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Después de un par de días encerrado en el estudio, Lucio decidió acudir de nuevo a la obra para dar las instrucciones de la siguiente fase. Pidió a Leukón que le acompañara con un carruaje.

El objetivo de la jornada era dar las instrucciones para la construcción de las cimentaciones de hormigón que se hundirían en el suelo y donde se erigirían las columnas del acueducto.

Pero se distrajo viendo los campos de cultivo. Era evidente que Segovia había implementado el sistema de producción intensivo y que aquellos campos, antes libres o cultivados para el autoabastecimiento, ahora eran objeto de la ambición romana, cuya regla era obtener la máxima producción con los mínimos costes, gracias a la utilización masiva de esclavos. Había tanta abundancia de ellos que era innecesario invertir en herramientas que ahorraran el trabajo. Lamentó las pésimas condiciones de vida de los esclavos, tanto en el campo como en la obra, y que el trato que recibían fuese mucho peor que el que obtendrían en las ciudades.

Por un camino que bordeaba los campos apareció ante su vista una vieja cargada con enormes cuencos de agua. A medida que esta se acercaba, Lucio fijó la mirada en sus pies, unos pies sedientos y aplastados por el sobrepeso que diariamente trasladaba. Un trabajo extenuante que apenas le daba para malvivir. La contemplaba y veía una vida aferrada a la miseria con el único objetivo de latir un poco más, como aquel buey que araba al otro lado del campo, día tras día, arrastrando un peso al límite de sus fuerzas. Otra vida miserable dirigida a una única posibilidad: empeorar con el paso del tiempo. A través de los años, la carga que el buey arrastraba se le haría más y más pesada, porque las fuerzas serían menores. Y un día, considerado no apto para el arduo trabajo, un esclavo, en vez de espolear con una vara el reseco lomo del animal, segaría su cuello con un cuchillo.

La capacidad organizativa de Roma, sus leyes y avances técnicos, sus grandes obras de arte y sus imponentes edificios arquitectónicos no conseguían el único objetivo por el que valdría la pena crear grandes civilizaciones: poder borrar el dolor de la faz de la tierra.

Lucio pensaba qué hubiera sido de su vida tan solo si hubiera nacido mujer en vez de hombre, si formase parte de un pueblo oprimido en vez de un pueblo opresor, si fuera campesino y no de familia noble. ¡Cuán insoportable sería el paso de las horas si, de repente, tuviera que arrastrarse por una vida sin sentido! Fuera a donde fuese, miraba a su alrededor y el mundo estaba lleno de vidas sin punto de partida, sin acceso a la cultura, a la educación, a la lectura, al pensamiento, a los sentimientos elevados, vedada también la pura contemplación. Tan solo trabajo, miseria y penurias.

¿Dentro de mil años, tal vez de dos mil, alcanzarían las futuras sociedades un nivel de respeto, bienestar y convivencia inimaginables entonces? Confió que así fuera: un futuro sin tantas vidas sustituibles, por centenares y miles, las unas por las otras. Lamentó que no se le ocurriese una solución mejor que dejar la responsabilidad de un imperio más justo en manos de las generaciones venideras.

Debía sobreponerse a tanto dolor y vivir, ya que poco podía hacer para evitarlo, salvo en casos concretos. El estado del mundo le sobrepasaba inmensamente. Tenía tanto que aprender, hacer, descubrir… No podía quedarse abatido por el sufrimiento que veía allí donde dirigiera la mirada.

Lucio cogió aire, levantó la cabeza y empezó a dar, sin más vacilaciones, las instrucciones necesarias. Explicó a Zayin que era esencial para el éxito del proyecto que las superficies de los sillares fueran extremadamente planas y lisas para aumentar al máximo los puntos de contacto donde se concentrarían las cargas entre los pilares. También era necesario que seleccionase unos treinta especialistas en trabajos hidráulicos, con experiencia en obras similares, para que estos enseñaran a los obreros, que debían ser, aproximadamente, unos doscientos hombres. Estos treinta especialistas llevarían la dirección técnica, supervisada en primera instancia por Zayin y, el responsable último sería, lógicamente, él mismo.

Debía contratar cada servicio teniendo en cuenta el coste de obras similares. Pasó una previsión de gastos a Zayin, ni demasiado bajos ni demasiado altos, para que los tuviera como referencia. No debía superar estas cantidades y, en el caso de no encontrar el servicio o material al precio de referencia, tendría que obtener la autorización directa de Lucio.

Para elevar los sillares eran necesarias las tenazas metálicas. En este caso, se necesitarían unas tres en cada punto de construcción del acueducto, en total nueve. Para ser levantado, cada sillar debería tener unos agujeros, en ambas caras, que permitieran el agarre. Zayin anotaba todas las instrucciones y, a diferencia del último día, no contradijo ninguna orden. Era indudable que tenía un enorme trabajo en coordinar todos los recursos humanos, técnicos y mecánicos, para llevar a cabo el acueducto.

Lucio regresó a Segovia a media mañana. Miró con detenimiento las calles a su paso. Siguió su camino, al trote de los caballos que empujaban su carruaje por la vía principal. Pronto girarían a la derecha y llegarían a casa, así que por última vez echó la vista atrás, buscando algo indeterminado. Una figura encapuchada iba delante de un grupo con unos pasos cada vez más rápidos. Era la misma mujer que vio en uno de sus primeros paseos por la ciudad. Ordenó, instintivamente, hacer parar la carreta. Sí, era la mujer de piel blanquísima, esta vez caminaba aún más deprisa y empezó a correr en dirección a él. Varios hombres la perseguían gritando y amenazando con piedras y palos. Lucio bajó del carro, se dirigió hacia ella y la situó detrás para preguntarles a grandes voces:

—¿Qué estáis haciendo?

—Vamos a lapidar a esta mujer impía —gritó uno de ellos.

—No corresponde a vosotros, ni a vuestro dios, ni a vuestras manos, juzgar y ejecutar a nadie. Soy ciudadano romano y, si tocáis a esta mujer, responderéis delante del gobernador. Sabéis perfectamente lo que le ocurre a alguien si daña a un ciudadano romano. Seréis todos crucificados.

Todavía no había terminado de hablar cuando una piedra atravesó el aire e hirió la sien de Lucio, que empezó a sangrar. Un instante después, Leukón ya se había situado delante de él y, con la espada en la mano y con voz serena, dijo:

—Mataré a cualquiera que dé un paso adelante.

Los agresores prestaron atención al que parecía ser el cabecilla: era un hombre de una espesa barba negra, con un talismán colgado del cuello, algo que parecía ser el signo de su religión, una especie de circunferencia. Todos ellos iban descalzos y con rústicos trajes de esparto, y su aspecto era sucio. Su mirada fija y actitud desafiante hacían prever un diálogo infructuoso. Siguieron aguardando qué ordenaba el líder, que con las manos indicó que se apartaran y que nadie iniciara el ataque.

—Otra vez será, hermanos, los demonios tienen mil tretas para escapar de la ira de Dios, pero nuestra constancia será mayor que sus trampas. Os prometo que la mataremos y le arrancaremos la piel. Paciencia, hermanos, Dios no hizo el mundo en un solo día. Hoy el diablo ha tenido suerte, pronto llegará el día de Dios, os lo aseguro.

Lucio, Leukón y la mujer subieron a la carreta y en muy poco tiempo llegaron a su casa. Fueron recibidos por Atos, que, preocupado y diligentemente, limpió la herida de su amo.

—La piedra fue lanzada con fuerza, pero afortunadamente solo ha rascado la piel…

—¿Por qué sonríes, Atos?

—Porque estás a salvo y también porque has llegado con una mujer a quien conozco bien.

Lucio sentía impaciencia por hablar con ella, por averiguarlo todo: quiénes eran esos hombres, por qué intentaban matarla. A la vez, deseaba seguir contemplando a alguien completamente diferente, alguien como jamás había visto.

La mujer se quitó la capucha y mostró un rostro albino, de una belleza conmovedora. Lucio se sintió como si se le hubiera aparecido la reina de las nieves. Sus ojos eran de un gris opaco, que al más leve destello de luz parecían violáceos. Su piel traslúcida mostraba el azul de las venas de sus manos. Hubiera querido mirarla durante horas, entretenerse contemplando sus pestañas tan blancas, las uñas transparentes como el agua que mostraban una carne rosácea, al igual que sus manos, sus cejas blancas y pobladas. Le hubiera gustado contemplarla largamente y poder extasiarse admirando su cuerpo. Pero disimuló su deslumbramiento.

—Me llamo Amal. Gracias por salvarme la vida.

Amal observó al hombre que la había salvado: en una edad indeterminada que sobrepasaba la treintena, mostraba una tez clara que se debía broncear con facilidad. La primavera avanzaba y el tono de su piel se parecería cada vez más al color de las aceitunas. Su cabello era grueso, rizado y negro. Sus ojos eran desproporcionadamente grandes en relación a las otras partes de su cara: una nariz un tanto aguileña y unos labios más bien finos. Lo que más destacaba de su rostro eran, sin duda, los ojos, bordeados por largas pestañas y con unas cejas pobladas y bien definidas. Sus pómulos, bien marcados, no quitaban protagonismo al hoyuelo de su barbilla. Su constitución era atlética pero no de natural. Sin duda, había hecho mucho ejercicio, porque si no fuera por eso sería más bien delgado. Era evidente, también, que se trataba de un ciudadano romano, vestido con toga y pulcramente.

—Mi nombre es Lucio. Soy el arquitecto del futuro acueducto. Él es Atos, un ser inclasificable, estoico, culto, ex devoto religioso, travestido… Es mi mejor amigo en Segovia.

Amal sonrió afectuosamente y Lucio observó sus labios de un rosado pálido y carnoso.

—Nos conocemos —dijo Atos—. Amal fue mi alumna hasta que se convirtió en mi maestra. Las épocas en que Tito viajaba, antes de asentarse definitivamente en Segovia, pudimos estudiar y tener largas conversaciones en las que también participó tu maestro Arístides.

—Debíais de hacer un trío curioso. Entiendo que mi maestro buscara vuestra compañía: sabía reconocer a las personas interesantes, por encima de los cargos y las infinitas formas. Pero ahora, por favor, explicadme quiénes eran esos hombres y por qué pretendían matarte.

Amal y Atos le explicaron que se trataba de la secta del Sol Invicto y que sus seguidores ya habían sido capaces de matar a varios hombres, de origen celtíbero, por no reconocer a su dios. También habían hecho sacrificios humanos, de neonatos abandonados, con la permisividad de Roma. El cabecilla de la secta se llamaba Haros y era un ser verdaderamente peligroso, un fanático sin temor a nada ni a nadie. Su deseo de matarla provenía simplemente del color de su piel, extremadamente blanco. El sol, lógicamente, le quemaba y siempre se tenía que estar protegiendo de él, ya que sus rayos le llenaban la piel de quemaduras y llagas. Por esta estúpida razón, la habían convertido en «la enemiga del sol», en la enemiga de su credo. La consideraban no humana, un demonio, y nada se podía hacer para combatir la absurdidad de su razonamiento. Por otro lado, añadió Atos, el hecho de que fuera una mujer docta, estudiosa, que no se hubiera casado y que no se dedicara a las actividades propias de su sexo, sino al estudio y a la lectura, la habían convertido, aún más, en una indeseable para ellos, en una mujer antinatura, enemiga del sol y de las costumbres que le correspondían. Los ánimos llevaban encendidos desde hacía tiempo. Todo empezó con una hostilidad que creció progresivamente, hasta que un día empezaron los insultos y, de aquí, se llegó al punto de que Haros se atrevió a golpearla en plena calle y después juró matarla. En los últimos tiempos, la secta había crecido y se había envalentonado y Roma, en vez de suprimirla, la había autorizado. Salir de casa para Amal se había convertido en un verdadero peligro. Ahora sabía que desde tiempo atrás la debían de estar esperando: uno de ellos había montado guardia oculto a la salida de su casa. Cuando Amal salió, este avisó al resto y la atacaron.

—¿Adónde te dirigías? —preguntó Lucio.

—Creo que me dirigía hacia algo parecido a la libertad, al aire fresco, a la posibilidad de salir de casa. Llevaba semanas confinada y había llegado un momento en que vivir con tanto miedo era imposible: vivía en una cárcel y casi prefería morir. Mi padre me contó que Atos había sido liberado de los continuos maltratos de Tito. Aquella noticia me había llenado de alegría y me dirigía a vuestra casa, a ver a Atos, a abrazarlo y a celebrar que ambos estábamos a salvo y que de nuevo podríamos leer y estudiar juntos.

—Perdóname, Amal —dijo Atos—, me equivoqué al querer esperar unas semanas para plantearle a mi amo nuestra amistad.

—Pues sí, te equivocaste —dijo Lucio—. Hubiera sido mucho más fácil que me lo hubieras contado e ir a visitarla con carruaje y guardas. A partir de ahora lo haremos así, pactaremos los días que desees visitar a Atos y te recogeremos en tu casa. ¿Dónde y con quién vives?

—Vivo con mi padre, Sarapis.

—¿Sarapis no es un nombre egipcio?

—Sí, somos egipcios. Vinimos a Hispania cuando yo era una niña. Mi padre es orfebre, además de matemático y astrónomo.

—Te llevaremos a casa, tu padre podría estar preocupado por ti. ¿Sabe que habías salido sola de casa?

—No, él prefiere que viva encerrada para que no corra ningún peligro. Me escapé, supongo que estará disgustado conmigo y, cuando no me vea en casa, temerá lo peor, algo de lo que hace semanas la secta se vanagloria: matarme en cuanto tengan ocasión. «Matar al demonio blanco», dicen. «Matar al demonio blanco…»

La cara de Amal se tornó pensativa, como si estuviera muy lejos de aquella habitación. Solo las palabras de Lucio, «vayamos, ahora, a ver a tu padre», la devolvieron al momento presente.