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Parecía que el mundo estaba justo en su lugar. Uno en el interior del otro, en la piel del otro, en sus ojos, en sus pensamientos y a la vez, ubicados y centrados, orientados respecto a las perfectas coordenadas de la vida. ¿Acaso aquello sería el intensificador de la existencia, la posibilidad de una plenitud de sentido que ambos habían buscado siempre?

Pero persistía la deuda con Arístides. Los cabos sueltos de su muerte seguían pendientes, sin aportar aquella calma que solo ofrece una solución, un nombre. Aquella mañana, mientras Lucio estaba en la obra, Amal se dirigió al estudio del maestro. Hubiera sido fantástico compartir con él todo lo que estaban viviendo. Sentada, miró largamente las paredes y evocó los recuerdos, todo lo que le gustaría decirle. Cruzaban su mente las imágenes de la pasión compartida durante los últimos días, las ganas de ver a Lucio, una cierta impaciencia de él cubierta de alegría, las sensaciones que tenía en su cuerpo, como piruetas de fuego en la boca del estómago, sonrisas que cruzaban su rostro como nubes en el cielo. Revivía el recuerdo preciso de cómo él buscó por su cuerpo todas las cicatrices, las mimó y acarició suavemente, con delicada ternura, tanto con las yemas de los dedos como con la piel de sus labios.

Estaba recordando todo aquello en el estudio del maestro, que tenía una pared pintada con el fresco de un jardín. De pronto, mirando la pared sin enfocar la vista, una señal le hizo prestar mayor atención: tres puntos dibujaban un triángulo en un pequeño espacio de la pared, perfectamente disimulados en el fresco, que imitaba un jardín con naranjos, pinos, palmeras, flores y frutos. ¿Qué hacían tres puntos allá? Sabía perfectamente qué significaban, era una de las marcas de cantero, una de las que tantas veces había analizado para buscar secretas conexiones, un triángulo equilátero formado por tres puntos. Amal se acercó al dibujo con cautela y la máxima atención, como si estuviera a punto de encontrarse con algo que lo podía cambiar todo o no significar absolutamente nada. Golpeó suavemente la marca de cantero dibujada. El sonido era hueco. Lo comprobó golpeando en otros lugares y el sonido era diferente, compacto y sólido. Inmediatamente, cogió un cincel y un martillo y empezó a excavar la zona: la pared cedió y en la cavidad encontró una caja.

Dentro había una nota de puño y letra del maestro, de Arístides.

«Estos. Los únicos que tienen motivos para hacerlo.»

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Una nota escueta, pensada para que, si alguien la encontraba, no pudiera entenderla. Pero ella sí: las dos marcas de cantero que señalan directamente a los asesinos del maestro.

Pensar, pensar, pensar…

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Una I, ¿qué es una I? Depende del alfabeto: Dio lugar a la letra griega «dseta». Es la séptima letra del alfabeto hebreo. Y, según el alfabeto fenicio, este signo significa «Zayin», o sea «puñal». Así pues, uno de los asesinos del maestro era Zayin.