El puerto de Tarraco rebosaba de mercancías que circulaban en todas direcciones y, en el cielo, las gaviotas revoloteaban con escandalosos graznidos. No había el mismo trajín ni nada tenía las dimensiones colosales de Roma, pero «la luz —pensó— es la misma en todo el Mare Nostrum. Sigo estando en casa».
Por su rango, podía viajar en una suntuosa caravana con víveres y esclavos, medio acostado, beber vino en lujosas copas de plata ºmarcadas con los itinerarios del viaje, un hábito romano cada vez más extendido entre las clases más pudientes. En las copas grabadas con las distancias también aparecían las posadas que se hallaban en el camino que conducía de Gades hasta Roma. Pero no se había llevado ningún esclavo consigo, tenía un plan secreto cuando empezó el viaje, una decisión que tomó al emprender su camino hacia Hispania: viajaría solo, sin ostentación. Era la mejor forma que tenía de vivir el duelo por la muerte de su maestro.
Quería hacer el viaje pobremente, en coches de alquiler, pernoctando en posadas, teniendo una relación más directa con las distancias, los paisajes y las personas que se iba a encontrar en su camino.
Si el viaje en barco fue para tomar conciencia de la muerte del maestro, quería que el camino hasta Segovia fuera diferente: tenía que servirle para alejarse de su espeso mundo interior, para abrirse hacia todo lo que viera. Un viaje para dejar de hundirse en el pensamiento y pasar a la acción.
Se despidió del capitán y, en tierra firme, contempló cómo el puerto era el punto de dispersión de diferentes destinos. Los viajeros humildes emprendían sus rutas a pie, otros cogían una mula o un caballo, protegidos con una capa por si llegaban las lluvias: la primavera podía traer aguaceros en cualquier momento del día o de la noche.
Lucio escogió para desplazarse una birota, un vehículo de dos ruedas bastante ligero, con la idea de pernoctar en posadas por el camino. La amenaza de lluvia primaveral no tardó en llegar, a primera hora de la tarde del primer día de su llegada a Hispania, después de algunas horas de camino por las vías empedradas, que mostraban la huella romana en unas tierras antes inhóspitas y salvajes. Empezó a llover torrencialmente, el cielo se oscureció tanto que parecía que estuviera en mitad de la noche. Era arriesgado continuar, pararía en la próxima posada, estaba ya muy cerca de ella. Volvió la vista atrás y se dio cuenta de que un jinete iba tras él. Un escalofrío le recorrió la nuca. No, no tenía por qué pensar que le seguían. Lo más seguro era que fuese un viajero como él; no podía vivir sospechando de cada hombre que se cruzara en su camino. En aquel momento se preguntó si era sabio y prudente o simplemente un poco cobarde. ¿Su constante capacidad para anticiparse a los peligros era un signo de inteligencia o más bien de confusión y temor constante? Primero se vio a sí mismo en el mar, padeciendo una terrible tormenta mientras el barco se hundía. «El barco no naufragó pero intentaron matarme —recordó—, pero ahora no puedo sentirme perseguido por un asesino, cuando seguramente detrás de mí no hay más que un pobre viajero sufriendo, como yo, bajo la lluvia.» Pero, a pesar de lo que se decía a sí mismo y de haber llegado a la conclusión de que la mente no puede decidir correctamente si está atribulada por el miedo, sus manos y su voz arrearon los caballos y se dirigió con la máxima premura hacia la posada. HOSTAL DEL PEQUEÑO GALLO, anunciaba un rótulo prometiendo al viajero buen trato, baños y comodidades.
La posada estaba llena de mozos de cuadra y arrieros, el humo de la cocina llenaba todo el espacio. Sobre una capa de tomillo se veían los embutidos rojos y los pucheros humeantes.
—Buen huésped —dijo la posadera—, habéis hecho bien en no quedaros empapado hasta los tuétanos y con el rabo entre las piernas helado. —La oronda mujer rio ostentosamente—. Venid y cobijaos en los cálidos brazos de cualquiera de nuestras muchachas y todas vuestras partes entrarán en calor. —Volvió a reír y su dentadura, con unos pocos dientes, oscuros y sucios, provocó en Lucio un gesto de desagrado.
—Solo estoy interesado en la comida y en un buen lecho. Espero que el colchón y la almohada no sean de hojas y paja.
—No encontrará mejor lugar para hospedarse. Se lo juro por los dioses y por la paz de mis muertos. ¡Con muchachas como las mías se despertarían de sus frías tumbas bien empalmados!
De nuevo, Lucio no se rio con la burda broma. Pero la mujer no se percató, iba a repetir el mismo tipo de facecias una y otra vez, aunque en ninguna ocasión lograría arrancar ni el más leve signo de complicidad en su nuevo huésped. Por su parte, Lucio adoptó una pose grave, como de no dejarse engañar, de cierta exigencia, que era más una advertencia inútil que una verdadera amenaza. Si finalmente el colchón y la almohada estaban hechos de paja y hojas, tan solo procuraría acomodarse y descansar tan bien como le fuera posible, y pagaría su cuenta sin causar ningún escándalo. Sabía que con esa lluvia era imposible continuar viajando y, aunque no era el momento de pensarlo, era muy consciente de que un fuerte resfriado podía llevarlo, como a cualquiera, a la tumba.
Varios hombres medio borrachos cantaban, el ambiente estaba saturado de un denso y cargante hedor, los numerosos cuerpos sucios estaban demasiado cerca. Le cortaba la respiración una mezcolanza de sudor y comida que formaba una amalgama apestosa contra la que tenía que luchar para no sentir arcadas. Le podían sobrevenir en cualquier momento, ya fuera por culpa de un fuerte olor a orín, por la visión de un animal putrefacto, por la suciedad extrema de algunas personas o por pasear por una calle maloliente. Un olor de este tipo podía golpearle el estómago hasta el punto de quedar doblegado al instante, esforzándose en reprimir las náuseas. Le ocurría en Roma y le estaba ocurriendo en su primera parada en Hispania.
Entrar en aquella sucia posada y empezar a sentir náuseas le parecía del todo inconveniente, así que se tapó la nariz. Un detalle que no pasó inadvertido a muchos de sus huéspedes: en un cubil de lobos acababa de entrar alguien de buena cuna, que parecía ser demasiado fino para sus pulgas. Desde el primer instante se dio cuenta de que aquel lugar estaba lleno de mozos de cuadra, arrieros, mercaderes, ladrones, asesinos, bandidos y prostitutas. Con toscos andares, uno de ellos se le acercó. Después de mirarlo y sonreírle, le comentó directamente que los días de lluvia las tabernas están más llenas que nunca.
—¿De dónde eres, viajero? —le preguntó intentando ser amable.
—De Córcega.
—Ah, suerte tienes de no ser arquitecto, ni venir de Roma. ¿Ves a esos de allí? Sus antepasados eran indígenas, hombres de esta tierra antes que los romanos llegáramos a ella. Yo sí soy romano, aunque apenas puedo vivir en Roma, porque es imposible pagar los precios y…
Lucio le interrumpió.
—¿Qué les pasa a esos de allí? Me estabas diciendo que esperan a alguien…
—Hace tres noches que esperan a un arquitecto de Roma, quizá para enseñarle el camino hacia Segovia. —Acompañó estas palabras con una elocuente risa.
Le estaban aguardando y no podía esperar nada bueno de ese encuentro. Decidió retirarse a su habitación, pasar desapercibido y por la mañana continuar su viaje. Pero los hombres que lo estaban esperando se levantaron y se dirigieron hacia él.
—¿Quién eres?
—Me llamo Lanuvio y soy de Córcega.
—¿Qué haces aquí?
—Exploro una ruta comercial entre Córcega e Hispania de pieles, cerámica y otros objetos artesanales.
«Córcega —se dijo inmediatamente— no es un muy buen ejemplo. Quizás en Córcega solo hay cabras y en esta zona de Hispania haya poco que ver y que vender… Tal vez sea una excusa absurda.» Pero dejó de pensar. Estas ideas solo podían ponerle nervioso y de lo que se trataba ahora era de creerse su propia historia. Miró detenidamente al hombre que tenía una enorme cicatriz en la cara. Tenía un enorme lobanillo en medio de la nariz y un ojo le goteaba segregando constantemente una sustancia acre. Su piel rugosa, con surcos, junto con el ojo hinchado y lleno de legañas, le conferían una imagen repugnante. Pero, en esta ocasión, Lucio no pudo ni sentir asco, temía demasiado por su vida, así que cambió su mirada fija por otra que quería ser de cansancio y desdén. Dijo sin vacilar:
—Dejadme pasar, estoy muy cansado y deseo irme a dormir. Mañana quiero seguir viajando por la Vía del Norte hasta Caesaraugusta.
Por un momento temió lo peor, pero los dos hombres se apartaron. Llegó a la habitación acompañado de la posadera. Comprobó que era una ratonera, la rechazó y pidió un aposento en el primer piso para poder saltar en caso de peligro. También solicitó a la mujer pasar la noche con una de sus rameras y que le trajeran pan y queso. La mujer lo miró complacida, como queriendo decir «ya sabía yo que no renunciarías a una buena fornicación». Al poco rato, la prostituta llegó a su habitación. Lucio le dijo que no quería ningún servicio, pero que le pagaría cinco veces lo que obtenía habitualmente en una noche con tal de que vigilara la entrada de la habitación y chillara con todas sus fuerzas si alguien se acercaba. Le advirtió de que durante la noche se levantaría varias veces para comprobar si estaba vigilando por lo que, si la encontraba dormida, la molería a palos. Tras sus amenazas, Lucio se concentró en alimentarse y en procurar descansar. Salir ahora, en medio de la noche, era demasiado peligroso, haría demasiado ruido porque tenía que coger caballos nuevos. Lo mejor era aparentar naturalidad, dormir con las máximas precauciones y esperar a que amaneciera con él aún vivo. Aquella noche no se percató del material que rellenaba el colchón. Demasiado cansado para mantenerse despierto y demasiado nervioso para descansar bien, durmió a trompicones, como en su primera noche en el barco. En aquella ocasión, en medio del mar, su sueño fue leve por culpa de la pena y en esta volvería a dormir mal por el miedo a que un cuchillazo cortara su vínculo con la vida.
A pesar de su inquietud, la noche transcurrió sin sobresaltos y todo salió según sus previsiones. La mañana era plácida, cogió un caballo nuevo y emprendió su viaje a primerísima hora.
Los dos hombres que esperaban al arquitecto de Roma se levantaron un par de horas más tarde. Ya se habían olvidado de él cuando la posadera se acercó a ellos y les preguntó si recordaban al hombre fino que la había mirado con desdén y que había rechazado a sus mujeres. Ellos asintieron y ella complacida les dijo que, tal como estaba convencida de que ocurriría, había caído en la tentación: ni siquiera un comerciante con aires de príncipe podía resistirse a chicas tan bellas y jóvenes como las suyas.
—Y os voy a decir algo: no hay hombre más cerdo en la cama que aquel que parece que no haya roto un plato en su vida.
Los hombres se rieron satisfechos y el de la enorme cicatriz dijo sonoramente, como si gritase:
—Las ganas de joder son las mismas en todo el imperio.
Aquellas palabras hicieron que a su compañero le sorprendiera la risa con la boca llena y escupió toda la comida, para luego lavarse la cara refregándola con su antebrazo. Divertidos y excitados, pidieron a la posadera que les trajera a la mujer que había pasado la noche con el comerciante de Córcega, querían saber los detalles amatorios del ilustre visitante. La posadera no encontró a la muchacha, la buscó por todas partes y finalmente la vio durmiendo en un rincón del suelo. La despertó de una patada y le dijo que tenía que ir a hablar con unos clientes. Cansada, pero con la resignación de hacer su labor diaria, se acercó seductoramente a los dos hombres y les dijo que tenía las ganas de joder intactas puesto que el comerciante ni la había tocado. De pronto, se percató del aspecto del hombre de la cicatriz. No le apetecía acostarse con nadie en aquel momento y menos con alguien con un aspecto tan asqueroso. Pero se guardó bien su repulsión: había visto a demasiadas compañeras golpeadas y muertas por atreverse a reírse o a rechazar a alguien. Para disimular su asombro ante aquella cara que parecía haber salido del mismísimo Hades, comentó que aquel comerciante debía de estar más obsesionado por su dinero que por sus necesidades sexuales, ya que la había obligado a pasar la noche de guardia delante de la puerta.
Lucio seguía su camino con la esperanza de haber dejado atrás el peligro. Pero se volvió y vio las siluetas de los dos hombres a caballo, galopando con celeridad. Esta vez no tenía ninguna duda de que se trataba de los mismos que le esperaban en la posada. Azotó los caballos con toda su furia y aceleró el paso, pero su carro y algunas pertenencias eran más pesados que un jinete a lomos de un caballo. La aritmética más básica le hacía calcular que en pocos minutos le darían alcance. A pesar de ello, puso todo su ímpetu en no ser alcanzado. En la primera curva, su carruaje casi volcó por la velocidad con la que cabalgaban las bestias. Finalmente, los jinetes avanzaron hasta alcanzar la posición de un par de cabezas por delante de los caballos de Lucio con el fin de dominarlos hasta que frenaran. Nada pudo él hacer para evitar que pararan, así que saltó del carruaje, desenvainó su espada y observó cómo ambos jinetes se acercaban lentamente con la confianza de que empezaba un combate desigual que preveían del todo favorable. Lo primero que hizo Lucio fue otear un árbol para proteger su espalda contra él, pero a la vez le era un impedimento para retroceder o huir. La opción del árbol no era tampoco la óptima: dos ardidos luchadores embistiéndole simultáneamente era demasiada fuerza para ser contenida, pero luchar con ambos a la vez en un espacio abierto probablemente resultaría aún peor, puesto que podía morir de inmediato por un ataque por la espalda.
En ese momento, Lucio intentó razonar con ellos:
—Luchemos como ciudadanos y no como legionarios, luchemos con honor. Sin armas, uno contra uno, en lucha libre.
El asesino de la cicatriz le espetó:
—¿Eres imbécil? Vamos a matarte y vamos a hacerlo ahora. Lo haremos a nuestra manera, rápido y sin estúpidos riesgos.
Al cabo de pocos minutos de lucha que a Lucio le parecieron horas, uno de ellos le causó un profundo corte en la muñeca; el dolor le hizo soltar el arma. El celtíbero apuntó con la punta de la espada su cuello y le ordenó:
—Arrodíllate.
Lucio lo hizo. El otro agarró su cabello, tirando fuertemente de él. Sabía perfectamente lo que ocurriría a continuación: iba a ser decapitado.
Se había preguntado muchas veces cómo sería aquel momento. Estaba ante una muerte inminente, una situación extrema de la que no había escapatoria posible. ¿Qué sentiría en el momento de morir? ¿Desesperación, terror? ¿Tal vez su alteración del ánimo sería tan intensa que todo se cubriría de una máxima expectación blanca? Blanca, porque ningún pensamiento o emoción podría ser escrito en ella. Ahora lo sabía: si no fuera porque deseaba vivir, podría incluso alegrarse de responder a una de esas preguntas que solo pueden contestarse a través de la vivencia directa. Se abandonó, se entregó al momento, con una serena conformidad cerró los ojos para sentir la cabeza separada del cuerpo de un solo tajo. Y, justo en aquel momento, oyó un grito. Su ejecutor acababa de ser degollado. El otro asesino, sorprendido por el advenimiento de una acción tan inesperada, tardó unos segundos en resituarse y actuar. Los suficientes para que Lucio recuperara su espada del suelo con el brazo izquierdo y, desde su posición, aún arrodillado, le hundiera la hoja en el vientre. Era la segunda vez en su vida que había estado a punto de morir y la primera vez que había matado a un hombre.
Justo después, se percató de la herida en su brazo, se la sujetó fuertemente y pensó: «Si se infecta, soy hombre muerto.» Miró a su salvador, era un hombre aún joven, con la tez morena y el pelo rizado. Sin duda, otro indígena. Vestía humildemente. No se trataba de un señor, podía ser un esclavo o un liberto. Le preguntó si tenía algún remedio para las heridas, este asintió respetuosamente, limpió con delicadeza el corte y lo cubrió con ungüentos y vendajes. Mientras el hombre hacía esto en silencio, Lucio sintió que estaba temblando y que un cansancio de siglos cubría todo su ser. Hubiera podido llorar si no hubiera tenido ningún testigo.
—Soy Leukón, esclavo de Arístides. En su testamento dejó escrito que me daría la libertad a cambio del juramento de proteger tu vida de camino a Segovia.
—¿Cómo sabía Arístides que yo continuaría su obra? —preguntó sabiendo la respuesta para verificar la autenticidad de su testimonio.
—Dejó una carta a las autoridades recomendando que, en caso de que él muriera, fueras tú quien se ocupara de llevar a cabo el acueducto.
—Bien, ahora ya te has ganado la libertad. ¿O cuántas veces se supone que debes salvarme la vida?
—Debo asegurarme de que llegues bien a Segovia. Allí teóricamente hay suficiente seguridad y protección para que no te ocurra nada.
—¿Por qué crees que Arístides pensaba que yo podría ser asesinado de camino a Segovia?
—Los caminos son duros e inseguros, están llenos de bandidos y los robos y las muertes abundan. Te sigo desde tu llegada al puerto de Tarraco.
De pronto se percató de que Leukón era el hombre que había divisado bajo la lluvia la noche anterior y que temió que le estuviera siguiendo para matarlo. Lucio continuó la conversación:
—También intentaron matarme en el barco, y no se trataba de bandidos. Los hombres de los que acabas de salvarme no me han intentado robar como a un rico mercader, sino que ya me estaban esperando. Es evidente que mi maestro no me pondría en peligro de esta forma si no fuera por un buen motivo. También es evidente que él mismo sabía que podía morir…
—Estoy de acuerdo con lo que dices, recuerdo que en una ocasión me dijo: «Si yo muero, Lucio se preguntará por qué le envío a un lugar donde él también puede morir. Si te lo pregunta, dile tan solo esto, que no le condeno al peligro, sino que le doy la oportunidad de realizar una obra que, si consigue llevarla a término tal como sé que puede hacerlo, será cantada por los poetas y recordada durante siglos. Una obra que seguirá en pie a través de los tiempos. Haber llevado a cabo un acueducto como el de Segovia hará que le haya valido la pena dedicarse a la arquitectura. Además, yo soy un hombre viejo, puedo morir en cualquier parte. Lucio, en cambio, vivirá hasta llegar a mi edad, aquí o en Roma, pero vivirá mucho más si está aquí, en Segovia.» En otra ocasión dijo: «Si algún día Lucio llega a Segovia aprenderá una lección que no se enseña con palabras: el valor.» Y añadió que eras demasiado joven tanto para vivir aislado en Roma como para enterrarte en vida en no sé dónde…
—¿Tarquinia?
—Exacto, Tarquinia. Recuerdo cada día sus palabras. Fue un padre para mí, a pesar de que le traté poco tiempo, viviendo él ya en Segovia. Pero a veces un año basta para cambiar toda una vida. Nadie me ha tratado como él, y nadie ha sido tan generoso como para darme la libertad tan solo por la confianza que tenía depositada en mí.
Continuaron el viaje juntos. Esta vez, algo había cambiado en el ánimo de Lucio. Había sido capaz de entregar su vida como aquel que libera un pájaro que tenía fuertemente agarrado. Esa nueva capacidad de dejarse llevar por el destino sin anticiparse, sin continuos temores, le hizo saborear la vida de una forma completamente diferente: más refinada, más consciente, más observadora, más agradecida, más alegre. Sus peores temores estaban sucediendo y, en vez de arrojarlo para siempre en una cobardía sin límites, le habían hecho descubrir un valor sereno, conformado pero no resignado, capaz de luchar sin desesperarse ante lo imposible. Se dio cuenta de la paradoja en la que estaba sumido: valoraba más la vida pero se sentía capaz de morir en cualquier momento. Apreciaba cada detalle como si fuera maravilloso o insólito y, a la vez, podía abrirse el pecho y entregar el lugar donde late la vida si el destino así se lo exigía. Esta doble capacidad: vivir como nunca, morir en cualquier momento, libremente y sin miedo, le hizo descubrir la verdadera dimensión del coraje. Aunque en aquel momento no lo sabía, nunca más volvería a doblegarse por el ansia de vomitar. Estaba en otro punto de la vida, en una especie de resignación más vital y más intensa que nunca.
La birota en la que había viajado hasta entonces fue cambiada en la primera mansión que encontraron por una carruca dormitoria, una carreta cubierta en la que se podía dormir, no para ahorrarse la cuenta de la posada, sino para que fuera más difícil encontrarle. Si hubiera podido cambiar algo del viaje, sin duda habría sido el ruido constante de las ruedas que giraban con fatiga y el chirrido de los ejes mal engrasados que se oían a cada vuelta.
Prosiguieron su viaje hasta Segovia. A la hora de descansar, Leukón se tendía en un colchón sobre el suelo mientras que Lucio dormía en la carreta. Preparaban fácilmente comidas sencillas. Descansaban bajo el tupido follaje de los árboles y el sonido de un arroyo. No faltaban higos secos, queso, ciruelas amarillas, zarzamoras, uvas, pepinillos, castañas y manzanas. En una de esas comidas, Leukón le preguntó a Lucio si en alguno de sus viajes se había encontrado con una posadera bruja. Este se rio y dijo que no. Leukón le contó con todo lujo de detalles que algunas de ellas ponían a sus huéspedes una sustancia mágica en el queso que los convertía en bestias de carga, pero sin que perdieran su conciencia de personas. Por ello, cada vez que veía una pobre bestia cargando tanto peso, se preguntaba si no sería un hombre embrujado.
Lucio cerró los ojos, pensó que estaba bien que una historia imposible sirviera para fomentar el respeto por los demás seres vivos. Un respeto que él no mostró ni al pegar fuertemente a los caballos mientras huía de los asesinos, ni con la prostituta a la que amenazó con matar a palos si no cumplía con su cometido. «Soy solo un hombre, un hombre puede ser cruel si tiene miedo. Intentaré no olvidarlo de nuevo.»
Leukón no paró de explicarle historias durante todo el viaje y Lucio no se separaba de sus tablillas de escribir, donde iba anotando los pensamientos y observaciones sobre todo lo que veía. Anotó la historia del bandido Galeno, que Leukón le explicó con los ojos muy abiertos y gesticulando exageradamente. Este asoló las tierras de Segovia, su especialidad era cortar las piernas de sus víctimas. Aquel bandido era el terror de la comarca. Los romanos tuvieron que hacer grandes esfuerzos para limpiar de salteadores las zonas de Segovia y de Cauca. Le habló de los largos y continuos esfuerzos del emperador para encontrar al malhechor. De él hablaban todas las gentes y a todas tenía atemorizadas, hasta tal punto que aquellas excelentes tierras no podían ser cultivadas debido a los continuos actos de vandalismo del terrible Galeno. Fue necesario que Roma llevara a cabo una verdadera guerra contra los bandoleros. Trajeron a la zona más de 4.000 libertos, muchos de ellos judaicos y egipcios, para luchar contra los salteadores, porque eran tan terribles que saqueaban y se escondían en las montañas y eran más salvajes que las fieras. Durante aquella época, no era posible viajar, y los que se atrevían a hacerlo solo tenían el suficiente valor si se añadían al cortejo de un alto magistrado, un cuestor o un procónsul y, en todo caso, contando con una escolta militar. Durante todos aquellos años, Galeno no dejó de sembrar el terror por aldeas, alquerías y ciudades enteras, poniendo en libertad a los presos de las cárceles y entregando las poblaciones al incendio y al pillaje. Finalmente, porque Roma siempre gana, cuando fue capturado por el emperador, este le preguntó: «¿Por qué te has hecho bandido?» Y él contestó: «¿Y tú, por qué te hiciste emperador?» Por ello, el emperador ordenó que lo mataran, lo despellejaran y lo dejaran tirado al borde del camino para que las aves se cebaran con su cadáver y para que los médicos se parasen para satisfacer su curiosidad y examinar sus vísceras.
Después de escuchar esta historia, Lucio dijo a Leukón:
—¿No has pensado nunca que esto pudiera no ser cierto? Los cabecillas de los pueblos indígenas, aquellos que lucharon para no ser sometidos, fueron presentados al pueblo como bandidos cuando, seguramente, fueron los mismos romanos quienes saquearon, robaron, mataron e incendiaron. Aunque explicaron a los pueblos indígenas que era su propia gente quien lo hacía. Así, los cabecillas que luchaban por la libertad de su pueblo pasaron a ser considerados bandidos y, en vez de ser sus liberadores, pasaron a ser sus enemigos. Así se divide a un pueblo, que se convierte en más temeroso y desconfiado. Finalmente, Roma se presenta como la gran portadora de la ley y el orden.
—¿Por qué hablas así de tu pueblo?
—Quizá porque soy muy amigo de mi pueblo, pero aún soy más amigo de la verdad.
Durante el viaje, Lucio propuso a Leukón que se encargara de su protección y seguridad personal, esta vez como hombre libre y a cambio de un salario una vez que llegaran a Segovia. Leukón le respondió que se entregaría a esta misión con la dedicación de un esclavo y el agradecimiento de un hombre libre.
Lucio se sentía orgulloso de viajar modestamente, sentía un rechazo directo por la ostentación, tan presente en historias como las que aseguraban que Nerón no viajaba nunca con menos de mil carrozas tiradas por mulas con herraduras de plata, con los muleros vestidos de rojo y postillones y palafreneros ricamente ataviados. Popea, según decían, ponía herraduras de oro a las bestias de su remolque y llevaba siempre consigo 500 burras para poder bañarse diariamente con la leche que producían.
Por ello, las clases altas se esforzaban por seguir dentro de lo posible el ejemplo de los emperadores; el lujo de los viajes debía ser grandísimo, aunque algunos de ellos no fuesen ricos más que en los caminos.
Con este viaje modesto, de comida frugal, de tranquilidad de espíritu, Lucio vivió algunos de sus días más felices. Ese trayecto le estaba enseñando cuántas cosas superfluas posee el hombre y que no echa de menos cuando le faltan. Se sentía un visitante feliz, descubriendo paisajes llenos de luz y contrastes, de contornos y un sinfín de colores, con secas y onduladas llanuras y verdes valles, con toscos campesinos y pastores. Bosques de robles y pinos escondían un sinfín de guaridas de lobos, osos, jabalíes y ciervos. A medida que se acercaba a su destino, los campos de cereales, viñas y olivos empezaron a dotar al paisaje de aquella sensación de naturaleza civilizada, armónica, acogedora y extraña a todos los peligros que tanto le recordaban a su hogar en Tarquinia.