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Arístides había muerto. Parecía imposible, pero la carta oficial no dejaba espacio para la duda. Sentía que sin él era menos él mismo, el mundo dejaba de ser aquel lugar donde era posible seguir encontrándose con su viejo maestro. Ahora todos los paisajes se presentaban vacíos, más huérfanos de posibilidades y la imagen de un desierto cubierto por la canícula era la que mejor reflejaba su estado de ánimo. La luz puede ser tan cegadora como la oscuridad y su repentina muerte precisaba de algún tipo de explicación que las órdenes de las autoridades no detallaban. «Extrañas circunstancias» era un perfecto eufemismo de asesinato. Las preguntas se agolpaban en su cabeza y desataban su rabia: ¿Cómo había muerto? ¿Quién lo había matado?

A pesar de que la relación entre maestro y alumno pasó por algunos desacuerdos y por temporadas de distancia física debidas a los numerosos viajes de Arístides, sus desavenencias y alejamientos, en vez de separarlos, habían estrechado aún más sus lazos. Y con los años, la relación había llegado a ser tan inquebrantable como el granito. El viejo sabio había viajado por todo el mundo y en cada país había estudiado la forma de gobierno, las costumbres y conocimientos en los ámbitos científico, literario, religioso, la fauna y la botánica, la geografía y todo aquello que despertaba su curiosidad y tenía ocasión de aprender. Desde su perspectiva, los romanos dejaron de ser la máxima expresión de la historia y le parecía discutible que sus cotas de civilización y avance fueran las más perfectas que había llevado a cabo el hombre. Arístides sentía el mismo respeto por todas las culturas, y no solo por la cultura griega como haría cualquier romano, sino también por la etrusca y la egipcia. Fue uno de los primeros en viajar a la India, un viaje que le transformó profundamente.

Conoció la civilización védica en el norte de la India y la llanura del Ganges. Con la recitación de los vedas aprendió el arte de la meditación. También aprendió el precepto, casi sagrado, de no dañar a los animales. Pero rechazó la división de castas rígidamente definidas. Tampoco se sintió ligado al ascetismo que proponían a base de ayunos y continuos sacrificios y penitencias. Creía en el fortalecimiento del carácter practicando una suave sobriedad, es decir, a través de una renuncia tranquila a todo lo que es sobrante o innecesario, pero no creía en las duras pruebas físicas que pueden comprometer la salud y la vida. En este aspecto su lema era «cosas raras, no». Una frase simple que probaba hasta qué punto el sentido común era su brújula vital.

En primer lugar, Arístides consideraba la reflexión sobre la conducta humana como la parte más importante de todas las teorías filosóficas. De cada sistema adoptaba algunos aspectos, nunca todos. No creía en las adhesiones incondicionales a ninguna doctrina. «La unión sin discusión es propia de una secta», solía decir. La filantropía era su atributo más destacable, el amor a los seres humanos. Creía en la equiparación del hombre y la mujer, sin olvidar sus diferencias. Propugnaba el no tomar alimentos de origen animal (seguramente por influencia del neopitagorismo, renovado por entonces en Roma). Creía también en una vida sencilla y capaz de albergar un carácter fuerte sin por ello perder la sensibilidad. Se sentía heredero y portavoz de la antigua idea estoica de ciudadano del mundo defraudado, demasiado frecuentemente, por las políticas imperiales. Durante toda su vida también mantuvo una profunda convicción contra la violencia.

Con esta actitud, no había país ni filosofía en los que no encontrara valores. Lo mismo le sucedía con las personas: siempre escogía la mejor explicación de sus actos, destacaba siempre sus cualidades y posibilidades en vez de sus defectos. Su curiosidad era tan inagotable como su energía y generosidad.

¿Cómo y por qué había muerto? ¿Por qué no había tomado en serio sus advertencias? Lucio le había insistido una y otra vez en que la vejez no soporta tantos viajes, y un ritmo de vida que empieza cada día a las cinco de la mañana y termina casi de madrugada no es bueno ni para los jóvenes. Si le hubiera hecho caso, aunque solo fuera para evitar los achaques de la vejez, todavía estaría vivo.

Ahora recordaba una discusión sobre la moderación, en su intento de conseguir, a través de argumentos incontestables, que cambiara de vida. No solo no consiguió nada, sino que se sintió dolido durante unos días al comprobar que su maestro no tenía ninguna intención de modificar su actitud.

—Maestro, encontrar la moderación significa saber establecer el punto exacto en que ya es suficiente.

—Nunca es suficiente cuando queda tanto por hacer y tantas cosas por terminar…

—No son las cosas las que deben marcar tu ritmo. Eres tú quien debe establecer cuándo ya has trabajado lo suficiente, cuándo has descansado lo que necesitas, cuándo te has divertido lo necesario. Que no te arrastren las circunstancias, sino que tú mandes sobre ellas.

—¿Y quién puede establecer en mi vida los «suficientes» y los «demasiados» sino yo mismo? ¿Quién tiene una autoridad superior a la mía?

—Tu salud, maestro. Sin la moderación podemos caer tanto en el exceso de comer demasiado como en el defecto de no comer lo suficiente. Sin la moderación podemos dormir excesivamente o no dormir lo necesario. La moderación es simplemente tener el control de lo que nos conviene y saber establecer la medida de lo que necesitamos.

—La moderación parte de un conocimiento previo: saber dónde se hallan los propios límites. Y yo todavía no he descubierto los míos. Puedo dormir menos que la mayoría de las personas y mi capacidad de resistencia es mayor que la suya. Hay una cualidad por encima de la moderación: la justicia. No es justo que trabaje menos pudiendo hacerlo mucho más.

—No estoy de acuerdo. Sin la moderación trabajas cada vez más y no conoces tus límites, sino que los descubres a través de la enfermedad. La moderación está relacionada con la prudencia.

—No te preocupes por tu maestro, es más fuerte de lo que te imaginas. Con alegría no hay trabajo que te enferme.

—No piensas correctamente si crees que la moderación equivale a la tristeza, a la debilidad constitutiva, al no poder disfrutar de la vida o a la resignación. La moderación no es la impotencia de no poder hacer lo que uno verdaderamente quiere. La moderación es disminuir la cantidad en aras de aumentar la calidad. Es aprender a disfrutar más, de una manera más plena, lúcida y cultivada.

—Tenemos que poner límites al deseo de la misma forma que tenemos que poner límites al miedo —dijo Lucrecio. Pero no dijo nada de poner límites al trabajo—. Trabaja deprisa, Lucio, tu tiempo en la vida es limitado. Mientras sopesas cada trabajo y calculas, yo puedo acabar una nueva obra. No existe un solo modo de vida buena, ni normas válidas para todos. La moderación también forma parte de la flexibilidad de ánimo. Falta moderación a tu rigidez mental, hay muchos valores y cualidades que no te cuestionas y que quieres aplicar de manera rígida. Quieres que la ética tenga la fuerza de la geología cuando se parece más al baile. Tu deseo de perfección puede hacerte sufrir. Vive, Lucio, como si pudieras vivir un día más o cien años más. Que la muerte te alcance haciendo exactamente lo que quieres hacer y estando donde quieres estar. No es fácil, a veces el miedo o una voluntad débil o las luchas entre la razón y la pasión no permiten que sean tan evidentes ni una cosa ni la otra.

Ahora que recordaba esta conversación, le agradecía, como nunca lo había hecho antes, que pese a su juventud se prestara a discutir con él cualquier tema, a conversar sobre todo lo que le inquietaba, a escucharle durante horas, a contener su impaciencia y también la vanidad juvenil de creerse, en según qué ocasiones, tan cerca de la verdad. «Quizá —pensaba ahora— aprender a contentarse es una buena fórmula del arte de vivir. Él se contentaba con trabajar y con que le dejaran tranquilo. Él sabía vivir y, en su momento, seguro que supo morir.»

Durante el viaje hasta Segovia podría recordar a su maestro, entregarse a la tristeza de haberlo perdido y tomar fuerzas suficientes para emprender la construcción del acueducto. El viaje duraría unos cuatro días por mar, desde el puerto romano de Ostia hasta el puerto hispánico de Tarraco, y unos seis por tierra, si viajaba a la velocidad típica habitual de unas cincuenta millas diarias. Tenía por delante unos diez días de trayecto en los que podría permitirse recordar y vivir el duelo de la pérdida, pero, en cambio, debía desembarcar en Hispania con el ánimo fuerte y con la misma resolución y capacidad de trabajo que siempre habían caracterizado a Arístides. El mejor homenaje que podía hacerle era encarnar las cualidades que le había enseñado con sus palabras, pero, sobre todo, con su ejemplo. ¡Qué extraña sensación de rabia y abatimiento! La rabia lo mantenía vivo, la pena le hundía el ánimo.

El mar siempre le había producido una extraña mezcla de fascinación y de respeto. Le medía, con una precisión abrumadora, la nimia dimensión de cualquier obra humana. Se sentía arrobado por una maravilla siempre igual e imparablemente diferente: resplandeciente al alba por el sol del este, cuando cubría su superficie con miles de espejos a punto de encenderse, y plomizo y espeso como el mercurio al anochecer. Pero el mar era, para él, aquel lugar infinito para ser contemplado desde la arena, para pensar, caminar por su orilla, decidir, prometerse, imaginar… No era para cruzarlo hasta llegar a Hispania. ¿Podría ese, su paisaje más perfecto, engullirlo y escupir su cadáver? Alea jacta est. Un ciudadano romano en misión hacia Hispania no podía demostrar intranquilidades ni dudas.

El viaje haría una escala en las Baleares. Allí se aprovisionarían de alimentos y, en caso necesario, llevarían a cabo pequeñas reparaciones. Por suerte, era la época del año en la que ya había empezado la primavera y por tanto había mare apertum.

Lucio dejó su villa, aquel lugar donde había aprendido una lección que, esta vez, no provenía de su maestro: había descubierto que la soledad difícilmente es el camino hacia una felicidad plena. Los libros le marcaban un compás del tiempo que no lograba hacer vibrar los cimientos más profundos de su ser. Los conocimientos, recibidos como un ermitaño aislado, habían resultado inútiles si lo alejaban de la vida y lo introducían en un mundo cada vez más oscuro y silencioso, al que él, de manera pretenciosa, había sonreído y abierto los brazos, ajeno al hecho de que se adentraba en una fiesta de la noche que, tal vez, no hubiera abandonado nunca: una soledad un tanto antagónica a la vida. Presentía, después de los meses en Tarquinia, que el conocimiento solo es verdaderamente profundo cuando es vivido también en compañía y afecto. El repentino viaje a Segovia le daba otra oportunidad de salir al mundo y también de sumergirse de nuevo en el mercado y en todo aquello que tanto le repugnaba: el gentío, el sufrimiento, las bajas pasiones, las injusticias… Pero únicamente saliendo de nuevo al mundo podía encontrar aquello que necesitaba y que no podía obtener él solo. «Demasiado pronto —se dijo—. Tarquinia me espera para cuando esté preparado para encontrarme conmigo mismo. Pero, aunque estos paisajes y mi casa me esperen, ya no me verán jamás con Arístides. Las largas conversaciones que debíamos tener aquí ya no se producirán jamás.» Este pensamiento le hizo llorar con la misma sensación de desamparo y soledad de cuando era un niño perdido, sin su maestro, sin su verdadero padre, sin el único amigo de verdad, un alma afín y próxima, la única que había conocido en toda su vida.

Se dirigió al puerto de Ostia, a pocas millas de Tarquinia, punto de partida de una ruta comercial estable con Tarraco. El puerto, tal y como recordaba, seguía siendo un trajín constante de vagabundos y ladrones que aguardan a los recién llegados, así como de estibadores que buscan trabajo llevando las cargas desde las barcazas hasta los almacenes situados entre el foro y el Aventino.

Los guardias le señalaron la nave en la que debía embarcar. Un frío calambre de miedo sacudió su estómago, iba a partir y ya era inevitable. Un pensamiento alivió su temor: «Buena parte del trayecto será con la tierra a la vista y la estrella fenicia nos guiará con seguridad y protección hasta nuestro destino en Hispania.»

El capitán de la nave saludó amablemente a Lucio. Era un barco mercante dedicado al cada vez más floreciente comercio con Hispania. Las aguas del mar, en aquel punto del puerto, eran plácidas y azules, aunque se volverían de un verde opaco impenetrable a medida que se alejaran de la orilla. El barco se llamaba Europa, medía unos cuarenta pies de largo y, como era habitual, tenía la popa y la proa muy elevadas. Iba equipado con gruesas cuerdas de esparto hispano y con ánforas también hispanas que viajaban para ser cargadas de aceite y garum cuando llegaran a Tarraco. Era movido por una gran vela cuadrada y el impulso de algunos remeros y dirigido por un gran timón trasero. Otras partes del barco transportaban cerámica y tejidos. Afortunadamente, el Europa tenía dos cámaras, una para el capitán y otra para Lucio, algo más pequeña. El resto de la tripulación dormiría en cubierta, al igual que los esclavos que componían la dotación.

Estaba demasiado abatido por la muerte de su maestro para pensar con claridad. Tenía que mantener la compostura, debía pensar algo alegre, estimulante, algo que le cambiara la cara, no podía pasearse por el puerto ni embarcar con los ojos enrojecidos. ¡Por todos los dioses, como mínimo debía ser un digno hijo de su padre!

Ir a Hispania para hacerse cargo de una obra de envergadura sería una buena forma de evidenciar sus ganas de resituarse. Lograría ser como el sirio Apolodoro de Damasco, cuya arquitectura era cada vez más famosa. Este era el principio de su camino ascendente. Desde ahora y desde aquí reconduciría su carrera. Todas las conversaciones y años de estudio con el viejo Arístides habían sido parte de su aprendizaje, pero empezaba otra etapa de hombre hecho a sí mismo y capaz de cumplir con sus obligaciones. Sería condescendiente con el poder e incluso lo aplaudiría, si con ello lograba la fama, haría todo lo posible para gustar e integrarse: sus oídos serían sordos y sus ojos ciegos a todo aquello que encontrara injusto, si esto le iba a enemistar con los que estaban en la cima. Mientras él estuviese bien situado, fuera reconocido, aceptado y querido por los poderosos, todo iría bien. En el mundo habían existido siempre las injusticias y las vanidades y continuarían existiendo muchos siglos después de que él muriera. Había llegado el momento de aprender a vivir bien, y vivir bien para él solo podía significar una cosa: ser bien valorado en la arquitectura. Iba a triunfar, por tanto iba a dejar de ser el joven cándido que se escandalizaba con los espectáculos de muerte y que quería que le dejaran solo y tranquilo para realizar sus lecturas de autores muertos como Platón, Parménides y Safo. Quería triunfar y se iba a concentrar en lograrlo. No quería ser un idealista expulsado de la vida pública y del reconocimiento. La vida le había dado una oportunidad única: había sido llamado por las autoridades para llevar a cabo una gran obra, esta vez no desaprovecharía la ocasión.

Lo había probado, pero sirvió de poco, porque había algo mucho más grande que su ambición: la pena que sentía por la pérdida de Arístides, algo que no estaba preparado para aceptar. Parecía irreal, nada había cambiado a su alrededor y, con un mínimo esfuerzo, podía imaginar que Arístides seguía de viaje y que partía hacia Segovia para encontrarse con él.

Una vez en el barco, decidió relacionarse con el mando de la tripulación, salir de su ostracismo. Debía abandonar los pensamientos que se devanaban en su cabeza formando una madeja y que quizás eran obstáculos en su camino ascendente. Últimamente había dedicado muchas horas a pensar en si la materia imita a la vida o la supera. Por un lado, se daba cuenta de que ningún escultor podía ni siquiera acercarse a la forma y al mecanismo del elemento vivo más simple. La más humilde hoja de un árbol, con su verdor y livianos conductos de savia, era imposible de ser reconstruida por ningún tipo de arte, pero, en cambio, la hoja se marchitaba y finalmente caía del árbol. Por otra parte, la escultura de una hoja se mantenía intacta sin sufrir jamás proceso alguno de decrepitud. ¿Superaba la escultura a la vida porque era perfecta y duradera o era una burda imitación de la vida? Este era, precisamente, el tipo de pensamientos que le había hecho aparecer, hasta entonces, como un auténtico púber con veleidades filosóficas. El tipo de pensamientos de los que debía alejarse. O quizá no, porque precisamente gracias a la lejanía de la abstracción y de la teoría podría volver a alejarse del dolor de la vida.

—Bienvenido a bordo. Esperamos que tenga un buen viaje. Es un honor tener a Lucio Antíoco Póstumo, hijo de Adramitio, en este trayecto.

De nuevo era saludado como el vástago a quien hay que honrar en memoria de su padre.

—Muchas gracias por tu bienvenida. Hace unos meses que me hospedo en Tarquinia. Voy a Tarraco para dirigirme posteriormente a Segovia, en sustitución de Arístides, el viejo maestro de obras.

—Sí, tenemos noticias de su muerte, el tráfico no solo es de barcos y mercancías, también las noticias corren de un lado a otro de la costa. Una terrible muerte la suya.

—¿Sabes algo de su muerte? Agradecería cualquier información ya que solo sé que ha sido asesinado, el informe de las autoridades habla de extrañas circunstancias, lo que significa, claramente, una muerte violenta.

—Efectivamente, fue cruelmente torturado antes de morir.

Una ola impetuosa de desesperación y rabia invadió todo su ser. Por primera vez, entendía de dónde venía una fuerza que podría hacer de él un hombre capaz de matar. Respiró profundamente y dijo:

—Mi principal misión no es acabar el acueducto sino encontrar y llevar a juicio a los asesinos de mi maestro. Quiero vivir para ver cómo la justicia los condena a muerte.

El capitán asintió simplemente con una mirada llena de comprensión.

Pero el tema era demasiado doloroso para insistir en él, así que ambos recorrieron a una mutua amabilidad y una aparente normalidad. Durante el primer día tuvieron varias ocasiones de comentar el tiempo, cómo se preveía, qué tipo de nubes y vientos indicaban tormenta y qué otros indicios, como el color del cielo por la noche, significaban, normalmente, días calmados y soleados o alertaban lluvias. Lucio, junto con toda la tripulación, también rindió honores a las estrellas que les guiarían durante el viaje y solicitó a los dioses buen tiempo y que ningún peligro amenazara la travesía, algo que convenía hacer especialmente ahora por el miedo a las tormentas que tantos barcos habían hundido durante la primavera. Era una época en que se podía navegar, a diferencia del otoño y del invierno, pero no era tan segura como el verano.

Después de unas horas, volvieron a hablar. Esta vez era el capitán el que quería preguntarle algo.

—¿Cómo es posible que las autoridades te hayan ido a buscar a Tarquinia? ¿No había suficientes ingenieros y arquitectos en Segovia?

—Según me han contado los mismos que me han entregado la orden imperial y me han acompañado al puerto, fue una condición expresa de Arístides. Aceptó el encargo dejando por escrito que, si alguna cosa le ocurría, continuara las obras su discípulo Lucio.

—¿Y tienes ganas de acabarlo? Piensa que un acueducto son muchos años.

—Una obra de estas características puede durar de quince a treinta años. Yo prefiero establecer el trazado, las normas de construcción, las características que tendrá la obra y una vez que esté bien orientada, emprender otras nuevas. Mi idea no es pasarme veinticinco años en Segovia.

—Ya veo… —dijo el capitán mientras pensaba en otra cosa.

—¿Qué me ocultas? Puedes hablar con tranquilidad.

—Cuentan de ti que eres algo excéntrico, un poco como Tales de Mileto, que miras más al cielo que a la tierra y que has perdido la posibilidad de hacerte un lugar en Roma. Roma puede catapultar al éxito o hundir en las sombras. Pero déjalos hablar. ¿Qué saben de ti y de tu futuro…?

—Es difícil vencer la fama que te precede, pero quién sabe si podré lograrlo después de terminar el acueducto. Intentaré que sea la obra de ingeniería más monumental, funcional y perfecta que se haya hecho nunca. Y ya que hablas de Tales de Mileto, ahora me parece que oigo la risa de la muchacha de Tracia.

—¿La risa de la muchacha de Tracia? Soy marino mercante, conozco muchas noticias, pero pocas historias, y esta de Tales de Mileto y la risa de la muchacha de Tracia no sé de qué trata y me encantaría que me la contaras.

—Lo haré, pero en otro momento, ahora necesito tiempo para estar solo. Espero verte por la mañana.

Lucio pensó: «Quizás este dolor no sea digno de un ciudadano romano, hijo de la clase ecuestre, pero ahora soy simplemente un hombre que ha perdido a su maestro y a su mejor amigo.»

Durmió poco y mal y ya antes del amanecer notó que la nave no avanzaba. Mientras dormía o luchaba por lograrlo, a cada atisbo de consciencia que se asomaba a través del sueño, no dejaba de repetirse: «Arístides ha muerto, Arístides ha muerto», como si repitiendo estas frases una y otra vez pudiera percatarse al fin de una realidad que debía asumir como inevitable. Finalmente había encontrado vivencias tan duraderas, tan inamovibles, tan poco susceptibles de cambiar como la escultura. Irónicamente pensó: «He encontrado ejemplos de cuando la propia vida imita las artes y las supera en cuanto a irrevocabilidad: la muerte.» Le quedaban todavía dos grandes motivos para vivir y para dar lo mejor de sí mismo: triunfar en la arquitectura y averiguar qué le había ocurrido a Arístides.

Cuando salió a cubierta, ya bien entrado el día, constató que la falta de vientos alisios había impuesto una parada en el trayecto. Cansado, agotado por la noche de pesadillas que el nuevo día no había hecho otra cosa que confirmar, Lucio se echó sobre la cubierta y cerró los ojos. A través de sus párpados el sol dibujaba manchas rojizas y formas indeterminadas. Las empezó a observar, con el simple deseo de dejar de pensar. Iba siguiéndolas por si le sugerían alguna forma, por si las manchas se tornaban objetos geométricos y, quién sabe, por si dibujaban edificios blandos y encendidos bajo un cielo negro. Lo importante era sumergirse de lleno en una experiencia sensual provocada por la madera, el olor a salitre, el sol, las imágenes rojas y negras. De pronto, las manchas que vislumbraba sobre la pantalla interna de sus párpados desaparecieron, sin duda una nube tapaba el sol dejando sus visiones a oscuras. Para confirmarlo, abrió los ojos. Medio deslumbrado, vio a contraluz una silueta que se abalanzaba sobre él empuñando un cuchillo. Con un rápido movimiento, Lucio se volteó hacia un lado y esquivó una muerte segura. El cuchillo se quedó clavado y cimbreando en el suelo. Rápidamente rodeó con el brazo el cuello de su agresor y le practicó una inmovilización mil veces repetida en sus ejercicios de lucha libre.

El capitán, alarmado por el ruido, vio cómo uno de sus remeros estaba con la mejilla contra el suelo y el brazo en alto con una fuerte dislocación bajo la presión de Lucio. Ordenó su detención inmediata, pero cuando lo levantaban del suelo logró escapar y se dirigió al borde de la cubierta de la nave. Toda la tripulación permaneció expectante por si se atrevía a saltar. El remero se metió precipitadamente la mano en el cinto y liberó una pequeña redoma sujeta por la presión del cinturón. Se la bebió de un solo trago, sonrió como si los hubiera vencido a todos y saltó al agua. Al cabo de pocos segundos su cadáver se hundía en un mar tan quieto como la misma muerte.

Una gran inquietud recorrió la nave. Toda la tripulación fue interrogada: nadie sabía de dónde había surgido aquel oscuro personaje. No se sabía nada de su pasado, ni de su procedencia, de dónde provenía ni hacia dónde se dirigía. Su aspecto anodino, sin nada destacable por exceso o por defecto, lo convertía prácticamente en un hombre invisible. Por no recordar, ni siquiera sabían cómo se llamaba, pues siempre estaba solo mientras cumplía con sus cometidos en el barco sin llamar la atención. Tampoco nadie lo recordaba de otros viajes. Durante los días que llevaban de ruta, nadie tuvo la más mínima curiosidad ni interés por su persona. Lucio, como el cíclope Polifemo de la Odisea, había sido atacado por «nadie», como si hubiera sido golpeado por el mar o por el viento.

El barco paró aquella misma tarde en Pollentia, el puerto al norte de las Baleares, donde pasaron un día. El capitán se acercó de nuevo a él, su actitud cada vez más cerrada le preocupaba.

—¿Cómo estás? ¿Puedo hacer algo por ti?

—Necesito un poco de tiempo para digerir todo lo que me está pasando. Durante unos meses, mi principal preocupación ha sido cómo colocar los dedos en una lira o tener que decidir entre pasear o leer. Durante años, lo peor que podía ocurrirme en Roma es que un incendio quemara mi casa. En los últimos días, han matado a mi maestro y han intentado asesinarme. Creo que necesito un poco de tiempo para asimilar tantas vivencias y recapacitar sobre este intento de asesinato. ¿Por qué han querido matarme? Nadie sabe nada, nadie entiende nada. Creo que necesito unas horas para estar solo. Llega un momento en que viajar continuamente acompañado te hace desear unas horas de soledad. Mañana por la mañana daré un paseo por la isla, a ver si puedo poner en orden mis pensamientos.

—Te gustará la isla, cerca de aquí hay un cementerio impresionante, estoy seguro de que no has visto jamás algo así. Haces bien en cambiar de escenario, pasear y estar tranquilamente unas horas visitando este lugar.

Por la mañana, mientras todos trabajaban, Lucio siguió un camino que le llevó hasta el antiguo cementerio fenicio.

Aparecían ante sus ojos varias hectáreas de la necrópolis más bella y triste que jamás había visto. Estaba llena de tumbas de una antigua cultura. Allí había cámaras mortuorias de formas que no había visto nunca: naviformes, cuadradas y circulares. Centenares de personas estaban enterradas en aquel lugar sereno.

Pasó todo el día allí, mirando el mar, escudriñando el horizonte como si tuviera las respuestas que estaba buscando. El tiempo se paró y vio que la tarde se le había echado encima, el sol poniente lo cubría todo de una luz pálida y de color miel. Pronto, lo sabía, la luz se volvería más y más tenue hasta que el firmamento sería de un malva cada vez más azulado y oscuro, casi negro.

Caminó por aquel paraje de una belleza desoladora y, en su paseo a la hora más baja de la tarde, intentó enterrar mentalmente a su maestro. En aquel cementerio se sintió más solo que nunca. Tal vez si se hubiera casado, si hubiera tenido una familia, si hubiera sido un ciudadano más típico, hoy no tendría estos problemas.

Ahora, ya lo sabía, deseaba triunfar, pero la última etapa de soledad, tan honda, le había hecho darse cuenta de que necesitaba a alguien a su lado, y no solo una esposa, sino también una compañera y una amiga, una mujer menos joven que las chiquillas casamenteras de catorce y quince años educadas para no tener ninguna inquietud intelectual. Ahora sabía que quería una mujer con quien compartir su vida. En este aspecto, Lucio era deudor directo de Arístides, que le había convencido de la igualdad entre los sexos y de que hay un tipo de sabiduría que solo se alcanza con el tiempo. Y Lucio quería a alguien sabio a su lado, no solo joven o atractivo. Era difícil, quizás imposible; la mayoría de las mujeres romanas eran poco cultivadas, pero había excepciones como algunas sacerdotisas o cortesanas escogidas. Estas podían participar en las conversaciones más cultas. Si no encontraba a una mujer así educada, siempre podría desposar alguna muchacha que tuviera deseos de aprender, de estudiar y formarse a su lado.

Una vez tomada esta decisión, Lucio intentó enterrar a Arístides. Imaginó que introducía, respetuosamente, una moneda en su boca para pagar a Caronte, el barquero que lo había de llevar a través de la laguna Estigia hasta el inframundo. Imaginó que le colocaba delicadamente las botas y una lámpara para iluminar el camino. Pero la visión era lacerante, no conseguía enterrarlo mentalmente. ¿Qué había pasado con su maestro?

Volvió al barco con dos decisiones tomadas: estaba dispuesto a compartir su vida con quien le gustara conversar y no podría descansar hasta descubrir qué le había sucedido a Arístides.

Partieron de las Baleares, empezaba el último tramo del viaje. Cuando llegó la noche, compartió la cena con el capitán, quizá porque ambos sabían que difícilmente hablarían de nuevo. Esta vez lo hicieron largamente.

—Es tu última noche a bordo y mañana llegas a Tarraco. La verdad es que en pocos días te he dado malas noticias sobre la extraña muerte de tu maestro y he presenciado cómo casi te matan. No creo que guardes un buen recuerdo de este viaje —dijo el capitán medio sonriendo.

—Sigue siendo un gran viaje. Siempre será el viaje en el que salvé la vida. Todos los viajes son importantes si marcan un nuevo inicio. Sospecho que las razones de intentar matarme no se hallan en este barco, sino en el lugar hacia donde me dirijo. Creo que alguien no quiere que construya el acueducto, aunque no atino a saber el porqué.

—Ay, Lucio, la oscura y terrible naturaleza humana está al acecho por todas partes. ¿Ves la costa? ¿Qué te sugiere?

—Me imagino casas de pescadores, la lumbre de las velas que ahora deben de estar encendidas… imágenes de familias después de un duro día de trabajo.

—No puedes imaginarte lo que pasa cuando naufraga un barco como este en el que estamos y los pobres tripulantes a duras penas pueden llegar a la costa, heridos, medio ahogados. Cuando, llenos de esperanza, ven a los pescadores acercarse, y, con su última energía, intentan hacer un gesto con la mano o pedir ayuda con la poca voz que les queda, llegan hasta ellos los habitantes de las orillas. Y estos, en vez de auxiliarlos, calmarlos, decirles que ya están a salvo, bañarlos con agua caliente puesto que tiemblan de frío, curar sus numerosas heridas, darles una cama y algún alimento, les roban todo lo que tienen y muchos son vendidos como esclavos. Por ponerte solo un ejemplo, el dispensator Calvisio Sabino, cuyo barco naufragó, fue vendido como esclavo y marcado con fuego candente. Todos esos pescadores de la orilla, cuando el barco ya ha naufragado y es de día, se convierten en hábiles buzos para rebuscar afanosamente en el fondo del mar, intentando encontrar objetos preciosos y de valor entre los restos de las naves. Desconfía, Lucio, de los hombres, especialmente en Hispania. A pesar de ser romanos, no dejan de ser indígenas salvajes que odian secretamente al pueblo que los ha sometido. Si la naturaleza humana es oscura, la suya lo es más.

Lucio quedó pensativo mientras parecía recordar algo, y al cabo de unos segundos de silencio dijo:

—Una vez descubrí un cadáver en el mar, estaba flotando sobre un ligero remolino que iba en dirección a la playa. Me detuve entristecido y contemplé el cadáver en el agua con los ojos llenos de lágrimas. Quién sabe, pensé, si en algún rincón del mundo están esperando a este hombre una esposa confiada o un hijo que nada sabe de naufragios y que sin duda, antes de partir, besó a su padre para despedirse. Y en su cuerpo a la deriva me pareció ver todos sus proyectos hundidos, todas sus ambiciones. «Ahí tenéis al hombre, ved cómo se lo lleva el agua», escribió Petronio. Ver al hombre que ha intentado matarme hundiéndose en el agua me ha recordado esa otra mañana en la orilla y su triste visión. En ambos casos, nada sabemos de su pasado, ni de sus motivos, ni si cumplía órdenes ni de quién…

—Era una acción suicida. O te mataba y se mataba, o fracasaba y se mataba igualmente. De todas maneras, si te hubiera matado, nosotros le habríamos castigado con la muerte. Sabía que iba a morir pasara lo que pasase.

—Hoy he estado recordando en el cementerio todos y cada uno de los detalles de su ataque y su muerte. Hay algo importante: vi una señal en su mano. Una especie de circunferencia. ¿Te resulta familiar?

—¿Un tatuaje en la mano? ¿Dónde?

—En la base del dedo pulgar, una especie de sol o de rueda… no lo sé. Un dibujo que no había visto en mi vida.

—Lo siento, Lucio, no me di cuenta de ningún dibujo.

—No importa. Ahora debemos celebrar que estoy vivo. Bebamos vino porque hoy casi no lo cuento. Esta noche, en la que se podría decir que he vuelto a nacer, es la noche especial que nos llevará a Tarraco, así lo indica el rumbo que has trazado a través de las estrellas. Celebremos que estoy vivo y no dejemos que decaiga nuestro ánimo por culpa de eso que tú llamas la oscura naturaleza humana. Esta noche sí que te contaré la historia de Tales de Mileto y la chica de Tracia.

—Adelante, te escucho.

—Tales era un sabio griego que observando distraídamente los astros, se cayó precipitadamente en el pozo de su jardín. La chica de Tracia se rio de él y le dijo que era muy hábil observando todo lo que había encima de su cabeza, pero no se percataba de lo más próximo: lo que había justo bajo sus pies. Entonces Tales, desafiado por su risa, se propuso demostrarle que en el ámbito práctico podía ser el mejor, el que más éxito tuviera, el hombre más rico de la ciudad. Gracias a sus cálculos, obtuvo una cosecha jamás conseguida hasta aquel momento. Así demostró que el sabio, cuando lo es de verdad, sobresale también en el ámbito práctico y puede alcanzar todo tipo de riquezas…

—¿Qué hizo entonces? —preguntó impaciente el capitán.

—Entonces pidió que le dejaran seguir filosofando en paz. Creo que la risa de la muchacha de Tracia esconde una pregunta, y la pregunta es: ¿Para qué sirve la filosofía?

—¿Y para qué sirve?

—Para vivir, amigo mío, para estar más vivo. ¿Para qué sirven el vino, la música, la belleza de las estrellas, de los paisajes o del mar? Para seguir siendo hombres civilizados.