio. A sus muchas hazañas como torturador hay que sumar su paso por la dictadura de Leónidas Trujillo en la República Dominicana, donde debió de aprender técnicas sofisticadas de su reconocido oficio. También estuvo implicado en la guerra sucia y se le relacionó, entre otros casos, con el atentado en la sala Scala, donde hubo cuatro muertos; en el intento de asesinato de Antonio Cubillo, líder independentista canario que fue apuñalado en Argel y que salvó la vida gracias a la presencia de un vecino cuando iban a cortarle la cabeza en el ascensor de su casa. Cubillo pasó el resto de su vida en una silla de ruedas como consecuencia de las puñaladas recibidas. La implicación de las cloacas del Estado en este atentado fue reconocida en la sentencia por los magistrados. Conesa también intervino como jefe de la investigación de aquellos extraños secuestros, que a día de hoy siguen plagados de dudas, de Oriol y Villaescusa[99] por parte del GRAPO. En todos los casos anteriores aparecía también como presunto responsable político, logístico y de estrategia, ¡oh, casualidades de la vida!, Rodolfo Martín Villa.

El de don Rodolfo es otro caso tan sorprendente como espectacular de carrera político-empresarial-dictadura-democracia que sólo puede darse en nuestra piel de toro. Alguien que va ascendiendo en el escalafón a medida que se le acumulan monstruos y episodios siniestros manchados de sangre en el armario. Hay que hacer un paréntesis para dar cabida a toda la carrera de don Rodolfo.

Comenzó su carrera política con varios cargos en el sindicalismo vertical de la dictadura, y llegó a ser secretario general de la Organización Sindical. Más tarde fue gobernador civil y jefe provincial del Movimiento de Barcelona. Ya muerto Franco fue ministro de Relaciones Sindicales en el gobierno de Arias Navarro. Suárez le nombra en la Transición ministro de la Gobernación, donde se ganó el apodo de la «porra de la Transición» por la contundencia con la que reprimía las manifestaciones. Casualidades de la vida, fue precisamente cuando era ministro de la Gobernación cuando se produjeron los primeros casos de implicación de miembros de los cuerpos de seguridad en atentados de lo que más tarde se llamaría «guerra sucia». Recuperó al «supercomisario». Conesa, también conocido como «superinspector», como hombre de confianza a su servicio. Durante su mandato como ministro se produjeron los dramáticos sucesos de los Sanfermines de 1978, cuando la policía entró en la plaza de toros repartiendo a diestro y siniestro con botes de humo y porras para terminar con fuego real. El balance fue de siete heridos de bala. La ciudad se convirtió en un caos que se saldó con 150 heridos, 11 de ellos por disparos de la policía. Como consecuencia de los enfrentamientos en la calle falleció de un disparo en la frente Germán Rodríguez, conocido militante trotskista, sin que a día de hoy se haya sabido quién disparó, ni con qué tipo de arma. En el lugar donde lo mataron se encontraron 35 impactos de bala. A pesar de las evidencias, Martín Villa negó siempre que fuera la policía la que le disparó y eso que reconoció que se hicieron, por parte de las fuerzas del orden, 130 disparos de bala. El hecho de que fueran los «servicios del orden» los únicos que portaban armas de fuego y dispararan no parece que le diera pista alguna al ministro para deducir quién lo mató. Las imágenes de TVE de las acciones represivas se emitieron una sola vez y fueron destruidas, desaparecieron de los archivos. Parece que a don Rodolfo no le gustaron. Así era la Transición.

En 2008, una comisión del Parlamento Vasco le consideró responsable político de la matanza de Vitoria, de la que ya hablamos antes, junto con otro de nuestros todoterreno favoritos, don Manuel Fraga Iribarne, padre de la Constitución. Recordaba Martín Villa, con sorpresa y estupefacción, que, yendo a visitar a los heridos en compañía de don Manuel, un familiar les dijo que si iban a rematarlos. No entendía don Rodolfo a aquel ingrato paisano que no supo apreciar el gesto del verdugo que, deportivamente, se acerca a la víctima para darle ánimos. Tal vez esperaba que el antipático sujeto le recibiera con un abrazo, predisponiendo a las víctimas a una jornada festiva ante la presencia de las autoridades. Algo así como «sonreíd, que han venido de visita los señores que mandan en los que os pegaron los tiros para ver qué tal ha quedado su obra». Y es que la gente es rencorosa a más no poder.

La carrera de don Rodolfo continuó imparable, volvió de ministro con Calvo Sotelo y acabó en el Partido Popular como miembro de la ejecutiva nacional, recuperando el acta de diputado. Otro buen fichaje del «centro».

En el mundo de la empresa no le ha ido mal. Entró en 1997 como presidente de Endesa, que era pública en un 67 por ciento, encargándose de su privatización completa durante su gestión siendo presidente Aznar. Ya como empresa privada, Endesa ficharía como asesor al expresidente Aznar, con un sueldo de 200 000 euros anuales. Es lo que tiene saber de todo, que puedes asesorar. En 2003, Martín Villa vuelve a la política para un encargo importante: comisionado del gobierno para el desastre del Prestige. Si había tapado marrones con montones de muertos en sus buenos tiempos, esto para él era pan comido. En 2004 fue nombrado presidente de Sogecable, donde estuvo hasta 2010. Una pena, porque desperdició una ocasión de oro, como es presidir una sociedad que posee un medio de comunicación, para desvelar muchos enigmas de la parte más siniestra de nuestra historia reciente y de la que era uno de los responsables. Aunque, la verdad, no parece muy dispuesto a aclarar cosas. De hecho, la comisión de investigación del Senado que promovió el Partido Popular sobre la guerra sucia contra ETA se suspendió, de forma súbita, cuando tenía que declarar el general Sáenz de Santamaría, máximo responsable de la Guardia Civil en materia antiterrorista en aquellos tiempos, al revelar que declararía sobre el GAL y todos los demás casos de asesinatos de las cloacas del Estado. Después de varias conversaciones telefónicas, Rodolfo Martín Villa se reunió con él. Dos días más tarde se suspendió la comisión. Al parecer le iban a citar como uno de los protagonistas de la película. Según contó el propio general, Martín Villa «habría informado al presidente del PP de mi intención de desvelar a la comisión del Senado todos los casos de guerra sucia que conozco desde 1975. Entonces se acojonaron». La comisión se había montado, únicamente, para acosar al PSOE. Pretendían hacerle responsable único de aquellos crímenes. Se suspendió cuando el principal testigo de los hechos dijo estar dispuesto a contar quiénes fueron los organizadores. Todos. También los que ahora militaban en las filas del «centro». También le dijo el general a José Bono: «Tú diles que el PP impulsó la disolución de la comisión de investigación al saber que Sáenz de Santamaría iba a hablar de Fraga».

A don Rodolfo, que junto con Fraga y Rosón era responsable de las fuerzas de seguridad hasta la llegada del PSOE al poder, le llegaba el agua al cuello. Le temblaban las canillas[100]. La comisión se suspendió, paradójicamente, cuando se iban a dar pasos muy importantes para esclarecer la verdad, pero no se trataba de eso. Se trataba de utilizar la guerra sucia como arma política. A juicio de este general, que jamás negó la existencia de esa guerra, ni la implicación del Estado en ella, y que algo sabría puesto que era el responsable máximo de la lucha antiterrorista durante todo aquel tiempo, la actitud de la derecha le parecía hipócrita, «obscena». La guerra sucia había comenzado, según él, antes de 1975, y por tanto la mayoría de los responsables estaban en el partido que, precisamente, había montado la comisión.

Cabría esperar que al llegar la democracia personajes tan siniestros fueran, si no investigados, por lo menos apartados de las instituciones, con lo que se crearía un círculo de seguridad sanitario de varios kilómetros a su alrededor. Nada más lejos de la realidad. El propio Martín Villa impuso al «superinspector» Conesa, al que reclamó para hacerse cargo de la investigación del secuestro de Oriol y Villaescusa[101], la medalla de oro al mérito policial junto con su compañero Billy el Niño, y le nombró jefe de la Brigada de Información, donde permaneció hasta su muerte.

Lo dicho, políticos, policías y jueces, presuntos responsables de la guerra sucia, la represión y las torturas durante el franquismo fueron ascendidos durante la Transición, y ocuparon altos cargos en la jerarquía de sus propias instituciones también durante la democracia.

Mientras, los condenados por el Tribunal de Orden Público, considerado ilegítimo, siguen siendo, a día de hoy, delincuentes[102]. Su único delito, luchar por la democracia y la libertad. La democracia española nació con una malformación congénita. Muchos de los vicios y actitudes prepotentes que hoy nos sorprenden vienen de ahí, de ese ADN que transmite por vía genética un estilo, una forma de hacer política, que proviene de aquel tiempo en el que todo, como decía León Felipe, «funcionaba como un reloj perfecto». «Aquella extraordinaria placidez» en que vivía Mayor Oreja.

«Marca España».

Con Franco murieron cuarenta millones de españoles

Existe un mito en España y es que con Franco desapareció el franquismo y lo que resulta más delirante: los franquistas. Todos los que entonces se llamaban a sí mismos «adictos al régimen» no les bastaba con ser simpatizantes, se hicieron un presunto lifting cerebral con sorprendentes resultados éticos y amnésicos. Del mismo modo que san Pablo vio la luz al caerse del caballo, los que perseguían hasta debajo de las piedras a los ciudadanos que luchaban por la emancipación del ser humano, para hacerles entender las ventajas del nacionalcatolicismo a golpe de tortura y cárcel, de la noche a la mañana se convirtieron en amantes de la libertad y la democracia. Así, de repente, del mismo modo que se especifica el nivel de inglés en un currículum, aquellos altaneros delincuentes que elevaban el brazo durante los actos oficiales en comandita con los obispos, formando una espeluznante imagen de glorificación del fascismo, pusieron una cruz en la casilla de «demócratas de toda la vida» al rellenar su nueva filiación ideológica. Hubieran preferido que Franco fuera inmortal, pero no quiso dios. Con la llegada de los nuevos tiempos tendrían que dar vivas a la democracia y a la Constitución, esos engendros producto de la debilidad de los liberales e intelectuales que son la puerta de entrada de la decadencia, la masonería y el libertinaje.

Durante el franquismo, la inmensa mayoría de los españoles era del régimen. Unos de forma activa, otros por comodidad y cobardía, y muchos porque habían perdido la costumbre de pensar. La realidad es que se miraba para otro lado mientras aquí se robaba, se secuestraba, se torturaba, se fusilaba y se incautaban bienes a los disidentes. Aquel éxito de la adhesión masiva al régimen era el resultado de la política de exterminio del rival que se siguió durante cuarenta años. Entre los que tuvieron que exiliarse, los fusilados y los que pasaron años entre rejas, no quedó un rojo a la vista, era más fácil encontrar una piña de percebes en la orilla del mar. Los antifranquistas vivían bajo tierra operando en la clandestinidad, en un secretismo absoluto. Salvo los irreductibles, todo el mundo había aprendido la lección. El menor intento de rebeldía significaba la pérdida de libertad y la ruina física y económica. Así, salvo los militantes, los enemigos del régimen callaban por miedo, o por un instinto elemental de supervivencia. España se había convertido en un inmenso páramo carente de cualquier actividad intelectual, cultural o política, bajo la amenaza permanente de las fuerzas de seguridad y los jueces, que velaban por la «conciencia nacional». Cuarenta años después, esa política había rendido sus frutos.

Franco era indiscutible, por eso murió en la cama. También es verdad que, como el resto de los humanos, se empleó en durar lo máximo posible. No se prodigaba en apariciones públicas y con su carácter paranoico estaba convencido de que si salía de España no volvería a entrar, así que, salvo en un par de ocasiones puntuales, no se movió de casa. Eso sí, cuando aparecía en público, juntaba muchedumbres en la Plaza de Oriente. Muchos venían en autocares pagados por el régimen, pero venían encantados. Se chupaban la concentración, se comían un par de bocadillos y se volvían para el pueblo la mar de contentos. También veían a Franco, que se había convertido en un mito. El dichoso fascismo que parecía una farsa de opereta, presidido por un general bajito y rechoncho con voz de castrato, seguía vigente y completamente vivo cuarenta años después. Tan vivo y dispuesto que el mismo año de la muerte de Franco, 1975, fusilaron a cinco personas a pesar de las múltiples presiones internacionales que se ejercieron desde todos los ámbitos de la política, la sociedad e incluso la religión. Tras sopesar aquellas presiones y protestas, se pasaron todo por el forro, sacaron brillo al paredón y le dieron uso. Como me empeño en recordar, algunos de los que firmaron las penas de muerte se encontraban ¡sólo dos años después!, redactando la Constitución, una Constitución que en su título preliminar proclama: «Un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Asimismo, se afianza el principio de soberanía popular, y se establece la monarquía parlamentaria como forma de gobierno». Como rezaba el eslogan que uno de los padres de la Constitución, Fraga Iribarne, inventó siendo ministro de Información y Turismo: Spain is different. Y tan different.

Mi insistencia un tanto machacona en recordar estas cosas está provocada por la marea de informaciones que surgen en nuestros días con la intención de reescribir la historia y sus protagonistas, de la mano de nuestros líderes liberales, intentando hacer creer que la democracia no es más que una continuidad del franquismo: que este nos condujo hasta aquella. Circunstancia que se sostiene en la confusión que se generó con la añorada Transición, que tanto reivindica la derecha de este país, porque significó una amnistía para todos los delitos cometidos durante la dictadura. Al no haber solución de continuidad entre dictadura y democracia y volver a ver las caras de siempre en los puestos de salida del protagonismo político, los amantes del río revuelto hicieron y siguen haciendo su agosto. Muchos de los actores principales, como decíamos, continuaron en los puestos de máxima responsabilidad dentro de las instituciones del Estado. A diferencia de otros cambios de regímenes totalitarios, España fue el único caso donde altos representantes del régimen dictatorial extinto participaron en la redacción de la Constitución del nuevo sistema. La tutelaron, era evidente que no tenían gran cosa que aportar a la nueva situación política del país y, en cualquier caso, no eran necesarios. Podían haber dejado la redacción de la Constitución en manos de personas en cuyo ideario estuviera un régimen constitucional y democrático, pero se impuso la presencia de estos ponentes de «la vieja guardia» para apaciguar lo que entonces se llamaba «ruido de sables». Por eso, cuando se habla de Fraga en términos de «padre de la Constitución», puede parecer que fue uno de sus instigadores, uno de sus promotores, cuando durante toda su vida fue un azote, una pesadilla para aquellos que creían en un mundo libre donde los ciudadanos no fueran tratados como ganado. Su presencia, como la de otros, fue obligada, impuesta, una garantía para los defensores del franquismo de que las cosas no se iban a sacar de quicio, y de que los militares podrían seguir tranquilos, jugando a las cartas y bebiendo güisqui en el bar de oficiales.

Otro de los grandes mitos de la Transición fue dar a entender que con Franco, el 20 de noviembre de 1975, murieron cuarenta millones de franquistas. Se pretendía hacer creer que todos aquellos que abarrotaban las algaradas oficiales, los que hicieron cola para visitar la capilla ardiente, los muchos que portaron un luto mal disimulado, desaparecieron con él. Y no desaparecieron, se inhibieron, se camuflaron en espera de lo que pudiera venir. Un par de años después de que muriera el ínclito inaugurador de pantanos, pescador de salmones y cazador de venados y ballenas, apenas quedaban unos grupos de extrema derecha que seguían reivindicando su figura y su obra. Los altos cargos de la dictadura que se acababan de subir al carro de la democracia para poder seguir manteniendo sus privilegios les señalaban como «nostálgicos de la caverna», al tiempo que se desmarcaban de su propio pasado haciendo creer a los demás que esos grupúsculos constituían los últimos vestigios del franquismo. ¡Ojalá!

Tuvieron que pasar unos cuantos años para que el pueblo se diera cuenta de que la libertad no tiene sentido si no se usa, y que el miedo a los uniformes había que dejarlo aparcado para comenzar una nueva era. En cualquier caso, habían sido muchos años de ceguera y propaganda del régimen, un franquismo sociológico se había instaurado en la sociedad española y todavía hoy se refleja en muchas decisiones políticas y también en las urnas.

El mito de las dos Españas que muchos se empeñan en negar, por desgracia, sigue más vivo de lo que se pretende. Aquellos bandos que disputaron la guerra hace ya casi ochenta años siguen diferenciados. De hecho, algunos hijos y nietos de los vencedores, hoy en el poder, todavía se niegan, ochenta años después, a que los hijos y nietos de los vencidos den a sus familiares cristiana o civil sepultura, en un acto de crueldad sin equivalente en el resto de las sociedades que se llaman a sí mismas civilizadas. Siguen siendo los herederos del totalitarismo los que marcan la pauta, por no decir el paso y, por supuesto, los dueños y señores del poder real. No ese que emana de las urnas cada cuatro años, sino el otro, el de verdad, el que decide la vida de los ciudadanos, el que exige «reformas estructurales profundas». Esa falta de pudor, ese mantenimiento de un estilo absolutista, chulesco y arrogante, que debió abolirse con la dictadura, es una de las características más simbólicas y definitorias de la marca España.

Un desprecio y una crueldad que, a juzgar por los hechos, parecen hereditarios. Aunque roben, pongan la salud en manos de mercaderes, priven a sus hijos de una educación de calidad, les quiten derechos, reduzcan sus salarios o el poder adquisitivo de sus pensiones, esos ciudadanos que formaban aquella mayoría silenciosa les seguirán votando por una sola razón: son de los suyos.

Curiosamente, España, el único país donde, como decíamos, triunfó el fascismo y estuvo en el poder durante cuarenta años, es también el único que no tiene un partido que se llame a sí mismo de «derechas» con representación parlamentaria.

Ese esfuerzo por hacernos creer que no tenemos pasado es ridículo. Si no entendemos quiénes somos y de dónde venimos, no podremos comprender lo que nos está pasando, ni por qué unos señores que deberían administrar el patrimonio público del que depende nuestro bienestar, nuestro presente y nuestro futuro, se dedican a incautarlo, a dilapidarlo y a repartirlo entre sus colegas como si de un botín de guerra se tratara. Lejos de actuar como administradores cuya prioridad es procurar el bienestar de los ciudadanos, se comportan como una banda de facinerosos que cierra filas en torno a los suyos, como un solo hombre, con su presidente al frente. Ante cualquier acusación de corrupción o acción de la justicia, instauran la ley del silencio, cuando su obligación es separar a los honrados de los que no lo son, para rendir un servicio imperativo, imprescindible, a los ciudadanos que representan, y también a los que presencian este espectáculo sobrecogidos y que no se sienten representados, en absoluto, por actitudes, formas y estrategias que creían enterradas desde aquel 20 de noviembre de 1975, cuando no había que dar explicaciones de las responsabilidades de gobierno.

Por eso, insisto, es más fácil entender lo que nos pasa si conocemos nuestra historia reciente. Ellos insisten con vehemencia en que no hay que mirar al pasado. ¿Por qué? Luego se muestran acérrimos admiradores del Cid y don Pelayo. Esto de la marca España tiene su gracia.

Como dice Javier Krahe: «Cuando todo da lo mismo, ¿por qué no hacer alpinismo?».

«A mí nadie me da clases de democracia»

Al comenzar su andadura, esta joven democracia debía sentar unas nuevas bases de convivencia y al presidente Suárez le tocó hacer de aglutinador de las distintas fuerzas políticas. No era sencillo sentarse a negociar con la vieja guardia del régimen, a la que había pertenecido y en la que hizo su carrera política y militó hasta que le tocó ser presidente. La vieja guardia no estaba dispuesta a ceder, temerosa de que una nueva legislación se volviera contra ella al investigar lo que había ocurrido durante los años de la dictadura. Por otro lado tenía que escuchar las exigencias de la corriente en la que se situaban los partidos que acababan de ser legalizados y que apremiaban al presidente urgiéndole a realizar cambios serios, de calado, para que abandonara la tentación de convertir aquella etapa en un mero maquillaje del sistema anterior. En realidad, estas fuerzas legalizadas estaban dispuestas a todo con tal de que no se diera marcha atrás en el proceso democratizador. Entendían los problemas y los miedos del presidente y, sin renunciar a unos mínimos imprescindibles, se lo pondrían fácil porque eran conscientes de que la justicia, el control de las armas y el orden público seguían en manos de los mismos. De hecho, hacían demostraciones de fuerza constantemente.

En las manifestaciones que se sucedían en las calles de toda España exigiendo cambios, se disparaba a la población sin contemplaciones y fueron muchos los muertos a tiros en aquel tiempo. Todos innecesarios, evitables, producto de la chulería de los responsables del orden público. Así, los recién legalizados partidos políticos estaban dispuestos a tragar y tragaron ruedas de molino. Querían alcanzar como fuera el estatus institucional de partidos reconocidos oficialmente que exigía la nueva España plural y que en el año 1977 todavía parecía un sueño. El personal no terminaba de creerse que aquello fuera a durar. Los comunistas no se sentían legales del todo y el pueblo tenía dudas acerca de que los militares aceptaran con normalidad a Carrillo, la Pasionaria y demás legión de descamisados.

La guerra todavía estaba muy presente y quedaban en activo muchos militares de aquella época que se preguntaban para qué los habían echado a tiros y fusilado sin contemplaciones si luego los tendrían que ver sentados tan panchos en el Congreso, y hablando, opinando y ¡legislando! ¿Para qué servía ganar una guerra? Franco no lo hubiera consentido y sentían que le estaban traicionando cuando su cuerpo, como quien dice, todavía estaba caliente.

Para escenificar un acto de buena voluntad por todas las partes se firmaron los «Pactos de la Moncloa», que tenían una doble vertiente económica y política, y también suponían un acuerdo tácito de todas las partes en el sentido de que una mesa redonda de todos, vencedores y vencidos, hablando de forma civilizada, era posible, aunque suponía pasar página, así, sin más, a nuestra historia reciente: «Aquí no ha pasado nada y ahora nos vamos a tomar unas cañas».

Unos querían afianzarse y que su carrera política fuera por fin eso, un carrera; y los otros, tener constancia de que no habría movimientos de venganza, examen del pasado. Al no existir una ruptura, sino un período de transición, en lugar de ser considerados delincuentes, los que habían abolido los derechos fundamentales de los ciudadanos durante cuarenta años pasaban a constituir la parte generosa del proceso, la que cedía. A fin de cuentas, estaban entregando un poder que les había pertenecido en exclusiva durante cuarenta años. En vez de pedir perdón, se veían con el derecho a exigir, a tutelar, a tener la última palabra.

Suárez tranquilizaba como podía a aquellos desconfiados miembros de lo que se llamaba «el búnker». Les debió de decir: «Fijaos qué bien me tratan a mí». Pero, claro, Adolfo Suárez reunía unas características de adaptación, camuflaje y diplomacia que no todo el mundo poseía. Los encuentros necesarios con los poderes fácticos debieron de ser una risa. Todos poniendo su mejor sonrisa, cara de circunstancias y ganas de hablar de cualquier cosa menos de lo que había que hablar. Unos así, como diciendo: «Que no somos malos, que queremos una España nueva a imagen y semejanza de los países europeos»; y los otros pensando: «Más os vale no meter la gamba, que tenemos a los militares en los cuarteles como la niña de El exorcista cuando le da el chungo». Estaban fritos por arrancar los tanques y salir a dar una vuelta.

Estos pactos, por un lado, cedían en lo político en cuanto a la libertad de asociación, manifestación, abolición de censura y unas cuantas normas más sin las cuales la democracia no era creíble, y a cambio legitimaban a la «vieja guardia» en el nuevo sistema. Había que inventar una fórmula donde nadie quedara excluido, ni siquiera aquellos que no creían en la libertad ni querían democracia alguna. La culminación de este proceso vino de la mano de la amnistía de octubre de 1977.

El primer gobierno surgido de las urnas desde 1936 fue el encargado de llevar adelante una propuesta del PNV para elaborar una ley de amnistía aplicable «a todos los delitos de intencionalidad política, sea cual fuere su naturaleza, cometidos con anterioridad al 15 de junio de 1977». En realidad se trataba de sacar de la cárcel a los presos de ETA, y de rondón se colaron los de otros grupos terroristas como los GRAPO. Digo que se hizo con esa intención porque varias medidas de gracia y otras leyes habían puesto en la calle a la mayoría de los presos políticos. La intención pretendía ser la de acabar con el terrorismo con esta manifestación de buena voluntad. Nada más lejos de la realidad. Fue interpretada por la otra parte como un signo de debilidad. A los pocos días de salir a la calle, los terroristas se pusieron a matar y más que nunca. En el año 1978 mataron a 64 personas; en el 79, a 84; y ya en el 80, a 93. Se batía el récord un año tras otro.

La contrapartida a esta amnistía de presos de ETA fue renunciar a cualquier tipo de investigación sobre lo ocurrido durante la posguerra y posterior dictadura de cuarenta años. En la redacción de la ley de amnistía ya quedaba reflejado que afectaría también a «los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta ley». Y más adelante, para que quedara claro: «A los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas». O sea, a todos los que pudieran haber cometido delitos de cualquier índole durante la dictadura. Como anunciaban algunos diarios, «La guerra ha terminado».

Claro está que, tanto los «Pactos de la Moncloa», como la amnistía de octubre de 1977 fueron decisiones políticas tomadas por políticos elegidos democráticamente, en las que los ciudadanos no tuvieron arte ni parte. No les quedaba más remedio que aceptar el hecho de que la justicia no perseguiría a estas personas, pero algunos de los beneficiados por esta amnistía se lo tomaron como una obligación de la ciudadanía de olvidar todo lo ocurrido, como si el hecho de no tener repercusión penal fuera equivalente a negar la existencia de los hechos. Así, muchos políticos sacaron pecho reivindicando su condición de demócratas, aunque se hubieran pasado la vida difamando y desprestigiando ese sistema y, en muchos casos, además, persiguiendo y encerrando a los que lo defendían. En aquellos tiempos se acuñó, y se usaba con mucha frecuencia entre políticos de la derecha durante los debates parlamentarios, la expresión «a mí nadie me da clases de democracia», obviedad solemne puesto que solían gritarlo personas que cantaba a la legua que, como ya se ha dicho, ni las recibían ni las habían recibido nunca (y vista la inquina con la que se han alineado en fechas recientes contra la asignatura de «Educación para la ciudadanía», no están dispuestos a que las reciba nadie tampoco ahora). Se empeñaban en hacer creer a todo el mundo que eran tan demócratas como cualquiera de los que se sentaba en el hemiciclo y a los que habían encerrado por serlo. Reivindicaban el derecho a ser demócratas como si se tratara de pertenecer a un club.

Una vez adquirida la condición de demócrata por decreto ley, se permitían el lujo, como siguen haciendo a día de hoy sus herederos, de llamar totalitarios a los demás. No sólo se hicieron integristas del sufragio universal, sino que esta conversión llevó aparejada una aversión hacia el totalitarismo que tantas alegrías y dividendos les había proporcionado. Les gustaba hablar de totalitarismo y dictadura para referirse, exclusivamente, a los regímenes del otro lado del Telón de Acero. Las dictaduras de Latinoamérica, por ser «de los suyos», no les producían ninguna urticaria, sino que, más bien, les hacían asomar la patita por debajo de la túnica de demócratas, al negarse a condenarlas dejando escapar de vez en cuando un detalle verbal de simpatía nostálgica. Solían justificarlas como mal menor que evitaba el caos, el desastre, la barbarie y, cómo no, como necesarias para la recuperación económica de la zona. Siempre la productividad como fin que justifica cualquier medio.

Pues eso, que nadie les dio clases de democracia y ese déficit que arrastraban por el ambiente y la educación donde se criaron lo íbamos a pagar los demás cuando llegaran situaciones límite como esta crisis que nos han traído de no se sabe dónde, o mejor dicho, sí se sabe. Ahora, cuando salen a la luz maniobras y estrategias que van encaminadas, exclusivamente, al lucro personal sacrificando el bien común, es cuando se delatan las formas de aquellos que entienden el poder no como una vocación de servicio, sino como una arma de sometimiento, y las fuerzas del orden como un elemento de provocación a su servicio. Es ahora, cuando se ven frente a las joyas de la corona con la llave de la caja grande, cuando se les ve el plumero, y cual yonqui frente a alijo de heroína recién incautado, se abalanzan sobre los bienes del Estado repartiéndose el patrimonio colectivo sin el menor recato. Como los niños que dicen «lo que está en la calle no es de nadie», trincan lo público para deshacer un patrimonio cuya sola idea les produce un sarpullido. Es ahora cuando resulta evidente que nadie «les da ni les dio clases de democracia». ¡Con la falta que les hacía! ¡Con la falta que les hace! ¡Con lo bien que nos hubiera venido!