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Lucio estaba amarrado, unos esclavos le abrieron la boca como si fuera una oca atada. Recordó algo que Arístides abominaba: la terrible costumbre egipcia de sobrealimentar las ocas para que su hígado se atrofiase. Estos animales seguían largos viajes migratorios y descansaban en las orillas del Nilo durante el invierno. Allí almacenaban sus reservas naturales de grasa y su hígado adquiría una tonalidad amarillenta y un sabor exquisito.

Le abrieron la boca para que ingiriese opio, y el sabor era tan desagradable que sintió náuseas. Recordaba sus efectos, que había estudiado junto a Arístides: al cabo de dos horas estaría completamente drogado y estaría así prácticamente un día entero. Ni él ni Arístides atribuían a las drogas ningún poder sobrenatural. No era la vía de contacto con los dioses, sino, simplemente, algo que deterioraba las facultades humanas. Lucio siempre había temido las drogas, era completamente consciente de que ya no sería dueño de sí mismo tal vez jamás. Quizá lo tendrían drogado hasta convertirlo en inútil total, y, en el caso de morir, simplemente sería el arquitecto veleidoso que se perdió en las orgías hasta extraviarse de sí mismo…

Pero la respiración, cada vez más lenta, los sueños tranquilos, el corazón batía tan lento, tan lento que apenas se oía…

Unos golpes lejanos, unos gritos, y de pronto fue despertado. Entrevió el rostro de Amal y Leukón. No supo cómo ni cuándo, pero fue lejanamente consciente de que quizá ya estaba en casa.

Durante los días siguientes, Amal no se alejó ni un instante de su lado. Mandó, sin que nadie discutiera ni por un segundo su autoridad, poner una cama junto a la de él. Se ocupó de tener agua, paños, comida, de cuidar la temperatura de la habitación, de que entrara el aire.

Durante cinco interminables días, Lucio estuvo tan nervioso que no paraba de temblar, y con unos dolores musculares y óseos terribles. Tan pronto se dormía como pasaba toda la noche insomne, con escalofríos y vómitos. Durante la segunda noche, sufrió unas intensas diarreas y Amal lo lavó y lo cuidó con una dedicación absoluta y permaneció a su lado, muy cerca, para darle calor. Fue entonces cuando supo que estaba a salvo y que viviría aunque solo fuera para recordar aquel momento el resto de su vida.

Cuando ya estuvo completamente recuperado, Amal y Leukón le explicaron que, cuando vieron que no había regresado al cabo de tres días, irrumpieron en la casa de Tito con todos los guardias. Este negó que Lucio estuviera allí y concretamente dijo:

—¿Habéis pensado que tal vez estáis haciendo algo que Lucio os recriminará el resto de vuestras vidas? Lucio quiere correrse una buena juerga y disfrutar con los muchachos y las jovencitas. No desea que nadie le interrumpa. Necesita relajarse, ¿no veis que desde que ha llegado no ha hecho otra cosa que pensar en el acueducto e intentar encontrar al asesino de su maestro? Dejadlo en paz.

—Lo dejaremos en paz si nos dice él mismo, por su propia boca, que desea que nos marchemos.

—Su boca ahora está demasiado ocupada.

—El gobernador está en Cauca, a pocas millas de aquí. Pertenece a una generación que aún cree en el honor y fue íntimo amigo del padre de Lucio. Medita sinceramente si quieres enfrentarte a una de las familias más importantes de Roma. —Así se lo explicó Amal y añadió—: Y fue entonces cuando nos dejaron pasar.

—Y porque los veinte guardias estaban a punto de entrar por la puerta —agregó Leukón.

—Y porque Tito es un político —apostilló Lucio—, es decir, alguien capaz de sopesar cada paso en función de si le favorece o no.

—¿Por qué te drogó a la fuerza? —inquirió Amal.

—No lo sé, tal vez para vengarse de que le hubiera quitado a Atos, el único ser al que ha amado, a su terrible manera.