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—¡Oh, qué calamidad! —dijo Tito como si un carro hubiera salpicado de barro su túnica nueva porque tenía un enorme deseo de llevar a cabo la ejecución: poner en un saco de piel el mono, el gallo, la serpiente y el perro—. Me hubiera complacido mucho ver el mono desquiciado arañándolo todo, el perro mordiendo, la serpiente picando, el gallo muerto y Amal muriéndose. Pero ella no lo sabe, no sabe nada de la orden del gobernador.

»Quiero que encerréis a Amal en la mazmorra más oscura, más húmeda y más sucia. Quiero también que en esa mazmorra haya cuatro jaulas y que pongáis en cada una un animal. Que una de ellas sea de vidrio para la serpiente, y que se coloque un saco de piel en el medio. Quiero que esté sola en esa mazmorra con los animales y que imagine su triste futuro, que sufra pensando en cómo va a morir. Todo el mundo sabe cuál es mi forma de matar a los reos.

Amal se acurrucó en un lugar de la oscura prisión, sentada y abrazada a sus propias piernas, porque el frío empezaba a incrustársele en la carne, volviendo su piel más blanquecina y compacta. Tenía que moverse. Sabía qué significaban las jaulas: el anuncio de la ejecución ordenada por Tito. Era su última noche con vida, y no podía dejar de pensar en Lucio. Maldecía el hecho de que la última noche no la pudiera pasar junto a él. Hubiera sido su deseo abrazarlo, llorar, reconocer de frente y sin dudas hasta qué punto le quería. Ahora sabía que era con él con quien quería pasar las últimas horas. Lamentaba no poder decírselo y empezó a tejer retazos de recuerdos: cómo vigilaba sus idas y venidas, la forma en que la miraba y, sobre todo, cuando le dijo que no podría borrar sus ojos del lienzo. Sabía que en sus brazos no tendría frío, que a su lado podría coser su alma con la suya, acercarse tanto a su piel que casi podría sentir que la traspasaba.

Sus ojos se cruzaron con los del perro de la jaula, que también se sentía solo y seguramente tenía tanto miedo como ella: no era un animal fiero, era solo un ser resignado a estar hacinado en un lugar tan pequeño. Luego miró al mono que con sus manos cogía los barrotes, con la misma cara de espera resignada. El gallo no podía ni darse la vuelta y la serpiente estaba enroscada dentro del receptáculo de cristal. «A todos nos queda el mismo tiempo de vida», pensó. Llamó al carcelero y le dijo:

—Sé que es mi última noche con vida y que mañana me sumergiré para siempre en el Hades. Solo te pido mantas, agua, algo de comer y que liberes a los animales excepto, lógicamente, a la serpiente.

—Puedo darte agua y liberar al mono y al perro, pero al gallo no, porque podría morir atacado por el perro y mañana deben estar los cuatro intactos para morir contigo. Llénate de pulgas con ellos, pero tengo prohibido darte comida y mantas.

Amal puso el barreño con agua en el centro de la celda. Una vez liberados, el perro fue el primero en beber, luego lo hizo el mono. La miraron con curiosidad y paulatinamente se acercaron a ella, cada vez más y, al amanecer, estaban los tres juntos, dándose calor y sobreviviendo a la noche más fría y oscura de su vida.