8

Lucio tenía que prepararse para la cena con el duunviro, máxima autoridad de la ciudad, entre cuyas atribuciones estaban las obras públicas y por tanto la construcción del acueducto. También quería hablar con Leukón. Podía confiar plenamente en él, ya que había sido esclavo de Arístides y este le recompensó con la libertad después de su muerte. Pensó si acaso este no sería un buen motivo para matar a alguien… En Leukón se daban, a la vez, dos agravantes: era indígena y arrastraba con él la duda de si odiaba a los romanos por los ultrajes sufridos por sus antepasados y, lo más importante, obtenía una gran recompensa con la muerte de su amo. ¿Podía ser Leukón el asesino de Arístides? Descartó la sospecha, porque no tendría sentido que le hubiera salvado la vida de camino hacia Segovia.

—¿Leukón, sabes cómo llevaba Arístides las cuentas del acueducto?

—Revisaba todas las cuentas personalmente y yo le proporcionaba una relación pormenorizada de los ingresos y los gastos de la construcción.

—Bien, entonces sigamos exactamente igual como él lo dispuso. Yo supervisaré y tú llevarás las cuentas al detalle.

Lucio deseaba mantener la misma situación que vivió su maestro para suscitar las condiciones apropiadas para que el asesino reapareciera. Cualquiera podía haberlo matado y en algún punto debía empezar la investigación.

Lucio esperó, tomando un baño, el momento de la cena, que estaba prevista a primera hora de la tarde. Para controlar el tiempo, miraba de vez en cuando la clepsidra. Decidió que, si no confiaba en nadie más, confiaría en Arístides, en las decisiones que había tomado, en la gente en la que confió. ¿Acaso no se había dicho, mientras miraba los objetos del estudio, que a partir de ese momento sus trabajos serían uno solo? Debía dotar a las decisiones de su maestro de la misma autoridad que concedería a las suyas. La fidelidad y cariño hacia su antiguo amo eran la mejor prueba de la lealtad de Leukón. Además, su origen local hacía de él un magnífico conocedor de los alrededores de la ciudad que, aunque cada vez era más floreciente y rica, seguía rodeada de extensas e inhóspitas estepas, abruptas sierras y vestigios de antiguas tribus constantemente reprimidas, pero jamás del todo doblegadas. Quizás en la periferia se ocultaba el asesino.

Llegó el momento de dirigirse a la casa del duunviro. La cena había sido concebida como un acto de bienvenida por parte de la oligarquía local al nuevo jefe de obras. Se celebraba en una de las casas más suntuosas y ricas que había visto, tan flamante como las de los barrios más pudientes de Roma. Lucio fue recibido por un esclavo que lo condujo al comedor. El lugar estaba decorado por un mosaico con ingeniosas representaciones de comida derramada.

—¿Te gusta el mosaico?

Una voz desconocida, grave y segura, salió del otro lado de la estancia. Continuó hablando. Lucio volvió la cabeza para ver de dónde procedía.

—Dudé mucho en escoger este motivo o una escena funeraria. Creo que la mejor forma de aprovechar esta vida es pensar en su antítesis. Soy Tito Fabio y te doy la bienvenida a Segovia.

Lucio le saludó amablemente. Era un hombre perfumado y sofisticado. Lucio recordó la impresión que le había causado la primera vez que lo vio, en la recepción que le ofreció el gobernador en su primer día en Segovia. Como en aquella ocasión, Tito iba profusamente enjoyado, y mostraba una especial predilección por los anillos, algunos francamente extravagantes. Era extraño un personaje así en una ciudad de provincias en expansión pero sin el cosmopolitismo de Roma. Daba la impresión de ser un típico personaje romano fuera de su ámbito. Era un poco grueso, con bolsas bajo los ojos y presentaba un aspecto acicalado, pulcro y suntuosamente vestido. Su piel ligeramente bronceada y sus dedos un poco rechonchos eran una diana fácil para la vista por los reflejos dorados de sus joyas. Lucio comprobó que llevaba las uñas un poco largas, cosa que le desagradó.

La casa estaba llena de pieles de animales salvajes. Haciendo un cálculo aproximado, en aquella casa no habría menos de cincuenta esclavos.

El comedor estaba abierto por uno de los lados y tenía vistas al jardín de la casa. Los frescos de las paredes representaban temas campestres. Varios hombres y mujeres, ricamente ataviados, charlaban con entusiasmo. Pararon sus conversaciones cuando Tito les presentó al que había de realizar el futuro acueducto de la ciudad, aunque, como era de esperar, inmediatamente se refirió a él como al hijo del famoso Adramitio. Describió a Lucio como un diletante que se dedicaba a obras públicas por amor a la ingeniería hidráulica. Todos se rieron y Lucio se sintió bastante incómodo por la broma, ya que de nuevo era evidente que juzgaban su actividad como la veleidad de un hombre rico.

Los invitados estaban recostados en lechos junto a los que había grandes mesas llenas de manjares: lechugas, puerros, huevos cubiertos de hojas de ruda o cocidos en tenue ceniza y quesos cuajados al fuego, aceitunas, ubres de cerda, aves cebadas de corral, cerdo magro y virutas de carne. También había morenas preñadas, consideradas muy suculentas por los paladares más entendidos. Como postres había dulcia domestica: dátiles rellenos de fruta seca, nueces y especias, bañados en zumo de frutas.

Tito hacía que le sirvieran, a él y a unos pocos, los manjares más suculentos y, para los demás, otros alimentos más vulgares y en raciones más escasas. Había distribuido el vino según tres categorías en pequeñas vasijas, acto pensado para que nadie tuviera la posibilidad de elegir y no tuviera opción de rechazar lo que se le ofrecía. El mejor vino de Hispania era para él y unos pocos, entre ellos Lucio, y los vinos inferiores, para los amigos considerados como tales.

Lucio inmediatamente juzgó aquella actitud como despreciable. Tito no invitaba a sus amigos a cenar, sino que los invitaba a ser insultados. Incómodo, extrañado, intentó seguir comiendo manteniéndose ajeno a una situación, para él, extravagante. Una actitud de esa índole solo podía significar una cosa: Tito era el amo de Segovia, ya que el gobernador, aunque tenía más poder que él, no gestionaba de forma directa la ciudad y estaba continuamente de viaje.

El destino lo ponía a prueba. ¿No se había prometido a sí mismo tener buenas relaciones con sus superiores, fueran como fuesen? Tenía que simular que era natural y normal una situación tremendamente injusta y humillante como la que estaba viviendo en aquel momento. Si él hubiera sido uno de los agraviados con comidas y bebidas de menor categoría, seguramente se hubiera marchado porque su rango le impedía soportar una humillación tan grande, pero estaba entre los escogidos, entre los mejores y más preciados miembros de la ciudad. Debía tragarse su afán de justicia e intentar mantenerse en el lugar donde se había dicho a sí mismo que quería estar. Al fin y al cabo, llevaba poco tiempo en Segovia. En medio de sus reflexiones, Tito le preguntó, bajo la mirada atenta del resto de los comensales, si aprobaba su conducta, tan racional, de dar a cada invitado un tipo de comida y de bebida diferente.

Lucio contestó, no sin antes tragar saliva.

—Hay dos formas posibles de racionalidad: servir a todos las mismas cosas y aplicar una distribución equitativa, o una distribución clasificatoria en función de las categorías de los comensales, como tú has elegido. Ambas son absolutamente racionales, la pregunta tal vez sería cuál de las dos es más justa.

—La primera forma de distribución es propia de un malversador, puesto que cenas como esta costarían demasiado. No malversar es una de las condiciones básicas para llevar a cabo las obras públicas. Por todo ello sentencio que mi distribución no solo es absolutamente racional, sino también la más justa. Espero que la apliques con la misma diligencia y tino en la construcción del acueducto. ¿No opinas lo mismo?

Tito miró fijamente a Lucio y un silencio profundo se instaló entre todos los presentes, que observaban con ojos escrutadores, fijos y en tensión.

—Así es, no hay mejor justicia que no derrochar en gastos inútiles, porque nos quedaríamos sin aquello que debemos preservar para lo más grande —contestó Lucio tragando saliva.

Entonces todos los comensales aplaudieron, incluso aquellos que eran servidos con el peor vino y la peor comida. En aquel momento, Lucio celebró no haberse enfrentado a Tito, no haber querido erigirse en salvador de los presuntamente humillados por un anfitrión tan vil. Era evidente que todos, tanto los más favorecidos como los que lo eran menos, necesitaban adular a Tito Fabio y buscaban continuamente su aprobación. Querían estar bajo su sombra y protección a cualquier precio. Ser rico, importante, tener un cargo, llegar a ser alguien en Segovia, dependían necesariamente de su voluntad y de las decisiones que tomaba.

Tito ya había marcado su territorio como haría un perro en su dominio. Le había advertido delante de todo el mundo que no malversara. Era evidente, por la opulencia que le envolvía, que la austeridad no estaba entre sus virtudes. El verdadero objetivo era demostrar a Lucio que podía reñirle en público. Había marcado la jerarquía y no importaba quién hubiera sido su padre, porque él mandaba sobre el hijo. Lucio trató de no pensar demasiado en ello, podía aumentar su irritabilidad y ello iba directamente contra la decisión que había tomado: aguantar con estoicismo los avatares de los poderosos. Había llegado a una edad en la que quería llevar a cabo una obra memorable. Lo más fácil siempre es irse, levantarse y despedirse con una filípica conmovedora, acre como el acero y sentenciadora. Pero el orgullo no podría interponerse en sus objetivos.

Descubrir al asesino de su maestro era un objetivo evidente. Pero ¿por qué le importaba tanto acabar el acueducto? Realmente ¿soportaba todo aquello para lograr una carrera de arquitecto famoso…? Con sinceridad, no. Su verdadero motivo era que se trataba de la última obra, empezada por Arístides, y que sería terminada por él: un homenaje en piedra a la amistad. El acueducto también era un puente, un camino de ida y vuelta de un punto a otro, de un ser a otro, aquello que nos une y nos acerca: la amistad, labrada en granito, que desafiaría los siglos. Quería acabar el acueducto porque era la forma de estar más cerca de Arístides y de lo que había querido tanto para sí mismo como para Lucio, no en vano su maestro puso como condición que le sucediera.

Durante la cena se consideraba de mal gusto discutir de negocios, por lo que quedaba descartada cualquier conversación sobre el acueducto o la muerte de Arístides.

—Y ahora pasemos a los entretenimientos —dijo contento el duunviro—. Tal vez esta es una buena ocasión para saber si nuestro ilustre forastero tiene historias que contarnos o habilidades que mostrarnos. Pero no le cansemos, ha hecho un largo viaje hasta Segovia y nos corresponde a nosotros deleitarle con una noche inolvidable. ¡Que vea que en Segovia sabemos pasarlo bien y que tenemos todo lo necesario para que sea declarada ciudad del imperio!

Por un momento, Lucio temió que hubiera pasado por la veleidosa cabeza de Tito la idea de obligarle a hacer payasadas, declamar o cantar. Por suerte, esto no ocurrió y no tuvo que ponerse a prueba esta vez, como había sucedido antes, de manera mucho más difícil, con la pregunta sobre la distribución y la justicia. Había llegado el momento de amenizar la cena con actividades lúdicas. A Lucio le habría complacido enormemente una velada que terminara con lecturas filosóficas, música de cítara o declamaciones poéticas. También le habría gustado la representación de una comedia de enredos como las de Plauto, unos cómicos o acróbatas e incluso, si no había más remedio, unos gladiadores haciendo un poco de ejercicio.

Pero su decepción no podía ser mayor: el número era la exhibición de un gallus, un devoto castrado del templo de la Magna Mater, vestido con ropa de mujer y que presentaba una evidente cojera. Se decía desde tiempos inmemoriales que tales devotos eran insensibles al dolor, por lo que Tito tuvo la brillante idea de que pasara de comensal en comensal, con cara de horror, para ser agredido por cada uno de ellos con el fin de comprobar si, realmente, no le dolía nada de lo que le hicieran. Así, unos le clavaban pequeños cuchillos, otros le practicaban un corte, otros le quemaban con una vara encendida. Cuando llegó el turno de Lucio, declinó educadamente participar en el juego. El gallus no paraba de chillar, asediado por todos y sintiéndose acorralado y herido por todas partes. Esto provocaba más y más risas en todos los presentes y, en consecuencia, más ganas de pincharle, cortarle o quemarle. Finalmente, el gallus se arrodilló en el suelo y empezó a llorar; ya no causaba tanta diversión. Llegado este momento, el anfitrión dijo:

—Mi inteligencia suprema y mi gran intuición han servido para acabar de una vez por todas con un mito que hace tiempo que circula: la insensibilidad al dolor de los gallus devotos de la Magna Mater. Falso: no solo sangran y sufren, sino que lloran como vírgenes asustadizas. Son monstruos histriónicos. Retirad al gallus y mañana azotadle hasta la muerte. No tiene el más mínimo valor, no me sirve para nada, en mala hora lo compré como esclavo.

—Un momento, bien amado y honorable Tito —dijo Lucio levantándose con el fin de ser visto por todos—. En primer lugar, permíteme felicitarte por ser un hombre docto. Este era un misterio que hacía tiempo que nos perseguía, y hoy lo has descifrado. Entre muchos otros méritos, pasarás a la historia como aquel que no desistía delante de un gran interrogante que merece una respuesta. Allí donde haya falsas creencias, nos llegue tu luz. ¡Cuántas falsas percepciones nos desvelarás en el futuro! Pero permíteme un comentario: si comprobaras que una determinada raza de rata, de la que se dice que tiene la piel lisa como un recién nacido, en realidad tiene pelo o si tuvieras que descubrir si es cierto o solo un mito que un perro no ve en la oscuridad, se daría la circunstancia de que, tanto en un caso como en el otro, una vez resuelto el misterio, ni es culpa de la rata ser peluda ni culpa del perro ser ciego. La neutralidad y el desapego son las mejores armas para una mente preclara y dedicada a la verdad como la tuya. Sé que hubiera sido magnífico encontrar un ser capaz de no sentir dolor, como si estuviera totalmente anestesiado, pero vuestro objetivo era descubrir la verdad, y es injusto que nosotros, no contentos con saber la verdad, queramos que nos descubráis una de las maravillas del mundo. Ya habéis hecho demasiado y, por ello, todos —y señaló con sus manos a los presentes— os estamos verdaderamente agradecidos.

Todos los comensales aplaudieron y Lucio hizo una reverencia bajando satisfecho la cabeza en honor a Tito y siguió hablando:

—Por este motivo, os pido que tengáis la amabilidad de entregarme vuestro estrafalario esclavo. Necesito sirvientes y qué mayor honor que tener uno que haya servido al gran duunviro de Segovia, uno que fue utilizado para descubrir la enorme falsedad de un mito. Sería un honor para mí tenerlo como esclavo para el servicio de mi casa. Veamos si es un mito también que los gallus son tan diligentes en el cuidado del hogar. Pero no es por sus servicios que lo quiero: al verlo cada día, vería en él vuestra sabiduría y capacidad de descubrir la verdad.

—Así sea —contestó complacido—. ¿Cómo voy a privaros de un bien al que ya he renunciado porque lo valoro tan poco que lo he enviado a la muerte? Para ti, el gallus y una copa más de mi vino más selecto.

Al cabo de poco tiempo, el mínimo posible, Lucio pudo llegar a su casa. Le acompañaba Leukón junto al gallus, magullado, con el cuerpo lleno de pequeñas heridas y caminando con su evidente cojera. Al cruzar la puerta, Lucio ordenó a dos esclavos que fueran a por agua caliente y vendas para curarle. Mientras lo hacían, preguntó a Leukón por el duunviro y por su trato para con los esclavos.

—Hace poco yo era un esclavo y doy gracias cada día por haberlo sido de vuestro maestro Arístides y ahora por ser vuestro servidor. El duunviro llama a los indígenas «herramientas parlantes», el estrato más bajo dentro de los esclavos. Y los vende antes de que envejezcan y se vuelvan demasiado caros de mantener.

—No solo son parlantes sus herramientas, también son sus herramientas sexuales. Me ha sometido a toda clase de vejaciones, también para comprobar si en la cama no siento ningún dolor. —Añadió el gallus haciendo un evidente esfuerzo por no llorar. Lucio lo tapó con una confortable manta y apretó suavemente su hombro.

Leukón continuó hablando:

—Para él los esclavos más baratos, de los que ha vendido miles en Roma, son los hijos y descendientes de los bárbaros, que provienen de las tribus indígenas y que, por lo general, no tienen otro uso que el trabajo agrícola. Tito Fabio es conocido por su crueldad hacia ellos. Los ha matado de todas las formas imaginables: estrangulados, azotados hasta morir, quemados, arrojados a fieras salvajes, crucificados y todo lo que se le ocurra. También puede mandar a la pequeña prisión de la ciudad a este, a ese o a quien le plazca, excepto a ciudadanos romanos.

»La cárcel es una sala cónica, de tufa sin pulir, sin ventanas y sin otra obertura que un agujero en el techo que la comunica con el piso superior. Los prisioneros son arrojados por este agujero hasta que mueren y se pudren. A Tito Fabio —continuó explicando Leukón— le encanta aplicar a cualquiera que le apetezca el mismo castigo que se aplica en Roma a los culpables de parricidio.

—¿Y cuál es el castigo por parricidio? Suelo olvidar los horrores, especialmente los más crueles —preguntó Lucio.

—Cualquiera que le haya ofendido es metido en un saco de cuero cosido, en compañía de un perro, un gallo, una culebra y un mono. Tras recibir una buena paliza, el parricida es tirado al río. Por ello, en la ciudad hay cuatro enormes jaulas: una al norte, otra al este, una al oeste y otra al sur. Una llena de gallos, otra de monos, otra repleta de culebras y otra de perros. Sirven para recordar a todos el castigo que les espera si no cumplen con sus deseos o exigencias.

—¡Pobres animales! Amigos —añadió Lucio para dirigirse al gallus y a Leukón—, permitidme que os cite a Petronio, puesto que comparto exactamente su opinión: «Los esclavos son también hombres, han mamado la misma leche que nosotros, aunque hayan sido víctimas de un triste destino. Sin embargo, si tengo salud, pronto beberán el agua de la libertad. En todo caso, los dejo libres a todos ellos en mi testamento.» Dime tu nombre, gallus.

—Atos, señor. Jamás os podré mostrar todo mi agradecimiento.

—¿Conociste a Arístides?

—Sí, mi señor.

—¿Crees que un indígena podría haberlo matado?

—Hoy los indígenas solo son un viejo reflejo de lo que un día fueron. Hace más de dos siglos que fueron vencidos. Sus hombres fueron vendidos como esclavos, sus mujeres también vendidas y utilizadas como prostitutas. Hoy son romanos, aunque no se puede descartar que algunos, algún grupúsculo, conserven el rencor y la rabia y que durante años y años continúen luchando en pequeñas unidades, boicoteando los grandes planes romanos. Es posible que tu maestro haya sido muerto por uno de estos grupos residuales. En este caso, el objetivo no sería matarlo a él concretamente, sino evitar una obra romana de la envergadura de un acueducto. Boicoteos y pequeños atentados ha habido siempre, aunque los romanos intenten minimizarlo para que nada empañe su resplandor.

«“Empañe su resplandor”, una frase interesante, propia de alguien culto. Sería interesante conocerle, hablar con él tranquilamente, pero ahora, por pura clemencia, mejor que descanse —pensó Lucio—. Es evidente que está terriblemente asustado y, por pura fuerza de voluntad, intentaba conversar y agradar, seguramente por instinto de supervivencia, tal vez por el temor de que, si decepciona a su nuevo amo, también acabará con su vida. No puede dejar de temblar.»

—Mañana hablaremos, Atos. Ahora descansa. Si tienes hambre, pediré al cocinero que te prepare algo.

—No, gracias, mi amo.

—Tengo mucho trabajo por hacer: empezar las obras del acueducto y encontrar quién mató a mi maestro. Tú también tienes trabajo: descansar, curar tus heridas y dejar de vivir con miedo. Aunque no me conozcas y lógicamente me tengas miedo, puedo asegurarte que, seas hombre o mujer, en mi casa no serás motivo de risa ni objeto de tortura. Duerme hoy en paz y serénate, las épocas del miedo ya han terminado.

—Gracias, amo.

—Mañana o cuando desees me contarás tu historia. Intuyo que hay en ti no solo un pasado interesante, sino un ser cultivado al que deseo conocer mejor.

A la mañana siguiente, limpio, descansado y con las heridas bien tratadas, Atos se dirigió humildemente a Lucio y le dijo que estaba a su total disposición para contarle todo lo que deseara.

—Háblame de Tito: ¿Qué sabes de él?

—Tito es la máxima autoridad local, es quien manda y hace su absoluta voluntad en Segovia. Es capaz de tener una nueva idea absurda y ejecutarla al momento, como comprobar cuánto tardan dos caballos en descuartizar a un hombre y hacer apuestas sobre ello. Es el anfitrión de fiestas llenas de extravagancias, drogas y orgías.

—¿Y una vida así, no pasa factura?

—Sabe cuidarse. Se tensa, pero nunca se rompe: es hábil, hedonista y cauto. Tiene una parte privada en su casa donde descansa, come y luego celebra sus fiestas.

—¿De dónde ha salido?

—De Roma, aunque su pasado en Roma es oscuro. No logró el poder que ansiaba, causaba muchos problemas y le enviaron a Segovia por sus continuos escándalos. Aquí ha encontrado un universo pequeño y propio donde hacer su voluntad. No resulta tan problemático en una provincia como en la capital del mundo.

—Entiendo. Explícame tu historia.

—Señor, no hay mucho que contar: no soy nadie ni tengo ningún interés. Temo decepcionaros ante la falta de importancia de lo que he vivido.

—Estoy seguro de que no será así. No tengas miedo, simplemente habla con naturalidad y tranquilidad. Como te he dicho, estás a salvo, en tu casa, y nada de lo que has vivido volverá a repetirse en el futuro.

—De niño fui un devoto castrado del templo de la Magna Mater. Pasé toda mi juventud preparando y celebrando las fiestas de la diosa Cibeles, que acontecían en Roma cada 4 de abril. Como sabéis, es una fiesta bulliciosa y colorista. Me castraron en recuerdo de Atis, el amante de la diosa, que se castró para purificar su infidelidad. Llevaba, con otros devotos, niños y jóvenes, la imagen de la diosa Cibeles en procesión por las calles de Roma, al son de címbalos, flautas y tambores. La fiesta era de total éxtasis y proferíamos estridentes alaridos. Vivíamos días de gran celebración con representaciones teatrales y banquetes en que se comía queso mezclado con finas hierbas. Tengo vagos recuerdos de mi castración, sé que fue un episodio religioso lleno de fervor. Sea como fuere, un hombre poderoso, sabio y bueno, se apiadó de mí. Consideró que un niño no puede ser víctima de tanta locura y fanatismo religioso y me compró en el templo. Él me abrió los ojos a otro mundo.

—¿Para qué te quería?

—Para darme una esmeradísima educación. Era un ilustre senador que me instruyó y cuidó, pero desgraciadamente murió. Aunque le costó, era alguien suficientemente culto y bueno para respetar que quisiera seguir vistiéndome como mujer, algo que había hecho desde niño. Con el conocimiento que él me brindó, abominé de cualquier fanatismo religioso, pero no de sentirme mujer.

Lucio asentía y, cada vez más confiado, Atos siguió contándole su vida.

—El senador consideraba que mi vestimenta femenina era impuesta por la religión: me castraron y me obligaron a vestir como una mujer. Quería que renunciara a ese pasado, pero yo sentía que era parte de mi ser, no una imposición religiosa. No todo en mí era falso. Lo respetó, pero desgraciadamente murió y mi suerte cambió por completo.

—¿Te compró Tito?

—Sí, y entonces empezó una etapa en la que cada día preguntaba a los dioses por qué me habían permitido nacer. Mi cojera es fruto de una de sus palizas. Me salvó el descubrimiento del estoicismo para resignarme a vivir con la certeza de que un día me mataría.

—¿Y cómo te sientes en Segovia? Aquí no se respira la libertad de Roma.

—Conservo aún el estatus de devoto religioso y gozo de la protección de Roma, pero soy tan diferente… Básicamente, soy tolerado como símbolo de un pueblo tal vez decadente y estrafalario que tiene el poder.

—Ahora tienes una nueva ocasión de vivir en paz, encuéntrate a ti mismo, dedícate a lo que quieras: a la organización de la casa o al cultivo de ti mismo.

—No sé si podré. Me siento muy avergonzado.

—¿Por qué?

—He trabajado para permanecer imperturbable y ayer lloré y me hundí delante de todos. Hacía mucho tiempo que no me ocurría esto, creía que el estoicismo había forjado en mí un carácter de acero.

—Si dices que tu objetivo es vivir imperturbable, ahora no puedes alterarte por haberte afectado. —Lucio sonrió, pero Atos simplemente lo miraba cabizbajo—. Deja que todo esto pase, igual que pasa el día, como pasan las estaciones, los años y pasa la vida. No te aferres al dolor de haber perdido los nervios. Acepta la lección, reconoce tus propios límites, sé alguien humilde. Es muy arrogante pensar que siempre permanecerás ajeno al dolor y a la humillación. Llevabas mucho tiempo al lado de Tito y el desgaste era inevitable. Lo más estoico es aceptar lo vivido como parte misma de la vida.

—Eres sabio, mi amo. Arístides se enfrentó a Tito para evitar que me maltratara. Esto le enfureció y su castigo fue aún mayor, pero no olvidaré nunca el valor de tu maestro.

—Arístides también debió de sentirse culpable porque su indignación solo logró que fueras más fuertemente castigado. Por cierto ¿tienes conocimientos de cuentas y de números?

—Sí, llevaba muchos temas domésticos de la casa del senador, mi primer amo.

—Llevarás la contabilidad del acueducto juntamente con Leukón. Yo supervisaré las cuentas, pero vosotros llevaréis al día los gastos y los ingresos. Confío en vosotros. Una obra como el acueducto necesita no solo arquitectura, sino también un férreo control económico.

—Gracias, señor, lo haré encantado y pondré mi vida en servirte. Pero ¿me permites una pregunta?

—Claro.

—¿Qué será de mí, cuando dejes Segovia?

—No abandono a las personas, ni los proyectos. Tampoco abandonaré la persecución de quien mató a mi maestro. No debes preocuparte por tu futuro, estás a salvo: la ley romana impide que un esclavo regalado sea devuelto.