Lucio y Zayin se dirigieron a uno de los puntos donde debía empezar el acueducto.
—¿Qué idea tienes sobre el acueducto? Me imagino que utilizarás argamasa para unir las piedras.
—No, mi idea no es utilizar mortero.
Un tanto desafiante, Zayin le contestó:
—Creía que de Roma llegaría alguien con unos procedimientos mucho más avanzados. Ya hace mucho que hemos superado la construcción por medio de la alineación de piedras inmensas. Esto demanda demasiado tiempo y esfuerzo para extraer los bloques de la cantera, tallarlos adecuadamente e intentar ajustarlos. Ya sabemos, desde la guerra contra Cartago, que se pueden construir muros uniendo piedras con mortero, que se endurece con el contacto con el aire y da a la obra una enorme solidez. Perdona, maestro, pero no entiendo tu decisión.
—Tienes razón en todo lo que has dicho, pero te olvidas de algo imprescindible para mí: no es estético. Busco crear algo funcional y bello.
—No te entiendo. La verdad es que me parece un retroceso.
—Piensa en el acueducto, imagínatelo. ¿Ves las columnas y sus arcos? Cada pesada columna es como un punto fijo en el espacio, en cambio, cada curva es movimiento.
—Precisamente, el mortero facilitaría mucho la construcción de las curvas de los arcos.
—En cambio, yo prefiero calcular con exactitud cada ángulo de corte y obtener dovelas rigurosas que, una vez ensambladas, formen un arco perfecto. Pero no discutamos más. Vayamos a ver el terreno. La conducción del acueducto debe atravesar campos y valles. Ten en cuenta que el acueducto es un canal, un arroyo artificial que debe tener la suficiente pendiente para que el agua discurra por él de forma natural. Siempre que el terreno nos lo permita, la construcción irá bajo el suelo, pero, cuando se presente un desnivel importante, alzaremos el canal para mantener una pendiente continua. Aquí es donde aparecerán los arcos. Deseo retirarme pronto a mi estudio para seguir ideando la obra. Tengo varias ideas. Así que vamos a comprobar el terreno juntos.
Tramo a tramo, Lucio decidió en qué puntos sería necesario llevar a cabo algún tipo de fosa de fundación o de cimentación para cada uno de los pilares. Entre fango, matojos y árboles, pasó cuatro días inspeccionando el terreno donde se erigiría aquel monumento al poder de Roma, pero también a su amistad por Arístides.
Lucio también quiso ir al lugar exacto donde habían encontrado el cadáver de su maestro. Al cabo de una hora a pie, vio una planicie despejada, con bosques que se divisaban a lo lejos. La tierra era rojiza, con enormes nidos de hormigas; era un terreno no muy grande pero sí muy diferente, tan ardiente y seco como el caparazón de un alacrán. Sabía que Arístides había muerto sufriendo y de un modo horrible, pero no quiso saber detalles. Sospechaba que cualquier imagen de su suplicio se apoderaría de él durante días y tal vez el dolor y la tristeza nublarían su pensamiento y doblarían sus rodillas. Ahora debía resistir firme. Miró el paisaje como queriéndolo arrancar del aire para llevarlo siempre consigo. Quería ser plenamente consciente de que aquella era la última imagen de la vida que se llevó su maestro. Luego cerró los ojos y respiró profundamente. No había ido allí para despedirse de él, sino para retenerlo en su interior. No temía la añoranza ni el dolor de lugares impregnados de su presencia, es más: los prefería. Le gustaba sentir los lugares como propios de Arístides, porque de esta manera cobraban una mayor familiaridad. Lo sentía cercano en casa, en los paisajes, en la obra y al recorrer las calles de Segovia por las que sabía que él había pasado y que ahora recorría solo, ya que jamás podrían volver a caminar uno junto al otro.
Durante la inspección a pie de obra, determinó los lugares donde era necesario cimentar con una gruesa capa de hormigón para evitar el posible desmoronamiento del terreno. También indicó qué zonas de árboles era necesario talar y en qué puntos hacía falta allanar el terreno. Zayin apuntaba diligentemente cada acción que se debía llevar a cabo sin ahorrarse comentarios, observaciones y contrapropuestas.
Lucio le observó mientras estaba distraído mirando el terreno. Algo de él le incomodaba. Era evidente que estaba molesto por la discusión que tuvieron sobre la argamasa, pero, a pesar de su enfado, Zayin no desistía en su continua actitud de adulación, de reír estúpidamente cada uno de sus comentarios, de intentar demostrar sin cesar sus conocimientos.
Lucio no tenía aún una idea definida de él. De entrada, le parecía algo limitado, más pendiente de sus ganas de influir que de escucharle, con una mayor necesidad de proponer que de atender su obligación de acatar.
De pronto, Zayin le espetó:
—Quería preguntarte si has decidido quién llevará las cuentas del acueducto. Como te dije, es un tema difícil, que requiere experiencia, y para mí sería un honor poderlo llevar a cabo y serte útil, no solo en la construcción del acueducto sino también en la correcta administración de los recursos.
—Ya he asignado a otras personas que lleven las cuentas. Serán los cuestores, los tesoreros. Ya sabes que generalmente son dos y su mandato dura un año.
—¿Quiénes?
—Eso no importa. Son ciudadanos destacados que no cobran por este trabajo porque lo consideran un honor. Debes limitarte a hacer tu tarea, tienes muchísimas cosas que hacer: controlar la producción de las canteras, llevar a cabo las obras del terreno, hacer que acudan a Segovia artesanos especializados. He considerado que no podía cargarte con más responsabilidades, sería injusto pedirte tanto. Te agradezco tu implicación, pero con lo que tienes, es más que suficiente.
Zayin intentó discutir, pero fue inútil. Lucio rápidamente se retiró a su estudio a seguir pensando en la obra.
A la mañana siguiente, Zayin empezó a dar órdenes a gritos a los trabajadores, uno de ellos resbaló y perdió por la pendiente la hoz con la que debía limpiar el bosque. El encargado ordenó que lo azotaran y lo dejaran de pie al sol sin agua.
Lucio nunca supo de este incidente, pero en el fondo era consciente de que, si en vez de ser él el que mandaba, hubiese sido Zayin, su vida se hubiera convertido en algo terriblemente complicado. Si se le ocurriera hacer una observación, esta sería inmediatamente cortada y su actitud menospreciada. Le hubiera humillado y sometido tanto como le hubiera sido posible. Con su implacable actitud hacia los obreros y su disposición solícita, era evidente que en su ser había tanto la viscosidad de la adulación como la dureza del acero hacia los que sometía. Pero aquella no era la razón por la que Lucio no lo había nombrado tesorero. Había decidido que la obra sería el resultado de la suma de su esfuerzo y el de su maestro: Arístides ya había tomado decisiones y no había confiado las cuentas a Zayin. No iba a contradecirle.
La maquinaria romana empezaba a girar con una precisión perfecta. Se estaban creando los fondos para hacer el acueducto: centenares de esclavos, indígenas, soldados y presos trabajarían en la obra y el tipo de piedras que se necesitaban se estaba tallando en las canteras.
Lucio se sintió satisfecho de volver a estar en su nueva casa, de regresar al estudio y al silencio. Permaneció encerrado dos días tomando decisiones sobre la futura obra: tenía que lograr un conducto con paredes de una textura completamente fina por donde el agua no pudiera detenerse, para ello revistieron el cajero de sillares de granito con opus signinum, un tipo de mortero impermeabilizante.
El soporte del canal sería de granito. Cada bloque debía estar muy bien labrado y el peso de cada uno sería de entre 300 y 400 libras. Los muros laterales, en los que quedaría empotrado el canal, tendrían una serie de albardillas de granito, con una leve inclinación hacia el exterior del conducto para evitar infiltraciones del agua de la lluvia.
Lucio se imaginó el acueducto como una casa con puertas al más allá. Quería hacer un monumento trascendente, grandioso y digno, que estuviera a la altura de la memoria de su maestro.
Puso todo su empeño en crear efectos ópticos en el acueducto para impulsar su belleza, funcionalidad, sencillez y monumentalidad. Cada columna estaría dividida en cuatro secciones ligeramente apiramidadas, excepto los cuerpos de la segunda fila, que serían más estilizados y completamente rectangulares.
Los tres primeros sillares partiendo del suelo serían iguales en altura, aunque el que iba a estar en el suelo aparecería más chato, porque iría enterrado más de un metro en el lecho de arena que serviría de soporte. El último, el más cercano al cielo, había de ser mucho más alto, tendría el doble de altura que los otros tres. El efecto óptico era claro: cada uno de los cuerpos sería más estrecho que el anterior, irían disminuyendo de volumen imperceptiblemente para el ojo humano y, en cambio, crearían un efecto de mayor altura. Para que no se notara la diferencia entre las cuatro secciones de cada columna, habría solo una sencilla moldura algo decorada, con alguna curva o listón. Este sería el único elemento decorativo de una obra que quería que fuera, sobre todo, sobria y rústica, pero que tendría encerrada entre sus piedras una gran sabiduría estética.
Se proponía crear un acueducto donde cada pieza fuera distinta, sin dos sillares idénticos, con todos los arcos diferentes, incluso algunos con más piezas que otros, porque el objetivo no es que fueran idénticos, sino que se percibieran iguales: calcularía unas medidas ideales, pero las corregiría sobre el terreno, mirándolas con perspectiva humana. Lo importante no es que fuera una obra platónica, ideal y perfecta sobre el plano, pero llena de defectos desde el punto de vista humano, sino al revés: que fuera a simple vista perfecta y solo una mirada sagaz y un estudio pormenorizado desentrañara, para el futuro, todos sus entresijos, modificaciones y alteraciones para hacer una obra que no fuera perfecta pero que se viera así. ¿Hay, acaso, mejor perfección que la que se vive como tal? Descubrir sus ingenios y trucos ópticos, en vez de desvalorizarla, provocaría una mayor admiración en un corazón agradecido porque alguien se tomara tantas molestias al proyectar una obra con la máxima sencillez y la mayor magia. Mirada con atención, no sería una obra apolínea, de medidas armónicas y exactas, pero era la única manera de que a simple vista fuese maravillosa.