A Bet, por tanto y por cada día.

A Montse, por haber confiado en mí antes de que yo misma lo hiciera.

A Imma, por todo lo que hemos compartido

y lo mucho que nos queda por vivir.

A Drisa del Tossalet, el teckel recuperado

de mi infancia, que ha dormido a mis pies mientras

yo jugaba con Lucio y Amal, veinte siglos atrás

en un punto de Hispania.

A mi abuelo Arturo, a quien nunca llegué a conocer,

por haberse comprado, antes de que yo naciera,

las obras completas de Lorca y dejarlas en un rincón

de un armario para que yo pudiese encontrarlas.

Especialmente a mi madre y a mi hermana

Núria, porque siempre han estado a mi lado.

A Maru de Montserrat, la mejor agente

—y la mejor gente— del mundo,

y a Lucía Luengo, por su apuesta.

A Sònia, por supuesto.