—¿Se puede saber qué vamos a hacer ahora con él? —dijo Lucio viéndose en una situación impensable hacía tan solo unos minutos.
—Lo vamos a torturar hasta que nos diga quién mató a Arístides y, si no nos lo dice, lo mataremos y enterraremos su cadáver —contestó Amal sin dudarlo.
—¿Sí? Muy bien, veamos lo que eres capaz de hacer. Ahora vuelvo.
Lucio regresó con un enorme cuchillo y lo puso en la mano de Amal.
—Venga, córtale dedos de una mano, una oreja… A ver si te dice algo.
Amal, con el cuchillo en la mano, lo miraba a él y al cuchillo, de nuevo al muchacho y al cuchillo.
—Que lo haga uno de tus hombres, por favor.
—No, Amal, no… Debes hacerlo tú misma. Responsabilízate de tus acciones. Véngate de las humillaciones que has recibido. Averigua la muerte del maestro. Mata a un miembro de la secta, pero hazlo tú directamente, sin intermediarios.
—No, no puedo.
Entonces Lucio desató al muchacho y le comentó:
—Disculpa el trato que te ha dado Amal. Has venido a mi casa, y me gustaría empezar de nuevo. Siento lo que ha pasado.
—No quiero hablar delante del demonio blanco.
Entonces, Lucio le dio un puñetazo en la cara, y la cabeza del muchacho pareció que fuera a volar rompiéndole las cervicales. El chico se tocó el labio sangrando.
—Esta mujer, a la que tú llamas «diablo blanco», es tan dueña y señora de esta casa como yo mismo. ¿Lo entiendes?
Lucio se incorporó y se puso bien la ropa. Sin agresividad, en un tono diligente y con ganas de acabar cuanto antes con esa situación, dijo:
—Di lo que tengas que decirnos y vete.
—Quisiéramos que dejarais, a partir del invierno, los neonatos para que los pudiéramos recoger nosotros, ya que cada año hacemos con ellos un sacrificio al dios Sol.
—Pues lamento decirte que no podré complaceros.
—Tengo un trato —dijo el joven—. El nombre del asesino de tu maestro, por dos niñas.
Lucio miró a Amal. Lo que más deseaba en este mundo estaba solo a una palabra de conseguirlo.
—De acuerdo —dijo Lucio.
—No, no así —dijo el joven—. Vendrás con dos criaturas y las entregarás en un acto ante todos los miembros de la secta. Y luego te daremos el nombre del asesino de tu maestro.
Lucio pensó que tenía lo que quería, lo que tantas veces había deseado, esta vez sí. Segovia dejaría de ser un laberinto hostil, donde era imposible situarse. Se disiparía la niebla espesa y encontraría tanto el quién como el por qué. Dejarían de ser indescifrables los atentados del acueducto, la oscura noche se acabaría y esto parecía por fin, tan cerca… Dos neonatos, dos cuerpecitos que no tenían ninguna importancia, criaturas que morían a decenas cada mes en la sucia Roma y que eran tan solo el desecho de las prostitutas de Segovia.