A pesar de que Lucio se sintiera complacido con que su principal sospecha coincidiera con el mensaje que parecía haber salido de las piedras, sabía que para lograr arrestar e interrogar al cabecilla de la secta del Sol necesitaría la colaboración de Tito.
Había llegado el momento. Hablaría con Tito Fabio. Se dirigió de nuevo a la parte alta de la ciudad, donde habitaban algunas familias de cierta posición social y económica. Allí se encontraba la casa más suntuosa de Segovia.
Se dirigió a esta casa y de nuevo fue recibido por el anfitrión. Le molestaba tener que ir a visitarle, como si no hubiera fronteras entre su función pública de duunviro de Segovia y la de ser el personaje que lideraba una oligarquía que vivía en una especie de ágape eterno: todos los comensales medio recostados, constantemente ebrios. El aire que se respiraba era denso, cálido y amodorrado. El ambiente tenía algo de cárcel de oro, como si los presentes estuvieran condenados a una quietud de la que no pudieran escapar porque los espíritus etílicos no permitían pensar con claridad y nadie era capaz de tomar una decisión práctica y radical, como levantarse y salir de aquellas arenas movedizas que a cada movimiento de resistencia hundían aún más a sus víctimas.
—Y bien, cuéntame cómo va el acueducto —preguntó Tito como si ya fueran viejos amigos.
—Su trazado está definido y algunos de sus elementos más importantes ya están previstos y en plena construcción. Será una obra de gran envergadura de la que te sentirás orgulloso.
—Y bien, ¿en qué puedo ayudarte?
—Necesito algo que no te pediría si no fuera del todo imprescindible: tengo indicios de que los asesinos de Arístides son de la secta del Sol. Quisiera pedirte que los investigaras, que hicieras algunas detenciones y algunos interrogatorios…
Tito puso los ojos en blanco, cogió aire y con voz cansada le preguntó:
—¿Cómo está Atos? ¿Sabías que su primer amo le proporcionó una educación maravillosa? —dijo esta palabra pronunciando cada sílaba de una forma larga e irónica para acabar muy deprisa y contundentemente, casi chillando—, pero desgraciadamente este murió, y fue vendido al duunviro de Segovia, o séase a mí, que lo ha tratado brutalmente hasta dejarlo cojo. Y que casi lo asesina la noche en que nos conocimos… Esta es la historia oficial. ¡Pero no puedes creértela!
—Claro que no. Él tiene buenas palabras para ti —dijo Lucio intentando calmarle y procurando que la idea de Atos no se le hiciera obsesiva—. Ahora dirige una casa de niños abandonados. Pero creo en el derecho romano y si, cuando estaba bajo tu propiedad, te apetecía azotarlo, podías hacerlo. Pero Atos es un hombre sabio y ama a los niños.
—Te diré dos cosas: por culpa de vuestra dichosa casa de los niños no dejo de tener problemas con la secta del Sol. Solo son desechos humanos, por todos los dioses, niños engendrados por prostitutas, embriones desarrollados de los que solo saldrán nuevas prostitutas y maleantes. ¿Tú sabes los problemas que tengo? Les habéis quitado las víctimas para sus sacrificios humanos. Esto puede traer problemas a la ciudad, y sabes perfectamente que lo que se haga con los expósitos no es una cuestión de estado.
—El tema de las niñas abandonadas… —dijo Lucio intentando buscar un buen argumento. Pero fue inútil porque Tito no le escuchaba, ya que seguía obsesionado con su antiguo esclavo.
—Y otra cosa en relación a Atos: ¡Yo no le he castigado por sabio! Lo hacía azotar porque me desafiaba con su arrogancia. Era tan hermoso y tan delicado… Solo quería sentirlo mío de verdad. Un día, después de haberle pegado, con el deseo de que llorara, de que suplicara, de verle asustado de una maldita vez, simplemente me miró a los ojos y me dijo sin desgañitarse: «El hombre debe aceptar lo que le acontece.» ¿No veía que yo tenía el poder de salvarle? ¿No entendía que no era al destino, ni a la suerte, que era a mí a quien tenía que apelar para que lo salvara? Era un desgraciado que disfrutaba cuando le atizaba, porque se sentía superior. Superior a mi vara, a las vicisitudes de la vida, superior al destino… Yo le enseñaría quién es superior. Quería obligarle a necesitarme, a quererme más que a su primer amo.
Lucio se dio cuenta de que Tito amaba a Atos, pero le amaba como un niño ama un juguete que destroza. Intentó calmarle, temió que la conversación fuera un despropósito tras otro, que fuera imposible conseguir lo que de verdad quería: que investigara y arrestara a los miembros de la secta del Sol. Así que le dijo tan calmadamente como pudo:
—No es petulancia, creo que es humildad y resignación. Es alguien que cree que debe soportarlo todo y no rebelarse contra las vicisitudes del destino. Es propio de la secta de los humildes, la de los estoicos. No es un desafío contra ti. Aunque la vida tenga el poder de hacerles unos desgraciados, incluso infligirles los más duros castigos, siempre les quedará el poder de resignarse imperturbablemente. Se hubiera suicidado si se lo hubieses pedido y, si no lo hubieras mandado matar, es más que posible que algún día lo hubieras encontrado muerto. Los estoicos consideran el suicidio una salida rápida y, a tu lado, puede llegar a ser necesaria. No luchan, no se quejan, pero esto no quiere decir que no sientan dolor.
—Antes de que se matara él, lo hubiera matado yo mil veces. Un día, con el deseo de acercarme a él, de ser amable, le pedí que en una sola frase me resumiera la doctrina estoica. Se quedó pensativo y me contestó de manera arrogante y sonriéndome: «Aguanta y abstente.» Yo le contesté: «Con lo que te haré sufrir, no podrás abstenerte de suplicar que pare.»
—Seguramente sonreía porque estaría contento de que te interesaras por el estoicismo. Seguramente pensaba que algo fabuloso estaba a punto de ocurrir: que su amo se interesara por esta doctrina y él podría enseñársela. Igual que había sucedido con el emperador Marco Aurelio, que quiso aprender del estoicismo. Y, seguramente, te lo dijo sonriendo porque estaba feliz de haber encontrado en una sola frase la síntesis de su doctrina. Pero ahora ¡qué más da! Lo que está claro es que a ti te irrita su desapego, su frialdad, su deseo de autonomía que tú interpretas como un desafío: es una doctrina filosófica, no un insulto a tu persona.
—En el sexo tampoco se entregaba. No sentía que me amaba, solo era mío por el miedo y el dolor. Y para no darme ni eso, ni su miedo ni su dolor, se hizo estoico, para no mostrarme emoción alguna, para no dejarse poseer, para desafiarme una y otra vez, para verlo siempre alejado, frío, impertérrito, imperturbable, tan lejos de mí, tan lejos…
De repente, se oyeron unos gritos festivos y se acercaron unas mujeres pidiendo al duunviro que se uniera a la fiesta. Mientras bailaban, le cogían por el brazo para llevarlo a la sala principal y continuar con la fiesta. Tito, al principio, rio divertido, pero de repente dijo: «Ahora no.» Las mujeres pararon inmediatamente y obedientes se fueron. Tito volvió a mirar a Lucio, pero esta vez su mirada era diferente, era evidente que había tomado una decisión inapelable. Se trataba de un capricho del último momento que ahora ocupaba todo su interés. Era un nuevo anhelo depredador que se mantenía insaciable por un único motivo: por la diversidad de las apetencias con las que alimentaba su deseo.
Por un momento, Lucio temió que hubiera decidido volver a tener a Atos. Le diría que no. Sabía que jamás se lo devolvería, ni tan siquiera para descubrir al asesino de Arístides. Es lo que hubiese querido su maestro: «Yo ya estoy muerto, Atos está vivo. Es a él a quien tienes que priorizar en estos momentos, nada cambiará ya mi muerte…»
—¿Quieres que arreste a miembros de la secta del Sol? A cambio tendrás que participar en una de mis orgías que empezará hoy y durará tres días.
Lucio sabía que no estaba bromeando.
—¿Eres un sucio estoico? —continuó diciendo Tito—. ¿Alguien a quien nada le atrae ni le perturba? Si es así, no me interesa ni ayudarte. No quiero más hombres muertos a mi lado.
—No soy ni dejo de ser nada. Intento coger de cada doctrina lo mejor para morir un poco menos necio de lo que nací.
—¡Déjate de tanta verborrea estúpida! Me recuerdas a Atos, pero desgraciadamente a ti no te puedo azotar hasta que te desmayes. El trato es el siguiente: o te quedas y haces lo que te pido o te vas tú solo a buscar al asesino de la secta del Sol. Tengo que ayudarte con el acueducto, pero no tengo que financiarte la investigación de la muerte de tu maestro. O trato o fuera.
Lucio escondía con su silencio toda la rabia e impotencia que sentía. De nuevo recordó su deseo de agradar, de mantenerse cerca del poder. Era la mejor manera de seguir con la obra y la única de encontrar al asesino de su maestro. Así que, sin pronunciar una palabra, asintió con la cabeza.
—Muy bien —dijo Tito, sonriente, y lo acercó a la sala principal. Dio unas palmas para captar la atención de todos y declaró—: Este es Lucio. Quiero que lo dejéis ebrio y seco, que le deis todas las drogas y todos los vinos y que le deis también todas las partes de vuestro cuerpo: las mujeres, sus manos cálidas, sus pechos tersos y todas sus grutas de placer.
Lo dijo grandilocuentemente. Se notaba que se escuchaba y se deleitaba con su discurso, pero que a él le sonaba a auténtica poesía.
—Que los mancebos y los esclavos también se entreguen en cuerpo y alma a hacerlo feliz. Ofrecedle vuestras duras nalgas y vuestras vergas febriles. ¿Qué es lo que caracteriza a un buen gobernante? Saber qué puede pedir a cada cual. A ti —y señaló a un hombre medio ebrio, desaliñado, patiabierto y recostado a quien un esclavo negro practicaba una obstinada felación a su miembro minúsculo y deshinchado— no hacía falta prepararte. Viniste hasta aquí porque ya lo llevabas dentro. No he conocido a nadie más sucio, más débil, más parásito que tú. Venga, vomita el vino y la comida para seguir tragando y eyaculando.
Estas últimas palabras lo habían encendido, estaba claramente irritado. Apartó de un fuerte manotazo el rostro del esclavo inclinado sobre su cintura y empezó a dar patadas al hombre. Una cólera desaforada le había poseído mientras chillaba: «¡Parásito, parásito!» Tito cogió su propio busto de mármol, pequeño en comparación a los otros muchos que había en la sala, lo levantó y lo dejó caer sobre su cráneo. Lo acababa de matar delante de todos. Se secó el sudor de la frente y dijo: «No lo he matado con un arma, he sido yo, con mi busto. Tito y el pequeño Tito de mármol lo han liquidado.» Todos los presentes rieron, mientras unos esclavos se dedicaban diligentemente a sacar el cadáver y limpiar la sangre. Lucio miró alrededor, necesitaba vino para no pensar en lo que acababa de suceder.
Empezó a inhalar flores de cáñamo y esto le permitió relajarse y sentir el tiempo más lento, y sus pensamientos más descoordinados y pausados. Era algo bueno, lo alejaba de lo que acababa de presenciar: una muerte fortuita, absurda e inútil. Pero no era suficiente. Solo le distanciaba un poco. Probó con la datura de estramonio. Eso ya era otra cosa: la euforia era inmensa, se sentía expansivo y la angustia había desaparecido.
«Hablo, hablo solo, con alguien, ¿con quién? ¿Sabes? Ella no es consciente de que la quiero. Sí, la quiero. No sé por qué las cosas son tan difíciles de decir, de reconocer, de expresar. Tendría que ser todo más fácil, tan fácil como beber vino. Exacto, un acto claro, mecánico y perfecto.»
Pero algo fallaba: se dio cuenta de que hablaba solo, y quería perder la noción de sí mismo, de quién era, de dónde se encontraba, de lo que estaba haciendo.
¿Allí había polvo de cántira? Entonces ocurrió: la sensación de separación, de distanciamiento, ya era total. El entorno era totalmente extraño, como si él no fuera él y no importara dónde estaba, porque ya no caminaba por el mundo. Una enorme sensación de fuerza e invulnerabilidad invadió todo su ser.
Todo había cambiado, todo era suave y tranquilo. Tito Claudio era un dios benefactor, como Zeus y sus pequeños dioses, todos protegidos por su rayo. Lucio reía, escuchaba fragmentos de conversaciones o tal vez soñaba. Todo estaba suspendido en un cielo de vapores que olían a sudor y a flujos íntimos. Pero había algo que aún perduraba a pesar de que casi ya no era él, de casi haber perdido el entorno que pisaban sus pies: Su maestro había muerto, qué importaba quién lo hubiera hecho, estaba muerto para siempre y era urgente que descansara en paz. ¿Es que nadie se daba cuenta? Nadie tenía que turbar el silencio de los muertos. De repente se levantó, vacilante fue pidiendo a todos y a cada uno de los presentes que se callaran «para que los muertos descansen». Iba repitiendo: «Chsss, callaos para que los muertos puedan descansar.» Tito Claudio se acercó a él y le dijo: «Mira, tú no estás muerto. Mira estos glúteos, estos muslos, son tuyos. Tómalos, no estás muerto.» Lucio vio unas ancas humanas suaves, tal vez de mujer, tal vez de hombre joven, con un vello aterciopelado y rubio, como iluminado por el sol, y pensó en Amal. Ojalá pudiera desearla así, tenerla así, tan suya, tan cerca, tan dentro de ella y empezó a fornicar con aquel cuerpo sin rostro. Al cabo de un rato, sintió un desvanecimiento suave, todo era demasiado tenue y confuso para languidecer con estrépito.
Medio dormido, sintió varias veces cómo lo tocaban, cómo le daban la vuelta y alguien lo penetraba hasta que llegó al clímax, debía sentir dolor, pero no lo sentía. En otro momento le pareció que varias bocas jugaban con su miembro y que en algunas ocasiones este respondía y en otros momentos el sueño se lo llevaba lejos.
Cuando se iba alejando de ese estado de sopor y alienación, cuando un atisbo de consciencia aparecía como lejano pero aún visible, Tito mandó que varios esclavos vertieran más vino en su boca. Así, echado y con la boca abierta, un dulce chorro, delgado y brillante, entraba en su boca, lo presentía en sus encías, en la lengua, en el paladar, en el orificio de su nariz, bañaba su cara, su cuello, sus manos, todo él estaba cubierto de vino. Esto le hizo reír entre tos y ahogos.
También recordaría a una mujer encima de él, moviendo su cintura como en un baile frenético, con su cabellera cubriéndole el rostro.
No supo cuánto tiempo había pasado, pero llevaba varias horas dormido. Cuando despertó, Tito lo miró como a un amigo, satisfecho y agradecido.
—Bien, y ahora voy a decirte lo que vas a hacer: olvídate del asesino de tu maestro, olvídate de las tribus y céntrate en vivir. Es más, no quiero que te pases el día pendiente del acueducto. Tienes un familiar mío muy querido trabajando para ti: mi primo Zayin. Nómbralo jefe de obras y a ti te daré un cargo que no implique hacer otra cosa que vivir.
—Así que Zayin es primo tuyo. Pero si tiene un nombre hebreo y tú latino… Da igual, ¿por qué no le han dado a Zayin el proyecto del acueducto? Siendo tu primo, lo tenía mucho más fácil que yo.
—Somos primos lejanos, una hermana mía se casó con un rico propietario hebreo de la familia de Zayin. Y no le dieron la dirección del acueducto porque en la última obra que tuvo a su cargo, unas termas, murieron muchos esclavos y los gastos se multiplicaron. El gobernador no confía en él. Además sabes que Arístides puso como condición que tú le sustituyeras.
—¿Así que pretendes que me pase el día aquí, en tu casa, durmiendo, mientras Zayin mata a los obreros? También a él le gusta matar, descuartizar y torturar, ¿verdad? Lo siento, no soy el hombre que deseas. Ni lo soy ni voy a serlo nunca. Voy a decirte lo que haré: espero que cumplas con tu palabra y arrestes e interrogues a los miembros de la secta del Sol.
—No te voy a conceder nada de esto. ¡Atadlo! —ordenó Tito—. Y llenadlo de adormidera. Dentro de pocos días —dijo dirigiéndose a Lucio— ya no te interesará ni el acueducto ni sabrás cuál es tu nombre.