15

Amal se retiró a sus dependencias. Su idea era recopilar el total de símbolos de las marcas de cantero y después relacionar cada una de ellas con la de una caballería antigua, puesto que los picapedreros, tal y como le había indicado Lucio, comúnmente tenían también caballerías. Debía encontrar algún símbolo suelto, de nuevo cuño, que se hubiera instaurado a partir de la llegada de Arístides.

Lucio, por su parte, dio su aprobación para que Amal pudiera ir a la obra cada vez que tuviera que hacer alguna comprobación, con la condición de que siempre fuera adecuadamente custodiada por una formación de algunos hombres a los que podía mandar llevar a cabo tareas de investigación. Amal, pues, vivía ocupada y prácticamente oculta en sus dependencias o haciendo viajes relámpago a pie de obra o atendiendo los comunicados de los diferentes encargos que daba a los hombres que la custodiaban. Lucio casi no coincidía con ella y su ausencia empezó a llenarlo todo.

Se descubrió a sí mismo pendiente de la puerta del aposento de Amal, vigilando si estaba o no en su cuarto, procurando coincidir con ella, inventándose consultas y excusas para hablarle, cuando ya no podía esperar más.

Lucio se sintió por primera vez en su vida preso de una extraña inquietud, como si algo importante estuviera a punto de pasarle y fuera demasiado significativo para poder tener paciencia.

A pesar de ser consciente de que su prioridad era la construcción de la obra y la investigación de la muerte del maestro. Todo parecía estar ahora en suspenso, como flotando en el aire, en un lugar más elevado de donde debería tener fija la mirada: construir el acueducto y descubrir al culpable. Incapaz de apartarse de la urgencia que sentía por Amal, se prometió a sí mismo darse un tiempo: nada podía frenar su imperiosa necesidad de Amal, que lo empañaba todo. Con esta dilación, con este pacto consigo mismo, se prometió reunir muy pronto las fuerzas necesarias para volver a arrostrar sus prioridades bien enfocadas de nuevo.

La sangre corría por sus venas a gran velocidad, lo notaba continuamente en el pulso rítmico y potente de sus latidos, en especial de noche, cuando estaba solo e invadido de la imagen, gestos y palabras de Amal.

Quería leer poesía, poesía amorosa, lo necesitaba como un remedio a aquel ahogo que sentía… Leyó y releyó a Catulo:

¡Vivamos, Lesbia mía, y amémonos, y todos los rumores de los viejos, demasiado severos, valorémoslos en un solo céntimo! Los soles pueden morir y renacer; nosotros, cuando haya muerto de una vez para siempre la breve luz de la vida, debemos dormir una sola noche eterna. Dame mil besos, luego cien, después otros mil, y por segunda vez ciento, luego hasta otros mil, y otros ciento después. Y cuando sumemos ya muchos miles los borraremos para olvidarnos de su número…

Pero la lectura de Catulo no calmaba su espíritu, que era una alma errática hambrienta de luz. Jamás había sentido tanta ansia por ver, hablar y encontrarse con otro ser humano. Si Arístides representaba en su vida la amistad entre personas nobles, Amal era para él algo así como la necesidad perentoria de aire.

Su estado y su consciencia le resultaban completamente insólitos. El mundo había cambiado, cada instante solo tenía importancia si estaba con ella o sin ella. Algo urgente, necesario, le estaba acechando y debía estar atento y dispuesto a asumir la abertura de vida que suponía la presencia de Amal.

Su cuerpo había cambiado, estaba en un estado febril, convulso y acelerado. Dormía poco o casi nada, apenas tenía hambre, pero sus sentidos estaban tan agudizados como los de un tigre al acecho, famélico y con los ojos vidriosos. Hacía cuanto podía y más para estar un rato con ella. Sus excusas y preguntas para acercarse a ella eran cada vez más variopintas y ridículas: «¿Piensas ir hoy a la obra? ¿Necesitas más protección? ¿Crees que la secta del Sol podría atacarte en uno de tus viajes a la cantera?»

Amal se dedicaba a contestarle brevemente con una rápida sonrisa, sin dejar de hacer todo aquello que tan atareada la tenía. Sus respuestas eran del tipo: «No sé si me atacarán, esperemos que no…», y acompañaba sus palabras con una forzada sonrisa de circunstancias. Entonces él se veía ridículo y desubicado y se atormentaba sintiéndose culpable, jurándose a sí mismo dejarla en paz, no atosigarla, no perder su dignidad. Al fin y al cabo, era su esclava, aunque él se consideraba su súbdito, su sirviente, y habría hecho cualquier cosa para que se sintiera a gusto, para consolarla de la pérdida de su padre.

Un día, en pleno estallido de necesidad de complacerla, encargó a los mejores artesanos trajes con capucha, de diferentes materiales: de seda, con ribetes de colores, largos, claros, de invierno y de verano, y se los dejó en su habitación. Eran doce piezas costosamente elaboradas. También encargó para ella diversos tipos de zapatos: sandalias para la época de calor y botas para el invierno. Le dejó pergaminos de los mejores autores griegos y romanos para que se deleitara con su lectura. No contento con ello, un día la asaltó cuando iba a salir de casa para preguntarle si sabía tocar algún instrumento y si deseaba que le regalara una lira. Ella dijo que la música siempre le había interesado mucho, pero que creía que ahora, precisamente, no sería un buen momento para aprender música, aunque se reservaba la posibilidad de hacerlo en un futuro, tal vez juntos.

Cualquier mujer con un mínimo de experiencia hubiera sabido ver en Lucio un enamorado un tanto atormentado que se comportaba como un niño. Amal, en cambio, vivía convencida de que era incapaz de despertar ningún tipo de amor y menos aún de deseo. Estaba acostumbrada desde siempre al desdén, a los insultos y a las risas de la mayoría de los hombres. Por eso, las ansias de Lucio de complacerla la dejaban un tanto atónita. No sabía otra manera de corresponder a sus atenciones que intentar investigar con la máxima diligencia y rigor para darle, cuanto antes, resultados. Así pues, se entregaba aún más a su trabajo.

Las atenciones de Lucio casi molestaban a Amal porque le complicaban la vida, le hacían adquirir nuevas responsabilidades y la obligación, casi por mera educación, de tener que dedicarle más tiempo del estrictamente necesario.

Cansada de verlo cómo la miraba sonriendo, un día le preguntó:

—¿Quieres pasear por el jardín y te comento cómo va la investigación?

Lucio contestó:

—Sí, me encantaría, pero podemos hablar de lo que quieras.

Sentía que deseaba hacerle preguntas fundamentales, saber qué era lo que más le gustaba y qué aborrecía del mundo, sus preferencias en arquitectura y literatura, si había visto el mar de Tarquinia, sus alimentos favoritos, los momentos difíciles que no olvidaba, qué le gustaría tener o adónde querría viajar. No importaba, quería saberlo todo de ella, escucharla durante horas, poder conocerla y acercarse, aunque solo fuera levemente, a aquel misterio de su ser que lo tenía completamente embelesado y fuera de sí.

Después de un buen rato hablando, Lucio le hizo su primera revelación importante, le dijo:

—Creo que me hice mayor cuando murió Arístides. El refugio que me protegía ya no iba a estar más aquí, conmigo. El refugio, pero también la brújula, el camino, el faro, el punto de orientación…

—Él está ahora en ti, Lucio. En las decisiones que tomas, en cómo ves el mundo, en cómo juzgas a la gente, hay su sabiduría y su bondad. No le puedes echar de menos, porque no podría estar más cerca, forma parte de tu mismo ser.

Lucio tomó aire. Quería acordarse de cada palabra, porque le parecían apropiadas y sabias como las que había oído de su maestro.

—¿Y tú, te acuerdas de cuándo fue el momento en que te hiciste mayor? —Era la primera pregunta íntima que se atrevía a hacerle.

—Creo que me hice mayor cuando aprendí a mentir o, para ser más precisa, cuando aprendí a ocultar las decepciones causadas por quien más me importaba. Antes confundía mentir con ocultar la verdad, durante la juventud no tienen apenas diferencia. Necesitas tan desesperadamente ser veraz, y por tanto valiente, que cualquier cosa que ocultas es como si desecharas una parte de ti que clama por salir. Pero un día observas tranquilamente cómo te están decepcionando, casi puedes no llorar y decides no hacerlo. Creo que te haces mayor cuando no distingues apenas la diferencia entre ocultar los sentimientos o no expresarlos, porque ya no te importan demasiado. Me hice mayor cuando oculté a mi padre la decepción de que me alejara de su lado, al fin y al cabo es un paterfamilias, tiene una potestad ilimitada sobre mí, podría matarme sin que nadie le amonestara. ¿Tan difícil era defender mi presencia a su lado? ¿Tanto sufría por mi seguridad, o simplemente quería sacarse un estorbo de encima? Alejarme significaba alejarse de mi mirada inquisidora, juzgadora, que a pesar de estar en silencio, escudriña y dictamina. En el fondo, aborrezco su enorme capacidad intelectual mezclada con una indolencia que no comprendo, con una resignación que, si verdaderamente me quisiera, no tendría. Y también desprecio la injusticia de que no me haya perdonado no haber nacido hombre, el ser albina, el que mi madre muriera en el parto. Nací con tres condenas, nací como si no fuera alguien inocente. «La mujer pez», me llamaban en Egipto, porque mi piel se seca con tanta facilidad que me cubro de escamas. Me sentía como un monstruo, no porque se me llamara como tal o se me insultara, sino por la forma que mi padre tenía de mirarme, juzgándome. Me hice mayor cuando noté que, a pesar de que me regalaba como esclava, en vez de desesperarme, en el fondo me daba un poco igual. Este es exactamente el punto donde en realidad te haces mayor. Este es el sabor, esta mezcla de ocultación e inferencia de un tono gris y seco: gris, porque ya no queda ningún amor fuerte y rojo como el acero, y seco por las lágrimas que no viertes.

Aquella noche Lucio dejó de leer a Catulo. Solo deseaba volver a hablar con Amal. Para sosegar sus infinitas ganas de contarle todo lo que sabía sobre sí mismo y sobre la vida empezó a escribirle cartas y poemas, sin tener la certeza de si algún día sería capaz de entregarle sus escritos.