Amal salió a la plaza justo al mediodía. Suplicó a los dioses del tiempo que ese día de primavera fuera nublado, pero no fue así. La primavera en Segovia es fresca por las noches, pero las temperaturas diurnas pueden ser muy cálidas. Y el peor día de sol había llegado. Amal salió con el torso desnudo, los brazos atados con una gruesa y tosca cuerda de esparto. Y allí permaneció esperando a Tito.
Este se instaló en una tienda de campaña descubierta, lujosa, con manjares y bebidas, y empezó, parsimoniosamente, a comer.
Lucio sintió una necesidad imperiosa e irrefrenable de matarle. Incluso pensó en hacerlo una vez que acabara esa maldita pesadilla. Le hubiera gustado matarle con sus propias manos, lentamente, para ver cómo su cara enrojecía y se hinchaba, cómo salía espuma por su boca, cómo colgaba su lengua, cómo se asfixiaba lenta y paulatinamente y así disfrutar de cada segundo de su agonía. Pero tuvo que aguantar estoicamente la repugnante exhibición de poder, de crueldad y arrogancia de Tito.
La piel de Amal iba enrojeciéndose minuto a minuto. Hacía todo lo posible por mantener la cabeza baja, para que el sol no le hiriera los ojos, pero los brazos atados en alto cada vez le dolían más, porque el nudo estaba demasiado apretado y la piel empezaba a sangrar. Sus labios se iban hinchando progresivamente. Mientras, Tito brindaba lentamente con toda la chusma que veía el espectáculo, haciendo teatro, reverencias, saludos y charlando con cualquiera: lo importante era perder el tiempo.
Finalmente, se dignó ejecutar el castigo cuando ya había dejado que Amal se quemara dos horas bajo el sol. Cogió el látigo y con pasos firmes y movimientos acelerados empezó a fustigarla con una furia digna de sus peores momentos de enajenación mental.
Amal no chillaba, no estaba allí, se había desconectado de su propio cuerpo, tal vez estaba muerta.
Cuando acabó, Tito miró a Lucio y le dijo:
—Y ahora recoge a tu puta, si es que sobrevive. Has de saber que no me la he follado, porque me da demasiado asco, incluso que me la chupe. —Y añadió—: El castigo era de diez golpes según el gobernador pero yo la he azotado mucho más, espero que no sobreviva.
La gente se rio. Las mujeres pusieron cara de escandalizadas y divertidas y los hombres fueron a servirse vino en las diferentes mesas distribuidas por la plaza.
Lucio cogió a Amal en brazos, la cubrió y se la llevó a casa mientras por su rostro, inexpresivo y duro, se deslizaban lágrimas. Si alguien le hubiera preguntado por qué lloraba, hubiera tenido que responder que no lo sabía: el rencor, la ira, la rabia, la humillación estaban presentes, pero, a lo lejos, le hería, hasta lo intolerable, como un puñal en el alma, cualquier sufrimiento de Amal. Tenía en sus brazos a la persona por quien daría su vida.