Al llegar a Segovia, Leukón le llevó directamente a una casa pintada de un color rojizo gastado. Justo al lado y del mismo color, había una construcción bastante más pequeña, de donde salió su ayudante, el ingeniero hidráulico Zayin, un nombre hebreo sin duda. Este tenía la tez un tanto grabada, los labios carnosos pero de poco grosor, acabados en una especie de pico, como si estuvieran constantemente apretados y salidos. También tenía una cicatriz en el labio, así que la forma puntiaguda de su boca tal vez había acentuado la deformidad en su labio superior. Sus ojos, demasiado cerca el uno del otro, le conferían un cierto aspecto de roedor. Una cara que a Lucio le pareció divertida, aunque tosca y propia de una persona simple.
Zayin le saludó respetuosamente, con cierta timidez y con un evidente deseo de agradar le dio la bienvenida.
—Si me lo permites te mostraré tu morada. Justo al lado se halla la casa auxiliar de tu principal ayudante que, si así lo estimas conveniente, soy yo.
Lucio asintió y preguntó señalando su hogar:
—¿Aquí es donde se alojaba mi maestro Arístides?
—Sí, todo está tal y como él lo dejó el día de su muerte.
Había catorce esclavos en la casa, bastantes menos que los que tenía en Tarquinia, aunque sus dimensiones también eran bastante menores. Era una villa típicamente romana: en el núcleo de la vida doméstica se hallaba el atrio, un espacio al descubierto cercado por pórticos en el centro del cual había una abertura que recogía el agua de la lluvia para que fuera a parar en un estanque. Con la llegada del acueducto, estas medidas para almacenar agua serían menos necesarias, pensó.
La casa contaba con diferentes dormitorios, pequeñas habitaciones situadas junto al atrio. Su tamaño reducido respondía a la necesidad de lograr una mejor climatización.
—Estas tierras son frías en invierno y calurosas en verano. Estamos a finales de marzo, el atardecer y el amanecer son bastante fríos. Aquí tienes túnicas de lana para la noche —dijo Zayin mostrando las piezas mientras abría uno de los baúles.
Lucio miró alrededor. El mobiliario era mínimo: una cama, una silla, algunos arcones y candelabros.
Comprobó que la cocina y la despensa tenían un buen horno para cocer pan, una gran plataforma de obra para las brasas, con un espacio inferior para guardar la leña. En las paredes colgaban las cazuelas y parrillas. El conjunto parecía un buen lugar para vivir.
Pero durante toda la visita a su nuevo domicilio, esperaba el momento de llegar al tablinum, el despacho de arquitectura de su maestro. Al entrar en él, pidió que lo dejaran solo unos instantes. Todo tenía aquel aire de intenso trajín del maestro: planos, instrumentos de dibujo, cajas con diferentes aparatos como una dioptra encima de una enorme mesa. Tocó levemente las cosas, acariciándolas, sin atreverse a recolocar nada, como si todo estuviera guardando silencio, intacto y esperando la llegada de Arístides. Pero sabía que debería alterar aquella quietud que reinaba entre sus cosas, tendría que perturbar con su trabajo aquel espacio que ahora estaba tan quieto. Lucio reflexionó diciéndose que de la misma manera que un acueducto precisa de las piezas de granito más bajas para levantarse, «formamos parte de la misma obra, del mismo sentido, ambos tenemos una sola aspiración… Los dos queríamos dedicar la vida a alcanzar las cimas de la comprensión humana. Donde ha terminado tu comprensión, maestro, empezará la mía. Ambos somos uno. Juntos haremos un acueducto como jamás han visto estas tierras, ambos encontraremos quién te asesinó».
Un esclavo le ofreció mulsum, un vino mezclado con miel que él rechazó. Quería bañarse, vestirse con ropas limpias, comer algo y dirigirse a la recepción que el gobernador de la Hispania Tarraconense había preparado para él. No quedaba mucho tiempo. Debía darse prisa.
Al cabo de unas horas, fue recibido por Publio, gobernador y máximo cargo de la provincia, con derecho a juzgar y a condenar a muerte, exceptuando a los ciudadanos romanos, que podían apelar al emperador y al Senado. Tenía varias regiones de Hispania bajo su poder y dependía directamente de Roma. Al primer golpe de vista, Lucio supo que se hallaba ante un auténtico patricio. Su pelo gris y peinado hacia delante intentaba disimular su calvicie. Era un hombre de edad, cercano a los cincuenta, que conservaba aquel aire regio que lo hacía tan intemporal como una estatua.
Le acompañaba también el edil de Segovia, llamado Tito. Notó en él un aire un tanto extravagante, por sus trajes coloridos y sus joyas, pero no le prestó mucha atención puesto que todo giraba alrededor de la presencia del gobernador.
Sabía perfectamente que no estaba siendo recibido como arquitecto, sino como el hijo de quien era. Un arquitecto no sería considerado más que como un técnico al que no hay que dedicar atenciones. Además, lo que no era infrecuente en altos cargos romanos de cierta edad, el gobernador había tenido amistad con su padre.
—Seas bienvenido a Segovia, Lucio Antíoco Póstumo, hijo de Adramitio Cecilio Segundo. Cuando aún era muy joven, conocí a tu padre y recuerdo vivamente la fuerte impresión que me causó. Pocos hombres he conocido más aguerridos en la lucha y más refinados en las artes. Celebro conocerte y que lleves a cabo la gran obra.
—Muchas gracias, gobernador, celebro que conocieras a mi padre, yo no puedo decir lo mismo, ya que nací después de su muerte. Intentaré que el recuerdo que tienes de él no se vea empañado por mi proceder en Segovia —Lucio acabó estas palabras con una sonrisa.
—Estoy seguro de que no será así. El acueducto es importante para la prosperidad de Segovia y para impulsar nuestra producción. La cerámica de estas tierras es muy valorada, con la llegada del agua garantizaremos una mejor calidad de la arcilla y será posible una producción intensa que enviaremos a Roma. Por otro lado, esta zona también es rica en lanas, y precisa de grandes cantidades de agua para los lavaderos y curtidores para que podamos sacarle partido.
A continuación, el gobernador solicitó comer en privado con Lucio. Se dirigieron a su casa y de camino le explicó que, por su cargo, tenía diversas residencias en la región y viajaba continuamente de un lugar a otro.
Una vez llegados, se tumbaron en divanes alrededor de una mesa baja.
—Antes de hablar del acueducto, de mi vida, de lo que desees… te agradecería que me contaras todo lo que sabes de la muerte de Arístides, el anterior jefe de obras y mi maestro.
—Sí, he podido comprobar vuestra unión. A todos nos sorprendió saber, en el momento de su muerte, que Arístides había aceptado la obra con la única condición de que, en el caso de que algo le ocurriera, solo tú pudieras continuarla. Lo verdaderamente importante de las grandes obras es que siempre tienen quien las lleve a cabo. Has de saber que estamos buscando al asesino o a los asesinos que acabaron con su vida, pero la búsqueda resulta enormemente difícil. Lo encontraron muerto de una forma terrible. Sin duda, murió atacado por la espalda en un acto vil propio de un indígena. Un ciudadano romano no actuaría así. Nosotros tenemos otra forma de ser —dijo gesticulando con desprecio—. Pero hemos mantenido un prudente silencio al respecto, no queremos dar ninguna información que pueda hacer creer a alguien que tenemos alguna debilidad. No debemos mostrar falta de poder o que no podemos controlar la ciudad. Mira, no te engañaré: Segovia no se halla en la faja costera del este ni en el suroeste de Hispania. Allí los hispanos son pacíficos, han sido varias veces sometidos por los fenicios, por los griegos, y yo qué sé cuántos más… Está claro que siempre han vivido bajo el yugo de alguien, son zonas intensamente colonizadas, no saben vivir sin un amo. Roma tenía devoción por aquellas partes de Hispania y se olvidó de esta, más agreste. Estamos en la intersección de cuatro pueblos indígenas: vacceos, vetones, arévacos y carpetanos. Cualquier individuo descendiente de estos pueblos pudo haber cometido el asesinato. Todos odian Roma, todos pueden haber matado a tu maestro. Por mucho que parezca que todos somos romanos, no olvidan que hemos saqueado sus casas y que sus antiguas propiedades ahora son nuestras.
—¿Y cómo podemos encontrar al asesino de mi maestro?
—No puedo matar a todos los que tengan ascendencia indígena, además ahora se ha ampliado la ciudadanía romana. No hay más remedio que olvidarse de todo el asunto, lamento decirte que será muy difícil que encontremos al asesino de Arístides, pero algo sí puedo asegurarte: si encontramos al culpable te garantizo la pena de muerte por crucifixión no solo para quien lo haya matado, sino también para todo aquel que haya colaborado en su muerte. Hemos traído aquí la civilización, la cultura, la literatura, edificios y servicios como las futuras termas y los templos donde antes solo había cabañas de tierra y cañas… ¿Así es como nos lo pagan, matando o boicoteando nuestras obras? Llevo toda la vida viendo crímenes que no pasarán a los anales de la historia porque solo serían manchas en la supremacía del imperio. Pero te aseguro que yo, en esta parte de Hispania, solo me fío de los hombres de ascendencia romana.
—Intentaré encontrar a quien mató a mi maestro, aunque sea lo último que haga en esta vida.
—No estás aquí para encontrar al asesino de tu maestro, te recuerdo que has venido para construir un acueducto —dijo el gobernador con tono autoritario, aunque cambió rápidamente su semblante por una hospitalaria sonrisa—. Necesito que levantes el acueducto más grande, el más magnífico, el más imponente posible. Necesito que lo hagas cuanto antes, que lo acabes en pocos años. Invierte en ello el mínimo tiempo posible, para que este acueducto sea un triunfo del actual emperador y mío. Quiero pasar a la historia por haber logrado su construcción.
—Intentaré complacerte y utilizar todos los medios de los que disponga para hacer una obra rápida y magnífica. En cuanto a la investigación de los asesinos de mi maestro, te ruego que no cejes en tu empeño de encontrarlos. Puedo resignarme a no hallarlos jamás, pero no podría tolerar no haber hecho todo lo posible para descubrirlos.
Después de esta visita de cortesía y de amables palabras, aunque realmente poco esperanzadora, Lucio deseó conocer un poco más la ciudad donde iba a pasar un importante período de su vida. A la mañana siguiente, justo después de amanecer, empezó a deambular por sus calles: la ciudad se llenaba de vida con el mercado al aire libre, con el trajín de los agricultores, queseros y pastores que cada día se acercaban allí para vender su mercancía. Los granjeros llenaban los estantes de carnes curadas, salchichas, frutas en conserva, miel, queso y artículos de cuero, madera y lana. Todos ellos llegaban durante las primeras horas y colocaban sus puestos. Llenaban la ciudad de aromas de especias, intensas y variopintas, que anticipaban el sabor fuertemente condimentado de la comida romana. Sin duda, una costumbre que tenía la utilidad de disfrazar el estado, no siempre óptimo, de la vianda.
Conversando con Zayin descubrió que Segovia pertenecía a una tierra conquistada palmo a palmo, que había sido declarada propiedad romana dos siglos atrás y solo unos pocos indígenas, los jefes de los principales clanes, habían conseguido formar parte de los ámbitos de influencia, el resto eran considerados ciudadanos de segunda. Zayin, como la mayoría de los romanos, les atribuía fallos de carácter intrínseco, imposibles de ser neutralizados con la cultura romana. Eran sucios, perezosos, listos en hacer trampas, traidores, poco cultivados, de costumbres primitivas y poco refinadas. Algo que no había cambiado con el paso de los siglos. Después de haber oído lo mismo por doble vía, Lucio concluyó:
—Tal vez tengan el carácter que les atribuyen tanto el gobernador como Zayin. Además, los que quisieron matarme de camino a Segovia eran indígenas, no hubieran tenido ningún reparo en acabar conmigo como un perro. No escucharon mi petición de luchar uno contra otro, con igualdad y honor. Definitivamente, no son de fiar: uno de ellos ha matado a mi maestro y se pasea por estas calles tranquilamente, pero tarde o temprano se le acabará la paz.
Zayin también le explicó que Segovia era un enclave perfecto para la explotación de cereales, especialmente trigo y cebada. Además de los beneficios procedentes de la agricultura, era una constante fuente de riquezas como territorio conquistado: suministraba artesanía, curtidos, pieles y caballos para el ejército romano.
—Cuatro características definen a Segovia —le comentó Zayin—: la cerámica, los caballos, los cereales y el pastoreo. Este era el emplazamiento de cuatro tribus antiguas y cuatro también son sus actividades básicas —concluyó Zayin complacido de esa conexión de dos pares de cuatros.
Zayin también le explicó que acababa de llegar a Segovia una nueva especie frutal proveniente de Roma, una fruta jugosa, de forma ancha en la base y con un cuello más estrecho, recubierta de una finísima capa verde. Era la fruta más codiciada del momento, se llamaba pera. Lucio sonrió por el exotismo de algo tan habitual en su casa. Su ayudante también le mostró un producto originario de aquellas tierras: la caelia celtiberica, una cerveza especialmente embriagante de la que Lucio probó solo un trago e hizo un ademán de rechazo debido a su sabor demasiado fuerte.
Segovia ofrecía un vibrante trajín por lo que era y, según se notaba en el aire, por lo que podía llegar a ser. Su enorme potencialidad era evidente por el quehacer mercantil, también por la incesante actividad de fragua y por el trabajo de arcilla de gran calidad, como la de la tierra de Ayllón. Pero a pesar de la fuerza y vitalidad de la ciudad, todo era más asequible, más humilde, más tranquilo que en la gran urbe romana.
Lucio se interesó por la cerámica del lugar. Zayin le explicó que Roma encontró pintoresca esta alfarería indígena, pero se fue abandonando por la producción de formas más acordes con los gustos del pueblo conquistador. Sin embargo, la cerámica segoviana, especialmente los alfares de terra sigillata hispánica avellana, característica por su barniz amarillo brillante, era valorada y conocida por todo el imperio. Así lo ratificó Lucio que, al tener una pieza en sus manos, la reconoció inmediatamente por haberla visto en numerosas ocasiones. Él mismo tenía varias piezas en Tarquinia sin que hubiera prestado demasiada atención a su origen concreto, para él tan solo cerámica de Hispania.
Al acabar el día, Lucio deseó estar un rato solo deambulando por la ciudad. Quería pensar en todo lo que había visto, recordó las cuatro actividades básicas y la importancia del agua en cada una de ellas. El agua en la cerámica: la arcilla era humedecida para ser moldeada. El agua, sin la que los caballos morirían. El agua, alimento esencial de los cereales. El agua, sin la que ni la hierba ni el pastoreo serían posibles, ni tampoco la manufacturación de la lana. La actividad pastoril indígena se mantenía sin apenas haber cambiado con el paso de los siglos. Continuaban las inmensas caballerías que Segovia, tierra de caballos, suministraba a todo el imperio. Sin duda, estaba en una tierra de grandes riquezas.
Mientras recorría las calles de Segovia, vio a una mujer con paso apresurado que llevaba una capucha, bajo la que destacaba una cara de una palidez extrema, como si el sol la iluminara con tal intensidad que desdibujara las líneas y la tonalidad de su rostro. La vio fugazmente, con el tiempo justo para percatarse de que los mechones que sobresalían del capuchón oscuro eran de un rubio tan intenso que parecía blanco. Le llamó la atención pero siguió inmerso en sus pensamientos.
Lucio era consciente de vivir un período de la ciudad brillante por su patrimonio natural y por su gran expansión económica. Se sentía satisfecho de protagonizar la culminación de su proceso de municipalización, de participar directamente en las necesidades arquitectónicas funcionales de un municipio en plena expansión con foros, templos y obras de ingeniería. Él era la conexión que haría posible el mayor efecto propagandístico de la zona: el gran acueducto como símbolo del poder imperial.
Se sintió afortunado, no había ido a un pueblo de segunda categoría, ni estaba en una periferia abandonada. Ahora entendía la decisión de su maestro, el lujo existencial que supone vivir en primera persona el desarrollo de una ciudad importante, con una gran concentración de población y un considerable potencial económico, que sabía aprovechar la política viaria del emperador Augusto, permitió la expansión económica de todo el territorio segoviano y la conexión con ejes de comunicación que la unían con las demás regiones. «Una ciudad comunicada es una ciudad influyente que no quedará aislada, que se expandirá. Segovia tendrá mayor centralidad e influencia en los próximos años», se dijo a sí mismo.
Todavía faltaba una última fase de conquista: la arquitectónica, de la que Lucio formaba parte. Ya se habían construido foros, templos y otras obras de ingeniería que tenían su funcionalidad y además efectos propagandísticos porque constituían grandes símbolos de poder. Quedaba por construir un gran acueducto que cumpliría la última etapa de una romanización sin vuelta atrás, la manifestación de un imperio inquebrantable e invencible.
Después de explorar la ciudad durante su primer día, su conclusión respecto al acueducto fue la siguiente: Segovia debía contar con artesanos altamente especializados, capaces de ocuparse de la escultura, la pintura y los mosaicos. Debía obtener los recursos económicos necesarios mediante un elaborado sistema de financiación municipal que permitiera la construcción de una obra de tal envergadura. Desde el primer día en que Lucio observó el esplendor de Segovia, comprobó que allí, efectivamente, era posible levantar un acueducto como jamás se había soñado en esas tierras. Segovia era una ciudad fuerte, con una consolidada organización social y económica que permitía plantearse un reto de esa envergadura. La primera tarea era comprobar el funcionamiento y nivel de producción de las canteras. También sería necesaria la creación de hornos y talleres para la elaboración de los materiales necesarios para la gran obra que se iba a poner en marcha. Encargó a Zayin un inventario de todo ello, y que hiciera correr la voz de que en Segovia había mucho trabajo para todos los que quisieran participar en la realización del acueducto. Era necesario que llegaran a la ciudad artesanos de alta especialización.
Para la construcción del acueducto se precisaban esclavos, hombres libres asalariados o condenados a trabajos forzados, así como miembros del ejército, indígenas que habrían de trabajar, por turnos, noche y día, para acabarlo pronto.
En los días siguientes visitó las cinco canteras en las que se estaban extrayendo las sillerías de granito. Había llegado el momento de hacer unos cálculos importantes que incluirían la longitud total de la obra y los accidentes geográficos que sería necesario vencer. Empezaban unas jornadas especialmente interesantes que le permitirían usar los cálculos matemáticos y todos los saberes técnicos necesarios para realizar una gran obra. Esperaba tener la misma habilidad para descubrir quién había matado a su maestro.