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Así pues, Lucio se desplazó a Tarquinia, la finca familiar en el campo.

Allí podría vivir tranquilo. Los esclavos trabajaban en los cultivos y cuidaban el ganado. En el interior de sus muros, el mundo quedaba lejos y él podía centrarse en el estudio. Imitaba a Séneca y a Hesíodo, seguía sus pasos en un destierro que, en su caso, era voluntario. Se reencontró con placeres básicos en estado puro: la piel sudada de su caballo, impregnada de un olor agrio y telúrico; el sabor, espeso y dorado, del aceite que se producía en su propia casa, generado por los golpes rítmicos y contundentes de la prensa; caminar por encima de ricos mosaicos. Incluso se creía capaz de sentir cada estación y los movimientos de los astros. Por fin podría estar más cerca y más atento que nunca a la verdad, a la verdadera vida. Haría de sí mismo un erudito y en la soledad más explícita encontraría certezas imposibles de hallar en el barullo altisonante y sucio de la capital del imperio.

Paseaba entre los árboles frutales con sus perros. Le gustaba echarse al lado de su preferido, un perro de pelo largo y cuerpo menos robusto y esbelto que los demás al que llamaba Argos, como el perro de Ulises. Le gustaba mirarlo con su mechón de pelo negro como el cuerno de un unicornio sombrío. Se pasaba horas jugando con él, hasta que acababan rendidos y, echados sobre la hierba, se dejaban calentar por el sol. A diferencia de la mayoría de las casas y villas, en la suya estaba prohibido atar los perros con cuerdas cortas para hacerles aumentar su fiereza. Pensó en su padre. No podía recordarle, pero ahora, dueño y señor de su casa, pensaba en él más que nunca.

—Mi nombre es Lucio Antíoco Póstumo, soy hijo de Adramitio, el bien amado y conocido Adramitio y, a diferencia de él, lo único que he logrado es vivir de la hacienda familiar y de sus riquezas —se dijo en voz alta. Cerró de nuevo los ojos y se acercó más a su perro, que ya estaba profundamente dormido.

Sí, todavía no tenía una actividad definida, a no ser sus largos años de estudio al lado de Arístides, y solo había llevado a cabo obras menores. Póstumo, su tercer nombre, indicaba que había nacido después de la muerte de su padre, Adramitio Antíoco Cecilio Segundo, quien llevó a cabo su carrera militar en Germania durante trece años. Ya era comandante de caballería antes de regresar a Roma, donde desempeñó varios cargos oficiales al servicio del emperador. Un hombre amante de las letras, la ciencia y la filosofía, que dejó escrito, por expresa voluntad, que Lucio tuviera acceso a una educación amplia y diversa mientras así lo deseara.

Su padre era del orden de los caballeros que desempeñaba un papel tan fundamental en el estado como el del colegio senatorial, pero con una ventaja a la que supo sacarle provecho: a diferencia de los senadores, los caballeros podían dedicarse al comercio y se hizo banquero. Recaudaba impuestos para el estado, que ingresaba anticipadamente y cobraba el importe a los particulares, con beneficios. No hay fortuna sin expolio, y su padre combinaba con naturalidad su amor a la cultura con su amor a la riqueza. Lucio sabía, perfectamente, que podía dedicarse a escribir, pensar o imaginar grandes obras civiles gracias a su padre. Podía no mancharse las manos de sangre, ni pisar el fango ni la suciedad del mundo, porque su padre ya lo había hecho en su lugar. Podía ser limpio, puro y jugar con su perro porque su padre había pisoteado a todos por los que él, ahora, sentía pena.

Su villa le pertenecía porque la acomodada élite urbana de Roma siempre había sabido aprovechar las crisis agrícolas para expulsar a los pequeños y tradicionales propietarios de sus tierras. Este fue el momento en que hombres como su padre construyeron segundas residencias en el campo para escapar del agitado estilo de vida de la ciudad. En esto se parecían.

Ahora esta era su casa, con grandes extensiones de terreno dedicadas al cultivo: una casa de paredes pintadas de colores, cubiertas de frescos representando escenas de jardines con pájaros y de dibujos decorativos con columnas y figuras geométricas.

Su casa, como las termas de Roma, tenía su propio sistema de calefacción. La podía caldear a su gusto y bañarse con agua caliente puesto que, gracias a una argucia constructiva, el mismo fuego calentaba el aire y el agua para el baño. El suelo de la casa por donde pisaba estaba sostenido sobre los cimientos por pilares cortos que dejaban un espacio bajo el pavimento. En el extremo de la villa, un esclavo mantenía el fuego encendido. Pero a diferencia de los esclavos de las termas, su trabajo era rotativo y rigurosamente establecido para que no resultara extenuante.

Lucio no había querido tener ningún administrador, analizó los trabajos de la casa y los distribuyó de manera equitativa, rotativa y justa. Todo el mundo tenía una función que, si cumplía responsablemente, le otorgaba una vida digna, cómoda y sin sobresaltos. Recibió muchas críticas por este sistema organizativo, pues la mayoría de los de su clase atribuía a los esclavos un carácter de por sí holgazán y poco noble que les obliga, casi por mandamiento de sangre, a esquivar los trabajos más ingratos y a trabajar menos de lo necesario. Fue ampliamente advertido de que los esclavos, si no viven continuamente amenazados por azotes e incluso por la muerte, se vuelven insoportablemente perezosos. Esto se lo aseguró precisamente un esclavo, encargado de la vigilancia, que afirmaba que esta era la conclusión a la que había llegado después de muchos años observándolos de cerca. Pero ocurrió justo lo contrario: los esclavos, viviendo en mejores condiciones, eran especialmente diligentes y responsables, estaban enormemente motivados y comentaban entre ellos que su situación era incluso mucho mejor que la de la mayoría de los libertos.

La entrada de la villa consistía en un gran antepatio rodeado de columnas y árboles que funcionaba a modo de atrio. Contaba también con un espléndido jardín interior, dormitorios, cocinas y un comedor al aire libre. La suya era de las pocas villas con una terma privada y un templo. Como era lógico, también tenía un horno para cocer el pan, suministro de agua y un sistema de drenaje que daba servicio a la casa.

Era su pequeño reino autosuficiente, se abastecía de la propia producción y permitía a Lucio, si lo deseaba, no tener contacto con el mundo. Con la fortuna que había heredado de su padre y el alquiler de su casa en Roma, podía vivir lujosamente el resto de su vida.

Su villa, refinada y antigua, era capaz de suministrar abundantes frutas y verduras, e incluso producía buen vino. En los primeros años, cuando su padre aún estaba vivo, cuentan los esclavos más antiguos que los resultados de las viñas fueron mediocres y que de la fermentación de la uva solo se pudo obtener vinagre y antiséptico, nada comparable al magnífico vino que ahora degustaba en reposados sorbos contemplando cómo lentamente avanzaba el crepúsculo.

Caminaba por los delicados jardines, amplios y frondosos, con vistas al mar. En sus largos paseos, se sentía orgulloso de los estanques de agua quieta que reflejaban, como el esbozo de un hábil pintor, algunas nubes del cielo. Estos estanques tenían un fin más allá del simplemente decorativo: proporcionaban pescado fresco a su mesa. No miraba los peces con detenimiento porque, al hacerlo, no podía evitar verlos en una cárcel de agua de la que solo se liberarían asfixiándose en el aire. Así pues, escogió el estanque donde solía reposar contemplando los peces y dio instrucciones precisas para que no se sacara de él pez alguno. De este modo, podría sentarse y contemplar el sinuoso movimiento de los peces y alimentarlos con migajas de pan, con la tranquilidad de que ninguno de ellos sería capturado y sacado de su medio. Sin embargo, no se sentía del todo bien: por poco que pensara en el asunto, era preso de una flagrante contradicción: ¿Realmente era tan estúpido que podía ignorar que, a pocos pasos, había otro estanque en el que sí morirían los peces? Era consciente de que la única posibilidad sensata y verdaderamente ética era no tomar alimentos de origen animal, como su maestro, pero aplazaba la decisión para más adelante… La visión del agua trajo a su mente una vieja historia, la de un amo irascible, un tal Vedio Polión, que criaba morenas en estanques como los suyos. Cuando un esclavo cometía la más leve falta, era arrojado al estanque para ser devorado. La imagen de una morena con su piel marrón moteada, sus dientes afilados, sus ojos saltones, su expresión entre primitiva y letal, hizo que un serpenteante escalofrío recorriera su espinazo.

No era esa, en absoluto, la forma en que Lucio trataba a sus esclavos, había remodelado la villa de modo que tuviera habitaciones donde retirarse sin molestarlos cuando quería descansar y, a su vez, sus esclavos no le molestaban mientras trabajaba.

Su villa era su refugio, construido al lado del mar, a unas 28 millas de Roma. Y ahí estaba él, contemplando el césped, los árboles con los troncos cubiertos de hiedra, la tapia de cipreses con abundantes sombras.

Todo en su villa le aportaba una grata sensación de elegancia y cultura. La suya era una verdadera biblioteca llena de obras de arte, algunas importadas desde los rincones más remotos del imperio y otras robadas por su padre.

Amaba Roma, amaba todo lo que significaba su cultura, su civilización, pero le sería más útil estudiando, escribiendo y pensando que como un buen artesano de las piedras. Había mucho por descubrir, muchas áreas del saber en las que avanzar y ahora tendría el tiempo, la soledad y el espacio para hacerlo. Entonces ¿por qué se sentía tan abatido? ¿No era esa la vida que realmente deseaba? Tenía una misión y todo el tiempo por delante. ¿Qué más quería?

Pronto tendría algún esclavo instruido que le enseñaría música, tan ligada a la arquitectura. Escribiría tratados y dibujaría nuevas obras, proyectos que serían mucho más que un puente, algo más que la unión entre la función y la obra: representarían una cosmovisión, serían la imagen terrenal más perfecta de conceptos puros como la verdad, el triunfo, el valor…

Después de algunos días, el silencio, los sonidos armoniosos de los trabajadores y los pájaros ya habían obrado en su alma una purificación perdurable. O empezaba un férreo programa de trabajo o el tiempo sería cada vez más grávido.

Empezó las clases de música con un joven esclavo comprado en Roma.

—La lira se coge suavemente con las dos manos. ¿Deseas acompañar tu música con composiciones propias o con cantos? Si es así, trabajaremos, si te parece bien, tanto el instrumento como el canto.

—No lo sé, no lo he decidido todavía.

—La base, lo más importante a tener en cuenta, es el uso de las dos manos. Con una mano debes apagar el sonido de algunas cuerdas mientras la otra, aparentemente, roza todas las cuerdas del plectro, aunque algunas de ellas estén apagadas…

Seguidamente el joven maestro hizo una exhibición de sonidos armoniosos con gran pericia.

—¿Deseas probar?

Lucio lo intentó, pero no parecía que apagara ninguna cuerda: no ejercía la presión justa, los sonidos se superponían en una serie de cacofonías que solo lejanamente recordaban los acordes de su maestro. Rápidamente se cansó y propuso una charla sobre música a su nuevo esclavo.

—Me gustaría hablar de la música en la mitología griega: los primeros músicos fueron Apolo, Hermes, Anfión y Orfeo.

—Es posible, señor, conozco poco de los antiguos dioses. Solo sé que música viene de las musas. Creo, aunque no estoy muy seguro de ello.

Lucio sonrió.

—¿Y qué sabes de Platón? Define la melodía como una mezcla de texto, ritmo y armonía.

—Solo puedo decirte que hay tonos que suenan mejor juntos, no sé si te refieres a esto exactamente.

Inmediatamente volvió a coger la lira.

—¿Ves? Estas cuerdas apagadas y estas sonando producen un sonido digno de las musas.

—A donde quería llegar —insistió Lucio sin coger la lira— es que lo que dijo Platón sobre la melodía musical es muy parecido a lo que afirmó Aristóteles sobre la poesía, que la definió como melodía, ritmo y lenguaje.

—Seguro que así es, si así lo afirmas.

—La música y la poesía tienen mucho en común, hice algunos poemas en el pasado, pero actualmente me dedico a la arquitectura. Según Pitágoras, el universo se puede leer en clave de números y la música son números. Los ritmos también están ordenados por números, ya que cada tono es un múltiplo de una duración primordial.

—No lo sé, señor, yo puedo enseñarte a colocar correctamente las manos en la lira y lograr que, con la suficiente práctica, extraigas de ella sonidos, bonitas melodías que, no lo dudes, no solo te conmoverán a ti, sino también a tus invitados. Porque alguien vendrá a visitarte, ¿verdad? Si no pronto, algún día…

El joven se sintió incómodo por haberse precipitado al preguntar algo que ahora le resultaba embarazoso. Lucio rio.

—¿Conmovedoras como las composiciones de Nerón? Por cierto, no sé si lo sabes: en una de las exhibiciones musicales de este, Vespasiano, nuestro actual emperador, se durmió y esto le supuso el destierro.

—¿Ah, sí? Desconocía esta anécdota. Que los dioses guarden mucho tiempo a nuestro emperador.

—Hablando de sonidos conmovedores… ¿Sabías que los griegos creían que la música puede afectar el carácter y, como tú muy bien dices, incluso conmover? Esta idea proviene precisamente de Pitágoras: la música es un sistema de tonos y ritmos gobernado por las mismas leyes matemáticas que operan en el mundo visible e invisible. La armonía de la música puede influir en la armonía del alma…

—Solo puedo decirte que la música puede hacer llorar, enternecerse, incluso exaltarse y lograr estados de suma excitación como los que se alcanzan en algunos ritos religiosos. Poco o nada más puedo decirte, aunque te escucharé encantado hablar de música.

El joven empezó a temer por su futuro en la finca, tal vez su amo no quería tocar la lira sino hablar de música y para ello mejor le hubiera ido comprarse un esclavo filósofo.

Las clases se limitaron a ser una mera repetición de técnicas en las que Lucio no avanzaba, las cuerdas seguían sin apagarse y su impaciencia crecía a medida que pasaban los días. Vencido por su falta de habilidad, pidió al joven que ofreciera clases de música a todos los esclavos de la finca que lo desearan. Comprobó con cierto orgullo herido, aunque con una buena dosis de humor, que la mayoría de sus esclavos eran mejores que él, especialmente los más jóvenes.

Regresó a sus paseos. Un día se fijó en una mata de hiedra colgante. Observó detenidamente cómo cubría frondosa toda la columnata y reptaba sigilosamente por el techo, cubriéndolo de hojas moteadas de blanco y de verde, claro y oscuro. Como manos extendidas en el aire, algunos brotes intentaban asirse a un soporte para trazar nuevos caminos. Por ello iniciaban una ruta aérea, sin saber que en aquella dirección no había nada donde sujetarse, y como racimos colgantes se columpiaban hacia la nada. Emprendían así un camino estéril y sin retorno. ¿Cómo había llegado hasta allí, suspendida y sin futuro? ¿Acaso era él una hiedra estúpidamente suspendida en el aire?

Las clases de música no le habían reportado las conversaciones que tanto anhelaba desde la partida de Arístides. Echaba en falta aquella sensación de hablar, de vaciarse por dentro, de mostrarse por completo, de sentirse verdaderamente comprendido y a la vez de comprender profundamente a otro ser humano. Su soledad, como un muro alto y grueso, solo se había visto agrietada después de largas horas de charla con su maestro. Recordaba las conversaciones llenas de risas, anécdotas, exclamaciones de sorpresa, la alegría de haber aprendido algo nuevo o la evidencia de acercarse a algo que antes aparecía enmarañado y negro. Sabía que había vencido su soledad por la sensación posterior de plenitud y de serena alegría que le quedaba, que le hacía soltar un enorme suspiro sin dejar de sonreír. Pero en la villa solo podía hablar consigo mismo en compañía de su perro.

Empezaba a sospechar que aún no le había llegado el momento de la gratitud perenne, de sentirse agradecido por la lluvia cuando llueve, contento por el sol porque calienta. Sentirse complacido en los días de viento por el cobijo que da la casa y encantado en los días de frío y hielo por tener la ocasión de contemplar el fuego. Sentirse satisfecho de noche por la posibilidad del descanso, alegre de día por las numerosas actividades pendientes. No, todavía no había llegado al extremo de agradecerlo todo.

Se sentía demasiado viejo para el ajetreo de Roma, pero demasiado joven para la soledad de Tarquinia.

Tal vez sería una buena idea escribir a Arístides, preguntarle cuándo tenía previsto regresar a Roma. Tal vez podrían vivir juntos en Tarquinia, emprender de vez en cuando algún proyecto arquitectónico y después regresar a casa. No haría falta completarlo, sería suficiente realizar el diseño y dejar la obra encaminada. Sí, vivirían juntos y optarían por hacer solo lo que les apeteciera y tuviera sentido para ellos. ¡Qué estúpidos habían sido! Ambos se habían equivocado al ser tan convencionales. Ahora lo veía más claro que nunca.

Lucio había alcanzado una edad muy superior a la adecuada para tener un mentor, parecía que lo propio para ambos era que cada uno hiciera su vida, pero ahora que los separaban miles de millas, entendía que se habían equivocado. Debía escribir a Arístides, explicarle lo que ahora veía con toda claridad y que necesitaba cumplir con tanta premura. Él ya era mayor, pronto sería demasiado viejo para vivir viajando. Lucio iba a tener el privilegio de asistirle y cuidarle sin que nada le faltara. Al cabo de unos años le acompañaría para que su camino hacia la muerte fuera plácido, en casa, con todas las comodidades. No quería perder ni un segundo, ahora sabía exactamente lo que quería.

De pronto, le anunciaron la llegada de una carta. Desenrolló el pergamino con impaciencia, leyó el contenido tan deprisa que apenas podía interpretar el significado de cada una de las palabras que mentalmente pronunciaba: «El emperador Tito Flavio Vespasiano, César Augusto Germánico, Pontífice Máximo, Padre de la Patria, ordena a través de Publio Mummio Mummiano, gobernador de Hispania y Tito Fabio Tauro, duunviro del municipio Flavio de los segovianos, que Lucio Antíoco Póstumo lleve a cabo la conducción del agua del acueducto de Segovia en sustitución de Arístides Triario, recientemente fallecido en extrañas circunstancias.»

Inmediatamente le comunicaron que dos guardas le esperaban a la entrada de la villa para acompañarle al barco que había de llevarlo hasta Hispania cuando estuviera dispuesto a partir.

Lucio dejó la casa como si estuviera muerto, como si todo lo que le pasaba fuera tan solo un sueño vivido con premura y desconcierto. Se sentía completamente abatido por la trágica e inesperada muerte de su amigo y mentor «en extrañas circunstancias». Una forma evidente de anunciarle que no había fallecido de muerte natural sino que, sin duda, había sido asesinado.

Descubrir quién había matado a su maestro y llevar a cabo su última obra eran objetivos tan intensos que borraron por completo el antiguo y ya olvidado deseo de soledad que lo había llevado hasta Tarquinia. Borraron también el sueño de la felicidad compartida.

Ahora Segovia le esperaba. No tardó ni un día en salir en dirección a Hispania.