Llegaron a la casa de Sarapis. El hombre esperaba en la puerta, vestido con una larga túnica oscura y con un turbante. Al verlo, Lucio se fijó en sus facciones grandes y su barba bien rasurada. Cuando tuvo delante a Amal, se dejó abrazar por su hija brevemente y le dijo:
—Entiendo que decidieras salir de casa. Tenía que ocurrir tarde o temprano, porque nadie puede vivir encerrado. Yo también necesito salir.
Amal no entendió las palabras de su padre. Que ella supiera, él no estaba en ninguna cárcel, ni la secta del Sol ni nadie en Segovia lo habían amenazado, a no ser que hubiera algo que no le hubiera contado… ¿Tal vez por ser el padre «del demonio blanco» también estaba en peligro?
Tan pronto como hubo saludado a su hija, Sarapis pidió hablar a solas con Lucio. Ambos se sorprendieron, especialmente Amal, porque, hasta donde ella recordaba, jamás había tenido secretos para ella.
Apartados en un rincón del jardín desde donde Lucio podía divisar el salón en que aguardaba Amal, Sarapis empezó a hablar:
—Como habrás visto, mi hija ya es una mujer madura, tiene cerca de treinta años, una edad avanzada teniendo en cuenta que las mujeres de su edad ya hace muchos años que están casadas y tienen hijos. Siempre ha vivido a mi lado, he procurado ser su mentor y maestro, le he enseñado lo que he podido, pero su curiosidad es infinita. Junto a Arístides, tu maestro, a quien conocí y que me habló muy bien de ti, y el estrafalario gallus ese…
—Atos es mi esclavo, pero sobre todo una persona a quien respeto.
—Disculpa. Bien, pues con ese Atos —dijo con desdén— formaban un curioso grupo de estudio que la muerte de uno y los maltratos del otro acabaron por hacer desaparecer.
—Bueno, esto tiene fácil solución, podrá seguir visitando a Atos y leer y estudiar lo que le apetezca.
—Lamento mucho que mi hija no se haya casado. Ella no lo desea, dice que el matrimonio significaría ser esclava de un hombre y de un hogar, parir hijos uno detrás del otro… Siempre lo ha evitado, aunque su resistencia no tiene ningún mérito, porque nadie la ha pretendido jamás, precisamente por su afán por el estudio y su fealdad. He ofrecido a mi hija en matrimonio a algunos hombres que he conocido y todos se han negado. Con uno que hubiera aceptado, tan solo uno, la hubiera obligado a contraer matrimonio. Pero incluso aumentando la dote como si fueran dos hijas, nadie ha querido casarse con ella.
—No creo que sea fea, simplemente no tiene una belleza convencional o típica.
—Quizá para vosotros, los romanos, que encontráis tan atractiva la piel clara y los cabellos rubios desde que invadisteis Germania, e incluso os hacéis pelucas rubias… —Lucio rio—. Pero para los egipcios no es una belleza enigmática, sino una fealdad perturbadora. Además, conserva los rasgos de nuestra raza: labios carnosos, ojos grandes y rasgados, cabello lacio… Pero el problema no es si es bella o no. La cuestión es que en los últimos tiempos ha tenido que vivir confinada en casa e intentando pasar desapercibida.
—Ya veo…
Era evidente que Sarapis aún no había reunido el valor suficiente para decirle lo que realmente le preocupaba.
—Cuando Amal nació, su madre murió en el parto. Mi primera visión de ella fue la de un pedazo de carne blanca resplandeciente envuelta en sangre, una visión que nunca olvidaré porque parecía la mismísima imagen de la muerte. Siempre he experimentado hacia ella un sentimiento ambivalente. Por un lado, me complacía su interés y viva inteligencia, por otro, era evidente que no tenía nada que ver con las demás niñas de su edad. La diferencia en el color de la piel era demasiado marcada. Un día, paseando por la calle, la llamaron «hija de la muerte», ya que todo el pueblo sabía que había nacido causando la muerte de su madre y que era una criatura extraña. Al momento, tapé las orejas de la niña y nos fuimos hacia casa. Pero luego, tranquilo en nuestro hogar, mientras la miraba, pensé que lo mejor era acabar con ella. Tal vez, realmente, fuera un monstruo. Una noche, cogí un enorme cuchillo cuando ella dormía y me dirigí a su habitación, iba con la idea fija de asestarle un corte rápido, como cuando se degüella una oveja, y asfixiarla con la almohada para no ver su mirada mientras la mataba. Pero, al llegar a su lecho, vi que tenía la ventana abierta, por donde se veía la luna, una luna llena inmensa, y recordé que en una ocasión Amal me dijo: «Mi madre está en la luna, yo soy hija de la luna, por esto tengo la piel tan blanca. Mamá nos mira desde la luna y siempre nos protege…» Ver la luna por la ventana fue como ver a mi mujer pidiéndome que no la matara. No lo hice, pero no nos quedaba otra opción que marcharnos de Egipto, dejar mi casa, mi gente, y empezar una nueva vida en otro lugar. Vinimos a Hispania, y después de vivir un tiempo en el sur nos dirigimos hacia el norte. Aquí encontré una casa y un trabajo como orfebre, el mismo oficio que tenía en Egipto. Las cosas iban bien en Segovia, ella era diferente, pero la sociedad romana es más abierta. Todo iba bien, hasta que la secta del Sol escogió a Amal como chivo expiatorio de lo que debe suprimirse en esta tierra, e hicieron de matarla uno de sus principales objetivos…
—La ignorancia es una de las puertas por donde entra el mal.
—Y hoy he llegado al fin de un camino. Ya no puedo más.
—Bueno, esto lo dices ahora, ya verás como…
—No. Hoy he decidido que regreso a Egipto, y lo hago solo. Esto es lo que quiero decirte: te regalo a mi hija como esclava.
—Pero ¿qué me estás diciendo?
—Lo que oyes. Ni más ni menos. Quiero vivir tranquilo, quiero volver a mi país, envejecer allí. Sin ella sé que mi pueblo me acogerá bien. En el fondo, deseaba que hoy ella muriera para acabar así con esta vida de tener que escondernos, escapar, ver cómo una y otra vez se encienden rencores y rabias contra ella… Al final yo también acabaré mal, he cometido el error de supeditar mi vida a la de ella. Recuerdo la reacción de las comadres cuando la sacaron del vientre de su madre y comprobaron que esta había muerto. Señalaron un cubo en la puerta y dijeron: «Ha nacido una niña tan blanca que no podrá vivir bajo el sol ni con el peso de la culpa de haber matado a su madre.» Y yo respondí: «Esperemos a ver si sobrevive.» Pero era una niña tan lista que aprendió a vivir en las sombras.
Lucio se cansó. No quería oír recuerdos, a cuál más triste. Que Amal aún estuviera viva era un hecho excepcional. Interrumpió a Sarapis con la pregunta definitiva:
—¿De verdad eres capaz de ir ahí dentro —señaló la sala donde su hija estaba esperando— y decirle que me la has entregado como esclava? ¿No te preocupa lo que pueda hacer yo con ella? ¿Y lo que pensará ella de ti?
—No, tu maestro hablaba muy bien de ti y estoy tranquilo de que estará bien cuidada.
—¿Qué harás si no acepto? ¿Si me niego a quedármela como esclava?
—Hoy es el día en que saldré de esta casa, la cerraré y regresaré a Egipto. He llegado a aquel punto desde el que ya no hay vuelta atrás. Llevo tantos años soportando una vida junto a ella, que necesito liberarme de una vez por todas.
Ahora Lucio entendió por qué le dijo a su hija, tan pronto como la vio, que sabía lo que era vivir en una cárcel. Lucio asintió en silencio. Observó cómo Sarapis entraba en la habitación. Desde fuera vio que hablaba con ella y que Amal empezaba a llorar e intentaba abrazarlo. Su padre la rechazaba y ella se sentó en el suelo definitivamente vencida. Después, levantó la cabeza y vio a Lucio observándola. Con una mirada llena de orgullo y de desprecio, se levantó rápida y altiva. Regresó al poco tiempo con un fardo lleno de sus cosas.
Su padre no esperó a despedirse de ella. Lucio pensó que aquella había sido una relación de odio concentrado, que sin duda los desprecios habían sido muchos y constantes, que ella siempre fue la hija que él no deseó y que Sarapis en el fondo pensaba que por una burda mujer se había complicado la vida: por ella había tenido que dejar su país, había perdido a su esposa, sufrido desprecios… Pero no era culpa de una pobre niña. Entendió el amor y también el odio intenso y mal disimulado que tantas veces había tenido que padecer Amal. Ni tan siquiera al final quería despedirse de ella. Debía de ser una última humillación terrible.
—Aunque no quiera despedirse de mí, necesito pedirle una cosa a mi padre por última vez.
Lucio fue a buscarlo y le exigió que fuera a ver a su hija.
—Padre, dame el anillo que me hiciste para mi cumpleaños. El anillo que me recuerda a mi madre, ella sí que hubiera sabido quererme.
—No creo que sea muy buena idea.
—Es mi última petición, no puedes negarme algo que es mío.
—Te lo daré si recuerdas la promesa que me hiciste.
—No te preocupes, padre, lo recuerdo todo perfectamente. No sé cuándo volveremos a vernos si es que lo hacemos de nuevo. Gracias por lo que has hecho por mí durante todos estos años.
Esta vez Amal no intentó volver a abrazarlo y subió al carro sin decir una sola palabra, mirando a lo lejos. Lucio respetó su silencio.
Al llegar a la casa, Amal dejó caer sus pocas pertenencias al suelo y le preguntó:
—¿Qué esperas de mí? ¿Que limpie, que esté en la cocina? ¿O tal vez quieres venderme a la secta del Sol? Te harías rico, ¿lo sabes? Darían todo lo que tienen por matarme.
—Mira, entiendo cómo te sientes, pero no tuve elección. Tu padre había decidido irse y dejarte sola en Segovia, abandonarte a tu suerte porque no quería seguir llevando una vida de huidas y problemas. Creí que era mejor que estuvieras bajo mi protección.
—¡Mientes!
Sus ojos se llenaron de lágrimas porque en el fondo sabía que era cierto. Lucio no contestó. Amal continuó chillando:
—Solo te digo una cosa: si me tocas, si me maltratas, si me insultas y me humillas, si… me tratas como a tu esclava, simplemente me mataré. Es la salida más digna que me queda, una salida que cada vez deseo con más fuerza. No pienso ser tu juguete blanco.
Lo había conseguido: Lucio se sintió injustamente tratado. Al fin y al cabo no la conocía de nada, tal vez era alguien trastocado a quien no debía acoger, alguien que solo le había acarreado problemas desde el instante en que la conoció. Se mordió la lengua para no decirle que se merecía que la mandara azotar. Solo era una esclava. ¡Quién se había creído que era para tratarlo así! Pero resistió la tentación de humillarla, no era más que un animal herido, abandonado por la única persona con quien había compartido la vida desde que nació. Además, recordó a tiempo que Arístides la había escogido como su amiga y para formar, junto con Atos, un grupo de estudio.
—Amal, solo hace un día que te conozco, pero tengo la sensación de haberte conocido hace meses. Estoy cansado de ti y de tus problemas y amenazas. Haz lo que te dé la gana, no espero nada de ti, no quiero nada de ti. Estudia, lee, si te place, discute con Atos, enfréntate a la secta del Sol o sigue a tu padre a Egipto. Pero jamás vuelvas a hablarme en este tono o te juro que lo que haría contigo la secta del Sol sería una broma comparado con lo que yo podría hacerte con mis propias manos.
Y abandonó la sala sin esperar respuesta.
Iba bajando la luz de la tarde y Lucio decidió acostarse pronto. No podía dejar de pensar en su mirada ojigarza, en sus ojos de un gris tan claro y en su piel, tan transparente, que permitía vislumbrar las venas y capilares de sus brazos y sus manos como un delicado tatuaje de trazos azulados.
Ya sabía por qué había ido a descansar tan pronto: quería silencio y oscuridad para pensar en ella. La imaginó desde niña víctima de insultos, amenazas y peligros por ser tan diferente. Tal vez todo ello había hecho de ella una mujer desconfiada, tal vez sería como tener un animal salvaje en casa.
De pronto, una imagen atravesó como un rayo la mente de Lucio: los hombres que amenazaron a Amal en plena calle, con sus brazos alzados, sus puños, sus manos empuñando palos y piedras. Todos tenían el mismo símbolo tatuado en la mano: el sol, exactamente en el mismo lugar que lo tenía el hombre que había intentado asesinarlo en el barco.