Por la mañana, Tito se acercó con pasos seguros y satisfechos hacia su encuentro con Amal. Pensó en violarla, pero le produjo asco su aspecto albino. Podía hacer que los guardias la violaran, pero no tuvo otro remedio que descartar la idea: Lucio había conseguido salvarle la vida. Era evidente que tenía influencia sobre Publio y se guardaba una baza en secreto: la posibilidad de acusarle de su secuestro y de drogarlo casi hasta la muerte. Violar a la chica era demasiado peligroso. Si tiraba tanto de la cuerda, podía romperla, y ya le había quedado claro que Amal significaba mucho para Lucio.
Al llegar a la mazmorra, lo primero que vio fue a Amal abrazada a los dos animales. Al sentirse observada, inmediatamente se incorporó y acudió a la llamada del duunviro. Estuvieron hablando durante un rato y Tito exigió que le entregara un anillo que llevaba, el último recuerdo que conservaba de su padre, y Amal se resistió inútilmente. A continuación, Tito ordenó degollar a los dos animales delante de ella. Amal profirió un grito de horror: estos la habían salvado de un frío que tal vez la hubiera matado.
—¿No te alegras? Esto quiere decir que no morirás con ellos dentro del saco. Te he cambiado el castigo y deberás estar agradecida el resto de tu vida a mi inmensa clemencia. He resuelto revocar tu pena de muerte y condenarte solo a veinte latigazos. Le diste un solo golpe al muchacho y he decido multiplicarlo por veinte. ¿A qué hora te apetecería más que te azotara? Escoge. El último recuerdo de tu padre, el gran orfebre, a cambio de poder escoger la hora.
—Al amanecer —dijo Amal.
—¡Oh, lo siento! Será al mediodía, que es cuando quema más el sol.