QUIÉNES SOMOS

Introducción[1]:

Este tratado, que así debe llamarse pues ha pasado por distintas terapias con dudoso resultado, no pretende otra cosa que ser un humilde referente de la peculiar historia del ser humano llamado español, desde sus orígenes hasta nuestros días. Por fin el lector encontrará respuesta a preguntas tan frecuentes como: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy? Y, sobre todo, ¿por qué se lo llevan con tanto descaro?

Como se verá, se trata de un proyecto muy ambicioso, sobre todo teniendo en cuenta quién lo desarrolla, ya que, la mayoría de las veces, este tipo de trabajos se abordan desde el conocimiento o la erudición: es lo fácil. En este caso, al carecer el autor de ambas cualidades, tiene que inventárselo todo. Todo. No encontrará el lector un apartado citando bibliografía alguna porque no se ha recurrido a libros de consulta, está escrito «de cabeza», que es el sinónimo que usa el vulgo para referirse a la memoria.

Tampoco busque el lector objetividad entre estas páginas, pues semejante término hace referencia, no a la equidistancia en la observación, sino al empeño del que paga por que el autor le escriba al dictado. No, este libro, y es la primera vez que alguien se sincera de esta forma, está escrito desde el desprecio. Ese mismo que sienten los que llevan en el poder desde hace siglos, salvo breves períodos de interinidad, por este pueblo llano; llano en general, porque en lo orográfico somos ricos en estribaciones que, por desgracia, han sido una barrera impermeable a la verdadera civilización, esa a la que hemos pertenecido durante un corto y onírico episodio de nuestra historia[2]. Cuando nos creímos miembros de pleno derecho del club europeo, nos han arrojado un jarro de agua fría para anunciarnos que vivíamos por encima de nuestras posibilidades y que debíamos regresar a la vendimia de Francia.

«Nosotros no hemos hecho nada para merecer esto», afirman muchos españoles perplejos. Y tienen razón, aunque es lo mismo que decía El Arropiero[3] (en su caso se cuentan por legiones los que creen que merecía un castigo).

Para entender lo que nos pasa debemos saber quiénes somos. Sólo desde la conciencia del «yo» colectivo accederemos a un diagnóstico certero y definido. A ese fin me encamino con dudosa disposición, dada mi natural desidia, gracias al empeño de la editora, que no soporta ver a alguien con los brazos cruzados. No es un tratado complaciente porque la desvergüenza delictiva de la élite que nos gobierna en lo político y en lo económico no tiene equivalente o referente en nuestros vecinos del norte y, no digamos, del Lejano Oriente, donde los presuntos expoliadores de lo público dimiten y, más tarde, en algunos casos, se suicidan. Nosotros no conocemos ni la primera fase, aquí el presunto brama exigiendo el restablecimiento del honor, pero jamás de lo sustraído.

Vamos allá.

Este pequeño y desgraciado país. Con una reflexión mística

En fin, tal vez todo se deba a que estamos al sur, siempre teniendo como referencia a Europa. Referencia que, lejos de orientarnos, nos ha perdido, pues si nos hubiera dado por mirar al sur, al nuestro, a África, de donde venimos todos los humanos, también los españoles, según afirman los antropólogos de poderío, aunque hayamos perdido gran parte del moreno que lucen todavía los nativos en la parte tenebrosa del continente, donde sólo se va en busca de grandes animales para convertirlos en apliques de pared, o de mano de obra; si hubiéramos mirado hacia allí, decíamos, seríamos «el norte» y otro gallo nos cantara, pero siempre hemos dado la espalda a los que teníamos debajo, sin consentir que los de arriba nos miraran por encima del hombro.

Esa es mi España, azote de pateras y orgullo de imperio ante el abismo industrial que nos separa de Europa. Ni siquiera Portugal, nuestro vecino más ibérico, es suficiente. Queremos ser como nuestros más odiados enemigos del norte. ¿Por qué? Porque nos tienen envidia. La razón apunta que debería ser al revés, el envidiado suele ser el modelo, pero tal apreciación es fruto del desconocimiento de nuestros gloriosos orígenes, que nos confieren esa característica altanería que se transforma, cuando la ocasión lo requiere, en la internacionalmente reconocida «furia española», y que es nuestra mayor aportación al motor que mueve la Historia. En eso y poco más consiste nuestra aportación al desarrollo de la civilización. Ellos nos envidian porque sus mujeres nos desean, porque como en España no se vive en ningún sitio, y porque el español es capaz de beber un litro de vino sin quitarse la camisa. Nosotros, sin embargo, sentimos por ellos una envidia sana, sólo por una cuestión material: son más ricos que nosotros (aunque espiritualmente somos superiores). De hecho, aquí, quitando los que han llegado de fuera últimamente, todo el mundo profesa la religión verdadera.

¿Cuál es ese origen del que nos sentimos tan orgullosos? Venimos de un país de hidalgos, que constituían la parte más baja de la nobleza, pero nobleza al fin, que estaba exenta de pagar impuestos. Sí, exenta. Así estaba organizada nuestra sociedad, los que más tenían, o, mejor dicho, los amos de todo, no pagaban un guil[4], igual que ahora; ¿y los hidalgos?, tampoco. Hidalgo viene a ser lo mismo que fijodalgo, o sea hijo de algo o alguien, dando a entender que tiene ancestros conocidos, que no es hijo del azar o del capricho, que no es un hijo de puta, vamos; si bien, aunque esté feo generalizar, podríamos decir, generalizando, que su comportamiento viene a demostrar lo contrario.

Ese privilegio de no pagar impuestos ha marcado nuestros cromosomas a fuego y nos resistimos a soltarlo. Todos los españoles sienten en lo más profundo de su ser la dualidad que heredan de este noble origen. Por un lado, la pertinaz resistencia a cumplir con las obligaciones fiscales, y, por otro, la necesidad de decir a la primera oportunidad: «Usted no sabe con quién está hablando»; en un afán de reivindicar su aristocrática raíz, al tiempo que con la elevación del tono de voz y la emisión de fomites[5] nasofaríngeos se empeñan en quemar el árbol genealógico para dar la razón a Darwin. Así somos, contradictorios, duales, esquizoides y pícaros. Bueno, pícaros los que no dan para más, los que tienen posibilidades ejercen la delincuencia de altos vuelos[6]. Baste recordar que desde tiempos inmemoriales la asociación que engloba a los empresarios (CEOE) ha estado presidida, vicepresidida y aclamada por personas que actúan al margen de la ley. Las estafas perpetradas por estos próceres que marcan el camino que seguir de la clase empresarial son rotundas en lo cualitativo y en lo cuantitativo, y, como suele ocurrir en el mundo de la política, sus fechorías no les restan un ápice de prestigio. Bueno, a no ser, lo que acontece rara vez y de forma fugaz, que acaben en la trena: entonces sus congéneres suelen darles la espalda por «pringaos»[7].

Volviendo a los orígenes, ese orgullo de hidalgos y, sobre todo, los montes Pirineos han impedido que seamos esclavos de otros más rubios; esclavos de los de grilletes, quiero decir. Los romanos lo consiguieron, a pesar de la resistencia «numantina» que opusieron algunos pueblos, como el que da nombre a la expresión, algunos de cuyos hombres prefirieron el suicidio antes que acabar picando piedra. En mis tiempos, en los libros de historia, no nos contaban quién construía las calzadas romanas, acueductos y demás obras públicas a las que eran tan aficionados los romanos, dando a entender que eran las propias legiones las que en sus ratos libres se dedicaban a colocar piedras en los caminos a falta de otra actividad más lúdica.

Abandonamos la antropología para valorar un aspecto geográfico que ha tenido mucha influencia en nuestra formación como pueblo portador de valores eternos. El Mediterráneo es sin duda el espacio ideal para la vida intelectual, entendiendo como tal el afán de rehuir el esfuerzo físico. Esa costa ha estado siempre en el punto de mira de los visionarios, sean griegos, fenicios, cartagineses, romanos y, más recientemente, guiris[8].

Estrabón, en su Geografía, situaba aquí el Jardín de las Hespérides, que eran unas ninfas que cultivaban así, como quien no quiere la cosa, el huerto. Alegres, desenfadadas, acudían al tajo como se va al spa, de buen rollo y medio en pelotas. Bueno, algo de verdad habría, y a lo mejor las susodichas andaban por allí, otra cosa es que estuvieran dispuestas a darlo todo con el primero que pasara. Más bien parece que los marineros hacían de su capa un sayo, y de la nativa, sirena, mucho más accesible ya que rebajaba la barrera moral del acceso carnal sin consentimiento de violación a brocheta, en su condición de medio merluza.

Evidenciado el peligro del abuso por parte del forastero, nuestra costa se ha preservado casi virgen hasta nuestros días. Cualquier insensato que osara vivir cerca del mar era carne de saqueo, violación o secuestro. La primera línea de playa, ya se sabe, tiene un precio abusivo. Resumiendo, nuestro litoral siempre ha estado muy valorado por toda clase de rufianes. Antes con garfio, parche en el ojo y cimitarra[9]. Ahora, con maletín.

Aparte de los que recalaban en busca de botín e himeneo, los nativos, obligados a vivir en el monte lejos del alcance de los catalejos, no se quedaban cortos en la carrera del pillaje. Aprendieron rápido a obtener beneficio del transeúnte haciendo embarrancar a los barcos al cambiar las señales luminosas de la costa, saqueando a los comerciantes y, en general, desarrollando actividades de piratería, costumbre que ha derivado en la cultura del alquiler de tumbona y la paella de chiringuito y, llegado el caso, una vez emborrachado el intruso, la sirla[10]. El malhechor, como vemos, se convierte en factor de mala influencia sobre la víctima, que cuando supera el trauma de la agresión es capaz de discernir los altos réditos que proporcionan las fechorías, el gran beneficio que rinde el choriceo en comparación con la agricultura y, en muchos casos, aparca la virtud para alistarse en las filas del «Maligno». Podríamos decir que se genera una corriente osmótica[11] del bien hacia el mal que no se da en el otro sentido por la vía del ejemplo. El corruptor cautiva cual cobra de desierto al corrompido que cae en sus brazos y sólo pide más y más, como los niños que describe Dickens[12] haciendo la cola de la zampa, con sus cuencos en la mano, en aquellos orfanatos británicos.

Al margen de la antropología, que, al tener como protagonista al «ser elegido» por dios[13] en la Creación, todo lo enguarra, podemos analizar la cuestión del atractivo de nuestra especial ubicación planetaria desde otro punto de vista, el mío, que quedará vigente hasta el final de estas páginas.

Tal vez convendría hacer un pequeño inciso para reflexionar sobre una cuestión que nunca nos aclaran los que dedican su vida a los misterios que ellos mismos inventan y que dan en llamarse místicos. Son como los señores que contratan los periódicos para hacer crucigramas, sudokus o sopas de letras, pero los enigmas que pergeñan los místicos no tienen solución, con lo que consiguen llevárselo muerto a costa de putear a quien atrapan al agotar su paciencia, llenándole la cabeza de incógnitas que sólo se aplacan con la fe, una plantilla que sirve para todo, de uso exclusivo de creyentes a los que convencen de poseer con ella su mayor tesoro. ¡Ojo!, hemos dicho se aplacan, no resuelven. La fe sería la llave que encierra las dudas en un cofre para que dejen de dar el coñazo. Algo así como ir de turismo a Japón, que te parece precioso, pero no te enteras de nada y te importa todo un carajo.

Cuando hablaba del «ser elegido», hacía referencia al momento en que dios decide crear al hombre «a su imagen y semejanza». Si uno tiene ancestros aragoneses y tiende a llamar al pan pan, entiende de sus palabras que cuando moldeó a Adán estaba haciendo un autorretrato. Si además aceptamos que es divino en general, y en concreto representa la divinidad absoluta, o sea la perfección, debemos concluir que lo que sacó de ese pedazo de arcilla fue una réplica exacta de sí mismo. La pregunta que todo filósofo debe hacerse es: ¿por qué con distintos tamaños de pene?

Entre nosotros, de la misma manera que con el universo lo bordó, con el ser humano no estuvo a la altura de lo que esperaban crítica y público. Renegando del resultado, en un acto de suprema crueldad, dejó en manos de ese «ser» la administración de su obra, y para remate, a través de una extraña maniobra parecida al juego de los sobres del «Un, dos, tres…», le brindó la posibilidad de ser bueno o malo gracias a un resorte que dio en llamar «libre albedrío». El hombre, haciendo uso de su poderío, eligió ser un cabrón con pintas y decidió mutar su condición de administrador en la de propietario de la finca, lo que le valió el primer cese por apropiación indebida, con expulsión del Paraíso incluida. Hay que tener en cuenta que en los juicios divinos no existe la prescripción del delito, por lo que el delincuente, a diferencia de los juicios terrenales, devuelve lo sustraído. Ese vicio transformista de hacerse propietario de lo que se administra se arrastra hasta nuestros días y nos hace pagar un alto precio a los que vivimos en este sistema llamado democracia, gracias al cual algunos elegidos por el pueblo usan el «libre albedrío» con nuestro patrimonio, y lo ponen a nombre de sus amigos en una maniobra bautizada con buen criterio «privatización», que consiste en echar a la talega lo que antes estaba a la vista para uso y disfrute de todos. Esta iniciativa emprendedora convierte al que la practica en «liberal en economía» y al que la contempla en «expoliado mortis».

Pero dejemos cuestiones tan elevadas como las creencias superiores en manos de quienes saben, pocos consejos necesitan de los profanos. Bastante buen uso han hecho de aquello del «libre albedrío» al reconvertir la fe y el temor a lo esotérico en el más rentable y duradero negocio que imaginarse pueda. Allá donde sale alguien creyendo en un ser superior, surge un mánager, con sotana, túnica, quincalla o Dodotis, que cobra por representar al altísimo en la Tierra. Muchas veces me acusan de tomarme esto a cachondeo, pero no es verdad, lo que afirmo lo digo totalmente en serio, razón por la cual no suelto un duro. Y en cualquier caso, puestos a creer en seres superiores que se aparecen, quiero ver al verdadero. Nada de covers, versiones o playbacks. En este maremágnum en el que ningún pueblo de España se salva de la aparición de un santo o una virgen, yo quiero ver al baranda[14], nada de tropa, pero me temo que a ese no lo ha visto ni el mánager.

Poco antes de empezar este libro, la Virgen bajaba a la Tierra de vez en cuando y se encontraba con una señora en El Escorial. Un día anunció que se aparecería a la vista de todos y resultó que la madre del altísimo no era otra que esa misma señora disfrazada con unas túnicas y bajo un montaje de luces bastante cutre. Y digo yo que para ese día podían haber contratado a una modelo, que se puede estafar a la gente, pero siempre desde el respeto, y ya que no se lo guardan ni a dios ni a su madre, por lo menos deberían tenerlo con el distinguido público que abarrota la dehesa en patética procesión y que, a fin de cuentas, es quien paga la romería.

La Conferencia Episcopal, al principio, se mostró reacia al reconocimiento de tan singular y sobrenatural suceso pensando que les había salido una competidora, y apelaron a la exclusiva ya que, en efecto, lo de la virginidad de María es un invento suyo con el que no comulgan las otras fes cristianas. Tras unas reuniones en las que la vidente llegó a un acuerdo de royalties con la curia diocesana, concedieron la «denominación de origen» a la aparecida, que al no ser otra que ella misma, Amparo Cuevas, que así se llamaba, se dio la circunstancia de que esta humilde mujer pasó a ser la madre de dios, que a su vez se convirtió en el octavo de sus retoños, ya que tenía siete de otros tantos embarazos anteriores, aunque esta última maternidad, como en el caso original, se produjo por arte de magia.

Luego dicen que me tomo estas cosas a cachondeo, cuando en realidad los que se las toman a cachondeo son ellos, dicho, claro está, con el debido respeto a sus cuentas anuales de beneficios.

Pero volvamos a los análisis de lo cercano, que es lo que nos da y quita de comer a los seglares. El autor, por circunstancias que no vienen al caso, pero casi todas derivadas de que vive muy bien, ha viajado mucho y ha podido comprobar que, entre pitos y flautas, este es un rincón muy bueno para plantar la tienda. El clima acompaña, así, en general. No hay grandes catástrofes de la naturaleza. No tenemos tsunamis, ni terremotos, ni tifones, ni zombis, ni serpientes venenosas, ni arañas grandes y peludas, salvo, claro está, en las vitrinas correspondientes, con luz fluorescente, que es donde tienen que estar esos bichos. O en las brasas de los yanomamis, donde no molestan a nadie y producen gran placer en lugar de estropicio. La poca actividad volcánica se encuentra en unas islas a una distancia prudente, y a diferencia del de Pompeya, nuestro volcán es civilizado. El autor, personalmente, duda de su existencia porque siempre que ha visitado las Islas Afortunadas, mirando hacia donde se supone que está, no ha visto más que nubes, pero en fin, dando un voto de crédito a los lugareños, que insisten en que lo han visto, del mismo modo que cuando llegas a Santiago de Compostela siempre te dicen «Ayer no llovió», concediendo ese crédito, hay que reconocer que el hipotético volcán, además de no dar guerra, tiene cierta vocación ausente, lo que se agradece porque todo lo que sueltan esos fenómenos de la naturaleza es chungo[15].

Cualquiera que haya tenido una novia lapona entenderá por qué estamos orgullosos de nuestro clima mediterráneo, aunque la mayoría de los españoles padezcan el continental. Baste decir que nosotros tenemos ovejas y cabras donde ellos tienen renos, y será muy auténtico ver ordeñar a una rena, pero ese queso se lo va a comer quien yo me sé, en el Círculo Polar, a la admiración del sol de medianoche, escuchando un cante esquimal, embadurnado con grasa de foca: «¿Te quié ir ya?».

Sí, como en España no se vive en ningún sitio y por eso nos va como nos va.

Demostrado por métodos científicos y otros más relacionados con la mística que este es buen sitio para vivir, vamos a dar un repaso con la intención de descubrir quién lo ha jodido, cómo y por qué.

Recordemos que nos criamos entre pillos, piratas, ninfas y rufianes cuyos referente moral y máxima aspiración social eran los hidalgos, que si demostraban ser tales, estaban libres de sus obligaciones fiscales. ¿Quién no tiene un polo rosa para lucir en primavera y ejercer de patriota envuelto en la bandera de la invisibilidad tributaria? El pringao, también conocido como pueblo llano, y soberano en período electoral.

Pero eso vendrá después, de momento estamos en la gestación del español, en la fase precoital, por utilizar un término científico.

Son los mismos

De todas las variedades del «ser» a las que dio origen el primigenio, a nosotros nos tocó el «español». A veces, cuando logramos proezas deportivas o mandan a alguien de un pueblo serrano a la estratosfera, nos sale el nacionalismo carpetovetónico y formamos hordas que gritan al unísono frases absurdas; bebemos, nos abrazamos con desconocidos; bebemos, nos pintamos la cara como la gente de los bosques; bebemos, sentimos el orgullo de ser español en lo más profundo del ser, y bebiendo entonamos cánticos regionales. Afortunadamente, esa españolidad aguda y asilvestrada se nos pasa, pero no hemos tenido suerte en el reparto, no. Nos tocó ser españoles y hay que apechugar con ello, sin desfallecer, sin bajar la guardia, el partido dura noventa minutos y hasta el rabo todo es toro. Sujetemos a la fiera que llevamos dentro, no alimentemos el alien.

El español tiene alguna tara de diseño adquirida durante su evolución, que, dicho sea de paso, no ha sido mucha, pues tiende más bien a lo contrario, a la involución (producto de la cual surgen creaciones intelectuales exclusivas como el «vivan las cadenas», el «muera la inteligencia» o el «viva la muerte», de las que se siente muy orgulloso).

Recientes estudios genéticos de mi propia cosecha, emulando al padre Mendel[16], que era feliz en su huerto cultivando todo tipo de guisantes, demuestran que una de estas taras adquiridas le viene de siglos de sometimiento al amo, que deriva en una atávica «veneración al señorito» que no se quita de encima. Esa opresión que ha sufrido durante siglos, en lugar de convertirse en germen de rebelión, torna en admiración cuando el lacayo, siervo o aparcero asume su impotencia y entiende que nunca llegará a pegarse esa vida y que, mientras el amo lleva la bipedestación iniciada con el Australopitecos[17] con rigor y entusiasmo durante su vigilia, él, por misterios insondables, cada vez hinca más el lomo (de nuevo un proceso involutivo que conduce a la tetrapedestación)[18]. Ante la continua exposición al señorito y sus caprichos, acaba mitificando tan privilegiada figura y en sus fantasías oníricas le representa con su rostro. Al detestar una actitud exclusiva del señorito, que por otra parte se desea, incurre el español en una contradicción profunda que se resuelve optando por una de estas dos soluciones: odio o admiración. Así es como la figura del tirano puede convertirse en modelo. Podemos ver corruptos convictos dando clases de ética en televisión, e incluso proponiéndose para administrar la cosa «pública», es decir, pidiendo la llave de la «caja grande», ante la complacencia de los perjudicados por sus fechorías, que en el fondo sólo demuestran ser tan miserables como esos embaucadores sin escrúpulos que en ningún caso se plantean devolver lo robado, revelando un absoluto desprecio por «el propósito de la enmienda» que, paradójicamente, les proporciona beneficios penitenciarios. Recientemente se ha derogado una ley que impedía a las personas condenadas «por trincar bajo cuerda» ocupar altos puestos en la administración de la banca. Alguien ha debido de pensar que, visto lo visto, esta marginación carecía de sentido y que en los consejos de administración de los bancos los chorizos convictos se encontrarían entre sus iguales. Los escépticos se preguntarán qué beneficio puede obtener el que confía sus ahorros a esas entidades con esta medida. Ignoran los escépticos, como el vulgo en general, que las leyes no siempre se hacen pensando en el pueblo soberano, sino más bien en aquel que lo administra, que no suele querer líos ni intromisiones de los funcionarios de Justicia en sus planes de exaltación al amor patrio[19], traducidos, normalmente, en incautaciones puntuales de lo público. Roban, pero, a diferencia de rufianes y malandrines, por derecho.

Sorprende, no obstante, que aquellos señores de los que venimos, que no conocían límites para el abuso, fueran al mismo tiempo muy quisquillosos. Por poner un ejemplo relacionado con lo carnal, que siempre gusta, recordamos que mientras «los señoritos» gozaban de un supuesto «derecho de pernada», que permitía el disfrute de la primera noche de la doncella que se casara con uno de sus vasallos, al mismo tiempo protegían el honor propio de forma histérica, haciendo pagar con su vida a cualquiera que osara mancillarlo, aunque fueran sus propios retoños. Así ocurre con la hija de Pedro Crespo, el acalde de Zalamea, que pide a su padre que la apiole[20] para que no le salpique la mancha de su deshonra y su nombre permanezca inmaculado de cara a la galería: «Tu hija soy, sin honra estoy y tú libre; solicita con mi muerte tu alabanza, para que de ti se diga que, por dar vida a tu honor, diste muerte a tu hija».

Eso, que se diga, que se diga. Ese era el modelo que proponían, y a juzgar por el éxito de la obra tampoco parecía tan mal. Y es que esta cosa de pagarla con la infancia tenía sus antecedentes bíblicos: recordemos que Abraham estuvo a punto de abrir en canal y pegar fuego a su primogénito Isaac, al que, para más recochineo, hizo llevar una brazada de leña hasta el altar donde le iba a dar matarile, sólo porque a dios no se le había ocurrido mejor extravagancia para probar su fe que ordenarle tostar al niño. La providencial intervención de un ángel que pasaba por allí impidió tan siniestra barbacoa infanticida. Bueno está el caprichito de dios, que no se conforma con cualquier prueba de fidelidad, pero lo que es menos comprensible es que este hombre se haya convertido en un ejemplo para muchos mortales por esa obediencia ciega; los mismos mortales que, de vez en cuando, se echan a la calle para protestar contra el aborto. Les parece un crimen; ahora bien, el sacrificio del humano lechal o terciadito lo ven cabal siempre que sea por prescripción divina y no facultativa.

Tamaña obediencia al que somete de manera tan caprichosa y despótica, mantenida en el tiempo, enlaza con eso que llaman ahora «síndrome de Estocolmo», que hace referencia al cariño que acaban cogiendo los secuestrados a su carcelero y que nos cuentan con detalle en la película Portero de noche, de Liliana Cavani[21].

¿Por qué somos tan distintos a los europeos de arriba[22]? La explicación está en la poca permeabilidad que hemos tenido a los pueblos del norte. Por otro lado, las raras veces en las que nos hemos infiltrado en su terreno ha sido con ánimo sometedor y de supresión de liberalismos paganos. Ya se sabe, la clásica represión del reprimido, paradigma de la cual es la protesta contra los derechos de los homosexuales argumentando que amenazan la estabilidad de la familia. Será de la suya. Estos ciudadanos de orden, dignos herederos de aquel duque de Alba que sometiera a los Países Bajos, tan proclives a la jarana y la relajación de las costumbres, temen ver la homosexualidad normalizada porque sus hijos, dicen, podrían «cambiar de acera». Ven la homosexualidad como una enfermedad infecto-contagiosa, de ahí que insistan tanto en que tiene cura. Y no lo dicen frikis, sino señores catedráticos que ejercen en nuestras universidades públicas. No queremos profundizar en esta cuestión, pero vamos a hacerlo.

Cuando los curas y demás jerarcas de la Iglesia católica, incluido el nuevo papa Francisco[23], que ve en esto «una movida del diablo», prevén la extensión de la homosexualidad como una plaga si no se reprime, ¿están dando a entender que a ellos les tienta esa opción? Si no es así, ¿qué temen? Si en una congregación cerrada, como es el seminario, llena de adolescentes varones que no pueden dar salida a su naturaleza, donde las tormentas endocrinas agrietan las paredes de piedra de los monasterios, no se dan casos de homosexualidad, según afirman los padres de la Iglesia, ¿por qué iba a extenderse en la calle, donde la heterosexualidad es una opción asequible y recomendada por la sociedad de bien? Da la impresión de que estos santos varones nos quieren transmitir el siguiente mensaje: «O esto se prohíbe por las malas, o aquí acabamos todos maricones». A mí, personalmente, me parece exagerado. Claro que yo no puedo ponerme en su pellejo, no soy célibe y, desde luego, las rachas en las que las circunstancias me han obligado a serlo derivan en fantasías perversas donde veo más la figura de Satán que en los períodos de normalidad y afectividad sexual, por llamarlo finamente. Prefiero no imaginar lo que pasa por las cabezas de estos santos varones que, del mismo modo que Abraham estaba dispuesto a ofrecer su hijo al señor, ofrecen su castidad a este, aunque, según vemos, no siempre al ciento por ciento. En cualquier caso, es una suerte que no se plantee la disyuntiva de infanticidio o castidad porque me da la impresión de que el género humano no habría llegado a nuestros días y nos habríamos perdido las ventajas del desarrollo tecnológico tan bien sintetizado en el descubrimiento de la batamanta.

Insistiendo: ¿por qué somos tan distintos a los del norte?

Así, de pronto, parece difícil de entender, pero gracias a nuestra condición orográfica, las fronteras naturales nos han protegido de incursiones bárbaras recurrentes, a diferencia de los polacos, que por vivir en un llano son invadidos cada vez que un alemán se levanta de mala leche. Los Pirineos siempre han sido un muro inexpugnable en lo cultural y en lo político. Cuando se cruzaban, uno tenía la sensación de atravesar el espejo de Alicia, no se daba un salto de kilómetros, sino de siglos. No se viajaba en el espacio, sino en el tiempo, pero no al futuro ni al pasado, sino a una época que para nosotros nunca existió, llamada civilización.

El español ha sido un pueblo que, desde que tenemos memoria, ha estado sometido. Nuestra historia está plagada de reyezuelos tiranos, sátrapas, militares medrantes, aristócratas decadentes y, en general, gobernantes incapaces que llegaban al poder gracias a su intransigencia y crueldad, con una característica común: un inmenso amor a la patria sólo comparable al que cursaban al dinero, unido a un desprecio de la misma dimensión por su pueblo; y todo ello, claro está, con la bendición de una Iglesia que legitimaba sus crímenes y atropellos a condición de recibir su parte del botín, que le ha permitido, entre absolutistas y dictadores, juntar un patrimonio mayor que el del propio Estado. Por primera vez, el que parte y reparte no se queda con la tajada más gorda. Resulta paradójico que aquellos que renuncian al matrimonio sean los que poseen mayor patrimonio.

Al español siempre se le ha gobernado a golpes[24], aunque en nuestros días los gobernantes se sujetan algo por cuestión de protocolo. Cada vez menos, por cierto. De hecho, nuestros próceres están pensando en cómo restringir la difusión de las imágenes de las cargas policiales, y los responsables de la seguridad afirman, encabezados por el señor Mayor (que tampoco lo es tanto), que la emisión de las acciones de los antidisturbios en los informativos de las televisiones constituyen «una incitación a la violencia». ¿Eso les parece? Sorprende que al mismo tiempo declaren que tales acciones gozan de su total respaldo y que los que atizan aún se quedan cortos en el reparto. Si las acciones están justificadas y gozan de su bendición, deberían ser de emisión obligatoria por lo didáctico y ejemplar del empleo de fondos públicos. También es posible que, cuando dicen que estos agentes «se quedan cortos en su función represora», midan sus esfuerzos por criterios de productividad, a los que son tan aficionados estos que se llaman a sí mismos neoliberales y que son más reaccionarios que sus progenitores, aquellos que trajeron a España los «cuarenta años de paz». Tal vez, y visto desde esa óptica, la de la productividad, la relación entre la inversión que supone la formación de estos cuadros, que a todas luces se limita al aspecto físico y de arte marcial, y su rendimiento es francamente deficitaria en la medida en que la población no les brinda oportunidades de darlo todo al manifestarse y protestar de forma pacífica, a pesar de los estímulos en el sentido contrario que brindan las autoridades competentes. Según sus dogmas de producción, donde no tiene cabida el servicio público y todo se tasa según los beneficios rendidos a fin de mes por las prestaciones, estos cuerpos, y nunca mejor dicho, deberían ser disueltos de inmediato. Claro que, si así fuera, ¿quién les devolvería los buenos ratos que les hacen pasar estos chavalotes embutidos en sus uniformes aporreando perroflautas antisistema[25]? Cuando los responsables de estos servidores de la sociedad, antes conocidos como «guardias», aunque ahora tienen muchas denominaciones de origen, y que hacen declaraciones en las redes sociales del tipo «tanto hijoputa y ni una colleja he podido dar… estoy hasta por currar el sábado por la noche con lo del Barça… a ver si suena la flauta»; decía que cuando los mandos de estos policías, que más bien parecen vitorinos en toriles a punto de ser soltados al ruedo, aseguran que su intervención es impecable, quieren decir que «pegan muy bien». Nosotros, los receptores de esos servicios, que pagamos y no apreciamos, no sabemos calibrar las técnicas de apaleamiento en sus distintos matices, por eso nos confunden las palabras del ministro del Interior y la delegada del gobierno cuando alaban el saber hacer de estos gladiadores del siglo XXI. Lejos de agradecer su entrega, al contemplar las imágenes, el espectador se aterra, y todavía se aturde más cuando, como decía anteriormente, esas acciones se califican de «incitación a la violencia». Estos altos cargos de la Administración se deben referir a que, una vez que se empieza a repartir, es difícil sujetarse, y la secreción endocrina que provocan estas acciones (endorfinas, hormonas del placer) se reproduce en los servidores del orden cuando contemplan su obra, y cuesta retenerlos en sus dependencias porque sólo ansían dar rienda suelta a su vocación de servicio. Es en ese contexto metabólico donde la imagen del ciudadano golpeado torna en provocación para el que golpea, al sumirle en un mecanismo de retroalimentación. Ese mismo proceso se producía en muchas amas de casa cuando, hasta bien entrados los años setenta, consumían, sin saberlo, anfetaminas a troche y moche para adelgazar. Se llamaban «anoréxicos». En plena subida de speed, enganchaban la zapatilla para aplicarla en los glúteos del retoño que había cometido una fechoría y le arreaban sin parar, dejando a la criatura con el culo como un brasero, a la vez que un recuerdo imborrable al contemplar el rostro de su madre con la mandíbula desencajada cual mujer poseída por Satán.

Conclusión: ciudadano, si ve que la situación actual le produce indignación, coméntelo con su pareja o descendencia a la hora de la cena en el seno del hogar, sin alterar el orden público y sin perturbar el equilibrio de la autoridad competente, que está para causas más elevadas que andar dando explicaciones sobre los traumatismos que producen los antidisturbios a elementos próximos a la subversión, siempre filoterroristas, o a los tontos útiles que se dejan arrastrar por manipuladoras consignas desestabilizadoras.

Algunos jóvenes se sorprenderán de la falta de sensibilidad de estos cargos electos que, en lugar de pedir disculpas por los excesos, descalifican a bulto a los ciudadanos llamándoles vándalos, violentos, o proetarras. Ese lenguaje que delata un desprecio manifiesto hacia la masa, también llamada «pueblo soberano» en período electoral, define al que lo utiliza, pero a mí no me sorprende, porque ya lo escuché, de niño primero y de joven después.

Recuerdo al modelo supremo de estos nuevos demócratas del «centro», don Manuel Fraga Iribarne, en la televisión durante el franquismo. Insultaba y despreciaba la verdad con un arte que lo encumbró a los más altos puestos de la dictadura, donde fue ministro de Información y Turismo, y también de Gobernación (encargado de las fuerzas represivas[26]) tras la muerte de Franco, siendo presidente Arias Navarro. Lo dejamos aquí porque nos referiremos a él más adelante, no hay más remedio que volver a él una y otra vez. Según parece, este pequeño episodio vacacional de libertad, a «los de siempre», se les está haciendo excesivamente largo. Esta alegre muchachada es muy impaciente y excesiva.

El sometimiento a la represión durante siglos ha generado un tipo de individuo bastante inclasificable. Los científicos han escogido la palabra «español» para definirle, pero ha sido por convenio; su etimología no describe las múltiples cualidades de este producto sin par.

Para empezar podríamos recordar que todo aquello que se inculca desde la fuerza desaparece cuando esta cesa, por el sacrosanto principio físico de la acción y la reacción. Si «la letra con sangre entra» fue la máxima educacional en la que se criaron nuestros ancestros, no es de extrañar la aversión que siente hacia los libros el que ha padecido ese sistema en cuanto cesa la sangría, en un simple afán por restablecer el hematocrito a niveles de supervivencia. Además, hemos tenido la suerte de ser la reserva espiritual de Occidente, cualidad que siempre reivindicaba el Caudillo para conseguir los privilegios que le otorgaba la Santa Sede, como caminar bajo palio, que le convertía en la mismísima hostia[27].

Esta cuestión de la reserva espiritual, por si tuviéramos poco con lo que teníamos, la hemos reivindicado con orgullo a lo largo de nuestra historia, incluso recientemente por boca de don José María Aznar, uno de nuestros más brillantes pensadores del «siglo XII», que siempre cita como su personaje histórico favorito al Cid[28], ignorando tal vez que no sólo luchó con los moros contra cristianos cuando le desterraban, sino que conquistó Valencia y se la quedó para él, nombrándose «Príncipe Rodrigo Campeador», o sea que era un independentista, lo que más odia. A él le parece un símbolo de la unidad de España. Alguien tendría que habérselo contado al tiempo que le advertían que los Reyes Magos son los padres, pero esto es también muy español, lo de estar al servicio de personajes patéticos aclamados por huestes que jamás osan contradecir al líder, que, viviendo en esa ficticia infalibilidad, pierde el sentido del ridículo e incrementa hasta límites insospechados su estupidez mientras se siente un ser intelectualmente privilegiado. Fruto de ese delirio, el personaje al que nos hemos referido cree tener el «don de lenguas» y se le ha podido escuchar en público hablar en un spanglish hilarante, con acento tejano; lo que él creía italiano, utilizando palabras españolas y terminándolas en i; y en un alemán que los propios jamás identificaron como tal pensando que hablaba una tercera lengua. La cosa tiene gracia, pero gobernó el país y son muchos los que exigen su regreso. Uno sospecha que les hace reír. Luego nos extrañamos cuando en Europa nos miran por encima del hombro y recelan de la «marca España».

Spain is different, y los españoles ni te cuento. De puro different, son different entre sí. De hecho, dicen que ese empeño de Franco en que España fuera «una» no cuajó mucho y la mayoría cree que hay al menos dos. Tres, si tenemos en cuenta el aspecto económico. Claro que la tercera no está aquí, sino acullá, donde paradójicamente guardan sus dineros los fanáticos partidarios de la España «una». Una España que son tres como el Trimurti hindú o la Santísima Trinidad, un gran misterio que nunca comprenderemos y que se resume en que aquí siempre han mandado los mismos, se lo han llevado los mismos y siguen pagando los mismos. Estos últimos «mismos» son diferentes de los otros «mismos» y ahí reside el misterio, en que muchos de esos «mismos» que pagan adoran a los «mismos» que se lo llevan, ante el estupor de la otra parte de los «mismos» que pagan, que se rebela contra los que roban convirtiéndose en antiespañola. Es fácil entender que con estos mimbres salgan cestos llenos de agujeros por donde se escapan cuentas que luego no cuadran, y dan a eso que llaman «la marca España» una pésima imagen que los «mismos» que se lo llevan achacan a las protestas de los indignados.

¿Y cómo levantamos España? Desde luego es una tarea pesada y según algunos geólogos es ese afán de tirar de ella lo que ha acabado convirtiéndola en una gran meseta, por el tremendo lastre que arrastra en sus fondos.

¡Por dios, aclárese esta cuestión! Sí, amigos, es menester poner luz sobre esa casta de «mismos» que se hacen a sí «mismos» herederos de esta finca que dan en llamar Patria, así, con mayúscula, y cuyo mayor anhelo es ver su marca, la tan loada «marca España», escrita en letras de neón sobre nuestro prístino y azul cielo, como el de la camisa, con dos siglas añadidas: «España, S. L.» Y en esa L., de limitada, entrarían exclusivamente los elegidos que forman parte de la clase inmune a la justicia de los hombres, esa clase que todo lo puede y que entiende lo público como una perversión demagógica del sistema, razón por la que se impone la privatización sistemática e implacable de los recursos que caen «por derecho» en manos, bolsillos, maletines y fondos de la élite patriótica y fundacional.

De patria a patrimonio sólo hay un pequeño recorrido que pasa por sortear los incómodos pero permeables vericuetos de la ley y sus caprichosos beneficios y prescripciones. Por otra parte, no podemos decir que los señores magistrados miren con buenos ojos a los delincuentes de determinado signo político, pero todos queremos vivir sin sobresaltos y hemos comprobado cómo, por alguna extraña razón, se fulmina al juez incómodo. Como en La guerra de las galaxias, la fuerza les acompaña. Digo esto porque recientemente hemos vivido la expulsión de la carrera judicial de un magistrado en un tiempo récord. Según comentaba un prestigioso jurista, todo se resolvió con una velocidad insólita en nuestro sistema judicial, ni siquiera una multa de tráfico se soluciona tan rápido. Claro que, sabiendo lo que se avecinaba, es probable que ahora no pudieran expulsarle. Si se hubieran respetado los tiempos habituales sin saltarse el orden procesal, con lo que hemos visto y oído más tarde, sería difícil encontrar magistrados dispuestos a poner el cascabel al gato con tanta alegría y presunción de que se está cumpliendo con la normativa a la hora de deshacerse de aquel al que el portavoz de Justicia del PP de entonces, Federico Trillo[29], llamaba sin recato «juez prevaricador». Que el poder judicial consintiera que se hablara en esos términos de uno de sus miembros desde las instituciones sin darle amparo sólo podía significar una cosa, que su suerte estaba echada y con ella la del tsunami de corrupción que escondía lo que investigó. Ya pueden gritar a coro con euforia y marcialidad: «¡Todo por la Patria!».

Es curioso cómo este afán por la patria entronca con las consecuencias infanticidas que acarrea la «fe». En ambos casos, su amor desmedido y su defensa incondicional derivan en graves daños a terceros. En el caso de la fe hemos visto cómo las gastaba Abraham, cuya disposición al infanticidio no le generaba el menor conflicto moral. En el de la patria, escuchemos las palabras del descubridor de la Patria Vasca don Sabino Arana: «Cien vidas que tuviera, cien padres, cien madres, cien hermanos, cien esposas y cien hijos, ahora mismo los daría todos, si de ello se siguiera la salvación de mi patria». Como vemos, los amantes de la patria tienden a disponer de la vida ajena con largueza. La de sus cien padres, si los tuviera, podría comprenderse no sólo porque, en aquellos tiempos, un infante que reuniera tamaña tropa en su agente progenitor quedaba descalificado socialmente, sino también porque, de cara a la burocracia, arrastrar semejante multitud a la hora de rellenar cualquier impreso de identificación sin duda podría derivar en un rencor creciente que justificaría el parricidio; pero las esposas, los hijos y demás parientes deberían quedar al margen de su inversión patriótica.

La patria vive de los adictos, vehementes seres acríticos siempre dispuestos a pisotear la razón y seguir al abanderado. Cuando se grita «todo por la patria», «viva la muerte», «muera la inteligencia» y otras consignas que pierden significado por repetición, se quiere decir lo que se dice y ninguna otra cosa. Hay que desconfiar de los que usan la patria como alimento espiritual, porque esa fagocitosis anímica les convierte en propietarios de la misma y, desde luego, en los únicos legitimados para venderla. Adquirida esa condición, proceden.

Recientemente asistimos a la entrega por parte de los diferentes próceres europeos de sus respectivas patrias a intereses de la cosa especulativa financiera, generando con ello un tremendo quebranto a sus súbditos o, mejor, a sus hijos, ya que de patria hablamos, dándose la paradoja de que son los padres los que maman de las ubres de la madre en lugar de los lactantes, que, abandonados a su suerte, buscan nodrizas allende nuestras fronteras.

Los señoritos se ríen de las chachas

Enlazando con lo anteriormente expuesto de forma magistral, deberíamos comentar las consecuencias de esa extraña relación sadomasoquista entre el pueblo llano y los que son dueños de las cosas desde que el mundo es mundo[30].

Como vemos, se produce una admiración trufada de odio hacia el que manda por parte del que envidia su posición social, o sea, el de abajo. Dicen los entendidos que hasta el siglo XIV, cuando llegaron los humanistas y volvieron la vista a los clásicos griegos para recuperar la filantropía[31], la crueldad era consustancial al ejercicio del poder (no sé dónde ve la historia oficial la barrera del siglo XIV, porque yo sigo percibiendo esa crueldad en los que mandan ahora). La cuestión aquí es calibrar el grado de placer que produce esa crueldad abstracta que se ejerce contra la colectividad, porque según la naturaleza y la altura que alcance ese placer podríamos apreciar signos patológicos.

El caso más popular que se recuerda es el de un noble rumano enajenado llamado Vlad IV, que buscaba enemigos por todas partes con tal de saciar sus caprichos perversos. Torturaba y asesinaba por doquier y se convirtió en un maestro del empalamiento. En la leyenda que se creó en torno a sus caprichos se basó Bram Stoker para escribir su novela Drácula. Bien, en general, ya no se ven casos de empalamiento en nuestras sociedades civilizadas y políticamente correctas, pero algunos mandatarios descubren métodos para, sin que se note mucho, acabar dando por el mismo sitio.

La ventaja de ese ejercicio de crueldad desde el poder, a diferencia del que se aplica en distancia corta al individuo[32], es que queda enmascarado por la obligación de la coyuntura: «Yo no soy así, me obligan las circunstancias.»[33] Esta excusa, a pesar de ser estúpida, es recurrente. Nadie obliga al poderoso a ser y actuar de forma opuesta a lo que le marca su propia ética. Si traiciona sus principios es por el afán de no perder un milímetro de espacio en su estatus de privilegio, o porque carece de ellos. Lo más frecuente es que oculte sus verdaderas intenciones para poder acceder al poder, a sabiendas de que una exposición detallada de sus planes truncaría irremediablemente tal proyecto. La célebre frase de Groucho Marx «estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros» hace gracia, pero define exactamente la realidad de esos sujetos amorales a los que nos sometemos. Alguno se dirá: si un candidato hace lo contrario de lo que promete, estará cometiendo un fraude, estafará al votante: «Sí». Habrá algún mecanismo para evitar este abuso: «No». Tal cosa, se dirá de nuevo el ciudadano reflexivo, sería como instaurar la firma de un cheque en blanco al elegido que aparca la voluntad popular y deja en suspenso el sistema democrático: «Exacto». Esa es la situación en la que nos encontramos: «¡Ah!».

Volviendo al tema del ejercicio de poder diremos que es precisamente esa capacidad de gobernar al capricho y voluntad, con total impunidad, sin que las provocaciones y los desmanes acarreen consecuencias graves; esa condición cercana al absolutismo es la que eleva al gobernante a cotas superiores, a grados superlativos de poder. A esa sensación de ingravidez, de no depender ni siquiera de la palabra dada, se la conoce como «erótica del poder».

La excusa oficial, internacional, que se ha instaurado en los órganos de gobierno para eludir la responsabilidad de las decisiones y fechorías propias se llama Historia. Ella, y no otra, es la que designa las decisiones que guían el pulso firme de los mandatarios por la senda de un futuro mejor. Claro que, a todas luces, queda en evidencia que el futuro que resuelven es el suyo. Aquí podemos citar a Einstein: «No hagas nada en contra de tu conciencia, aunque te lo pida el Estado». En el caso de los gobernantes, como representan al propio Estado, habría que corregir ese pensamiento y quedaría así: «No hagas nada en contra de tu conciencia, aunque te lo pida el cuerpo.»[34] A lo que el gobernante responde por lo bajini: «Si tuviera conciencia, no habría llegado hasta aquí».

El gobernante, para enmascarar esa falta de escrúpulos, ha tenido que inventar un Supraestado, un ser superior que, según dice, le ordena tomar decisiones desagradables, dolorosas, que generan quebranto, pero sin asumir la menor responsabilidad. Ahora lo llaman Europa, «superyó» para los freudianos. El mandatario, al insistir en que está a las órdenes de «otro», al reconocer esa sumisión conveniente e inevitable, está aceptando la pérdida de la soberanía nacional, es decir, la venta de la patria, su abandono a los pies de los caballos ya que los intereses nacionales y los de ese Supraestado suelen ser opuestos[35].

¿Habla el autor de maldad intrínseca de los dirigentes? ¿Por qué causarían tanto daño al colectivo?

No, no se engañe el lector, esta crueldad, este desprecio hacia el bien común, hacia el bienestar de los ciudadanos, no es perverso, responde a una causa aún más noble que el amor patrio, que el respeto a los ideales o creencias religiosas: el lucro personal. Ese es el primer mandamiento, y el único, llegado el caso, por el que se rige el llamado «neoliberal» en economía: forrarse a costa de lo que sea, por encima de lo que sea y aplastando a quien se ponga en el camino. «¿Y si se hunde España?». «Que se hunda». Y esto último no lo digo yo, lo dijo con esas mismas palabras nada menos que Cristóbal Montoro, flamante ministro de Hacienda, en los pasillos del Congreso a una diputada de Coalición Canaria[36]. Eso sí, tras manifestar su disposición de hundir España si fuera preciso con tal de hacerse con el poder, tuvo un gesto de generosidad y remató la frase con un mensaje de esperanza: «Ya la salvaremos nosotros». O no, que dirían en mi barrio. De todos modos, se adivina la catadura de este aprendiz de superhéroe, que primero causa la catástrofe siendo machaca[37] y luego se presta a la reparación si le hacen jefe. Un saboteador en toda regla.

Paréntesis necesario

El paradigma de esta política de destrucción y posterior reconstrucción la vimos en lo que se llamó «guerra de Irak». Digo «lo que se llamó guerra» porque sólo había un bando[38]. Al ejército iraquí le obligaron a destruir su arsenal de armas bajo la amenaza de la guerra y, posteriormente, una vez desarmado, su país fue invadido. El destrozo causado en las ciudades ya no tenía justificación alguna, la infantería pudo entrar en Bagdad como los peregrinos del Camino de Santiago, oreándose. Digo que la destrucción de las ciudades no tenía justificación desde el punto de vista estratégico, militar. Claro que como los invasores le iban a cobrar al gobierno resultante de aquella debacle la reconstrucción del país, no repararon en gastos a la hora de destrozarlo todo. A mayor daño, mayor beneficio. Tampoco se sujetaron a la hora de saquear los museos en un acto de barbarie del que no se ha hablado en absoluto y que ha causado un daño irreparable al patrimonio de la humanidad. Del Museo Nacional de Bagdad fueron robadas 180 000 piezas, no quedó prácticamente nada.

¿Cómo van a pagar los iraquíes la reconstrucción de su país? Con el petróleo que saquen durante muchos años. Como el petróleo continúa en manos iraquíes, para los invasores queda demostrado que la intención no fue quitárselo, como afirmaban los que se oponían a la guerra. Eso sí, el dinero que produce su venta va a los bolsillos del que les llevó la democracia y les liberó de la tiranía de Sadam Husein, Estados Unidos[39]. En la declaración de guerra, George W. Bush no estuvo solo, iba acompañado de otros tres personajes que, como los hermanos de Manolo Escobar, hacían de palmeros de lujo. Su función era atenuar la imagen de país genocida e imperialista que hubiera dado Estados Unidos llevando a cabo una acción tan cruel en solitario. Recordemos que la excusa para entrar fue aquella mentira, ahora reconocida, de que en Irak tenían armas de destrucción masiva. Al contar con otra potencia europea, Reino Unido, y dos comparsas, Portugal y España, el cartel del festival quedaba bastante completito. Hemos dicho Portugal y España aunque, por insólito que parezca, fue una decisión personal de sus presidentes al margen de sus respectivos pueblos, a los que no representaban, puesto que los ciudadanos de esos países estaban en contra de la guerra, en algunos casos, como el del pueblo español, en un 95 por ciento. «Eso es menos de los que creen que Elvis está vivo», dicen que manifestó Tony Blair en tono jocoso, como la ocasión merecía, al enterarse del escaso apoyo que tenía la declaración de guerra en nuestro país. Sí, una de las cosas que sorprendían era lo felices que se les veía en las fotos, siempre riendo. No debió de ser casual; alguien, algún asesor, escogió la imagen que se difundió a los medios de comunicación, conocida como del «trío de las Azores», aunque, en realidad, eran cuatro, pues también estaba Durão Barroso[40].

Así llegamos al fin del paréntesis necesario, con el que queríamos ilustrar, con un ejemplo reciente, esa actitud despótica de gobernar de espaldas al pueblo para llevar a cabo cualquier barbarie que fulmina la esencia del sistema democrático.

El ciudadano, decíamos, siente admiración por el superior, en tanto aspira a ocupar su puesto, y en la demostración de ese afecto reduce su condición humana al escalón más bajo, situación que aprovecha el poderoso en ese espacio sadomasoquista para proyectar sobre él todo su desprecio. Se crea así un círculo vicioso según el cual cuanto más se humilla el débil, más somete el fuerte.

El caso más próximo es el del «pelota», que se convierte en una simple herramienta en manos del adulado (casi siempre un superior), que jamás manifiesta afecto por el adulador.

Un exponente al que hace referencia el título del capítulo es el trato que tradicionalmente ha dado el señorito, ahora llamado pijo, al servicio. Era frecuente piropear delante de los invitados a la «chacha» cuando traía la sopa a la mesa, si esta no era agraciada o estaba gorda. La hilaridad disimulada de los comensales provocaba el rubor de la chica, que no tenía más remedio que participar del jolgorio devolviendo una sonrisa o un comentario jocoso, legitimando así la broma y con ella el derecho del señorito a reírse del servicio siempre que le viniera en gana. Claro está que ese mismo comentario proferido por un igual se haría merecedor de una bofetada. Esa es la relación que se mantiene desde el poder con los subordinados: desprecio al de abajo.

En este juego donde el poder no tiene más sentido que su ejercicio, las muestras de crueldad se manifiestan a la menor oportunidad para dejar claro quién es quién, como si no fuera evidente. Para que esta relación se perpetúe, aparece un factor que somete al siervo evitando que su odio se materialice en actos de venganza: el terror.

En otros tiempos, cuando no se daban explicaciones (ahora tampoco, pero existe el derecho a pedirlas, que tranquiliza mucho), la práctica del terror desde el Estado era más evidente. Todo era Tercer Mundo, no había ni primero ni segundo[41], y la vida no tenía valor. En ese estado de cosas, el terror era la norma, la vida estaba a completa disposición del amo. Uno metía la pata y desaparecía del mapa.

Nuestro estatus ha cambiado y obliga a una estrategia diferente. Se crean nuevas formas de terror para perpetuar el poder y sumir a las masas, a pesar de su descontento, en el conformismo.

Hubo un intento, al terminar la segunda guerra mundial, de apaciguar al personal por las buenas. Mentes brillantes tuvieron una gran idea: ¿y si les damos algo? Así nació el Estado del bienestar.

Sometiendo al insumiso (una breve historia de la humanidad)

La invención de las máquinas trajo consecuencias imprevistas. Una de ellas fue el nacimiento del obrero industrial, que a diferencia del campesino vivía en torno a las fábricas y en permanente comandita con sus compañeros. Además, su capacidad laboral se multiplicó con la sofisticación de la herramienta y los obreros observaron que recibían una proporción muy pequeña de lo que producían. Surgió el descontento y con él los líderes y teóricos revolucionarios, que les llamaban proletarios, término que ya usaban los romanos para referirse a los que no tenían propiedades pero sí capacidad reproductora y cuya prole nutría los ejércitos del imperio.

Este proletariado, al caer en manos de los líderes revolucionarios que le inculcaron la conciencia de su fuerza para cambiar las cosas, hizo una revolución en Rusia que llevó al poder, por primera vez en la historia, a los desgraciados, los pobres, los míseros, la famélica legión que es como los define La Internacional.

Los líderes de Occidente se asustaron y, a pesar de estar convencidos de que el experimento no duraría mucho, lo intentaron asfixiar desde fuera. Las fuerzas afines al régimen zarista se levantaron contra las tropas rojas con el apoyo de los ejércitos de Estados Unidos, Japón, Francia y el Imperio británico. Querían evitar una revolución a nivel mundial, y provocaron una guerra civil que duró más de cinco años (1917-1923), pero, ante su estupor, tras alzarse con la victoria en esta contienda, la doctrina revolucionaria no sólo se afianzó sino que además se fue extendiendo por el mundo. El Manifiesto Comunista se convirtió en el catecismo de los obreros a principios del siglo XX. Por primera vez había una alternativa a la relación entre el poder y la propiedad, que eran consustanciales desde el origen de los tiempos[42]. La propiedad implicaba poder y viceversa. Se abolió la propiedad, derecho en el que estaba basada nuestra civilización. ¿Podía un «desgraciao» que no tenía donde caerse muerto mandar a un señorito? ¿Osaría el muerto de hambre hablar de tú al amo? La entrada de las masas sublevadas en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, con la posterior ejecución del zar y toda su familia, niños incluidos, marcó un antes y un después en la historia de la humanidad. Ese potencial devastador se encontraba repartido por todo el orbe y ningún poderoso volvió a sentirse seguro, las patas de los tronos comenzaron a cojear. Tamaño desmán no tenía antecedente ni parangón.

El pulso al poder establecido ya estaba echado.

El sistema tradicional tuvo que ponerse las pilas para demostrar a los obreros que se vivía mejor en la opresión que en la emancipación y comenzó a hacer concesiones. Se decidió dar otra forma a la relación ancestral amo-currante, que hasta ese momento no difería demasiado de la esclavitud, salvo que no existía la propiedad del individuo (tampoco era necesaria, los curritos eran reemplazables). Había que frenar como fuera el auge de los movimientos obreros que crecían como la espuma por toda Europa exigiendo lo intolerable: derechos. La cosa llegó a tal extremo que hasta las mujeres se apuntaron a la idea de la participación y surgieron movimientos «sufragistas» que consiguieron el derecho al voto para la mujer en el siglo XX. En España no pudieron votar hasta la Segunda República (1933). Sólo la Iglesia católica, en su seno, fue capaz de mantenerlas en su sitio[43].

El principio de acción y reacción

El poder tradicional, ahora llamado «derecha», se puso manos a la obra para paliar este «sin dios», unificó sus fuerzas para acabar con la amenaza de la revolución. Elaboraron todo tipo de experimentos con tal de no dar su brazo a torcer, para que se mantuviera la relación de fuerzas. Lampedusa lo definió de forma precisa en El gatopardo: «Que todo cambie para que todo siga igual».

Una consecuencia de sus experimentos para frenar el auge revolucionario fue ese disparate llamado Hitler. A los mandatarios europeos, en principio, les parecía un tipo estupendo, a fin de cuentas era uno de los suyos: lo fabricaron para combatir la proliferación de comunistas y socialistas. Pero, como en el mito de Frankenstein, el monstruo acabó rebelándose contra su padre creador y se lo zampó. La broma se cobró veinte millones de vidas y la destrucción de Europa.

España, una vez más, fue different, y tras ser laminada por el ejército rebelde comandado por Franco, Mola y Sanjurjo, que se levantó en armas en 1936 con el apoyo del ejército nazi alemán y la colaboración disfrazada de neutralidad del resto de las democracias europeas, España, decíamos, le ayudó y ensalzó como héroe defensor de los valores tradicionales, incluso después de muerto y tras conocerse en detalle sus crímenes. Así las gastaban los alegres muchachos de la dictadura, alguno de los cuales ha sido loado en nuestros días como «padre de la Constitución» y fundó un partido que ha llegado a gobernar con un espectacular apoyo popular. «Para que todo siga igual…».

España quedó al margen de los aires democratizadores que las tropas aliadas trajeron a Europa tras el fin de la segunda guerra mundial. Sorprendentemente, a pesar de que Franco era aliado de Hitler, pasaron de largo, no entraron aquí, ni tampoco el chorro de dólares que se dejaron para la reconstrucción de Europa con el llamado Plan Marshall, circunstancia retratada por Berlanga en su mítica película.

Los gobiernos de Occidente pensaron que les sería más fácil comprar a Franco que a un pueblo soberano, y así fue. Además, estos demócratas, en el fondo, no tenían nada personal contra nazis y fascistas, como más tarde han demostrado hasta la saciedad dándoles cobijo en su seno o imponiendo regímenes de ese corte en Latinoamérica y Oriente, siempre que se atengan a razones y sean obedientes. De puertas para adentro, pueden masacrar lo que esté en su naturaleza. Sirva de ejemplo para ilustrar lo anterior la charla, recientemente desclasificada por las autoridades de Estados Unidos, de Kissinger[44] con Pinochet, en la que el norteamericano felicitaba al general por su buen trabajo (a pesar de la cantidad de gente que se estaba cargando), pero le pedía que llevara a cabo ese «trabajo» de forma rápida para que el coste político fuera mínimo.

Volviendo al tema de Franco, si le hubieran pedido que se rindiera y dejara paso a la democracia, no le habría quedado opción, pero prefirieron pactar con él y dejarnos a la intemperie en este páramo intelectual y político de barbarie que fue la dictadura de la que proceden estos, también alegres, muchachos del «centro» que administran nuestras cosas. Fruto de ese apego a sus orígenes es comprobar cómo se saltan la ley que obliga a eliminar los vestigios de aquella masacre en plazas y calles de España alegando que el dictador y sus secuaces fueron figuras históricas[45]. El mismísimo presidente Aznar pasaba días de verano en Quintanilla de Onésimo, antes llamada «de Abajo», pero que cambió de nombre en honor a un militante fascista, Onésimo Redondo, que fundó las «legiones del amanecer», amiguetes que iban por los pueblos que estaban en manos de los militares golpistas fusilando gente a troche y moche. Los símbolos en recuerdo de aquellos tiempos campaban por doquier en la villa y según refería el expresidente, no le molestaban porque era respetuoso con las tradiciones[46]. A mí sí me molestan esos símbolos y, a pesar de que hay una ley que ampara mi gusto, eso me convierte en sospechoso radical.

Fueron los conservadores británicos los primeros que se dieron cuenta de que había que compensar a ese pueblo que se entregó en cuerpo y alma a combatir las ansias exterminadoras que llevaban los nazis en sus conquistas. Ya no servirían las migajas, el pueblo exigiría el pan tierno, y a saciar estas aspiraciones de un mundo nuevo y una democracia más real dedicaron sus esfuerzos los gobernantes de la nueva era. Poco cabía esperar de gente tan conservadora como Churchill, pero se consiguieron las bases de lo que sería el futuro Estado de bienestar. Se apostó por dar a esa «prole» una educación gratuita así como una cobertura sanitaria elemental. De disponer de los medios de producción —que es, en definitiva, lo que otorga el poder—, ni hablar, pero sí de acceder a los bienes de consumo. Se pasó de negar la menor propiedad al obrero, a ir dejando resquicios que le permitieran consumir lo elemental, lo que provocó un desarrollo notable de la industria, que se abría de este modo a nuevos clientes, a un mercado mucho mayor. En ese círculo vicioso de producción-consumo, hemos llegado hasta hoy. Nació una nueva clase de pequeños propietarios, la gente tenía cosas, no muchas. Cuando se hacía una mudanza todo cabía en un carro tirado por una mula, pero con la propiedad el personal se fue volviendo conservador y, abandonando la aventura revolucionaria, se perdió la esencia que constituía la fuerza de las masas: la «conciencia de clase». Al tener propiedades, por pequeñas que fueran, el ciudadano perdía la condición de proletario y entraba en el fabuloso mundo de la acumulación. Ya lo dicen los budistas, la felicidad y la libertad residen en el desapego de lo material.

«Mas ¡ay de ti, propietario!», ahora tienes que mantener, además de a tu prole, tu exiguo patrimonio, y en esa vorágine, lejos de liberarte de ocupaciones, contraes nuevos compromisos.

Paul Lafargue era un revolucionario anarquista francés, aunque nació en la Cuba española, que frecuentaba la casa de Karl Marx en Londres, al punto de que se casó con una de sus hijas, o sea que se hizo marxista por la vía vaginal[47], y elaboró una interesante teoría sobre la felicidad que podría aportar a la humanidad la era de la industrialización[48]. Entendía que si un trabajador multiplicaba su producción por cien gracias a las máquinas, tendría más tiempo para él. Si en lugar de hacer una alfombra al mes, con las nuevas herramientas era capaz de producir cientos, su calidad de vida se incrementaría. No calculaba el bueno de Lafargue que, a pesar de sus impresiones, el obrero seguiría trabajando las mismas horas y cobrando lo mismo. Lo que mejoró fue la «plusvalía», o sea la parte que se quedaba el dueño de la fábrica, que acumulaba un enorme «capital». Tachán, la palabra mágica.

Vemos cómo hay una pequeña perversión del lenguaje cuando se dice, cosa aceptada por todos en este mundo neoliberal, que el empresario es una «fuente» de riqueza. La fuente, como origen de la riqueza, es el trabajo de los currantes. El empresario no sería fuente sino todo lo contrario, «embalse» de la riqueza. Como suena mal nunca se expresa así. Se acepta pulpo como animal de compañía, en este caso, porque está en manos del propietario la potestad de cerrar la fábrica y, entonces, ni fuente, ni embalse, ni nada. Lo de «fuente de riqueza» se impone como definición oficial de «empresario» por lo que pueda pasar. Del mismo modo que se decía: «Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios», aunque no tuviera ni puta gracia.

Al no cumplirse las previsiones de Lafargue, el currante se ve atrapado en sus obligaciones y no le queda otra que seguir pedaleando sin levantar cabeza para llegar a la meta de fin de mes, sin más EPO[49] que la copita de coñac en el bar de la esquina. Mientras, las mujeres, en su estado marginal, se situaban en la cuneta con la bolsa de avituallamiento para que en esa carrera por la supervivencia «no faltara de na».

Así, año tras año, se llegó a la eclosión o florecimiento de la «clase media», acomodada y amiga del orden y, sobre todo, miedosa, temerosa de que venga una guerra y se lo cargue todo. Este período que estamos viviendo es insólito por lo pacífico. Ya no nos toca a nosotros, ahora las guerras se hacen a distancia, las batallas no se libran en solar propio. Los americanos[50] son unos maestros en esto. A diferencia de los torneos de fútbol, en estas lides es mejor jugar fuera de casa.

Lo del Estado de bienestar cumplió con su función y permitió que elementos de las clases sociales más bajas dieran un salto y penetraran en los estamentos de poder. Tras mucha pelea se propuso un acercamiento a la igualdad de oportunidades y la educación de la infancia se hizo gratuita, universal y obligatoria. En Europa, también la sanidad. Y no quedó ahí la cosa, el pueblo llano tomó la universidad y comenzaron a formarse cuadros de abogados, arquitectos, médicos y demás que provenían de la clase trabajadora. La conquista de los derechos sociales funcionó como un bálsamo para las mareas combativas. La disyuntiva era derechos o represión. Después de la segunda guerra mundial se alcanzó un período inaudito de paz social que en algunos países, como los escandinavos, gracias a la redistribución de la riqueza, dio unos frutos de bienestar social asombrosos.

La revolución desapareció del horizonte político en Europa. Los líderes revolucionarios seguían hablando de la inminencia de la toma del poder por las hordas proletarias, pero nadie, ni ellos mismos, creían que tal cosa fuera a ocurrir. Probablemente tampoco lo deseaban, pero se convirtieron en la liebre tras la que corrían muchos ciudadanos persiguiendo la libertad. Gracias a la lucha de los trabajadores, los gobiernos hacían concesiones con el fin de que la cosa no se radicalizara, pero de tomar el Palacio de Invierno, nada de nada.

Ese fantasma, que recorría Europa según rezaba el arranque del Manifiesto Comunista, dejó de ser una metáfora y se convirtió en una amenaza fantasma: la guerra[51] había terminado.

Apostólicos y romanos

Existe una razón que desconocemos por la que la crueldad siempre se ha cebado con nuestro pueblo. También le pasa al ruso, que está en la otra punta, debe de ser cosa de los extremos[52]. Sin padecer males endémicos diferenciales, sin tener una patología exclusiva que nos caracterice o diferencie del entorno, una cosa está clara: aquí lo malo se afianza y con mayor virulencia que en los países de alrededor.

España es el único país donde triunfó ese experimento terrible de sometimiento del pueblo que se llamó fascismo[53]. Eso, en nuestra historia reciente, pero lo que nos había pasado antes también tiene tela.

Bajo la túnica sagrada

Los teólogos no se ponen muy de acuerdo acerca de cuál es la razón, pero España, de siempre, ha sido el país favorito de la Virgen María. Algunos descreídos como el poeta Robert Graves[54] afirman que los ritos paganos estaban muy enraizados entre los primitivos habitantes de España, que ya era «una» cuando se pintaban los bisontes de Altamira, según afirman los españoles de verdad. Dice Robert Graves que el culto a María no sería más que la sacralización de los distintos ritos que se profesaban a la «Diosa Blanca», un mito mediterráneo que englobaba un sentimiento espiritual en el que la deidad suprema era femenina, antes de que los bárbaros del norte y los filósofos griegos impusieran lo masculino en todo[55].

Estaríamos entonces ante una obra maestra de la adaptación. Como el dios creador de todas las cosas no puede tener un huevo del que salir porque «en principio sólo estaba ÉL, el Verbo», y tiene que quedar claro que no salió de ninguna parte sino que ya estaba allí, pues se le adjudicó un hijo que bajó a la Tierra y fue parido como todo hijo de vecino. Como el hijo era tan dios como su padre, porque estas cosas, por lo visto, se heredan, se da la circunstancia de que la madre del hijo pasó a ser la madre de dios, con lo que ya tenemos referentes adorables de los dos géneros, masculino y femenino, y de paso misterios, que también gustan a la curia para no tener que dar demasiadas explicaciones: «Eso nunca lo sabremos», suelen decir cuando alguien ve contradicciones o milongas en lo que ellos consideran revelación y asunto sobrenatural. El tema de cómo fue concebida la madre de dios ha sido objeto de múltiples tratados y congresos donde se reunían los sabios doctores de la Iglesia católica a falta de algo mejor que hacer. Por alguna razón ganó la imagen de Leda[56] con el cisne, que, retocándola un poco, se convirtió en paloma. A este trío divino se le conoce como Santísima Trinidad, y es otro de los misterios que no alcanzaremos a comprender: «Eso nunca lo sabremos».

Aunque los católicos se atribuyen la autoría del trío celestial, ya se lo habían inventado los hindúes muchos siglos antes (la primera vez que aparece es en el segundo milenio antes de Cristo), sólo que ellos lo representan con un tridente y lo llaman «Trimurti» (incluye tres dioses: Brahma, Visnú y Shiva), pero como son más chulos, cada dios aquí va por su lado, no es uno solo. Nuestra religión católica, la verdadera, como es monoteísta, se obliga a que los tres dioses sean uno y el misterio se convierte en mucho más misterioso y, por tanto, de índole superior. Para mí, el misterio comienza en por qué en todas partes se cita al Espíritu Santo como «paloma» cuando debería ser «palomo», pero achaco estas dudas a mi condición de médico y mi profundo conocimiento de anatomía, que me lleva, paradójicamente, a entender menos las cosas y a plantearme dudas de gran calado científico y teológico.

Suerte tuvo el Espíritu Santo en caer en nuestra religión y no en el Olimpo, por ejemplo, porque los dioses griegos tenían muy mala leche, eran rencorosos y no dejaban que otros compañeros en cualquiera de sus evoluciones se fueran de rositas en situaciones tan delicadas. No arriesgo mucho al afirmar en un alarde de teología-ficción que las judías con paloma hubieran estado en el menú de ese día en la mesa de Dioniso.

Por cierto, el inventor del monoteísmo, origen de muchas religiones, entre otras la nuestra, fue Zoroastro[57], al que, oh, casualidad, se le representa en forma de ave. Quiere decirse que si la SGAE hubiera existido en aquellos tiempos remotos, el Vaticano estaría pagando un pastón todos los años.

Con estas cosillas misteriosas y en el afán de agradar y captar, se resuelven todas las posibilidades de adoración (masculina, femenina, politeísta al tener tres dioses pero que son uno, con lo que tampoco se renuncia al monoteísmo, zoolatría al incluir la paloma, e idolatría al aceptar la reproducción de imágenes sagradas)[58].

Lo mismo hicieron con las fechas sagradas: los solsticios de invierno y verano, que se iban a celebrar sí o sí, y tenían origen pagano, se reconvirtieron en la noche de San Juan y Nochebuena, fecha en la que, casualidad, nació Cristo. La SGAE sigue mosca[59].

Resumiendo, el que quiera que adore a dios en cualquiera de sus versiones, y el que no a su madre (a la de dios, me refiero, adorar a la de uno mismo podría desembocar en complejo de Edipo, que trae consecuencias catastróficas según Freud). La cuestión es que nadie se quede fuera del negocio, dicho en plan metafórico, pues de todos es sabido que la religión verdadera sólo persigue fines espirituales y si ha llegado a tener patrimonio, ha sido por una cuestión colateral, inevitable y ajena a los fines que persigue. La gente se empeña en regalarle cosas, el Estado en perdonarle los impuestos, y los obispos en poner a su nombre propiedades que no son suyas. Y así, a lo tonto y sin querer, se van haciendo con un patrimonio, mira tú. Lo que no queda muy claro es por qué el Vaticano acuña moneda, con lo que le molestaban esas cosas al mismísimo Cristo.

Tal vez el lector no sea místico y le cueste entender estos misterios sobrenaturales. Le expondré el misterio de la Santísma Trinidad con un símil cercano.

Pensemos en una cosecha de vino. Parte de ese vino lo metemos en barricas de roble y hacemos con él un gran reserva, mientras la otra parte la embotellamos. ¿Es el mismo vino? Pues sí. Lo que pasa es que el de la botella evoluciona, pero no envejece como el de la barrica, que coge tronío al contacto con la madera. El vino cosechero sería el hijo y el gran reserva el padre, pero ¡ojo!, hablamos del mismo vino. ¿Y la madre? La madre es la materia que queda en la cuba de fermentación cuando se saca el vino y es la que le confiere las cualidades, las características específicas; también se la conoce como casca u orujo y tras su destilación se obtiene el preciado aguardiente que ha dado abrigo a generaciones de campesinos antes de abordar la gélida faena invernal. ¿Qué debemos beber? Vino joven, reserva u orujo es lo mismo, lo importante es cogerse un pedo[60].

Salvando las distancias, concluimos que lo importante es alcanzar la «gracia»[61], da igual a quién se rece o escoja como guía para el camino. Padre, madre, hijo, cosechero, gran reserva y orujo son transubstanciaciones de una misma esencia, como las evoluciones de los Pokémon.

La cuestión es que a la Virgen le gustó España. Se apareció por todas partes. Es cierto que antes lo hacía con más frecuencia porque, según cuentan los libros sagrados, había motivo: venía a echar una manita a los que predicaban la palabra de dios, que, al parecer, no eran muy bien recibidos y adquirían con excesiva frecuencia la condición de mártires. En general, aquellos españoles solían darles con la puerta en las narices, como les pasa ahora a los testigos de Jehová, que van por las casas a la hora de la siesta, como si tuviéramos poco con los teleoperadores. La verdad es que tienen cara de buenos chicos, pero a los ojos de la mayoría parecen bobos, están como alelaos. El personal no entiende bien qué pintan estos fulanos vendiendo un culto de tercera cuando somos la reserva espiritual de Occidente, estando más que demostrado que nuestra religión es la verdadera.

Un rechazo similar al de los testigos de Jehová debieron de encontrar los primitivos cristianos cuando llegaron a extender la verdad revelada en este páramo de gañanes, vareadores de olivas y segadores. Especialmente obtusos se manifestaron los maños, a pesar de que hasta la ribera del Ebro llegó un primer espada como era Santiago Apóstol. La Virgen se le apareció para infundirle ánimos en su prédica con una espectacular puesta en escena que inmortalizara Goya en un lienzo. Comoquiera que entre el coro de ángeles se apareció la Virgen sobre un pilar de mármol, cogió para sí el nombre de la base que la sustentaba. Muchos teólogos piensan que ya que se tomó la molestia de descender de los cielos podría haberse quedado levitando sin necesidad de posarse porque el efecto habría sido de mayor impacto, pero estas son disquisiciones propias de eruditos y se escapan a nuestro pobre intelecto: «Eso nunca lo sabremos». En cualquier caso, sorprende que estas «mariofanías[62]» se produzcan casi siempre en suelo firme, pilar o roca, y otras veces en cuevas, como si la Virgen temiese que fuera a llover, de donde deducimos cierto carácter hidrófobo en la madre de dios. Sorprende que, paradójicamente, se saque a la calle su imagen en períodos de sequía para pedirle que caiga agua. Misterios de la fe.

La del Pilar se tiene por la primera aparición mariana, pero dada la efectividad de cara a la expansión de la «palabra» que tenían estas visiones, la Virgen se tomó a pecho su misión catalizadora de la fe y en algunos casos, como el de Fátima, se apareció varias veces con una periodicidad precisa. En este caso en lugar de un pedestal de mármol se posó sobre una encina cual ave canora. Como Virgen de la Bellota no parecía demasiado adecuado para el santoral, en este caso se prefirió escoger el nombre de la ciudad para que apareciera en las estampas conmemorativas. El árbol duró hasta 1930 porque la gente se llevaba trozos a casa, pero no por idolatría, los católicos no son de eso, sino por devoción[63].

La Iglesia no reconoce la totalidad de las apariciones. De hecho, en esta que comentamos, la de Fátima, los afortunados visionarios fueron tres pastorcillos portugueses de diez, nueve y seis años y les debió de costar tela que el personal creyera su historia. Esa es otra de las características de las apariciones, suelen hacerse en presencia de personas de intelecto menguado o en período de formación, como es el caso de estos pastorcillos.

Con el tiempo, no ha habido municipio en España que no tenga su propia aparición. No tanto de la Virgen, que se hace de rogar y valga la redundancia, como de un santo o santa, que acaba siendo el patrón del pueblo.

Estas apariciones marianas no sólo han servido para propagar la fe, sino que también han contribuido al desarrollo económico de la región elegida para el aterrizaje. Que se apareciera la Virgen era como encontrar un pozo de petróleo, por lo que son muchos los escépticos que en estos fenómenos paranormales en lugar de la mano de dios ven la del hombre vuelta hacia arriba en posición mendicante.

El mecanismo que escoge la Virgen para hacer ricos a los devotos visionarios es siempre el mismo. Primero pide oración, nunca dinero. Al cabo de un tiempo, sigue sin pedir dinero, pero sí que edifiquen un templo en su honor, exactamente en el lugar de la aparición, tiene esa manía, terreno que previamente han adquirido el vidente y sus colaboradores cuando era rústico, y más tarde el alcalde ha recalificado habilitándolo para la promoción místico-inmobiliaria. De ese modo, se hace una colecta sin ánimo de lucro que se destina a la edificación del templo. El dinero, y aquí entra la intercesión divina, empieza a llover del cielo y ya no para de caer.

Para que no nos olvidemos de lo mucho que nos quiere, últimamente se aparece en El Escorial, pueblo de la sierra madrileña con el que estaba encaprichado Felipe II y famoso por su monasterio. Pues bien, teniendo una basílica espectacular en ese monasterio, de granito eterno y sobriedad herreriana, la Virgen debutó en mitad de una finca, y esta vez escogió para posarse un fresno. Como cualquier madre, parece que tiene vetada la presencia en casa de su hijo sin avisar, así que para quitarse líos, se lo monta de picnic. Triste realidad de muchas madres que no encuentran la comprensión de su prole ni espacio en este mundo.

Mucho esfuerzo y dinero le costó a esta vidente, Amparo Cuevas, que así se llamaba la señora, que la jerarquía eclesiástica la creyera como elegida por la Virgen para ser su emisaria, más aún que a los niños de Fátima. Tal vez influyó que la señora no parecía estar muy bien de los «nervios de la cabeza». La cosa es que se congregaban a su alrededor los contribuyentes marianos, y por más que miraban, sólo ella podía disfrutar de la aparición. Su psiquiatra, Francisco Alonso-Fernández, que era el catedrático de la Universidad Complutense cuando estudié medicina, la describía así: «No diferencia la realidad de la ficción, con elementos masoquistas, y todo ello condensado en episodios alucinatorios visuales y auditivos». Pero esto es normal, ya comentábamos que la Virgen se aparece a personas de dudoso equilibrio. Si hubiera pretendido aparecerse de una forma un poco más seria, con aparato de efectos especiales, habría encargado la puesta en escena a Correa, al de la Gürtel, que ya había hecho una iluminación espectacular, precisamente, en ese mismo pueblo con motivo de la boda de la hija de Aznar. Pero esa es otra historia.

Al parecer se intentó una aparición delante de las masas que culminó en fracaso, pero a pesar de este fiasco, la cosa siguió adelante. La fe no se pierde al primer contratiempo y también es cierto que a la gente le cuesta reconocer que está haciendo el ridículo, así que las mariofanías continuaron produciéndose en exclusiva, que es como funcionan mejor estas cosas, que si no, luego empiezan a opinar los testigos y surgen especialistas, entendidos y críticos. Que si estuvo mejor el otro jueves, que si hoy se ha aparecido pero sin ganas, que si se ha cambiado el peinado…, y la parte de show acaba devorando la esencia espiritual que entraña la presencia de la madre del altísimo y lo sobrenatural de la cuestión.

La Virgen dijo que el agua de la fuente del prado de la vidente era milagrosa y sanaba. Suele ocurrir, nunca es la fuente de al lado, ni la del río, es la que queda dentro de la linde del prado propiedad del o la vidente. Ustedes me entienden.

La Conferencia Episcopal, en principio, no reconoció estas apariciones como auténticas pensando que le salía competencia y dio órdenes a sus clérigos de que no apoyaran tamaña sandez, pero cuando la cosa fue cobrando envergadura y el patrimonio creció como la espuma[64], la Virgen, ¡oh, milagro!, se hizo verdadera y a día de hoy estas apariciones cuentan con todas las bendiciones eclesiásticas y también políticas. El ayuntamiento de El Escorial, del PP, por si acaso alguien pensaba que esto pudiera ser obra del demonio, ya ha recalificado los terrenos para que se construya el templo correspondiente a toda aparición que se precie. El responsable de la jerarquía eclesiástica, monseñor Rouco Varela, que se declara fan encendido de este macroevento, es el mismo que dicta las directrices a seguir en la reforma educativa de nuestros retoños.

En resumidas cuentas, que la Virgen sigue estando entre nosotros. ¡Ay, si tuviera a bien sembrar de trigo las planicies africanas!, pero la mueven razones ocultas que ignoramos los mortales: «Inescrutables son los caminos del señor».

Esta presencia de la Virgen por nuestras tierras nos convierte en los favoritos de dios. A pesar de que la Biblia tiene al pueblo judío por el «elegido», en la escuela nos enseñaron que fueron, precisamente, los judíos los que mataron a Cristo, así que, sin lugar a dudas, hemos superado a estos teocidas[65] en el terreno afectivo del Todopoderoso.

La otra cara de la moneda

Ser «el pueblo elegido» no es precisamente un chollo, porque entraña muchas obligaciones y mandatos, todos restrictivos, que si no se ven recompensados en lo material como ocurre en el caso de Israel, que ha utilizado la Biblia como una escritura de propiedad notarial para quedarse con un país, así por lo sencillo, pues, francamente, no interesa. Que te impongan ser la reserva espiritual de Occidente, más que una «gracia» de dios, es una triste desgracia, porque carga sobre el afortunado una cruz que le conduce a una salvación eterna no negociable, a cambio de condenarle a una vida terrenal muy perra. Esta religión judeocristiana es muy represiva y culpabiliza a todo el que la abraza. La contraprestación a la represión y la negación del goce en los placeres inmediatos es espiritual y no todo el mundo es capaz de beneficiarse de ella. El personal que no está cualificado en lo místico, y que no posee una vida interior demasiado profunda, aspira a un pago más asequible, palpable, digamos.

Si dios, que nos hizo a su imagen y semejanza, pretende que no disfrutemos de los sentidos, podría habernos hecho tirando más a lo mineral, pero en ningún caso mamíferos[66]. Además, se da la circunstancia de que los demás bichos hacen lo que les da la gana, mientras nosotros, el vértice de la creación, los seres más evolucionados, no podemos sacar partido a nuestro cuerpo en la cuestión llamada carnal. Algo falla cuando los más listos son los que peor lo pasan. Por si fuera poco, nos encontramos con que hay un solo dios, todopoderoso y que está por encima de todas las cosas, lo que impide cualquier posibilidad de debate. Su palabra es dogma de fe y, además, no se explica bien[67].

Los hindúes tienen millones de dioses, no están todos censados porque es imposible, muchos se han perdido en el camino porque la afición les ha dado de lado. Sólo en la primera liga juegan unos trescientos. Como vemos, en el hinduismo, y también en el budismo, la cuestión religiosa es más elástica y uno se puede acoger a la protección de un dios acorde con su estilo, tolerante o de mala leche. Hay dioses buenos y dioses malos[68], como en la mitología griega, y eso les humaniza. Tienen defectos.

Nosotros hemos tenido mala suerte, nos ha tocado una religión de las que ellos llaman «del libro». Son la cristiana, la musulmana y la judía, con sus distintas sectas, cismas y escisiones. Ya saben, unos creen que la madre de dios es virgen, otros que no… y, en fin, con estas cosillas fundamentales para la vida de los humanos se van creando religiones y más religiones.

Nosotros, los del libro, tenemos la orden divina de imponernos sobre el infiel, lo que ha sido causa y coartada de todo tipo de saqueos, tropelías y catástrofes inconmensurables a lo largo y ancho del planeta. Cuando se actúa en el nombre de dios, todo vale, no existen barreras morales, derechos humanos ni convenciones internacionales. Hoy lo vemos en las acciones de Al Qaeda. También en las dictaduras del Cono Sur americano, donde generales civilizados, muy católicos, en el nombre de dios, asesinan sin recato. Tiran personas vivas al mar desde aviones, como en la dictadura argentina de Videla, en presencia de sacerdotes que bendicen a los que son arrojados para que el tránsito al otro mundo les resulte más llevadero; en un acto, según ellos, de piedad. Puesto a pedir piedad, yo hubiera preferido un paracaídas o, al menos, la condena de esta barbarie, en lugar de la bendición. También en el nombre de dios, los militares dejaban morir en las mesas de los quirófanos a las subversivas que parían para arrebatarles sus hijos y distribuirlos entre personas de fe y orden, de nuevo con la colaboración absolutoria y santificadora de la Iglesia. El papa Francisco[69] nos podría contar detalles de aquellos días; estaba allí en medio, con los militares, bendiciendo. Daba la comunión a Videla otorgándole el perdón celestial. En su día fue acusado de delatar y quitar la protección a sacerdotes que, más tarde, fueron secuestrados por la dictadura. El sacerdote jesuita Francisco Jalics, secuestrado durante cinco meses por los militares, acusó al entonces jefe de la orden Jorge Bergoglio de estar detrás de esas denuncias, tras consultar decenas de documentos oficiales. Cambió su testimonio cuando Bergoglio fue elegido papa. Otro sacerdote, Emilio Fermín Mignone, que fue decisivo en la liberación de estos jesuitas, dijo del hoy papa Francisco: «¡Qué dirá la historia de estos pastores que entregaron sus ovejas al enemigo sin defenderlas ni rescatarlas!». Pues no dirá nada, padre, porque su historia, como la de tantos otros, será borrada y reescrita.

Aquí, en España, el golpe de Estado de Franco que trajo una dictadura de cuarenta años tuvo la calificación de santa cruzada, a pesar de que fusiló a curas que no eran de su cuerda. El general Mola, de una tacada, se pulió a catorce curas vascos. Cuando el Vaticano canonizó a los curas que mataron durante nuestra guerra civil, no se les incluyó, se alegó que no murieron por «odio a la fe», sino por «cuestión política» y, como dijo Mola en su día, por «separatistas». Por no estar en el bando de los buenos les han sacado de la estampita[70]. Dios siempre está con los golpistas, debe de ser de derechas o de centro y, lo que es seguro: es partidario de la unidad de España. También de las dictaduras en Latinoamérica. Eso explicaría la tibia reacción del Vaticano al asesinato del arzobispo Romero, así como del filósofo y teólogo Ignacio Ellacuría, asesinado junto con otros cinco jesuitas, una mujer de su servicio y su hija de quince años por miembros de las fuerzas armadas de El Salvador.

A nosotros nos tocó la china de la religión católica. Los chavales de ahora no saben lo que es el catecismo, aunque como siga así la cosa van a tener que aprendérselo de memoria, como en los buenos tiempos del nacionalcatolicismo.

En la «salve», oración fundamental, ya se define lo que nos espera cuando nos dirigimos a la Virgen con esta alegre presentación de nuestra condición: «A ti clamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas». Desterrados del Paraíso. Esa es la premisa, nacemos ya malditos por el pecado original, todo lo que nos pase nos lo tenemos merecido por vía genética. La cosa tiene narices: la mujer es impura y, como consecuencia, también lo que sale de ella, o sea nosotros. Yo muy puro, muy puro no soy, pero me molesta que me lo digan y, en cualquier caso, no acepto la condición de responsable civil subsidiario de una mujer que vivió hace más de cuatro mil años, que hablaba con serpientes y cuyo pecado fue robar una manzana de un huerto.

Es todo metafórico, me dicen, no puedes interpretarlo al pie de la letra. Veamos, pues, de qué árbol robó la Virgen el fruto. Así define el momento el Génesis: «Cuando la mujer vio que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y que el árbol era deseable para alcanzar sabiduría, tomó de su fruto y comió. También dio a su marido, que estaba con ella, y él comió». Era el árbol que proporcionaba sabiduría, también llamado de la «ciencia del bien y del mal». O ando yo muy errado o lo que quería el creador en el Paraíso eran seres ignorantes y sumisos ajenos al conocimiento. Nuestros primeros padres fueron castigados por intentar acceder a la sabiduría. Ahora es al revés: los padres castigan a los hijos si no estudian.

Echando la vista atrás, observamos que la Iglesia siempre se ha enfrentado a cualquier avance científico, y no precisamente de forma metafórica, sino antorcha en mano y pegando fuego al invento y al inventor. Todavía hoy en día se muestran poco colaboradores y se enfrentan, por ejemplo, a los estudios con células embrionarias que podrían solucionar enfermedades graves. ¿Por qué? Porque reivindican la patente de la creación. El árbol de la ciencia no se toca.

Claro que dejar el conocimiento en manos de la Iglesia católica se presta a ligeras imprecisiones. Por poner un ejemplo, el arzobispo James Ussher calculó que el año de la creación, la edad del universo, era el 4004 antes de Cristo, y la expulsión de Adán y Eva ocurrió el 10 de noviembre de 4004 antes de Cristo[71]. Con parte de la fecha estoy de acuerdo, lo que no tengo muy claro es que fuera en noviembre. Esto del cálculo del arzobispo Ussher puede parecer una broma, pero es verdad y se lo toman muy en serio. Para calcular la cifra fue sumando la edad de los que forman el «reparto» de la Biblia y eso es lo que le salió. Tamaño descubrimiento se produjo en el siglo XVII y la Iglesia se sentía orgullosa de su hallazgo mientras metía caña a Galileo y Copérnico. Todavía muchos «creacionistas», que así se llaman, dan por válidos y defienden estos datos. Uno de los fervientes creacionistas contemporáneos es George Bush Jr.,[72] el presidente de Estados Unidos de la foto de las Azores. El hombre más poderoso de la Tierra. ¿Nos extrañamos de estar como estamos?

La teoría del Big Bang cifra la edad del universo en 13 800 millones de años. Si comparamos este dato con el que obtuvo Ussher sumando la edad de los profetas, 4004 años, podemos afirmar que, además de poco científicos, estos muchachos de la sotana se permiten un margen de error bastante amplio.

Valle de lágrimas

Volviendo a la salve, el mundo se define como un «valle de lágrimas». Tiene buena pinta.

Así, no debemos preocuparnos ni rebelarnos contra el que nos oprima, porque este sufrimiento es pasajero, en la resignación y la humildad encontraremos el camino a la vida eterna. Hay que reconocer que, desde el punto de vista del sometimiento, es la religión perfecta. Y puestos a someter, podríamos decir que los españoles somos «los putos amos».

George Carlin define muy bien este tema, dice que de todos los timos de la historia, la palma se la lleva la religión, que nos ha convencido de que existe un hombre invisible que tiene una lista especial con diez cosas que no quiere que hagas, y si te saltas la prohibición, te reserva un lugar lleno de fuego, humo, calor, tortura, angustia, adonde te enviará a vivir, a sufrir y arder y ahogarte y gritar y llorar para siempre, hasta el fin de los tiempos. Pero te ama.

Bueno, uno estaría dispuesto a invertir su vida en eso, cumplir con los mandamientos y renunciar a la existencia terrenal dejando la vida de verdad para después de la muerte, porque la vida eterna tiene la ventaja, como su nombre indica, de durar más, pero otra vez se interpone la fe. ¿Quién garantiza que esto no es un timo? Bien podría ser que utilizando un truco que ha funcionado en todas las latitudes y culturas, en todas las tribus habidas y por haber, algún listo, de nuevo, haya visto en esta historia de lo sobrenatural un gran negocio, y resulta que te pasas la vida en estado de recogimiento y santificación, invirtiendo en el más allá, para que luego te coman los gusanos y quedes reducido a excremento de larva. ¿Dónde se reclama la garantía? Si es imposible recuperar el dinero de un billete de avión sacado por Internet, aun teniendo seguro de devolución, ¿quién va a hacer caso a un mamarracho incorpóreo que habita en las frecuencias psicofónicas reclamando una parcela de cielo?

Como la oferta, no nos engañemos, no era muy buena, se creó un instrumento que acercaba al dudoso al camino verdadero por métodos más o menos expeditivos: el Santo Oficio, también llamado Inquisición. Al ser instrumento de castigo y ejecución, alcanzó en nuestro suelo patrio, como no podía ser de otra manera, su máxima expresión.

Una de las prerrogativas que concedió el Vaticano a los Reyes Católicos fue la de tener una Inquisición ad hoc. Los Reyes Católicos eran los únicos que podían nombrar inquisidores por cuenta propia. Esta Inquisición fue la primera institución verdaderamente española, pues actuaba por doquier saltando las fronteras del reino, mientras que la policía o el ejército de Castilla no podía ejercer en Aragón y viceversa. Como mucho paisano pasaba de la amenaza de la eterna condenación, inventaron este instrumento cercano y efectivo, que más que temor infundía terror.

La Inquisición se cargó a quien le vino en gana sin cortarse en absoluto, aunque hay fuentes que aseguran que todo es una leyenda negra, pero viendo el tratamiento que daban a personajes ilustres de la época, es de suponer que se cortarían bastante menos con el pueblo llano. Eso, reconociendo el delito de herejía, de brujería o similares, que, para mí, no dejan de ser coartadas para que corra la sangre y llevar la oveja al redil.

No hay acuerdo acerca del número de almas que limpió la Inquisición. Para algunos llegaron a ajusticiar en un año a 20 000 paisanos sólo en Sevilla. Otros pintan al Santo Oficio como si fuera «el tren de la bruja», donde te amagan con una escobilla pero no te llegan a dar, y para estos la misión sería ir por los pueblos llevando la risa a modo de feria ambulante con su falla de endemoniados incluida. En cualquier caso hay que destacar que los instrumentos que diseñaron para dar alegría a los cuerpos de nuestros antepasados se las traen. Sin duda están a la altura de la mente maléfica del Maligno, al que se enfrentaban. Con eso y con todo, se quedaron cortos.

Recientemente, monseñor Rouco ha anunciado la creación de un lote de ocho exorcistas porque Belcebú está haciendo de las suyas y poseyendo cuerpos a troche y moche. No sabemos si con la inclusión de la asignatura de religión en la nueva reforma educativa meterán también la formación de los exorcistas dentro de la FP.

Con la cabeza agachada por los capones que propinaban tanto el señor feudal como la Santa Providencia, iban tirando los futuros españoles.

He aquí los mimbres con los que se tejió el cesto de la sumisión, la admiración y el respeto al amo. Mas todos los abusos desatan reacciones contra el poder establecido: fueron muchos los movimientos que surgieron de esta represión constante, que desembocaron en el siglo XX en el tan extendido movimiento anarquista, ideología que cuajó en nuestro país más que en ningún otro lugar del mundo. El extranjero se sorprende del anticlericalismo que observa en España. A otros estudiosos no les sorprende en absoluto.

¿Pueblo indómito? Pues caña al mono hasta que se rompa la cadena.