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El acueducto avanzaba a buen ritmo y había llegado el momento de dar un paso más en lo que estaba claro que parecía sumamente peligroso y difícil: demostrar que la secta del Sol había matado a Arístides.

Lucio decidió acercarse a los sectarios: empezaría por ir a alguno de sus encuentros para escuchar sus sermones en plena plaza. No le resultaba fácil, sus arengas eran la antítesis de todos los valores que le había inculcado su maestro. Todo se reducía a la consigna de «o con ellos o contra ellos».

Haros empezó su patética declamación anunciando el tema del que trataría, en una multitudinaria reunión a la que solo asistían hombres.

—Hoy os hablaré del mal. Del mal que está cerca de nosotros, del mal que se manifiesta. ¿Qué es el bien? El bien es que cada cosa, cada persona, haga lo que le es propio. ¿Es propio de una mujer estudiar?

—¡No! —gritó la multitud.

—¿Es propio de una mujer obedecer y parir los hijos del marido?

—¡Sí!

—¿Es propio de un hombre poder pegar a una mujer?

—¡Sí!

—¿Es propio de una piedra que, al ser lanzada, caiga en el suelo?

—¡Sí!

—Así es. El Sol sabe que es propio de él salir cada día e impartir justicia. ¿Acaso no quema al diablo blanco? ¿Creéis que lo quemaría si no fuera una aberración del diablo?

Allí estaba Lucio, oyendo eso de la mujer que amaba. El hecho de haberla tenido tan cerca durante la enfermedad hacía que estuviera como flotando de felicidad, de cercanía, de sensación de haber vencido la soledad.

Ahora se daba cuenta: era realmente difícil que llegase a ganar su confianza, y a averiguar algo. ¡Qué idea más absurda! Tenía en su casa al propio diablo. Tal vez tendría que hacer este trabajo de infiltración e investigación alguien más neutral.

Mientras Lucio pensaba esto, Haros lo reconoció perfectamente, lo recordó de cuando salvó a Amal. Después del encuentro, se dirigió a uno de sus jóvenes pupilos.

—¿Has visto al ciudadano romano que nos escuchaba sonriente?

—Sí, mi señor.

—Bien, no sé qué hace aquí, pero quiero encargarte una misión.

Ambos continuaron hablando y el joven asentía, sin dudar, a todas las explicaciones y peticiones de su líder.

Días más tarde, el joven apareció en casa de Lucio. Le abrió la puerta uno de los esclavos, y él pidió ver al amo. El esclavo lo acompañó hasta una sala donde le dijo que esperara.

En aquel momento, pasó Amal y vio al joven. Su atuendo no dejaba lugar a dudas: era un miembro de la secta del Sol por la suciedad de sus pies y su túnica llena de porquería acumulada. De repente, recordó el día en que uno de ellos la golpeó con tanta fuerza que quedó abatida en el suelo. Evocó los días en casa con miedo y todos los insultos. Los sectarios habían sido el motivo principal para que su padre no se quedara con ella en Segovia. Y una ola, no de miedo sino de rabia, inundó su ser por completo. Se acercó por detrás al muchacho y le golpeó fuertemente la cabeza. Lo hizo sin pensar, como la justa compensación de la oveja que muerde a un lobo aislado.

El joven quedó medio aturdido y Amal aprovechó para atarle.

Cuando Lucio llegó, se encontró con esta situación: Amal guardaba su presa y el joven mostraba una mirada llena de miedo y de odio.