A pesar de que Lucio intentó de nuevo convencerla, Amal decidió no volver jamás a la obra. La simple idea de que cualquier cosa que ella llevara a cabo se convirtiera en un motivo de sabotaje, la contrariaba hasta lo indecible. Ahora se sentía una mujer libre, capacitada para estudiar, aprender y, tarde o temprano, irían a Roma. Quizás en Roma una mujer albina pasaría desapercibida. Quién sabe… Todo el mundo hablaba de las razas, de los colores de las gentes variopintas de Roma, que era la ciudad de la libertad y del aprendizaje. De todas formas, había tomado una decisión consigo misma: ver todo aquello que le esperaba. Ahora estaba más cerca de conseguirlo y no iba a desesperarse ante una puerta cerrada.
Pero lo más importante y urgente era descifrar el enigma de las marcas de cantero, un rompecabezas apasionante que podía encerrar un mensaje del maestro.
Recordaba las palabras de Arístides, una tarde que le habló de las tierras mesopotámicas, entre los ríos Tigris y Éufrates, donde vivía un pueblo de origen desconocido, los sumerios. No podía decir de cuántos temas hablaron aquella tarde, pero sí recordaba el alfabeto sumerio y una frase del maestro: «No hay nada fortuito en nosotros ni en torno a nosotros, sino que la totalidad de la materia obedece a la disposición ordenada.» La evocaba perfectamente porque, al oírla por primera vez de sus labios, le pareció que encerraba un misterio y no paró de repetírsela.
Tal vez era cierto que el mundo encerraba una secreta armonía como, por ejemplo, se había dado en la relación con su padre, que había llegado a su fin cuando ya se habían dado todo lo que podían darse el uno al otro, lo que podían aprender, lo que eran capaces de amarse… Debía aceptar la disposición ordenada del mundo. Ahora, unas nuevas oportunidades se abrían para ella: realizarse en nuevas facetas como la arquitectura o la posibilidad de descifrar si había algún secreto oculto en las marcas de cantero de los sillares de la obra.
También, en el fondo, algo se estaba moviendo en algún rincón de su alma. Deseaba de veras complacer a Lucio, mostrarle sus dotes, expresarle todo su saber, ponerse a prueba al máximo diseñando un andamio, proyectando la casa de niños de acogida enfocada como un universo autónomo… Quería que sus capacidades dejaran de ser vistas como una anomalía, como algo a lo que había que resignarse, como una monstruosidad en una mujer diferente. Sabía que sus conocimientos la convertían frente a Lucio en un ser, si no fascinante, como mínimo respetable.
Los signos de cantero eran usados como marcas de autor, como sello del propietario o a modo de confirmación responsable. La mayoría eran símbolos antiguos, utilizados por los indígenas y que pertenecían a diferentes caballerías. En total había veinte signos, que Arístides conocía perfectamente.
Una vez descartadas todas las marcas de caballerías, ya solo unas pocas podían tener un significado especial. Un par de ellas parecían hablarle directamente, ya que tenían relación con el alfabeto de los jeroglíficos egipcios.
El signo le decía directamente que había de «ligar» las piezas. Y el signo
, de horca o bifurcación, era un emblema pitagórico para representar el curso de la vida, en la que hay un sendero ascendente con una bifurcación hacia el bien o el mal.
Una de las marcas fundamentales es una cabeza de «un toro» , que según los egipcios es el símbolo del sol. ¿Acaso Arístides había colocado signos jeroglíficos egipcios para que ella los interpretara? Quizás Arístides estaba intentando decirle, claramente, que los culpables eran la secta del Sol.
Había otro signo importante: , que significa «negar» y que aparecía al lado de un símbolo celtíbero, por tanto, el mensaje era: «No han sido los arévacos, se trata de la secta del Sol.»