De buena mañana, Lucio reunió a Amal, Atos y Leukón y les dijo lo siguiente:
—He decidido investigar a los indígenas de esta zona para ver si puedo encontrar alguna pista sobre el asesinato de mi maestro. Os he reunido a los tres porque sois personas de mi confianza, incluso Amal que, a pesar de nuestras desavenencias —Lucio sonrió—, ha demostrado con la construcción de la casa de niños que es una mujer resolutiva y coherente. De hecho, no os he escogido yo, sino mi maestro, por tanto tenéis toda mi confianza.
Amal miró a Lucio con mal disimulada cara de satisfacción, aunque se preguntó por qué la había calificado de «resolutiva y coherente» en vez de simple y directamente «inteligente».
—Os necesito a los tres. Para encontrar al asesino de mi maestro y sobre todo porque necesito un pequeño círculo de personas en las que confiar plenamente.
—¿Incluso para construir el acueducto? —preguntó Amal.
—Creo que hay técnicos, ingenieros y mano de obra suficiente, pero estoy dispuesto a mostrarte la obra y a que me hagas las consideraciones oportunas.
Era evidente que no se había disculpado, pero a Amal le pareció más que suficiente, teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, no dejaba de ser su esclava. Había sufrido insultos, vejaciones y peligros por ser albina, pero nada comparable a que su propio padre la hubiera regalado como esclava. Como si estuviera leyendo sus pensamientos, Lucio añadió:
—Entiendo que lo estás pasando mal por el destino que tu padre ha pensado para ti.
«El destino pensado» le pareció una expresión mejor que el verbo «abandonar», y continuó diciendo:
—Espero que durante estas semanas te sientas segura y te des cuenta de que no debes luchar para conseguir tu dignidad, puesto que ya la tienes. Atos también es esclavo y, en cambio, Leukón no, pero ambos tienen una vida parecida y no trato a uno mejor que a otro. —Lucio cambió de tema—. Lo que necesito de vosotros es que busquéis alguno de los jefes del antiguo pueblo indígena y me concertéis una cita con él.
—Es difícil —contestó Leukón— porque la mayoría de ellos han sido «comprados» por los romanos. Cada una de nuestras tribus tiene tristes historias de cómo nuestros jefes nos abandonaron por riquezas y tierras, aunque todas las batallas estaban perdidas. Sabes que yo soy de origen arévaco… Aún existe un cabecilla de mi tribu, hijo de antiguos jefes, llamado Buntalos. Podemos visitarlo si lo deseas, sigue siendo una autoridad para nuestra gente y, si alguno de nosotros ha matado a tu maestro, él lo sabrá.
Amal decidió acompañarlos. Atos, en cambio, escogió quedarse al cuidado de la casa de los niños. Los guardias habían encontrado a otra recién nacida y estaba muy alterado por saber si estaría enferma y, en caso de estarlo, si sobreviviría. Amal ya había previsto la posibilidad de contagio entre las recién llegadas y las que ya estaban instaladas en la casa. Por ello, había dispuesto una sala para las últimas acogidas, donde pudieran dormir y, una vez bien alimentadas, recuperarse. Después de unos dos meses en la primera sala, si estaban en buenas condiciones de salud, podían pasar al resto de las dependencias sin peligro de que infectaran a las demás niñas. Amal también dispuso que fuera una sola cuidadora la que estuviera con las que acababan de llegar, puesto que, si se ocupaba tanto de las niñas sanas como de las que podían estar enfermas, las infecciones se transmitirían fácilmente. En estos momentos la casa albergaba a dos niñas y a diez esclavas liberadas de su anterior condición de prostitutas. El principal trabajo de Atos no eran las niñas, sino la educación y seguimiento de las mujeres: pasarlas del triste rango, impuesto por los romanos, de «bestias salvajes» a «mujeres». Se encargaba de lavarlas, vestirlas, de que tuvieran comida regular, descanso, y de que aprendieran los diferentes trabajos de la casa. La hacienda era grande y quería calcular cuántas mujeres más podría salvar: podían ser perfectamente unas treinta. El huerto, el ganado, las gallinas, la limpieza, el cuidado de las pequeñas y la futura escuela, además de la alfarería, posibilitaban a casi tres decenas de mujeres vivir como verdaderos seres humanos. Necesitaba un par de esclavos de la casa para enseñar los trabajos a las mujeres. Atos, por su parte, nunca antes había estado tan ilusionado y excitado, sentía que formaba parte de una nueva religión, pero esta vez llena de sentido y humanidad. Si su antigua religión mutilaba, la actual permitía renacer.
Buntalos vivía pobremente en una choza. Si sus antepasados fueron reyes, él ya solo era un humilde agricultor. Leukón, Amal y Lucio entraron en el pequeño habitáculo. A pesar de la pobreza que lo rodeaba, el antiguo jefe se sentó con porte distinguido.
—¿Qué quieres? —preguntó como si tuviera inmensos tesoros o el poder de otorgar favores.
—Acudo a ti para que me ayudes a encontrar al asesino de mi maestro.
—¿Y crees que mi pueblo lo ha matado? No tengo ningún indicio de que mi pueblo o algún grupúsculo violento hayan atentado contra él. Aunque también debo advertirte de que en caso de saberlo, no te lo diría, no denunciaría a mi gente.
—Tal vez no queréis que se construya el acueducto y matar a mi maestro ha sido una forma de manifestar vuestro descontento con el símbolo supremo de nuestro poder.
—Sabemos que es inevitable. Roma pisa con fuerza, nada la detiene y lo barre todo a su paso.
—Será una gran aportación para Segovia, porque nunca antes había tenido suministro de agua ni tantos lujos —insistió Lucio.
—También mi gente tuvo lujos y grandes tesoros. Nuestras comunidades contaban con bellísimas piezas de orfebrería en oro y plata. También utilizábamos monedas de plata. ¿Quieres saber dónde están ahora? Son las monedas que servirán para pagar tu acueducto.
—Hablas de mucho tiempo atrás, de las campañas del cónsul Tito Didio ya hace tres siglos.
—Tres siglos no son nada, porque nuestra historia tiene milenios y se pierde en la oscuridad del tiempo. Vivíamos en propiedades comunales y había comida para todos, no conocíamos la pobreza ni las penurias. Vosotros implantasteis formas de producción que solamente favorecen a los que ya tienen demasiado.
Lucio solo pudo guardar silencio. El antiguo jefe insistió:
—Pero no te culpo. En el corazón de todo hombre, esté donde esté, venga de donde venga, se halla el germen del veneno en cada gota de su sangre.
—¿Veneno? —dijo Leukón con cara de incrédulo.
—Se refiere a la maldad —contestó Amal.
—Nosotros traicionamos a nuestro pueblo por cuatro alhajas, nuestra aristocracia se romanizó. A cambio de enriquecimiento personal, dimos algo de lo que no teníamos recambio: la tierra y la gente.
—No todos —añadió Lucio—. Tus antepasados se mantuvieron fieles a tu gente.
—Sí, podían haberlos vendido, pero prefirieron compartir su maldita suerte. Ahora yo podría estar en casa de Tito, bebiendo y cumpliendo como un perro sus órdenes. Aquí soy el dueño de mi choza.
—Poco a poco las cosas están cambiando, pronto seréis ciudadanos integrados a la provincia de la Hispania Tarraconense —añadió Lucio.
—¿Crees que esto cambia algo? Roma jamás regala nada. ¿Qué crees que tendremos? Mínimos derechos y autonomía. Seguiremos sometidos a fuertes cargas fiscales. Pon tu vista donde quieras, allí habrá un romano que sabrá cómo crear un impuesto: tributos por el suelo, pagos oficiales, salarios públicos o soldadas. A ello tenemos que añadir parte de las cosechas y los impuestos de carácter personal, como la prestación del servicio militar en las tropas auxiliares. Los romanos se aprovechan de todo lo que les es posible exigirnos, hacen las leyes, pero jamás encubrirán la verdad: su robo sistemático… —La voz de Buntalos parecía cada vez más enfurecida.
Lucio tuvo ganas de decir: «Bueno, bueno, no te quejes tanto…» Pero pensó: «Estos indígenas nunca tienen suficiente…» No dijo nada, aunque su cara, con un gesto de cada vez menos interés, hablaba por sí sola. Había venido a descubrir una pista sobre el asesinato de su maestro y se encontraba con las quejosas reivindicaciones de siempre de los antiguos pueblos oprimidos.
La voz de Amal surgió para disipar el tenso silencio:
—Soy una mujer de Egipto, ni romana ni indígena. Y el problema es obvio: los romanos ya no pueden ver esta tierra sino es como parte del imperio. Ya no la ven como un lugar que no les pertenece. Ahora es, y para ellos siempre lo será, un apéndice de Roma.
—Así es —contestó Buntalos—. ¿Quieres un ejemplo? Cuando descubrieron que sabíamos fabricar unas prendas sin mangas, de lana áspera y gruesa, que nos poníamos durante el invierno, con ellas empezaron a vestir los soldados por encima de la túnica y decidieron que era una magnífica pieza para sus legiones repartidas por todo el mundo. Nos tuvieron trabajando como esclavos para suministrar la enorme cantidad que las legiones necesitaban. ¿Sabes lo que es trabajar noche y día hasta la extenuación? ¿Sabes lo que es sacrificar todas nuestras ovejas que antes solo matábamos para sobrevivir? ¿Sabes lo que es perder un rebaño bien cuidado y lo que es que nuestra ropa tradicional se convierta en un vestido que Roma quiere a millares? ¿Sabes lo que es ver mujeres, hombres y niños tejiendo la maldita túnica hasta morir de cansancio y desnutrición? Antes hombres y mujeres eran felices, con sus necesidades cubiertas porque esta tierra es rica y abundante. ¿Qué nos han dado? —añadió el antiguo jefe—: Con los romanos solo somos ciudadanos sin privilegios y sin la posibilidad de poseer nuestros bienes ancestrales: las tierras y las casas de nuestros antepasados.
Lucio quiso cambiar de tema para disminuir la tensión, aunque el ejemplo de la túnica le había afectado profundamente. Así que le preguntó:
—No te molesta que haya venido con una mujer, ¿verdad?
—Quizá te moleste a ti, tu pueblo solo las sabe tener en su casa. ¿Por qué crees que nosotros somos los bárbaros y tú, en cambio, el pueblo civilizado? ¿Sabes que teníamos una lengua y una literatura? No sé por qué pierdo el tiempo contigo.
Amal probó de volver a encauzar la situación y añadió:
—Lucio no es un romano típico. Su mentor fue Arístides, que le educó con los valores comunes en todas las grandes culturas, como la integridad que tus antepasados defendieron. Todos los hombres y mujeres del mundo tenemos una gota de veneno en nuestra sangre que nos capacita para hacer el máximo mal, como tú muy bien has dicho. Pero también debemos tener un destello de luz del cielo en la mirada porque somos capaces de hacer el máximo bien. En nuestra potencialidad, como diría Aristóteles, reside nuestra riqueza.
—¿Quiénes sois? ¿Qué relación tenéis con él? —preguntó Buntalos.
—Soy, desde hace muy poco, su esclava.
—¡Ah! Entonces no sois más que sus esclavos.
—Yo no —replicó Leukón—. Su maestro Arístides me concedió la libertad.
—Peor aún, vives encadenado a sus servicios como si todavía fueras su esclavo.
Esta vez fue Lucio el que se interpuso en la conversación.
—Disculpa mi ignorancia y empecemos esta conversación de nuevo. No quiero ver a tu pueblo como una región romana. Vuelve a darme otra oportunidad de escucharte.
—Simplemente lo que ya has oído: Roma es una enorme sanguijuela que chupa sin parar todos nuestros recursos. Se aprovecha de los materiales pétreos como el granito, las pizarras y areniscas, esenciales para la fabricación de vuestros molinos y ahora de tu gran acueducto. También absorbe constantemente los filones de hierro, plomo, plata, estaño y cobre de las minas situadas en la vertiente de la sierra, en la cabecera de los ríos. Lo tenéis todo y aún queréis más. ¿Dónde termina vuestra ambición? Mataríais a vuestras madres por el poder. No son suficientes estas tierras, también somos un corredor hacia la importante región productora de cereales del valle medio del río.
—Sí, nuestros emperadores son un buen ejemplo. Tiberio mató a toda la familia de Calígula y este no se convirtió en un asesino menor. Pero otras civilizaciones antes de las nuestras también conquistaron y exterminaron, no sé si esto es propio de Roma o de la raza humana.
—Con vosotros pasamos de la propiedad colectiva a la propiedad privada e incorporamos los esclavos. De tener nuestras propias tierras nos relegasteis a las actividades más humildes: el pastoreo y el trabajo, en condición de esclavos, en las minas. Nuestros jefes aceptaron cargos en la administración y pasaron de ser nuestros guías a ser nuestros opresores.
—Roma compra o mata. A veces opta por el pacto, otras por la matanza —añadió Lucio—. ¿Conoces la matanza de lusitanos, hace más de doscientos años? El pretor reunió a los indígenas prometiéndoles tierras para que aliviasen sus pésimas condiciones de vida, pero, una vez congregados y desarmados, los asesinó sin piedad: treinta mil lusitanos fueron engañados, ocho mil asesinados y veintidós mil vendidos como esclavos.
—¿Lusitanos?
—Están mucho más al este, casi donde toca el mar.
—Exacto, Lucio, el exterminio o la extorsión son los dos recursos que mejor domina Roma. Primero nos quitaron nuestros tesoros y las tierras, y ahora nuestra fuerza de trabajo… No tenemos nada más que dar.
—Actualmente —añadió Lucio— los que tienen el poder financiero y comercial exigen la apertura de nuevos mercados y ven en la Hispania pacificada un inmenso potencial de riquezas. Tienes toda la razón en lo que dices.
—Por esto resistimos y por esto de vez en cuando nos sublevamos. Así no les será tan fácil quitarnos cada vez más.
Lucio sonrió, quería decirle que su mundo estaba perdido, que él aún había bebido de la historia de sus padres y abuelos y aún se sentía parte de un linaje que parecía recordar y defender. Pronto los últimos vestigios morirían y no quedaría nadie para recordar un mundo antiguo y extinguido. Sin dejar de sonreír, preguntó a Buntalos:
—¿Has leído al historiador griego Diodoro Sículo? No toda vuestra historia está perdida, él habla de vuestra tenencia colectiva de la tierra, del sorteo anual de parcelas y de la distribución de las cosechas según las necesidades de la gente. Habla de un mundo mejor, más justo y sin miseria.
—Pues ahora —contestó el antiguo jefe— la tierra se acumula en manos de los dirigentes y solo somos asalariados o desposeídos. No existe la culta realidad mediterránea de la que tanto presumís. Mirad cómo sufre la mayor parte de la población. Pero Arístides no era romano, su origen era griego. Era lo más parecido a la bondad originaria, truncada por la ambición y la necesidad de acumular, lo que él nunca había sentido. Puedo asegurarte que nadie de mi pueblo ha matado a tu maestro. No asesinaríamos a un hombre de su valor por nuestro rencor a los romanos. Arístides representa lo mejor de Roma, que es Grecia. Hubierais podido llegar a ser un imperio de cultura y bienestar. Así lo explicaréis en vuestra historia, pero la verdad es que no sois otra cosa que bandidos saqueadores. Robáis y no cuidáis de vosotros mismos. Mira a Tito, que mata sin piedad a quien desea: para vosotros el poder es la capacidad de aniquilar. No cuidáis a vuestros explotados, simplemente los erosionáis. Si pudierais, cambiaríais las estaciones para que siempre fuera la época de la cosecha hasta dejar la tierra exhausta y acabar con la última gota de su vitalidad.
Con estas palabras y el silencioso asentimiento de Lucio, la reunión se dio por terminada. Lucio quiso hablar con Leukón.
—¿En qué situación se encuentra Buntalos?
—Vive de su pequeña cosecha y de un rebaño que pastorea su hijo. Malviven por los impuestos que deben pagar.
—A partir de ahora y de por vida ocúpate de que sus impuestos los paguemos nosotros y no le digas nada, su orgullo no se lo permitiría. Simplemente, consigue que la administración se olvide de él, para nosotros no es apenas nada y para él puede significar un alivio.
En su encuentro con Amal, solo le hizo una pregunta:
—¿Crees que los indígenas han podido matar a mi maestro?
—No, sin lugar a dudas, Buntalos te ha dado su palabra. No mires el mundo con los prejuicios de Roma. Os creéis filósofos e inteligentes y que el resto de la humanidad es menos virtuosa que vosotros. Detrás de vuestra enorme cultura, saberes y avances se esconden formas de crueldad que son exactamente igual que las del resto de los hombres o tal vez peores, porque os creéis mejores que ellos.
De nuevo, como le había ocurrido con Buntalos, sus palabras le parecieron irrebatibles y solo pudo contestarle con el silencio.
Con Atos la conversación giró en torno a la casa de acogida de neonatos.
—¿Qué tal son las cuidadoras? ¿Cómo lo hacen?
—Amal tenía razón: están tan contentas de tener una nueva oportunidad que no había visto madres mejores que ellas. El único problema es que algunas están muy atemorizadas y creo que recuerdan su vida en el prostíbulo, porque por las noches oigo llorar a muchas de ellas.
—Un buen presente cura las heridas del pasado por muy terrible que este haya sido. No se cura el pasado si puedes regresar a él, por tanto explícales una y otra vez que ya nunca más volverán allí de donde han salido. ¿Has tenido problemas con la secta del Sol?
—No, solo tengo a dos criaturas y creo que aún no ha corrido la voz de que hemos hecho una casa de acogida, pero sé que, aunque esté a las afueras de la ciudad, estas cosas siempre se acaban sabiendo.
—Sí, quería advertirte que tendremos problemas con la secta del Sol, ya sea porque les quitamos a las niñas que sacrifican o porque voy a tener que investigarlos como principales sospechosos de la muerte de mi maestro. Faltan algunos meses para el solsticio de invierno, que es cuando celebran su sanguinaria fiesta. Esta casa de acogida me servirá, puesto que ahora tenemos algo que ellos necesitan para honrar a su maldito dios.