—No puedo ir a las fiestas de las Liberalia, no me apetece el barullo y, menos aún, ver cómo el asesino de mi maestro pasea orgulloso e impune a todos los castigos…
—Lo sé, pero el gobernador ha accedido a que nos vayamos dejando la obra bien proyectada, a cambio de una cierta imagen de normalidad. Que te vayas, pero simulando que amas estas tierras y a su gente. Para ellos, la imagen pública es fundamental: aparentar que no ha habido problemas, que simplemente regresas a casa porque quieres acabar otros menesteres…
—Claro que la amo. Una parte de mis raíces está aquí, se queda Atos y la casa de acogida, es el lugar en donde te he encontrado… Pero no creo que pueda soportar la visión de Tito haciendo uno de sus discursos y tener que aguantarlo sin poder hacer nada, sabiendo como sé ahora que mandó matar a mi maestro.
—No puedes actuar contra él, sería cambiar nuestra vida por la suya. Matar a Tito supondría nuestra muerte. En la vida a veces se gana, otras se pierde, y hemos perdido. Contamos con cierto favor del gobernador: nos perdona la muerte de Zayin y nos deja partir a cambio de una apariencia de naturalidad por nuestra parte. Hagámoslo fácil, Lucio. Un nuevo y resplandeciente principio nos espera fuera de estas tierras. Cerremos como podamos esta etapa, llena de injurias y de justicias jamás cumplidas. Así es el mundo, así es la política, así es el ámbito público. La verdad no obliga a los ejecutores de la ley a hacer justicia. Conocer al asesino no significa condenarlo. Pero está bien que sepamos quién es, que no te atormente su búsqueda, que sepas cuál es su rostro. Saber, en el fondo de ti mismo, que si hubiese una forma de condenarlo, tú la hubieras descubierto y ahora no andaría tranquilamente por Segovia…
Así, Lucio se tranquilizó y pasearon por las calles de la ciudad que celebraba las fiestas dedicadas a la fertilidad y al vino: de nuevo, los sacrificios, las procesiones y, en esta ocasión, las canciones obscenas dedicadas al dios Baco. Las calles eran una exaltación de vino e hidromiel. La música acompasada llenaba los espacios de una ciudad forzada a divertirse.
Una vez más Tito, satisfecho y ejerciendo de pater familias de toda Segovia, se dirigió a Lucio con un efusivo saludo y le dijo, susurrándole:
—Tú has perdido a un maestro, yo he perdido a un familiar, Zayin. También perdí a mi esclavo Atos por dejarme seducir por tus palabras.
—Tienes suerte de que ame mi vida, porque si esta no me importara, acabaría ahora mismo contigo. Voy a irme de Segovia en silencio y sin poder denunciar tu crimen, pero no compares la pérdida de Zayin, que había intentado matarme y que junto a ti mató a Arístides, con la muerte de un hombre honrado que no permitió que te lucrases con dinero público.
—No dar su tajada al verdadero amo de Segovia es quizá más inapropiado que intentar matar a un pobre diablo como tú.
—Aléjate de mí, Tito. Te condeno a vivir con recelo y miedo a partir de ahora. Cuando esté en Tarquinia, buscaré la forma de matarte. No lo dudes: un accidente, una muerte fortuita… La posibilidad de morir te acompañará desde ahora y para siempre. Evita caminar por calles solitarias y, si lo haces, mira siempre para atrás. Me reservo el día de matarte como el triunfo supremo de la justicia al que no renuncio.
Tito lo miró con miedo. Sabía que no mentía, pero ya pensaría en ello en otro momento. En principio, podía evitar cualquier amenaza a cambio de incendiar la casa de acogida de niños con Atos dentro. Exacto, mientras hubiera algo tan valioso para Lucio como la casa de niños, no tenía que preocuparse. Alzó la cabeza, feliz y satisfecho de descubrir las debilidades de su adversario con tan poco esfuerzo. Desechó el miedo y se dirigió a la tarima para proferir su discurso. Ataviado con joyas y una túnica púrpura, profusamente perfumado, parecía la ostentación hecha carne.
—Pueblo mío, hoy no sois mi pueblo, sino mis amigos y mis hermanos. Mientras el navío está a salvo, es el momento en que el marinero, el timonel y el resto de la tripulación muestren su empeño y tengan cuidado de que no zozobre por malicia o negligencia. Pero también debemos descansar y celebrar la vida.
Lucio no se lo podía creer, estaba falseando las palabras de Demóstenes en su Tercera Filípica. Aquel fragmento, textualmente, acababa con «pero si el mar ha superado al navío, entonces cualquier esfuerzo es inútil» y, en cambio, él lo había acabado con «debemos descansar y celebrar la vida». En sus manos todo se tornaba banal y absurdo.
Las palabras no pronunciadas de Demóstenes explicaban exactamente cómo se sentía él. El mar le había superado, el navío zozobraba por la malicia de Tito y todo empeño era inútil.
Cogió a Amal por el brazo, ella le devolvió el contacto con una caricia y una sonrisa amorosa y abierta, un beso y un cariñoso apretón de mano. El rostro de Lucio, endurecido e inexpresivo, estaba surcado por las lágrimas.
—Volvamos a casa, Amal.
Mientras regresaban con la mayor de las impotencias, de pronto se oyó un tumulto, gritos, gente corriendo en todas direcciones. Alguien chilló y de lejos oyeron un grito: «¡Han matado a Tito! ¡Han matado a Tito!»