DE DÓNDE VENIMOS

Un exhaustivo repaso a nuestra historia en veinte segundos

El concepto de raza no ha cuajado mucho entre los españoles. Antes, en la escuela, decían que había cinco: blanca, negra, amarilla, cobriza y aceitunada. Las tres primeras estaban bastante claras, la cobriza nos contaron que era la de los indios de América, a los que estábamos acostumbrados a ver en las películas, y la aceitunada, la de los aborígenes[73] de Oceanía, que no sabíamos dónde estaba. Tenían su justa correspondencia en las huchas que se usaban para recaudar dinero destinado a las «misiones» a través de una organización que se llama Domund. A los chicos de los años sesenta que se ofrecían voluntarios les daban una hucha de cerámica para que se echaran a pedir por las calles. Estas huchas reproducían la cabeza y algunos abalorios de las distintas razas, menos de la blanca, que no necesitaba, por lo visto, de la colaboración de sus semejantes.

Los misioneros eran ese día los protagonistas y todo el mundo ensalzaba su labor y su capacidad de entrega al dedicar su vida a ayudar a los más pobres, a riesgo de acabar en una caldera gigante sirviendo de plato principal en una ceremonia orgiástica del Mau-Mau, a mayor gloria de un orondo jefe de tribu amante de la gastronomía eclesiástica. Además de pobres, aquellos negros eran crueles e ingratos.

Esas eran las razas, claras, bien diferenciadas, y llevaban asociados los diferentes tipos de pobreza que asolaban al mundo con un denominador común: el hambre. Nosotros estábamos muy orgullosos de pertenecer a la superior, la que no necesitaba hucha para salir adelante.

Los próceres del régimen[74] hacían referencia constante a nuestra raza, no a la blanca, sino a la española. Es difícil entender de dónde sacaron que éramos una raza aparte teniendo en cuenta la cantidad de invasiones que sufrió la Península: por aquí pasó todo cristo, somos el producto de una mezcla infinita. Aunque ellos parecían estar muy orgullosos de esta distinción, lo de «raza española» siempre ha sonado más a ganado que a hidalgos de alta estirpe. Sin duda, como estábamos aislados del resto del mundo, esta peculiaridad racial justificaba la falta de comprensión del resto del planeta hacia el único gobierno que estaba haciendo las cosas «como dios manda»[75]. Inventaron una fecha conmemorativa, el 12 de octubre, donde se festejaba el «Día de la Raza». Fue un invento hispanoamericano para reivindicar la llegada de Colón, que dio origen a un mundo nuevo al margen de la barbarie asilvestrada que poblaba aquellas tierras. Más tarde se cambió por «Día de la Hispanidad» porque la cuestión racial comenzaba a ser políticamente incorrecta.

Durante mi infancia, en Madrid, sólo había españoles. A mi barrio llegaron algunos cubanos que salieron unos años después de la Revolución de Castro, pero, por lo demás, para ver un negro había que ir al cine. La cosa de las razas estaba bien definida, aquí no había mestizaje alguno, ni posibilidad. De hecho, en plena censura franquista, que en lo erótico alcanzaba unos niveles de patetismo inimaginables, las negras de las tribus del África tenebrosa podían salir en tetas porque ni siquiera eran consideradas humanas. Así de lejos nos quedaban aquellas gentes. Aunque la raza aceitunada nos resultaba un tanto extraña, sobre todo porque el verde era un color que se asignaba tradicionalmente a los marcianos, a los niños nos costaba imaginar qué distinguía la raza española de la blanca y, en cualquier caso, estábamos convencidos de que en esa diferencia saldríamos perdiendo. Blancos eran los americanos, los ingleses, los rubios del norte en general. ¿Acaso no éramos como ellos?

Nosotros no pintábamos mucho, la verdad, en eso que se llama el concierto internacional. El «extranjero» era un mundo remoto del que se sabía poco o nada. España vivía por y para sí, ajena a los movimientos culturales y a los tremendos cambios sociales que se producían «fuera», que es como se llamaba al resto del planeta.

La historia de España, tal y como nos la contaban en el colegio, estaba plagada de héroes, hazañas y conquistas, e insistía mucho en que una vez fuimos los más poderosos del mundo y «en nuestro imperio no se ponía el sol». Metáfora que explicaban muy bien los profesores a requerimiento de los chiquillos. Salíamos convencidos de nuestra grandeza y de que los extranjeros nos tenían envidia porque «como en España no se vivía en ningún sitio». Con los años, el adolescente añadía otra causa a la envidia: los españoles éramos fogosos en el amor y las extranjeras fantaseaban con nosotros. Hasta cierto punto era verdad, pero no se debía a la especial potencia sexual con la que el creador de todas las cosas había dotado al macho ibérico, sino al hambre atrasada que producía la represión de este país, que en ese sentido se parecía más a la jaula de los monos del Retiro que a una nación civilizada. Los españoles abordaban el sexo como el agua los exploradores que, perdidos en el desierto, llegan reptando hasta una charca.

Cuando empezaron a venir turistas extranjeros a nuestras costas, allá por los años sesenta, se enfrentaron, más que se encontraron, a un ejército de millones de «salidos» que perdían la cabeza cuando veían un biquini o una minifalda. Era frecuente ver a una chica perseguida por varios hombres que caminaban detrás de ella propinándole piropos[76]. Aquellos herederos del imperio donde no se ponía el sol habían perdido la dignidad y nuestro nacionalcatolicismo no había sido capaz de rescatarles de las garras de los más bajos instintos.

En el colegio, en mis tiempos, hablo de principios de los sesenta, el siglo XX no existía. Apenas ocupaba unas páginas en el libro de historia o en el de literatura. Para evitar agravios comparativos entre los artistas y literatos que vivían aquí y los que habían escapado de la masacre, no se estudiaba a ningún autor contemporáneo, y listo. Cervantes y el Siglo de Oro eran los protagonistas y ahí se recreaba el profesor. Con la historia pasaba lo mismo, para evitar preguntas absurdas o situaciones inconvenientes, no se hablaba de la guerra civil ni de la segunda guerra mundial. En los tebeos de guerra[77], siempre de la segunda guerra mundial, los alemanes solían ser los buenos. Para que no se interpretara como apología del nazismo, los japoneses siempre eran malos, a pesar de ser aliados de Hitler, y el sargento «Gorila» de las tropas americanas daba caña a los «malditos perros amarillos». Así, se disimulaba un poco el «filonazismo», al tiempo que se inculcaba a los niños un poco de racismo, que tampoco venía mal.

Para compensar el déficit de exaltación de la gloriosa cruzada nacional que se perdía al sortear el siglo XX, incluyeron una asignatura absurda, todos los años del bachillerato, que se llamaba FEN (Formación del Espíritu Nacional). Digo absurda porque no había materia para tantos años, los profesores eran falangistas que con esta excusa se sacaban una paga y la norma era el aprobado general. No había materia para llenar los libros de texto porque Franco, según él mismo afirmaba, odiaba la política, por lo que era muy difícil elaborar discursos y programas políticos que justificaran la existencia del régimen. Todo era una retórica pomposa de exaltación del pasado y de frentes levantadas, que atisbaban un horizonte de luz por el que vendrían los estandartes que en su día dieron gloria al imperio. Imperio que había que empezar a recuperar por Gibraltar. Durante toda mi infancia y adolescencia estuvimos en guerra con la «pérfida Albión»[78], que es como se llamaba al Reino Unido, aunque fue una guerra diplomática, de intenciones. «Gibraltar español» era la única consigna política que le estaba permitido gritar en la calle a un español. También se podían dar vivas a Franco[79], pero eso se reservaba para actos multitudinarios.

Aislados, en un páramo donde no había ni actividad artística, ni literaria, ni intelectual, ni política, ni sexual, ni mística, se criaron los que nacieron en las décadas posteriores a la guerra, en manos de líderes que ensalzaban la patria mientras se lo llevaban muerto a la sombra de un régimen que premiaba su fidelidad, lo que ellos llamaban «adhesión», permitiéndoles choricear a diestro y siniestro. Algunos cachorros de estos amantes de la patria, que era suya por definición, educados en el rancio espíritu del nacionalcatolicismo, mantuvieron vivo aquel espíritu que animó a sus ancestros, «por la patria al patrimonio», espíritu que parece marcado a fuego en los genes de esta hornada de «nuevos españoles de verdad» que, a juzgar por el moreno que lucen tanto en invierno como en verano, diríase que en su España, de nuevo, no se pone el sol. Herederos por derecho de la patria y de todo lo que contiene, reaccionan con indignación y perplejidad cuando se les dice que el dinero público no se toca. Se juntan en grupo, con todas las cabezas de la cúpula del partido erguidas, muchas inmersas en procesos judiciales, para que el líder de turno haga esa manifestación que tanto gustaba proclamar en su día al mismísimo Caudillo: «Vienen a por nosotros».

Lo dicho, lo llevan en la sangre. Constantemente replican que pierden dinero con su dedicación a la política, justificando así sus retribuciones extraordinarias en forma de sobresueldos[80], que la ley prohíbe. Es algo que no les entra en la cabeza, dedicarse a la política y no forrarse. En su ideario está, precisamente, lo contrario. Lo vieron en casa desde niños. Ya se sabe que «de padres barriles, hijos botijos».

Los que nos criamos en aquellos años de la dictadura que algunos de los actuales gobernantes recuerdan con nostalgia, cuando tuvimos edad para descubrir que nos estaban engañando y que los extranjeros no eran idiotas ni bárbaros, sino que vivían mucho mejor que nosotros, nos caímos de un guindo: España, que fue dueña de aquel vasto imperio, era en realidad el culo del mundo. La constante presencia de policías en calles y plazas era exclusiva de nuestro paisaje, fuera de nuestras fronteras las ciudades no estaban permanentemente tomadas por las fuerzas del orden. Incluso se debatía si era una leyenda urbana que la policía de Londres no llevara pistola, una realidad incomprensible en nuestro mundo de policías con ametralladoras.

También descubrimos que hubo un período no tan lejano donde las cosas habían sido muy diferentes. Aquella República, de la que se hablaba en voz baja, no resultó ser un infierno donde se quemaban iglesias y conventos, donde los ladrones y criminales campaban a sus anchas porque el caos y la anarquía se habían adueñado de las calles. En aquel tiempo pasaron muchas otras cosas, y personas de orden y mucho prestigio tuvieron su espacio, tanto conservadores como liberales y revolucionarios, y, además, los políticos que mandaban salían de elecciones que se convocaban periódicamente. Es decir, no fue una tiranía sino una democracia, uno de los pocos episodios de nuestra historia donde el pueblo gozó de libertad. Había una contradicción total entre las dos versiones —la que se descubría en textos publicados en el extranjero y la oficial del franquismo—, que resumía este período como un pistolerismo generalizado que asesinaba empresarios, ciudadanos pacíficos y sacerdotes, sin ton ni son, para poder justificar la, supuestamente, implorada y deseada llegada de un grupo de héroes militares que rescató a la población indefensa y acobardada de las garras del terror. «Salvadores de la patria» que abolieron, una vez más, ese breve episodio de libertad para el que el español, tal y como nos contaban, no estaba preparado. Por lo visto, estamos programados genéticamente para convertir la libertad en libertinaje. Otra vez: «¡Vivan las caenas!».

Tarde o temprano, el ciudadano honrado que se crio en la dictadura caía en la cuenta de que había estado viviendo en una permanente mentira impuesta a golpes de porra y celda. Eso, aunque muchos se nieguen todavía a condenarlo, está muy feo. Tendrán razones de peso para seguir evitando que las generaciones venideras se enteren de lo impresentables, vergonzosos y crueles que fueron aquellos cuarenta años, pero no nos las van a contar; lejos de eso se dedican a reescribir la historia gastando dinero público[81], entre otras cosas, en una enciclopedia de la Real Academia de Historia donde encargan la biografía de Franco al presidente de la Hermandad del Valle de los Caídos, que ya ha ensalzado su figura en un libro anterior; o como hace la Comunidad de Madrid, también con dinero público, creando cursos de capacitación para aleccionar a profesores y catedráticos de historia sobre cómo deben explicar la imperiosa necesidad de aquel golpe de Estado. Pretenden convertir en puntos de vista o interpretaciones de historiadores lo que no son más que burdas patrañas, negando hechos y falsificando datos.

En cualquier caso, y al margen de la guerra civil, a la que siempre se agarran para embarullarlo todo porque en ella se cometieron muchos asesinatos en ambos bandos, los que son absolutamente injustificables son los crímenes cometidos después, y los juicios sumarísimos en los que señores togados condenaban a muerte a ciudadanos cuyo único delito había sido permanecer fieles a la legalidad vigente. También es injustificable que una rebelión militar al margen del orden establecido, que toma el poder, supuestamente, para poner orden en una situación de caos, dé paso a una dictadura totalitaria que abolió la libertad, la democracia y el Estado de derecho durante cuarenta años. Para dejar constancia del pelaje de estas autoridades, este es un párrafo extraído del sumario que se abrió contra Manuel Azaña[82] y que, en la crueldad que caracterizaba al régimen, se siguió instruyendo aun después de muerto en el exilio. Su furia no se calmaba con la muerte, era un sadismo enfermizo. De él decía su acusador: «Su actuación, funestísima y demoledora para España, vertiendo en las multitudes el germen de desolación y anarquía, que dieron por fruto las abominaciones de sangre, robo y destrucción que todos lamentamos, creó tal estado social de crímenes que Dios, en su infinita misericordia, inspiró a nuestro ínclito Caudillo la misión de salvar a España». Hay que recordar que Azaña era un hombre conservador amante de la ley y el orden.

El Partido Popular, en solitario, votó en contra de la anulación de estos sumarios. Es posible que dios, en su infinita misericordia, inspirara a estos diputados del «centro» y demócratas también ese día, como hacía con el Caudillo.

La Segunda República, una oportunidad traicionada

La tradición de sumisión secular que nos ha llevado siempre a ser un pueblo oprimido, que corre a ponerse en manos del verdugo, está perfectamente escenificada por esa masa eufórica que se echó a la calle en un apoteósico recibimiento a Fernando VII desenganchando los caballos para que unos privilegiados voluntarios tiraran de la carroza al grito de «¡Vivan las caenas!» y «¡Muera la libertad!». Bellas consignas que siempre nos han arrastrado al desastre. Lo que venía a traer este rey, conocido como «El Deseado», no era otra cosa que el Absolutismo. Ese régimen se basa en que el poder del rey viene directamente de dios y no está sujeto a ningún control institucional, ni de ninguna otra clase, pudiendo ordenar, legislar, etc., según su real gana y nunca mejor dicho. Es decir, que el pueblo español, liberado del yugo de los franceses, corrió a ponerse voluntariamente a los pies de los caballos. Difícil de entender, pero es que la masa conservadora de este país siempre ha sido muy bruta. Lo primero a lo que parece estar dispuesta a renunciar es a esa entelequia llamada libertad.

Al poco tiempo de reinar Fernando VII, en contra de lo prometido, comenzó la represión. Persiguió a los liberales, a los que habían tenido cargos con los franceses, a los llamados afrancesados, que no eran sino simpatizantes de la Revolución francesa, abolió la libertad de prensa, cerró las universidades. En fin, lo que hace esta gente en cuanto la dejan y, por supuesto, bajo la bendición y tutela de la Iglesia, que en España nunca ha tenido una función liberadora, sino represora.

Cómo no, los mismos que le habían aupado y vitoreado por las calles comenzaron a refunfuñar, pero estaban dispuestos a morir antes que apoyar los intentos de los liberales por convertir España en un país civilizado y moderno. Tal vez fue entonces, en el momento en que vencimos a los franceses y dimos la espalda a Europa, cuando perdimos el tren del desarrollo y la modernidad, quedando a expensas de la barbarie de la que siempre ha hecho gala la oligarquía de nuestro país.

A muchos les sorprenderá esta oposición entre conservadores y liberales, porque ahora los conservadores, agrupados todos en el Partido Popular, se hacen llamar liberales[83] en ese afán que tienen por el camuflaje, así como por apropiarse de los términos y las consignas de los rivales. Ya hablaremos de esa estrategia perversa más adelante. Para entendernos, diremos que los liberales de entonces (1813) eran lo que ahora se llamarían «progres».

Contamos esta historia del siglo XIX porque es el paradigma de una actitud que nos caracteriza: ponernos en manos del que nos va a rematar cuando tenemos la soga al cuello. Parece una manía endémica que forma parte de nuestra idiosincrasia.

Cuando ahora se oyen las opiniones de los responsables de la CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales), que representan a lo que se conoce tradicionalmente como la patronal, y que suele tener a sus cabezas visibles entre el procesamiento y la presunción de delincuencia (siempre por trincar pasta), cuando se les oye, decía, expresar sus deseos en torno al futuro que sueñan para los ciudadanos, consistente en menos vacaciones, despido libre, bajar los sueldos, eliminación de los convenios laborales, abolición del salario mínimo interprofesional y jornada laboral sin horario, cobra todo el sentido ese dicho popular que afirma: «Eres más tonto que un obrero de derechas».

Esta derecha nuestra es cerril, inculta, intransigente y cruel. El desprecio que verbalizan hacia la ciudadanía sin el menor rubor enlaza con la España que retrata Delibes en Los santos inocentes. Recientemente hemos asistido a una representación de esa España en la persona del director de relaciones laborales de la CEOE, señor Cavada, en declaraciones en las que hablaba del exceso que supone un permiso de cuatro días cuando fallece un familiar y hay que desplazarse. Alega este señor que es un tiempo excesivo porque en España «ya no se viaja en diligencia». Según él esta norma viene de la época de Franco, que era, y cito textualmente, «excesivamente proteccionista con los trabajadores». En efecto, si por algo recuerdan los trabajadores a Franco es porque siempre estuvo de su lado. Les quería tanto que era para ellos como una madre. Por eso a veces los apaleaba y encerraba en cárceles, por su bien, para evitar las malas compañías. «Quien mucho te quiere te hará llorar». Estas cosas se dicen en 2013, no son declaraciones sacadas de la hemeroteca de la época gloriosa donde todo funcionaba como un reloj perfecto. Para estos altos cargos de la patronal, Franco era muy complaciente con los obreros. Al parecer, en aras de la productividad y creación de empleo, les auguran un futuro peor que aquel. Y les siguen votando. Una cosa es poner la otra mejilla cuando te atizan porque no tienes más remedio, y otra muy distinta lamer, por voluntad propia, la mano que te arrea.

Sorprendentemente, en ese pasado nuestro de desgracia, pobreza, incultura, opresión, atraso, injusticia y así hasta llenar varias páginas de términos negativos, ocurrió un episodio que sorprendió a propios y extraños.

En el año 1931 se proclamó la Segunda República Española y los españoles se inventaron un mundo nuevo. Un mundo que proclamaba la antítesis de lo que se había vivido durante siglos. En su proclamación participaron prácticamente la totalidad de las mentes pensantes de la época, no sólo políticas, sino también filosóficas, intelectuales, las personas de respeto que se diría entonces.

Aparte de lo que ocurría en la superficie, en legítimo uso de la libertad se fraguaron movimientos populares que pretendían una transformación profunda de la sociedad. No fue un invento propio sino derivado de las distintas corrientes sociales y los postulados revolucionarios que, tal y como relataba Marx en la primera página del Manifiesto Comunista, recorrían Europa como fantasmas sembrando el terror del poder establecido. En España tuvo características especiales como consecuencia del aislamiento en el que vivía la gente y del abandono, por parte del Estado, en el que se encontraban las masas de campesinos, aquellas hordas analfabetas de jornaleros en alpargatas, que trabajaban por algo más que lo comido y arrastraban tras de sí su famélica prole.

Este olvido desde el desprecio provocó, a diferencia de otros países de nuestro entorno, el caldo de cultivo necesario para el desarrollo en la sombra de un gigantesco movimiento anarquista. La pobreza extrema en la que vivían muchos españoles hasta bien entrado el siglo XX les hizo tomar conciencia de que el Estado nunca haría nada por sacarles del subdesarrollo. Más bien al contrario, cualquier movimiento de protesta o exigencia de derechos elementales era sofocado con contundencia, con una represión excesiva para que sirviera de castigo ejemplar. Este estado de cosas llevó a plantear el debate en el Congreso de la República en términos de «justicia social o Guardia Civil». Ganó la segunda.

La Segunda República Española surgió cual erupción de un volcán. Cuando los republicanos y los socialistas obtuvieron una mayoría absoluta y la victoria se confirmó en los municipios de toda España, el rey Alfonso XIII optó por salir de naja y el día 14 de abril de 1931 se proclamó en la Puerta del Sol de Madrid la Segunda República Española.

De repente, ese país en la esquina de Europa, olvidado por todos y separado de Occidente por unas escarpadas montañas que impedían la filtración del progreso, se levantó y sentó las bases de la modernidad. Poetas, músicos, intelectuales, científicos, actores, cineastas, dramaturgos, obreros, campesinos, todos se unieron para participar de esta euforia colectiva y rescatar a España del pozo en el que la tiranía, el latifundismo y la intransigencia de los poderosos y la Iglesia la habían sumido.

Los poderes fácticos, rápidamente, pusieron el grito en el cielo al ver cómo sus privilegios históricos podían desvanecerse de la noche a la mañana por el crecimiento de las tendencias revolucionarias de distintos signos. Especial alarma creó la sospecha de la elaboración de una reforma agraria que acabaría con el sistema de latifundios que condenaba a la miseria al campesinado español.

La oligarquía española, que no había sentido la necesidad de crear un partido que fulminara los movimientos revolucionarios, tal y como hizo la italiana con los fascistas de Mussolini, o la alemana con ese monstruo llamado Hitler, nuestra clase dirigente, decía, se puso manos a la obra para potenciar un elemento de discordia, un agente desestabilizador.

El invento se llamó Falange Española y, como los anteriores, pretendía ser un movimiento anticapitalista de derechas, a pesar de estar financiado y amparado por aquellos a los que, presuntamente, pretendía derrocar. Usurpaba las consignas y ofrecía algunas propuestas parecidas a las de los movimientos revolucionarios, pero con el incuestionable poder de convicción que proporcionaba el uso de la violencia, el pistolerismo y la implantación del terror. Escogieron a José Antonio Primo de Rivera para que liderara el partido.

En el año 1933 se da el mitin fundacional en el teatro de la Comedia de Madrid[84], donde se unen a la Falange Española de José Antonio las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) de Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo, al que ya hemos citado antes y que proclamaba la violencia como método para acceder al poder. El mismo José Antonio legitima esa vía en su discurso: «No hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria». Más claro agua.

La implosión de Falange Española en el escenario político de la Segunda República fue espectacular. A pesar de ser un partido absolutamente marginal, ya que tan sólo consiguió un diputado por Cádiz en toda su historia electoral, tuvo mucha relevancia mediática y social porque ejercían la provocación desde la arrogancia del señorito, y llevando las pistolas y las porras a la calle. Los falangistas se erigieron como brazo armado de la derecha española y, aunque fueron rechazados con sus propias armas (tuvieron setenta bajas durante sus acciones), consiguieron el propósito de sembrar de nuevo el pistolerismo en la lucha política. Provocaron una escalada de atentados por el principio de acción y reacción, que culminó en el asesinato de José Castillo, teniente de la Guardia de Asalto, hombre muy reconocido en las filas socialistas. La venganza no se hizo esperar. Al día siguiente, en la madrugada del 13 de julio, un grupo de compañeros de José Castillo asesinó a José Calvo Sotelo, que había sido ministro con Primo de Rivera y, a la sazón, diputado y líder de Renovación Española. En la manifestación posterior al entierro murieron a tiros otras cinco personas, víctimas de la represión de la Guardia de Asalto.

La suerte estaba echada, estas muertes terminaron de convencer de su participación en el golpe de Estado a algunos militares dudosos, entre otros a Francisco Franco, que parecían imprescindibles de cara al éxito del levantamiento. Tan sólo dos días antes del asesinato de Calvo Sotelo, el mismo Franco había enviado un mensaje al general Mola para comunicarle que no se sumaba a la insurrección. José Antonio Primo de Rivera, prevenido del alzamiento, el día 16 de julio apremió a los militares a levantarse en armas advirtiendo que si no lo hacían, ellos iniciarían por su cuenta un levantamiento en Alicante con sus grupos militarizados. No hubo lugar a más, el 17 de julio, previendo que se iban a tomar medidas contra los militares de Canarias para evitar la llegada a la Península del ejército de Marruecos, Franco inició la insurrección. Desde Canarias envió telegramas a los principales centros militares de la Península. Su presencia en el golpe de Estado sirvió de acicate a muchos militares indecisos. Así comienza aquel golpe de Estado que al fracasar por la resistencia heroica del pueblo español, que se echó a la calle y lo frenó, desembocó en una guerra civil cuyas consecuencias estamos pagando todavía.

Antecedentes de violencia

La efectividad de la violencia como método para destruir la convivencia ya se había testado a principios de siglo a través de lo que se llamó «el pistolerismo». Este fue un movimiento de toma y daca que se produjo a partir de 1917 en Barcelona cuando los patronos decidieron terminar con una serie de huelgas revolucionarias que comandaban, sobre todo, los anarquistas agrupados en lo que sería la CNT (Confederación Nacional del Trabajo). Este sindicato, que no iba de broma y tenía claros sus objetivos de transformación profunda de la sociedad, contaba con un gran respaldo popular. Su fuerza era incontestable. Aquellos patronos, impotentes ante la avalancha popular, decidieron contratar matones que iban asesinando obreros, líderes sindicales, abogados, políticos y lo que hiciera falta para terminar con el movimiento. Los anarquistas no se quedaron de brazos cruzados y reaccionaron con la creación de grupos armados que contrarrestaban estos crímenes.

El general Martínez Anido fue nombrado gobernador militar de Cataluña y promovía el terrorismo desde su cargo siguiendo una doble vía. Por un lado llenó Barcelona de sicarios que mataban a las órdenes de la patronal, y por otro promulgó la llamada «ley de fugas», según la cual se podía disparar al detenido que intentaba huir, y que se convirtió, de hecho, en una licencia para matar sin dar explicaciones. En sólo seis años fueron asesinados más de cien obreros, doscientos sindicalistas y un gran número de abogados y políticos. ¿Cómo se solucionó este caos?: dando, en el año 1923, un golpe de Estado que encabezó el general Primo de Rivera, el padre de José Antonio que nombró, precisamente, a Martínez Anido ministro de la Gobernación en pago a los servicios prestados. La dictadura de Primo de Rivera duró hasta 1930, poco antes de la proclamación de la Segunda República.

Estos fueron los antecedentes de aquel segundo golpe de Estado, el de Mola, Sanjurjo y Franco, que sufrió España en la primera mitad del siglo XX. Parece que la secuencia es clara y se repite en ambos casos con absoluta precisión: libertad, pistolerismo, desestabilización, golpe de Estado. En el segundo caso, para más inri, fue el hijo del general Primo de Rivera el que ejerció de catalizador.

La estrategia funcionó como un reloj: Falange Española tuvo una nula presencia parlamentaria, pues en las últimas elecciones, las del 1936, ya no consiguió diputado alguno, pero se encargó de llevar la violencia y las pistolas a las calles y justificar con la sangre derramada el fin de la democracia y la imposición de un régimen totalitario que, una vez más, nos sumió en la regresión y evitó que cogiéramos el tren del progreso y la libertad.

Eso sí, durante la guerra civil (1936-1939) y después de ella se erigieron en justicieros, se encargaron de ir por el frente, las ciudades y los pueblos limpiando España de rojos afectos a la República y la legalidad vigente. En esta labor de limpieza se asesinaba a personas de toda índole: alcaldes, maestros, líderes sindicales, jefes de agrupaciones políticas, militantes de los diferentes partidos, intelectuales, etc. También republicanos de derechas, gente burguesa de orden y, como hemos comentado antes, hasta curas que no fueran de la cuerda, es decir, todo aquel que no se apuntara al golpe al grito de ¡arriba España!

Enseguida enviaron señales de que iban a convertir el enfrentamiento en una carnicería. Para acelerar la implantación del terror, apenas un mes después del levantamiento asesinaron a Federico García Lorca, ciudadano ejemplar, poeta y dramaturgo que gozaba de una enorme popularidad y un gran prestigio internacional. El aviso era evidente: si eran capaces de cometer un crimen tan execrable, ordenado por la autoridad militar[85], ya nadie estaría seguro en su casa. Y así fue, la crueldad llegó a alcanzar cotas inimaginables y la sangre regó nuestra geografía por todas partes. Todos los intentos de la República por alcanzar una solución negociada y terminar con aquella sangría fueron infructuosos, la respuesta por parte de los militares rebeldes fue siempre la misma: «Rendición incondicional». Nadie en su sano juicio podía entregar aquel pueblo a esos personajes tan sanguinarios sin condiciones, las consecuencias podrían ser terribles, como luego se demostró.

Mucho se ha hablado de la barbarie de la guerra y, como siempre, hay dos bandos, dos opiniones, dos formas de entender las cosas, dos Españas. Sin embargo, un pequeño matiz diferencia a unos de otros. Desde el lado de la legalidad vigente, la República Española, se prohibían el crimen, el saqueo y la violación; se castigaban con pena de muerte. Lo cual no quiere decir que no se cometieran desmanes, robos y crímenes, pero la autoridad los prohibía y perseguía. Las fuerzas rebeldes capitaneadas por Franco se centraban en el orden y la disciplina de sus tropas, pero alentaban al saqueo, al exterminio del enemigo e incluso a la violación, acción que justificaban. Reproduzco un párrafo de una de las intervenciones radiofónicas del general Queipo de Llano animando a las tropas a violar a las mujeres españolas. Es difícil creer que estas personas gobernaran el país de la mano de la Iglesia durante cuarenta años y que el gobierno del Partido Popular todavía niegue que estas cosas ocurrieran en lugar de condenarlas. Esta es la alocución del general: «Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad y de paso también a sus mujeres. Esto está totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen». Ese era el espíritu. ¡Arriba España!

La Virgen de la Macarena salía en Semana Santa luciendo el fajín de ese general, lo que provocó cierta polémica y acabaron quitándoselo hace un par de años; eso sí, por su «avanzado estado de deterioro». Digo yo que ahora que se ha quedado libre y ya no lo luce la madre de dios, estos liberales de «centro» que salieron en tromba defendiendo el uso de tan místico ornamento, dada la condición de capitana de la Virgen, podrían reciclarlo colocándolo en el logotipo de su querida «marca España».

Resulta paradójico que el fajín de un hombre que incitaba a la violación de mujeres lo acabara portando la representación de alguien cuya principal característica es la de ser virgen.

El triunfo del fascismo

Corramos un tupido velo sobre la guerra civil española, de la que se han escrito, se escriben y se escribirán libros y más libros, porque es un período apasionante, pero del que, opiniones y ensayos históricos aparte, todavía, casi ochenta años después, no puede hablarse, debatirse, ni legislarse sin «reabrir las heridas», que es como llaman estos liberales de ahora a cualquier intento por restablecer el honor de personas inocentes asesinadas por las tropas golpistas y que siguen figurando en los juzgados y archivos como criminales. Dejando de lado la guerra civil, decíamos, vamos a entrar en la dictadura, un infierno de cuarenta años para los amantes de la libertad, y para otros un período «de extraordinaria placidez», tal y como lo definió Jaime Mayor Oreja, que formó parte de la terna que Aznar tenía apuntada en su cuadernito y de la que salió el actual presidente del gobierno de España. Otra vez la «marca España».

Franco tuvo suerte si revisamos lo que ocurrió en aquellos años convulsos. Como decíamos, se apuntó al golpe a última hora. Sanjurjo, que estaba destinado a presidir lo que saliera de aquel intento, ya dijo de él en 1933, estando en la cárcel: «Franquito es un cuquito que va a lo suyito», porque no se sumó al primer intento de derrocar la democracia en agosto de 1932. En 1936 se ratificó: «Franco nunca hará nada porque es un cuco». También Mola manifestó su desprecio cuando Franco le envió un mensaje unos días antes para decirle que no se apuntaba al levantamiento: «Con Franquito o sin Franquito». Incluso José Antonio primo de Rivera andaba cabreado con él por su indeterminación. Como se hacía tanto de rogar e iba de lo que ahora se llamaría un «general estrella», se referían a él como «Miss Islas Canarias 1936». Pues bien, Miss Canarias se acabaría haciendo con el cotarro tras las desgracias que se sucedieron de forma concatenada.

Fusilados los generales Fanjul y Goded tras los fracasos de sus respectivos levantamientos en Madrid y Barcelona, y tras la muerte en accidente de aviación del general Sanjurjo, que, procedente de Portugal, venía a encabezar lo que se suponía una entrada inmediata en Madrid y a presidir el gobierno resultante[86], en 1936 sólo quedaba Mola de los primigenios conspiradores. Tampoco podía disputarle el liderazgo José Antonio, porque estaba preso en Alicante y fue fusilado el 20 de noviembre de ese mismo año. Así, después de morir el general Mola en junio de 1937, también en accidente aéreo, Franco se encontró, sin comerlo ni beberlo, de jefe supremo y único de una conspiración en la que entró a última hora y de rebote. La cosa le salió tan redonda y fueron tantas las casualidades que durante mucho tiempo circularon teorías conspiratorias sobre su fulgurante ascenso al poder.

Especulaciones aparte, la cuestión es que España es el único país donde triunfó el fascismo y se quedó durante cuarenta años. Tuvimos esa suerte. Si eso no es la marca España, nos marcó mucho y, desde luego, es un hecho distintivo.

¿Cómo fue esa experiencia?

Si de algo no se puede acusar a Franco es de faltar a su palabra cuando amenaza.

Ya en la Legión Española, durante la guerra de África, era conocido por su frialdad y su indiferencia al dolor ajeno. Tal vez intentaba compensar, dando muestras públicas de una excesiva crueldad, las precarias cualidades físicas que aportaban su escasa estatura y su voz atiplada, lo opuesto a la imagen que se supone a un mando aterrador. Más bien al contrario, le conferían un aspecto algo ridículo que le hizo víctima de numerosas novatadas y abusos durante su paso por la Academia Militar.

Se han escrito muchas biografías sobre el personaje, también una psicológica del psiquiatra Enrique González Duro, en la que relata su infancia como difícil, con un padre vividor, bastante golfo, que hizo sufrir mucho a su madre, a la que la criatura adoraba, creciendo algo tocado del ala. Más tarde, por sus acciones, delataría un perfil psicópata sin el menor sentimiento de culpa. Se le retrata como un ser mediocre y mentiroso que llega a creer sus propias mentiras. No dejó una obra relevante en la que pudieran basarse sus defensores a la hora de venderlo como el superhombre que cuentan que fue. Él mismo orquestó un culto a su personalidad absolutamente ridículo, que le mostraba como un elegido, un ser enviado por dios para salvar a España y, a través de ella, a la humanidad. El mismísimo Pinochet llegó a decir de él que era su dios. Llegó a ser la más alta autoridad en lo político, pero también en lo eclesiástico, ya que Franco elegía los obispos de una terna que le presentaban, una gracia que le concedió el Vaticano. Otra vez la «marca España». En la apoteosis del delirio, este hombre, que era un gran ignorante, fue proclamado «primer periodista de España». Sus hagiógrafos, pelotas impenitentes, le consideraban también «la primera pluma de España». Con la vocecita que gastaba, hoy en día ese dudoso título tendría una connotación muy diferente que habría hecho rodar más de una cabeza.

Durante la guerra de África, a sus tropas les permitía cometer todo tipo de atrocidades sobre los pueblos que tomaban y consentía la ejecución y mutilación de los prisioneros. Estos años contribuyeron a deshumanizar al que sería el Caudillo de todos los españoles. Tanto él como sus compañeros sentían orgullo de las atrocidades que cometían sus hombres. El propio dictador Primo de Rivera quedó horrorizado durante una visita a Marruecos en 1926, cuando se percató de que algunos miembros de las tropas que esperaban en formación para pasar revista portaban en sus bayonetas cabezas de moros ensartadas.

A su paso por las fuerzas de Regulares y La Legión, un oficial mayor que él y poco sospechoso de ser aprensivo, como era Queipo de Llano[87], quedó impresionado de la brutalidad con la que Franco reprimía a sus tropas por delitos menores. A los desertores se les fusilaba sin contemplaciones. Millán Astray, fundador de la Legión y entonces su superior, fue consultado por Franco con respecto al uso de la pena de muerte, y aquel le contestó que la aplicara en el uso estricto que marcaba el código de justicia militar. Sin embargo, a los pocos días un soldado arrojó la comida a un superior y Franco le mandó fusilar y después hizo que la tropa desfilara delante de su cadáver. Estas prácticas explican la indiferencia y soltura con la que empleó el terror durante la guerra civil años más tarde.

Las tropas coloniales africanas fueron testadas en Asturias a instancias de Franco cuando fue elegido por el presidente del gobierno de la República, Alejandro Lerroux, para sofocar la revolución que se produjo allí en octubre de 1934 con motivo de una convocatoria de huelga de los sindicatos de izquierdas, a raíz de la entrada en el gobierno de miembros de la CEDA que no eran republicanos y, además, se regían por los postulados y las maneras neofascistas que proclamaba su líder José María Gil-Robles. Aprovechando esta convocatoria de huelga, en Asturias se tomaron los cuarteles de la Guardia Civil y se instauró una comuna. El gobierno, tratando de evitar que ese movimiento se extendiera por toda España, decidió reprimir con dureza a los obreros. Como Gil-Robles no se fiaba del jefe del Alto Estado Mayor, presionó a Lerroux y este cedió la organización de la represión a los generales Goded y Franco (que ya se había encargado de sofocar la huelga de Asturias de 1917). Recomendaron que la acción la llevaran a cabo la Legión y las tropas de Regulares[88], fuerzas mercenarias que ahorrarían, además, el desgaste político que supondría la muerte de soldados jóvenes españoles. El gobierno conservador aprobó la propuesta y el resultado fue una masacre.

La zona quedó aislada, se instauró la censura en la prensa, y hasta que, una vez sofocada la rebelión, no entraron allí inspectores parlamentarios, nada se supo de los métodos que se utilizaron contra los obreros huelguistas. La barbarie que se había empleado en África en la guerra de Marruecos se trasladó a la Península y demostró ser de una eficacia espectacular. De nuevo se reprodujeron los asesinatos, amputaciones y violaciones que eran norma en la colonia africana, así como imágenes dantescas que nada tienen que ver con la reinstauración del orden. A algunos soldados les gustaba ensartar orejas en un alambre y colgárselas al cuello a modo de collar. Miembros del ejército español se opusieron y frenaron esas prácticas. Aquel recuerdo pesó mucho en la memoria de estos pueblos cuando dos años más tarde los militares golpistas se lanzaron contra el gobierno encabezados por el mismo general que ordenó entrar en Asturias a cuchillo.

Franco sacó sus conclusiones y el empeño que manifestó en pasar las tropas por el Estrecho de Gibraltar en julio de 1936 no fue un capricho. Sabía del poder mortífero que desarrollaban esas tropas indígenas formadas por auténticos salvajes, y conocía el efecto terrorífico y desmoralizador que causaban aquellos crímenes execrables. Toda su vida, en actos oficiales y desfiles, se hizo acompañar de su famosa guardia mora, probablemente para evitar el olvido y que no quedara la menor duda de que no se arrepentía de nada.

Este y no otro era el personaje que exigía «rendición incondicional» para detener la guerra. Acostumbrado a aniquilar al que se le ponía enfrente, cuando el ejército de la República fue derrotado, dejó manos libres para que los vencedores se tomaran la justicia por su mano. Así lo hicieron desde el primer momento. Ya el 30 de marzo de 1939, un día antes de terminar la guerra, se creó el campo de concentración de Los Almendros, en Alicante, donde recluyeron a los últimos miembros de las tropas republicanas, así como a hombres, mujeres y niños que esperaban en el puerto a ser evacuados en barcos que nunca llegaron. Allí se presentaban los falangistas para, como en un supermercado, solos o acompañados por personajes locales con ansias de venganza, seleccionar a presos a los que subían en camionetas y desaparecían para siempre.

Tras este triste inicio, que se desarrolló de forma parecida en distintos puntos de nuestra geografía, empezó el período conocido en la historia como «el franquismo», porque no hubo más gobernante que él, ni otra voluntad que la del Generalísimo. En agosto de 1939 se promulga una ley que le atribuye la capacidad de dictar normas «sin ningún tipo de condicionante». O sea, lo que le saliera de… el huevo[89].

Fueron cuarenta años de un régimen totalitario, como él mismo lo definió en principio, para más tarde llamarlo «democracia orgánica», un engendro que no reconoce la participación popular por el sufragio universal, sino por las relaciones en las entidades sociales «naturales», como son la familia, el municipio y el sindicato, rechazando, explícitamente, los principios liberales[90], el parlamentarismo y los partidos políticos.

En los años de la guerra, hubo un éxodo masivo de intelectuales, músicos, escritores, actores, cineastas, dramaturgos, poetas, catedráticos, científicos… Todo aquel que hubiera tenido conexión con el gobierno de la República o hubiera manifestado su simpatía hacia él corría el riesgo de ser denunciado por rojo y su vida pasaba a depender del azar.

Al tiempo que alguien era ajusticiado, se le desposeía de sus propiedades, por lo que es fácil entender cómo se utilizaron las denuncias y los fusilamientos para acceder al patrimonio ajeno por la vía del crimen.

Desde luego hay razones para que algunos políticos se opongan al desarrollo de la Ley de Memoria Histórica, ya que saldrían al descubierto usurpaciones de todo tipo, fincas, negocios, pisos que los vencedores incautaron a sus legítimos propietarios y de cuya vergonzosa apropiación no están dispuestos a responder. Por no hablar de los 30 000 niños que desaparecieron o fueron arrancados de los brazos de sus madres.

No es mi intención dar a entender que sólo se cometieron fechorías en un bando, pero los muertos de los vencedores han tenido reparación histórica y moral, ninguno ha pasado a la historia como un criminal, ni siquiera los que lo fueron, llegando incluso a tener dedicadas calles, plazas y todo tipo de recuerdos. No hay en España un solo pueblo que no tenga una placa en una de las paredes de la iglesia en memoria de los «Caídos por Dios y por España», que incluye los nombres de todos los de ese bando que murieron en el conflicto, bien asesinados o en el frente luchando. Del bando de los vencidos todavía tenemos miles de sentencias de inocentes que permanecen como criminales, así como cunetas llenas de fosas comunes. Los demócratas de centro no quieren reparar esta impresentable injusticia histórica. Se niegan, incluso, a que los familiares les den sepultura según sus ritos y creencias. Parece que la guerra, ochenta años después, para algunos no ha terminado. Lo que ocurrió aún les parece poco. Otra vez la «marca España».

España, sobre todo tras la derrota de Hitler, del que éramos aliados y defensores a ultranza, quedó aislada del resto del mundo. Sin libertad, sin artistas, sin atisbo de vida intelectual, todo se redujo a folclore, pan, vino, fútbol y toros. Una atroz censura nos impedía conectarnos con lo que pasaba en el resto del mundo. Así vivimos durante cuarenta años. Ni siquiera los cantantes de rock podían actuar aquí hasta el final de la dictadura. El primer concierto de un grupo extranjero importante que recuerdo en Madrid fue en el año 1973, y se trataba de King Crimson. Algún grupo como los Beatles o los Kinks se había colado, pero fueron casos puntuales. Todavía en el año 80, cinco años después de la muerte de Franco, se prohibió el concierto de Bob Marley por «posibles alteraciones del orden público». Alteraciones que nunca vi en un concierto de rock[91]. La gente seguía teniendo mucho respeto por los «maderos», o la «pasma», que es como se llamaba entonces a la policía, y los métodos que usaban seguían siendo expeditivos, por lo que el personal y, sobre todo, si tenía una pinta sospechosa, andaba más tieso que una vela. Cabría recordar que, puestos a hablar de alteraciones del orden, siempre se producen en los grandes partidos de fútbol sin que nadie se plantee su prohibición.

La dictadura duró hasta que murió Franco y algo más, sostenida por unas feroces fuerzas del orden. La única lucha organizada que contaba con un respaldo popular que tener en cuenta la llevaba, sobre todo, el Partido Comunista, en sintonía con su sindicato de clase Comisiones Obreras. Existía infinidad de otros partidos y movimientos clandestinos, anarquistas, maoístas, trotskistas, socialistas, cada uno de ellos con varias fracciones y escisiones, así como partidos independentistas de todas y cada una de las regiones. No había una posibilidad real de cambiar las cosas porque el desequilibrio era desmesurado a favor de las fuerzas del orden y, además, la gran mayoría silenciosa era «de lo que había», todavía estaba aterrorizada ante la posibilidad de una nueva guerra. Estos grupúsculos de resistencia, todos marxistas, cumplían la clara función de anunciar que sin Franco el franquismo no sobreviviría o, al menos, no lo haría eternamente. Como cantaba Lluís Llach en su canción L’estaca, «si estiramos todos caerá, y mucho tiempo no puede durar, seguro que cae, bien podrida debe de estar ya. Si tú la estiras por aquí, y yo la estiro por allá, seguro que cae y nos podremos liberar». Pues esa era la cosa, unos tiraban por un lado y otros por otro, y la sensación era de que, aunque todo parecía «atado y bien atado», como dijo Franco cuando nombró sucesor al rey, la situación se les escapaba de las manos.

Cuando se atisbaba el final de la dictadura, la impaciencia revolvía la calle y la ansiedad carcomía al personal mientras los ministros de Franco se empleaban en tomar medidas de todo tipo para retrasar hasta lo extenuante el fin del régimen. Solían salpicar con algún muerto por «tiros al aire» o fusilamientos[92] aquellos últimos años de la dictadura, para dejar constancia de que se irían matando y de que no estaban dispuestos ni a bajar la guardia, ni a dejar de hacer ostentación del desprecio que sentían por aquel pueblo oprimido. Mientras, los grupúsculos políticos seguían luchando en la clandestinidad, y a pesar de que alguno contaba con apenas algo más de mil militantes en toda España, creían que una revolución como la de los bolcheviques en Rusia estaba al caer.

La detención por presunta pertenencia a uno de estos grupos o la posesión de propaganda ilegal implicaba torturas, cárcel y «antecedentes penales», lo que significaba la apertura de un expediente académico que impedía continuar los estudios superiores, así como trabajar de funcionario o sacarse el pasaporte. Un desastre. Algunos pagaron su lucha por la libertad con algo más, con la propia vida.

Finalmente, tras años y años de represión, llevada a cabo con precisión y fidelidad por los distintos gobiernos que se fueron relevando entre falangistas, tecnócratas «adictos» y miembros del Opus Dei, se llegó al ocaso del dictador y de la dictadura, años en los que destacaba por su constante presencia mediática y por su vehemencia un político llamado Manuel Fraga Iribarne, que, en su irreductible voluntad de servicio a España, no sólo fue protagonista de la vida política durante el fascismo, sino también durante la Transición y la democracia, un caso único en el mundo. De nuevo, la «marca España». Cuando murió el dictador ocupó el honroso cargo de ministro de la Gobernación, lo que ahora se llamaría de Interior, el encargado de la policía y la represión. Estuvo a la altura, se encargó de que todo siguiera como antes, a pesar de que, a todas luces, aquello ya no tenía el menor sentido. Pero el hombre hizo lo que pudo por perpetuar los privilegios de los suyos. Desde luego, si aquí llegó la democracia no se le puede hacer responsable, pero sí de los crímenes políticos que se cometieron durante este período que llaman «Transición», porque con la gallardía que le caracterizaba salía en público asumiendo toda la responsabilidad de las acciones de sus hombres. Ahí se detenía toda investigación, y como ocurrió en los sucesos de Vitoria en el año 1976, donde la policía ametralló a ciudadanos indefensos matando a cinco personas e hiriendo a más de cien, los crímenes quedaban impunes. En aquellos tiempos acuñó la desgraciada frase de «la calle es mía», que constituye en sí toda una declaración de principios. Y lo peor es que era verdad. Pues nada, para mí, siguiendo sus instrucciones, continúa siendo responsable de aquella barbarie. Antes, entre los años 1962 y 1969, había sido ministro de Información y Turismo, el encargado de la censura hablando en plata, y protagonista del célebre baño en Palomares, Almería.

La bomba de Palomares: marca España cañí

Nos detendremos un poco en este incidente de Palomares, que es lo que los americanos llaman un broken arrow (flecha rota), y que consiste en la pérdida o destrucción de armas nucleares, porque con este suceso se podría haber hecho una comedia al estilo Berlanga, si no fuera porque lleva asociada una carga dramática importante.

Resulta que Franco, para garantizar la perpetuidad de su especie, llegó a un trato con Estados Unidos, antiguo enemigo en la segunda guerra mundial, pero como él anticomunista irredento, lo que permitía que los propagandistas y exportadores de la democracia y su principal enemigo y detractor, Franco, se entendieran perfectamente. Pues eso, que el Generalísimo, para anclarse en el poder, llegó a un pacto que permitía al ejército americano construir bases militares en España en las que podían hacer lo que les diera la gana sin dar explicaciones a nadie. En realidad, esto último no estaba incluido en el pacto, pero es como funcionaba la cosa y una buena muestra de ello es esta historia de Palomares. A cambio, dejarían en paz a Franco y le darían trato de jefe de Estado normal, con todos los honores.

El 17 de enero de 1966, un bombardero que regresaba de una misión en la frontera turco-soviética cargadito de bombas nucleares chocó con otro avión de los suyos durante una maniobra de aprovisionamiento de combustible. Ambos cayeron, con bombas incluidas, a tierra. Bueno, una de las bombas, eran cuatro, cayó al mar y fue encontrada con la cooperación necesaria de un pescador llamado Francisco, que andaba faenando por la zona y que, lógicamente, pasó a llamarse «Paco el de la bomba». Gracias a un dispositivo secreto que llevaban estos artefactos, no explotaron las bombas propiamente dichas, pero sí los mecanismos de explosión convencionales que contenían, una especie de detonadores, lo que, sumado al golpe contra el suelo, provocó que se hicieran pedazos, esparciendo, con la ayuda del viento, su contenido radiactivo por doquier. Aquí empieza el tema de la «marca España».

Inmediatamente se dio orden de prohibir cualquier información que se aproximara a la realidad. La ocultación completa de los hechos resultó imposible porque el mundo entero ya había situado a Palomares en el mapa. Aunque la cuestión se minimizó, como los españoles leían la prensa con un traductor mental simultáneo que les permitía encontrar un subtexto que se aproximaba más a la realidad que las noticias que se publicaban, se hicieron una idea de lo que podía haber ocurrido, pero en ningún caso fueron conscientes de la gravedad del suceso ni de lo cerca que había estado Palomares de convertirse en la nueva Hiroshima.

Desde el primer momento, se pusieron a limpiar la zona españoles y americanos en comandita. Se llevaron toneladas de tierra contaminada hasta cementerios nucleares de Estados Unidos. Los americanos encargados de la limpieza llevaban trajes de protección, los españoles no: limpiaron a pelo. Si tenemos en cuenta que todavía esa zona es la más contaminada con plutonio de todo el planeta, habría que saber qué niveles daba cuando todavía estaba calentita. La duquesa de Medina-Sidonia encabezó una manifestación en defensa de los agricultores para reclamar indemnizaciones y fue a parar a la prisión. Salió a los ocho meses, al beneficiarse de una amnistía.

En medio de aquel fregado que desencadenó un debate internacional sobre las armas y la energía nuclear, excepto en España, donde seguía sin pasar nada, don Manuel Fraga Iribarne, a la sazón ministro de Información y Turismo, decidió darse un baño en las aguas de aquel pueblo, intentando demostrar que la zona estaba limpia de cualquier contaminación radiactiva y que era falso lo que denunciaba la conspiración judeomasónica en ese sentido. Lo único que demostró es que era más tonto de lo previsto. Nada podían sus acciones voluntaristas de propaganda contra los datos de las mediciones que indicaban que lo mejor era salir de allí pitando.

En un alarde científico sin precedentes, los propagandistas sacaban, por ejemplo, a dos pescadores a los que preguntaban si se comían las gambas que pescaban. Al responder afirmativamente, el sagaz periodista concluía que quedaba demostrado lo inocuo de las aguas. Me gustaría saber la suerte que corrieron aquellos pobres hombres. Todavía a día de hoy los datos señalan que el índice de contaminación en aquella zona supera en veinte veces el máximo para una vida saludable.

Además, como decíamos, la prensa española, totalmente controlada por el gobierno, no era fiable en absoluto, por lo que, en primer lugar, nadie creyó que se bañaran en la costa donde cayó la bomba, aunque al parecer así fue, y, por otra parte, los españoles estaban acostumbrados, como decíamos, a leer entre líneas y aquellas imágenes lejos de tranquilizar al personal dispararon las alarmas y dieron a entender que la situación era mucho más grave de lo que se pensaba.

En el baño acompañaban a Fraga, además del embajador de Estados Unidos en España, el presidente y el director de la agencia EFE, Carlos Sentís y Carlos Mendo, respectivamente, con lo que, en otra prueba de inteligencia, el señor ministro ratificaba, por si no estuviera claro, que la agencia de información estaba al servicio de la propaganda del régimen. Se cargó las dos caras del mismo ministerio, información y turismo, de un plumazo.

Eso sí, se convirtió en el pionero de los posados de verano en bañador que tanta gloria dieron años más tarde a Ana García Obregón. En el caso de don Manuel, además, con un toque de estilismo añadido. El bañador que calzaba, un Meyba modelo mesa camilla, quedó inmortalizado como el paradigma del anticlímax. Se llamó desde entonces «modelo Fraga».

Si tenemos en cuenta que comenzó a trabajar para el régimen de Franco a principios de los años cincuenta, podemos afirmar que dedicó los mejores años de su vida, cuando su inteligencia y energía alcanzaban todo su esplendor, a que en este país nunca hubiera ni democracia ni libertad.

Más tarde fundó un partido llamado Alianza Popular (AP), que luego se convirtió en Partido Popular (PP), partido del que ha sido presidente fundador honorífico hasta su muerte. ¿Vamos entendiendo de dónde venimos?

Una Transición tutelada

Es sábado por la mañana. Pongo la radio. En una emisora entrevistan a un historiador que acaba de publicar un libro sobre la guerra civil española. El autor explica con todo lujo de detalles el comienzo de la guerra en el año 1934. El presentador no le corrige, abunda en su teoría.

La guerra empezó el 18 de julio de 1936. Tanto uno como otro obvian, entre otras cosas, las elecciones generales celebradas ese mismo año, que hubieran sido imposibles en pleno estado de guerra, en las que el Frente Popular obtuvo la mayoría absoluta, que, coartadas aparte, fue la causa del golpe que perpetraron Mola, Sanjurjo y Franco seis meses más tarde. Ya en 1932, cuando también perdió las elecciones la derecha, hubo otro intento de acabar con la democracia que encabezó el general Sanjurjo, pero la sublevación militar fracasó. Parece que existe una relación directa entre perder las elecciones y dar un golpe de Estado. Nuestro ejército disponía de un resorte en el culo que se activaba en cuanto se publicaban los resultados: si palmaba la derecha, se disparaba el muelle y se levantaba en armas. Unas veces salía bien y otras no. El «18 de Julio» de 1936[93] les salió bien, por eso durante medio siglo hemos celebrado el día del «Alzamiento», que, además de ser festivo, tenía un significado muy especial para todos los españoles porque en esa fecha se daba una paga extra. Primero dejó de ser festivo, luego eliminaron la paga «extraordinaria», y ahora, estos fachas contemporáneos que se dedican a la historia-ficción de la mano de nuestros amigos de «centro», borran también de ese día el «golpe de Estado». Pobre 18 de Julio, ¡qué bajo has caído! Si Franco levantara la cabeza y viera que le relegan a un segundo plano, que quieren convertirle en un militar que se limitó a cumplir con su obligación, un militar honesto, obviando la misión divina que le fue encomendada por el Altísimo de salvar a la civilización de las garras del comunismo, emprendiendo la santa cruzada contra la democracia, la conspiración judeomasónica y el contubernio sodomita intelectual; si Franco pudiera ver que son precisamente los suyos los que están llevando a cabo esta labor atenuadora de su gesta que diera gloria a los más grandes caudillos y estrategas de la historia de la humanidad; si descubriera que son «los suyos» los que quieren borrarle de «la gran página de la Historia», quedaría tan desorientado que no sabría exactamente a quién fusilar. Y eso es algo en lo que el Caudillo era infalible, nunca le tembló la mano. La izquierda sí, por culpa del Parkinson, pero jamás aquella con la que firmaba las penas de muerte.

Es probable que también se sorprendiera de que muchos medios de comunicación estén en manos de personal que se sitúa a su derecha ideológicamente y que continúan con el mismo sistema de manipulación y propaganda de sus buenos tiempos.

¿Cómo se llega a esto de llamar al pan «lobanillo» y al vino «zarajo»?

El método es sencillo, consiste en tener claro el objetivo: dar la espalda a la verdad, ignorar los hechos. Lo inventaron los nazis con aquel gran jefe de propaganda llamado Goebbels, que tenía como misión el control de la radio, la prensa, la literatura…, ¿les suena? Operaba con una técnica sintetizada en diecinueve principios con los que se conseguía hacer que los súbditos vieran negro aquello que era blanco. Algunos afirman que no era tan listo, que la imagen que tenemos de él también es fruto de su propaganda y, por tanto, de dudosa credibilidad. Eso aclararía por qué una persona que presumía de inteligencia fue capaz de matar con la colaboración de su mujer y con total frialdad a sus cinco hijos. En fin, detalles familiares aparte, a él se le atribuye la célebre frase «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad».

Algo parecido ha ocurrido con la farsa de que la guerra empezó en 1934. La primera vez que la escuché me pareció una extravagancia de un facha trasnochado que no decía más que incoherencias. Ahora ya es la fecha oficial para nuestros alegres muchachos de centro y la versión que, al parecer, quiere doña Esperanza que se enseñe en los centros educativos en la Comunidad de Madrid, a juzgar por los cursos de capacitación para profesores y catedráticos que dicha Comunidad organizó con fondos públicos, en los que se abundaba en esta tesis y que llevaron por título: «Cuestiones sobre la España de 1931 a 1939», con la inapreciable colaboración de Pío Moa, autor de frases tan ejemplarizantes como «Franco es el político de mayor envergadura de los dos últimos siglos» (pobre Aznar, creía que era él, y pobre Franco, que odiaba a los políticos).

Aunque este cambio en la fecha del inicio del conflicto armado, que pasa de empezar en 1936 a hacerlo en 1934, pueda parecer intrascendente, no lo es. Se trata de una estrategia perversa, ya que Franco no sería el traidor que incumplió su juramento de fidelidad a la República ordenando fusilar a sus compañeros. Tampoco sería el responsable del mayor derramamiento de sangre de nuestra historia en su afán por usurpar el poder hasta el día de su muerte, aboliendo la democracia y la libertad con la colaboración imprescindible de su aliado Adolf Hitler.

En esta nueva versión, Franco se encuentra en su puesto en 1934 y no hace sino repeler un ataque que comienzan los rojos en Asturias con la pretensión de conquistar el resto de España, como hiciera don Pelayo doce siglos antes, pero con la intención contraria: acabar con la cristianización, el orden y la convivencia, convirtiendo España en un solar regado de sangre, donde sólo reinarían el caos, el crimen y el ateísmo homosexual.

Esta versión, que le presenta como freno de la barbarie en defensa de la paz, le transforma en un militar fiel a su juramento de respeto a la legalidad vigente. Ya no sería un militar traidor, sino, oficialmente, un héroe al servicio de la patria que sólo pretende evitar un derramamiento de sangre. Vamos, un filántropo. De nuevo se pasea al personaje bajo palio cual santo salvador, como en los buenos tiempos.

Estos nuevos historiadores que vienen a dar la versión última de la guerra, para borrar definitivamente los crímenes, robos y demás fechorías cometidas por los vencedores, de la dictadura posterior no suelen hablar. Ese capítulo todavía no lo han reescrito, pero no me cabe duda de que con el tiempo aquella tiranía se convertirá en el mayor período de democracia y libertad de los dos últimos siglos. Sólo hace falta que el sucesor de Esperanza Aguirre, la que quiere regenerar la democracia, continúe la labor revisionista de la historia que ella ha comenzado con tan buen tino, y culmine su obra falsaria organizando un nuevo curso que podría titularse: «Corriendo descalzos por los jardines en flor: España 1936-1975». Personal cualificado para defender tamaña falacia no le va a faltar.

Ahora se debate mucho sobre si la verdad existe o es imposible llegar a ella porque todo pensamiento está filtrado por distintas creencias, ideologías y otros condicionantes. Recuerdo que estuve en un encuentro de periodistas consagrados que dirigían diferentes medios, a los que habían citado para hacerles una foto y hablaban de lo difícil que resulta encontrar «la verdad» si uno lee por las mañanas las portadas de los distintos diarios. Llegaron a la conclusión de que toda información es subjetiva y no existe la verdad absoluta. Introduje un pequeño matiz en la conversación: «Ayudaría bastante no mentir», dije. Por supuesto mi intervención causó un breve silencio y no interesó a nadie. Continuaron hablando de sus cosas.

Nos intentan confundir haciéndonos creer que estar equivocado y mentir son la misma cosa. Uno puede transmitir un error, una información falsa, para más tarde descubrir el fallo, disculparse y punto. Otra cosa muy distinta es fabricar noticias, tergiversar situaciones, falsear datos y decir o publicar cosas a sabiendas de que no son ciertas.

Reproduzco una noticia de TVE que se da, precisamente, mientras escribo este capítulo. Hablando de ETA, dice la voz en off pretendiendo manipular de forma sutil, así como colándola de tapadillo, aunque el resultado es burdo: «Hace ya más de tres años que ETA no comete ningún acto violento, aunque permanecen grabados en nuestra memoria atentados como el de Hipercor o el del 11-M». Vuelven a repetir las falsedades que vertieron tras aquel brutal atentado de los trenes, tanto el presidente Aznar como su ministro Acebes, con el miserable fin de ganar unas elecciones utilizando de arma de campaña la sangre de las víctimas y el dolor de todos los ciudadanos. Elevando estas mentiras a la categoría de verdad, la TVE del Partido Popular vuelve a meter el dedo en la herida para restregarnos la certeza de que, lejos de arrepentirse de aquello, seguirán dando la espalda a la responsabilidad y el mínimo sentido de la honestidad que requiere la información de un medio público.

Si vergonzosa es la información, sólo puede calificarse de desprecio a los ciudadanos esa especie de aclaración de lo ocurrido por parte de la directora, Diana Arias, que se disculpa «por la ambigüedad de esta frase desafortunada». No hay ambigüedad alguna, se trata de una afirmación sobre un tema que ya huele, que da asco. Y continúa la señora: «No ha habido intención alguna de atribuir el atentado a ETA». En efecto, no hay intención, se atribuye sin más, y por lo que dice luego, que «no quiere sembrar duda sobre la autoría oficialmente reconocida en la sentencia», concluimos que la atribuye a sabiendas de que no es cierto. Podría caber la excusa de que fue un fallo de la locutora, pero es que las palabras van acompañadas de imágenes que previamente se han seleccionado y editado, es decir, que se han tomado su tiempo y su laboratorio para fabricar la mentira. Así de sencillo y vergonzoso. Las disculpas serían más fáciles de aceptar si en ese acto se dijera la verdad, o al menos se intentara.

En fin, TVE ha pasado en sólo dos años de obtener todo tipo de premios, incluido el de «Mejor informativo del mundo». (TV News Award) de Media Tenor, por encima de la BBC, la CNN y demás televisiones de gran prestigio, a recibir una amonestación del Consejo de Europa.

Por seguir abundando en que esto no son visiones ni accidentes, sino una forma sui generis de entender que en democracia, como en los «buenos tiempos», vale todo, voy a poner un ejemplo esperpéntico que también he visto hace poco. Con el fin de desacreditar los movimientos de ciudadanos que se han creado ante los desahucios de viviendas, en una cadena de televisión digital abrían un espacio informativo echando mano de un dato que afirmaba que los desahucios son en su gran mayoría de la quinta o sexta vivienda y que, prácticamente, no existen los de primera. Vamos, que en este país a nadie se le había puesto en la calle por no poder pagar la hipoteca. ¿De dónde salió el dato en el que se basaba la noticia? De la fábrica de datos de la propia redacción del informativo. Todo da lo mismo.

Recuerdo otra información que no puede ser considerada propaganda ni manipulación, sino simple estupidez. En una tertulia, también de la TDT, debatían sobre un supuesto plan oculto de Zapatero para hacer «el aborto obligatorio a todas las españolas». No explicaban el fin de tan extravagante y cruel medida, nada menos que la prohibición de la maternidad en España, pero es fácil concluir las consecuencias de su aplicación: desaparecerían los españoles. Estaríamos ante un proceso de ocaso por exterminio. De nuevo, el dato no se explica, ni se aclara, ni se contrasta, pero una vez puesto sobre la mesa da lugar a un debate jugoso.

Es evidente que no buscan convencer a nadie con esas sandeces, sino dejar constancia de que en los medios de comunicación se miente con impunidad. Advierten al ciudadano que no crea lo que ve, lee o escucha, con lo que la fuerza liberadora de la información, su valor como arma en defensa de la libertad y contra los abusos de los poderosos, queda menguada o neutralizada.

Por cosas como estas se consigue que en el barómetro[94] del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) el periodismo, profesión que en su día fue mítica, aparezca como la segunda peor valorada por los ciudadanos, sólo por encima de la de juez. La de juez es la última. Vaya percepción que tiene la peña de nuestro sistema.

Curiosamente, tanto la información como la justicia son dos pilares imprescindibles para cualquier sistema que se llame democrático. El hecho de que la ciudadanía considere que jueces y periodistas incumplen su cometido por encontrarse al servicio de intereses ajenos a los que se les encomiendan es muy preocupante. ¿Acaso es la impresión que se intenta transmitir? ¿Quiere corromperse el sistema desde dentro para que los ciudadanos le den la espalda y reclamen otras soluciones? Pues es la conclusión a la que uno llega cuando escucha a los portavoces del gobierno dar explicaciones, por ejemplo, acerca del cobro de sobresueldos ilegales o indemnizaciones desorbitadas pagadas a excompañeros de partido a los que tratan públicamente como a enemigos mientras les transfieren ingresos en la cuenta corriente. También se justificaban estos sueldos como gastos de representación, o dietas (que sólo se dan por hacer cosas o asistir a algún sitio). Al ser catorce pagas y tener el año doce meses, podríamos concluir que hay dos meses en los que el afortunado receptor de los sobres trabajó en el hiperespacio, un medio de cuatro dimensiones. Con estas explicaciones no nos tratan como a tontos, nos dicen: «Tú eres tonto», y esto crea cierto desconcierto y desapego hacia el sistema democrático, al que, por ser sus máximos representantes, degeneran y devalúan hasta provocar la náusea.

Derecha marca España

¿Pretende decir el autor que la derecha es mala? Aquí sí entramos en el terreno de lo subjetivo y la experiencia que yo he tenido a lo largo de mi edad provecta es nefasta. No me gusta la derecha porque va a lo suyo, el lucro personal por encima de quien sea, de lo que sea, y si como Saturno tiene que devorar a sus hijos, pues se los zampa, pero ya puestos a matizar, «nuestra derecha» debería aceptar con más deportividad las reglas de juego, como lo hace el Partido Popular Europeo en general. Se me ocurren un par de cosillas para recuperar el tono democrático. Una, que las «ruedas de prensa» vuelvan a ser tales que los periodistas puedan preguntar, que para eso les pagan y no para coger al dictado la propaganda del gobierno.

Obligación número 1 para parecer demócrata: respeto a los profesionales de la información.

También se me ocurre que ante una situación de emergencia nacional como la que vivimos en el año 2013, en la que aparecen en los medios de comunicación acusaciones gravísimas de ilegalidades cometidas por miembros del gobierno, incluido el propio presidente, este salga de forma inmediata y dé una explicación creíble y minuciosa. El silencio, el escaqueo, la salida por peteneras y, sobre todo, la mentira, incluso en el Parlamento, denotan una falta absoluta de sentido democrático. El presidente del gobierno tiene que abandonar esa actitud condescendiente y antidemocrática. Está obligado a comparecer ante los ciudadanos. Si no lo hace, debería abandonar su cargo para ponerse en manos de la justicia. Las comparecencias para justificar las acusaciones que sumen al pueblo en la desesperación ante la impotencia que genera un gobierno que pierde toda legitimidad al ser acusado constantemente de corrupto son obligatorias, una exigencia, no un ruego.

Obligación número 2 para parecer demócrata: ejercer de tal. Dejar de comportarse como un tirano del Medievo.

¿Pretende afirmar el autor que la derecha española difiere de otras que campean por Europa? No lo pretende, el autor lo afirma rotundamente. En Europa, el escaqueo institucional, el «ladran luego cabalgamos» (con las alforjas llenas, por cierto); el «siéntate en la puerta de casa a ver pasar el cadáver de tu enemigo»; el poner la mano en el fuego por el compañero cuando es presunto, que luego pasa a imputado y, finalmente, a convicto sin que la extremidad sufra la más mínima quemadura; este estado de cosas en Europa, decíamos, no se consiente. En absoluto. En Europa echan a políticos por mentir. Sí, sí, por mentir. ¿Cuántos años…?, perdón, ¿cuántos meses…?, perdón, ¿cuántos días…?, perdón, ¿cuántos segundos habrían durado algunos de nuestros actuales gobernantes si la mentira fuera incompatible con el cargo? Aquí todavía estamos debatiendo qué cantidad hay que sustraer a las arcas públicas para que se asuman responsabilidades y, por lo visto, la cifra tiende a infinito. Nuestra derecha es «marca España» y, aunque todas las derechas persiguen el mismo fin, sacar la mayor cantidad de pasta en el menor tiempo, en otros sitios se respetan las formas, y al ciudadano, que es el que paga la fiesta, le hacen creer que a él también se le respeta. Aquí, como vemos, ni nos dirigen la palabra, y cuando lo hacen es para cuestionar nuestra inteligencia o, mejor dicho, para restregarnos el diagnóstico al que llegaron hace mucho tiempo y que ya hemos descrito antes: «El ciudadano es idiota». Sólo así deben explicarse que les siga votando.

También es cierto que en Europa, a la que pertenecemos desde hace menos de treinta años y de la que todavía no somos socios de tribuna, de momento nos tienen en preferente con amenaza de desahucio, son mucho más severos en la aplicación de la ley. Nuestra justicia, también marca España, de la que hablaremos más adelante, es lenta y dista de ser igual para todos. Con buenos abogados, como los que gastan los poderosos, se dilatan los procesos hasta el infinito y los sótanos de los juzgados se cargan de pliegos, papeles, recursos y resoluciones que ahogan los procesos en un mar de celulosa del que la primera víctima es el esclarecimiento de los hechos, la verdad.

Sí, nuestra derecha es distinta a la de los demás países europeos, salvo, quizá, la de Italia. ¡Vaya, qué casualidad!, allí también triunfó el fascismo, aunque por mucho menos tiempo.

Venimos de donde venimos, y eso nos hace diferentes. Aquello, por más que nos empeñemos en mirar para otro lado, no está tan lejos. Caló muy hondo. La caspa se incrustó en los hombros de las chaquetas y son demasiados los que se niegan a cepillarla. Parecen sentir orgullo de exhibirla. Como dijo don Manuel Fraga en la clausura de un congreso de su partido: «No debemos olvidar de dónde venimos». El público, compuesto por lo más granado y florido de sus acólitos, puesto en pie, le ovacionó encendido, emocionado. Sus compañeros estaban con él. De allí venimos y así nos luce el pelo. ¡Cómo vamos a olvidarlo! La diferencia es que yo recuerdo aquella basura con pena, tristeza e impotencia. Ellos, a juzgar por el entusiasmo, con orgullo y nostalgia. No nos olvidamos, don Manuel, llevamos la «marca España» grabada a fuego en la rabadilla. Tampoco los chavales de las nuevas generaciones de su partido. Lucen la bandera de la «gallina[95]» con soltura y donaire y saludan con el brazo en alto con la misma gracia con la que lo hacían los obispos. Como dice la copla: «de los buenos manantiales salen los buenos ríos». Ya bajan la corriente haciendo rafting los nuevos demócratas de «centro».

Que todo cambie para que todo siga igual

Finalmente, y a pesar de la intercesión divina, Franco resultó ser mortal. En tanto que uno de los nuestros, pagó esa condición el día que su fecha de caducidad, 20 de noviembre de 1975, llegó.

Las intrigas palaciegas ya habían comenzado en el hospital durante la larga agonía del Caudillo, que fue prolongada todo lo que los adelantos técnicos permitieron porque los que ostentaban el poder no querían despertar de ese sueño imperial de abuso que mantuvo a España alejada del resto del mundo, como un satélite girando alrededor de Occidente. En general, el personal era muy bueno, dócil, conformista. Todo parecía bajo control… de las armas, pero control al fin.

Ahora se imponía un cambio de régimen. A pesar de que Franco en un discurso navideño anunciaba que dejaba todo «atado y bien atado», hubo un hecho que alarmó a los confiados y desestabilizó la cadena sucesoria que Franco tenía prevista: el atentado en el que perdió la vida Carrero Blanco en 1973.

Un régimen tan presidencialista como aquel, basado en el culto a la personalidad, característica común a todos los regímenes totalitarios, se tambaleó cuando la figura destinada a recoger el relevo desapareció de la noche a la mañana. Bueno, todo parecía tambalearse menos el dictador, que al enterarse de la noticia dijo una frase que todavía nadie entiende: «No hay mal que por bien no venga». Muchos historiadores se comen la cabeza intentando descifrar tan enigmático comentario. Desde luego no se curró mucho una frase para la historia y, en cualquier caso, es inoportuna donde las haya. Dando el pésame no era de gran consuelo el colega. Yo creo que, simplemente, estaba gagá y ni sentía ni padecía.

En el aire planeaban las dos opciones posibles: reforma o ruptura.

La «reforma» significaba que los que mandaban se quedaban en sus puestos dirigiendo la nave, dando pequeños pasos, intentando simular un acercamiento a la democracia. A cambio, se comprometían a sujetar a «la Bestia». Si la vieja guardia copaba los sillones de mando, el ejército, siempre vigilante, permanecería en los cuarteles. Ese era el chantaje, el pueblo continuaría de rehén.

La «ruptura», por el contrario, se escenificaría con la voladura de los puentes que nos unían con el franquismo y todos los responsables del antiguo régimen desaparecerían de la escena política.

Las clases medias tenían mucho miedo a una nueva intentona golpista. Todo el mundo daba por hecho que la dictadura y sus valedores no se disolverían voluntariamente. La libertad no era suficiente premio para el riesgo que corrían los ciudadanos, para lo mucho que se jugaban: la estabilidad. La paz, para aquellos que habían vivido una guerra tan salvaje, tan cruel; y para los que nacieron en la posguerra y se educaron en los mitos y las historias que se contaban de ella, era un activo tan valioso como la libertad que se sacrificaba en el camino. Se vivía bajo una amenaza permanente y real: los cuarteles estaban llenos de personal deseando salir a dar una vuelta. Además de la pérdida del poder, y con él todos los privilegios de los que disfrutaba esa clase dominante que tenía las armas de su lado, el ejército disponía de una razón para liarla que copaba los medios de comunicación: el terrorismo. ETA multiplicó el número de atentados a raíz de la amnistía de 1976[96]. El número de muertos se disparó, y valga la redundancia. En 1977 los muertos fueron 12; en 1978, 64; en 1979, 84; y se alcanzó el espeluznante récord de 93 muertos en 1980. Los cuarteles eran como una olla exprés, el ruido de los sables podía oírse desde las calles y la impresión general era que sólo estaban esperando el banderazo de salida para hacerse de nuevo con el poder. Más tarde se vio que aquello no era una simple paranoia.

La «ruptura» carecía de posibilidades reales y, sí o sí, nos metimos en la tortuosa senda reformista. Para liderar esta reforma política que nos llevaría hasta la democracia, el Rey nombró a Adolfo Suárez presidente de gobierno.

Haciendo gestos de cara a la galería, las reformas avanzaban a paso de tortuga hasta que un acontecimiento vino a ejercer de catalizador del cambio: el asesinato de los abogados de Atocha.

En la noche del 24 de enero de 1977, un año clave en la Transición de la dictadura a la democracia, un grupo de militantes de extrema derecha entró en un despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha buscando al responsable del sindicato de transporte de Comisiones Obreras. Al no encontrarlo, comenzaron a disparar de forma indiscriminada matando a cinco personas, tres abogados, un estudiante y un representante sindical. Este grupo de asesinos quería transmitir el mensaje de que nada se iba a mover sin su consentimiento, porque, al margen de la autoridad y en connivencia con ella, permanecían grupos que se impondrían por la violencia llevándose por delante a quien fuera, con lo que creían que sería la colaboración, como decíamos, de las fuerzas del orden. La policía les protegía y, en algunos casos, sus miembros formaban parte de ellos.

Esta vez cruzaron la línea roja. Estaban tan convencidos de la impunidad de que gozaban que no se molestaron en huir del país y a los pocos días fueron detenidos.

Se instaló la capilla ardiente en el Colegio de Abogados, gesto simbólico de una gran importancia, porque una institución de ese peso, por primera vez, se ponía del lado de las víctimas del otro bando. La prensa destacó aquella barbarie condenando sin paliativos los crímenes. El entierro fue multitudinario. Miles de personas llenaron las calles de Madrid despidiendo los féretros. Los ciudadanos, puño en alto, en silencio, manteniendo la calma, dieron un ejemplo de civismo en aquella España convulsa que desconcertó a una policía que se encontraba protegiendo una manifestación ilegal de rojos, de comunistas.

Aquel entierro marca un antes y un después en la Transición. La figura de Carrillo, que supo contener a las masas, y el PCE, que demostró una capacidad de organización y convocatoria muy importante, salieron muy beneficiados. A los pocos meses, en plena Semana Santa, se legalizó el PCE, dándose un paso gigantesco hacia delante, aunque no se sabía si sería irreversible.

Muchos vieron en aquella legalización el apocalipsis y, sobre todo, una gran traición. Hay que tener en cuenta que Adolfo Suárez, presidente que asumió la decisión, había sido sólo dos años antes ministro secretario general del Movimiento, que equivalía al cargo de secretario general de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, que es como se llamaba el único partido legal durante cuarenta años. O sea, había sido el máximo responsable de los reductos del fascismo español. La izquierda y la ciudadanía antifranquista desconfiaban de él, aunque acabó demostrando que su afán reformista iba en serio.

A pesar de que la caverna le odiaba a muerte porque traicionaba los Principios Fundamentales del Movimiento, cumplió un papel balsámico para los representantes de las diferentes instituciones que conformaban el Estado, a los que garantizaba su continuidad. Adolfo Suárez tuvo esa habilidad, la capacidad de sentarse con un representante genuino de la dictadura y la represión, y acto seguido recibir a un torturado, un militante del PCE. Aunque en principio no resultaba creíble para ninguno de los dos bandos, lo que le valió el sobrenombre de «tahúr del Misisipí» que le puso Alfonso Guerra, acabó convenciendo a propios y extraños de que su labor fue fundamental para lo que se llamó la reconciliación nacional[97].

En efecto, esta maniobra de contener a los nostálgicos mientras abría la puerta de atrás para que se colaran las distintas opciones políticas que configuraron el arco parlamentario, una política de hechos consumados, tuvo su contrapartida. A nadie se pidió explicaciones por los robos, crímenes, usurpaciones, corrupción institucional generalizada, torturas, secuestros, abusos policiales etc., como ocurrió en otros cambios europeos. Cuando cayó el telón de acero, Honecker, presidente de la República Democrática Alemana, fue a la cárcel del tirón, condenado como responsable de los muertos que intentaban cruzar el muro de Berlín. Jaruzelski, presidente de Polonia, fue condenado a ocho años de cárcel por crímenes comunistas. Todavía hoy en Polonia se investiga a los funcionarios por su relación con el régimen comunista derrocado en 1989.

En España todo quedó en su sitio. Funcionarios, policía, jueces… Los políticos franquistas se reconvirtieron y se reciclaron en partidos legales.

Por eso a los liberales les gusta tanto habar de aquella Transición, porque significó, de hecho, una amnistía para los franquistas y la legalización de sus fechorías.

Se suele describir aquel período como una época de equilibrio, confraternidad y reconciliación. Nada más lejos de la realidad. Hay que tener en cuenta que, como decíamos, la policía, el ejército y los jueces seguían siendo los mismos y la seguían pagando con los mismos, por costumbre. Cuando el autor de este tratado escucha que hay que recuperar el espíritu de la Transición se le ponen los pelos de punta. Cuando se reclama esto, lo que se está proponiendo es que los políticos y las fuerzas del orden puedan volver a operar en la impunidad. Al margen de la ley, quería decir, porque con impunidad operan con bastante frecuencia.

Al propio autor, durante la Transición, le dieron una paliza en plena calle unos policías por el delito de llevar el pelo largo. Concretamente el día del entierro de los abogados de Atocha, en la zona de Argüelles de Madrid. Se ve que venían con rabia contenida al contemplar el espectáculo de miles de rojos en las calles despidiendo a sus compañeros asesinados.

Con este ambientazo se redactó la Constitución Española de 1978, ratificada en referéndum en diciembre de ese mismo año. En la redacción de la Constitución Española había participación del antiguo régimen. A los redactores se les conoce como «padres de la Constitución», de modo que alguno que estaba allí para controlar que la cosa no se fuera de las manos pasó a la historia como promotor, como padre, vamos. Paradojas de la vida. Alguien que ha dedicado su existencia a luchar para que los ciudadanos carezcan de derechos elementales pasa a la historia como impulsor de la democracia y de la Constitución que la regula. El baño de Palomares, definitivamente, dotaba de superpoderes.