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Lucio quiso encargarse personalmente y en exclusiva del cuidado de Amal. La sumergió en agua fría para hidratarla, luego en agua más tibia. Luego, esparció cada hora aceites por su piel y vio que, en cada contacto, Amal se estremecía como un animal herido y asustado. A pesar de ello, él lo siguió haciendo, hora tras hora y ella lo toleraba con cara inexpresiva y, de tanto en tanto, asustada.

Amal no dijo nada durante días. Y Lucio, simplemente, permaneció a su lado. Se olvidó del acueducto, del asesino del maestro y de todo lo que no fuera cuidar a Amal y estar junto a ella.

Intentó dormir a su lado, pero Amal le dijo que prefería que lo hiciera en otro diván, que necesitaba espacio para poder respirar.

Localizó todas las llagas de su cuerpo y consiguió un ungüento, una pomada cicatrizante y desinfectante, que le aplicaba cada mañana, tarde y noche después de lavar concienzudamente cada una de las heridas.

Un día, cuando Amal ya estuvo recuperada, pero aún lejos de ser ella misma, Lucio depositó sobre su diván decenas de pergaminos para que los leyera.

Amal leyó los poemas y cartas de amor de Lucio, que le había escrito de su puño y letra desde pocas semanas después de que llegara a su casa. Lucio era delicado en la forma de amarla y rotundo en cuanto a lo que sentía por ella. Eran cartas que hablaban de todo lo que hablan las cartas de amor desde el principio de los tiempos y así continuarán hasta el final: Cómo la echaba de menos los días en que la veía poco, cómo el mundo estaba a trasmano sin ella y cómo los lugares le eran más hostiles. Hablaba de su deseo por ella o lo cerca que se sentía cuando hablaban largas horas. Le explicaba cómo y por qué la admiraba tanto. Y lo hacía con palabras adecuadas y con metáforas y adjetivos fulgurantes. Le expresaba todas las razones que tenía para amarla y que su amor era tan grande que no cabía en las palabras.

Amal cogió todos los pergaminos, los abrazó y leyó y releyó durante horas, durante el resto del día hasta que la venció el cansancio y la noche. Pero, al primer atisbo de vigilia, se despertó de nuevo con la urgencia de seguir releyendo todas las cartas. Las leyó una y otra vez hasta convertir cada una de sus palabras en sustancia de su propia memoria.

A la mañana siguiente, Lucio encontró unos pergaminos para él. Estaban escritos desde el primer día en que ella había llegado a su casa. Amal escribía sus sensaciones, como un instante en que se rozaron la piel caminando, cómo cambiaba la luz cuando lo veía; pero sobre todo explicaba cómo se sentiría cuando lo perdiera y que añadiría su nombre junto al de su madre y su padre. El momento más emocionante fue la última carta, que ya había escrito durante la recuperación, donde le explicaba sus últimos pensamientos durante la noche en que creía que iba a morir, y que no tuvo ninguna duda de que quería estar a su lado.

Después de tantas cartas, leídas por separado y en silencio, a pesar de que fuera algo embarazoso, debían mirarse cara a cara, desde los cuerpos, porque a diferencia de las palabras, ellos sí que tenían piel, labios y manos.

Lucio sonreía.

—¿Y bien? —dijo con cara de no poder disimular una cierta vergüenza, propia de alguien mucho más joven.

—Te amo, Lucio, pero no sé cómo amarte. El pasado está muy cerca de mi presente. Cuando era pequeña sentía que no era prevista en ningún lugar, pero que a la vez no tenía la posibilidad de pasar desapercibida: llamaba la atención al mismo tiempo que despertaba el desprecio. Añoré a mi madre hasta el punto de sentir que me moría, y a la vez quería morirme por sentir que la había matado. Fui cuidada por esclavas que, sin sentimiento, se ocupaban de mí poco y mal y crecí como una mala hierba del campo. Por la noche me cogía yo misma la mano y me acariciaba el brazo imaginándome cómo sería que alguien me abrazara, me acariciara y me cogiera la mano. Todo lo que he amado es lo que me ha herido: mi madre a quien no conocí, mi padre que me abandonó, el país que me vio nacer y me expulsó. Todo lo que vivo, los días en la obra, esta libertad, el hecho de confesarte mi amor ahora, me parecen vivencias que no son más que sombras que alimentarán mis recuerdos unidos siempre al dolor, al vacío, al exilio, a la nostalgia…

—Yo no puedo regresar al pasado y cuidar a la niña que fuiste, la que perdió a su madre, la que tuvo que huir de su casa por el desprecio, la joven insultada… Solo puedo darte todos mis días y todas mis noches a partir del día que decidas.

—Te amo, Lucio, pero no sé cómo hacerlo.

Las cosas no habían ido como Lucio deseaba: unas palabras, un convencimiento, un abrazo que disipara todas las dudas, un abrazo… El miedo había evitado de nuevo el primer beso.

Pasó el resto del día triste y taciturno. Amal no podía ser una conquista, no podía ir y convencerla, no podía reclamarla, exigirle, pedirle, no podía luchar por su amor. Se ama o no se ama, pero ella decía que le amaba…

Amal estaba bloqueada emocionalmente, se sentía paralizada por el miedo. La posibilidad de amar como nunca lo había hecho iba pareja a la posibilidad de poder ser herida como nunca antes lo había sido y, esta vez, quizá no sobreviviera.

Lucio pasó la noche en vela, pensando qué podría ofrecerle y, por la mañana, tenía una propuesta para ella:

—Amal —le dijo—, te amo incondicionalmente, con tal intensidad que me obligaría a hacer miles de cosas: tenerte, necesitarte, no estar ni un solo día sin ti, conseguirte porque sin ti me falta el aire… Pero sé que no puedo tomarte, obligarte, retenerte, porque además de necesitarte, te respeto y te admiro. Quiero sentir que te tengo porque tú me tienes a mí. Así que, después de pensarlo mucho, he decidido amarte incondicionalmente. Puedes hacer lo que quieras como, por ejemplo, coger una dotación de diez hombres que te protejan y viajar por el mundo y visitarme una vez al año en Tarquinia. Yo estaré esperándote y la posibilidad de verte llegar un día será suficiente para vivir. Puedes vivir en Tarquinia, en una casa separada, sola si lo deseas. Con solo mirarte y tenerte cerca será suficiente. Si lo que te preocupa es el amor, porque puede dolerte, pero quieres vivir el sexo, puedes tener los esclavos o los amantes que quieras. Sé tú misma y, si puede ser, que una parte de ti sea para mí.

—Necesito pensar, Lucio. Te agradezco la oferta.

Amal pasó el resto del día y toda la noche pensando. A la mañana siguiente, quiso hablar con él.

Lucio se sentía abatido. Miles de veces, como truenos lejanos, consideraba que se estaba rebajando hasta lo indecible, que su forma de amar, en vez de ser valorada, sería despreciada. Le venían a la mente las lecciones aristotélicas de Arístides, sobre la filia como el sentimiento entre personas nobles que miran de hacerse bien el uno al otro. ¿Qué bien le haría ella, si todo el amor, toda la incondicionalidad, solo servía para aumentar su vanidad, su poder? ¿Estaba creando una relación cada vez más desigual? Se estaba exponiendo hasta el límite. Pero debía confiar en ella. El amor era un acto supremo de fe, ahora lo sabía.

A la mañana siguiente, Lucio sabía que todo su mundo se reduciría a lo que decidiera Amal. Se sentó frente a ella y la escuchó con la máxima atención, con el propósito de aceptar que, dijera lo que dijese, hubiera decidido lo que hubiera decidido, sería lo mejor y lo único posible, porque salía de su voluntad, de sus querencias, de sus deseos. Y él, por encima de todo, quería escucharla, verla y quererla tal y como en realidad era.

—Lucio, yo te amo, lo que no sé es cómo responderá mi cuerpo. Me siento como un animal herido y asustado. No he recibido caricias, ni besos, me he acostumbrado a que mi piel no haya sido tocada jamás con cariño ni con deseo. En principio, soy incapaz de hacer el amor contigo. Aunque lo deseo, no puedo. El miedo es físico y emocional, a medida que me entregue a ti, sé que también te entregaré todo lo que hay dentro de mi piel…

—Creo que lo que hay debajo de tu piel es azul —dijo Lucio tocándole suavemente el brazo, pasando dulcemente el dedo índice sobre una vena de un azul cobalto, que perfiló delicadamente y, a continuación, besó esta zona del brazo.

Ella se quedó inmóvil por la emoción y por el miedo.

—¿Te parece que empecemos, de modo que te familiarices con mis manos y mi tacto? —dijo Lucio—. ¿Te parece que te dé mis manos y hagas lo que quieras con ellas? Yo simplemente te las doy y me acuesto a tu lado.

Aquella noche, Amal miró las manos de Lucio durante mucho rato, acarició sus dedos, besó sus nudillos y se las puso en el pecho mientras lloraba, porque jamás se había sentido de esa forma. Lucio sabía que simplemente debía estar quieto, aunque se moría de ganas de acariciarla.

Durante tres días y tres noches, Lucio no se movió del lado de Amal. Realmente no se movió, permaneció inmóvil mientras ella le besaba el cuello, o descansaba la cabeza sobre su pecho, o le ponía las manos en la cara para perfilar sus rasgos. Luego llegaron los besos, estuvieron un día besándose y abrazándose. Y finalmente, cuando Lucio ya pensaba que no podía haber una felicidad mayor, porque estaba tan cerca de ella que no quería que el deseo estorbara la comunicación entre sus almas, ella le dijo que estaba lista y que lo deseaba.

Lucio la amó con todo su ser, con lo mejor de sí mismo. Las caricias, los besos, las miradas, todo resultaba tan profundo y excitante, que era como navegar juntos en un mar de piel, labios, manos, miembros, emociones y sentimientos, con olas cada vez más profundas e intensas, cada vez más rápidas, cada vez más imparables, hasta que la sal que estallaba contra las rocas les inundó la garganta y el cerebro y creyeron morir de amor, de placer, de agradecimiento al mundo.

—Explícame el amor como nunca antes lo hayas hecho —le pidió Amal.

—El amor, el amor… Qué difícil es definirlo y hablar de él, pero lo intentaré. Si te refieres al amor como necesidad, como cuando dices «no puedo vivir sin ti», como un sentimiento que puede albergar dolor, desesperación, celos, drama y la máxima intensidad posible en todos los ámbitos de mi ser, entonces puedo decirte que te amo con este amor que puede ser tan hiriente.

—Te repites, amor mío, y solo callas si te beso.

—Jajajá. ¡Eres tú quien me ha preguntado!

—Sigue, sigue, lo harás igual…

—Si te refieres a que eres la persona con la que más me gusta hablar, compartir una comida tranquilamente, pasear y vivir una vida apacible, confortable y segura, entonces puedo decirte que también te amo con este amor compenetrado, tranquilo y sereno, de haber llegado a casa y no desear apartarme de tu lado jamás.

Amal no contestó, se limitó a mirarlo como al ser más precioso que jamás había conocido y con su máxima ternura empezó a besarlo de nuevo. Las caricias y los besos volvieron a hacerse más profundos y, sin apenas darse cuenta, dejaron de lado las conversaciones, confesiones y deseos. Volvieron a hacer el amor, a estar abrazados y a hablar más tarde, en una circunferencia de tiempo sin principio ni fin, hasta que la vida, o algo parecido, porque así sucede siempre, les impulsaría a abandonar el lecho y a salir al mundo enamorados e imprescindibles el uno para el otro.