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Roma, Roma, Roma. Una gran ciudad con todos los contrastes, diferencias y extremos de un punto del planeta donde se concentra el mundo entero. La suciedad y la pulcritud, la pobreza y los excesos, la razón y los prejuicios, lo más elevado y lo más bajo, lo noble con lo miserable: todo cabe en el lugar más libre y poblado de la tierra.

Por sus calles camina apresuradamente un hombre cargado de pergaminos. Su túnica, nívea, contrasta con el fango y suciedad de las calles. Deja a su derecha unos niños que hollan la ropa con sus pies grises y arrugados, la mezclan con agua, orines y tierra de batán. Esta es la lavandería donde sus túnicas, después de los pisoteos infantiles, son colgadas y golpeadas repetidamente con palas y van de una tina a otra hasta quedar limpias.

Pasa demasiado cerca de las letrinas, su olor ácido y dulzón le resulta tan nauseabundo como siempre. Al contrario que la mayoría, no soporta utilizar aquellas salas colectivas con bancos situados sobre canales del agua que facilitan la evacuación de los residuos. A pesar de su repugnancia natural hacia los excesos de la muchedumbre, Lucio ama la forma en que Roma se relaciona con el agua. El agua está presente en cada rincón de la ciudad gracias a los acueductos: a través de un entramado de cañerías de plomo se distribuye hacia las fuentes públicas, las termas y las casas de la gente rica. Sabe que el suelo que pisa cobija en su interior alcantarillas que arrastran las aguas de la lluvia y las residuales. Así es la vida en Roma, la suciedad convive con la limpieza y la exasperación de Lucio es tan grande como la admiración que profesa por sus obras hidráulicas.

Sabe que lo pertinente es dirigirse al foro, el verdadero escenario de la vida pública. Allí es donde se adjudican favores, se distribuyen cargos y se enfocan las carreras políticas, judiciales y comerciales. El mejor lugar para lograr dirigir y diseñar la construcción de una gran obra. No en vano la ciudad que un día emergió hecha de madera y fango, hoy renace tallada en mármol… Pero la idea de mezclarse con grandes procesiones, la visión de la sangre de los sacrificios de animales, los augures con sus vocingleros vaticinios, los discursos electorales proferidos en un tono elevado, los constantes acuerdos de compra y venta, todos los que se pavonean exhibiéndose como aves reales con plumas de colores… Todo esto le hastía hasta lo indecible.

Lucio sabe que de poco le serviría hacerse una carrera peldaño a peldaño: empezar por las obras civiles más ingratas, más humildes y adquirir maestría como un picapedrero aprende con el tiempo a ser escultor. No se trata de iniciar su trayectoria con el diseño de calzadas, seguir con la construcción de cloacas, llegar a edificar pequeños puentes, tal vez alguna terma…

No, no es así como uno se labra su futuro en Roma. Existen demasiados jefes de obras trabajadores y oscuros, no puede limitarse a ser uno más. Sabe que solo con un golpe de suerte y, sobre todo, con los contactos adecuados puede catapultarse al éxito.

Bordea los treinta años, una edad en la que la mayoría de los hombres ya hace lustros que se han casado. La fortuna heredada de su padre lo salvaguarda de cualquier trabajo ingrato y la arquitectura es una labor propia de las clases sociales más bajas. Su interés por la construcción es vivida en Roma como la última veleidad de un estudioso lleno de privilegios que juega a llevar a cabo actividades a las que, seguramente, no se dedicará mucho tiempo. Unos años atrás quiso componer poemas, en el antiguo verso yámbico de Arquiloco, aplicado a temas romanos. Esta afición, a pesar de ser tan estrambótica, tenía un cierto sentido: demostraba un alejamiento de la realidad propia de la clase acomodada, pero ya no se justificaba en el caso de la arquitectura, un trabajo propio de libertos.

Por ello, en vez de encauzar su carrera arquitectónica, dedicó más y más tiempo al viejo Arístides, su verdadero maestro, su mentor de juventud. Él es la única persona en quien confía y del que aprendió tanto quién era como quién quería ser. Con él compartía interminables conversaciones que derivaban hacia nuevos y apasionantes temas. En sus últimos encuentros debatieron la aplicación de cada virtud en la arquitectura. Por ejemplo, la andreía, la fuerza de la virilidad. ¿Cómo hacer edificios viriles que encarnen las cualidades de los guerreros? Este es un atributo relacionado con los buenos y nobles en contraposición a los plebeyos. Representa el linaje de aquellos que luchan y que pueden perder la vida o arrancar la ajena. O bien discutían cómo hacer una obra arquitectónica que contenga la virtud de la autarquía, es decir, que sea autosuficiente, que no dependa de los edificios circundantes. Que se erija sin guardar relación alguna con todo aquello que la envuelve, que sea imponente y única, un monumento singular al que rinda homenaje el entorno o, simplemente, que este sea tan invisible como el aire. ¿Qué clase de atributos debería tener una obra para hacer de Roma un imperio como el que jamás se había visto antes en el mundo? Era una cultura que se sabía heredera de la griega, pero que aspiraba a ser aún más grande. Con disquisiciones de este tipo el sol iba descendiendo hasta que ya nada paraba la noche ni el deseo de saber, que simplemente se posponía para la mañana siguiente.

Y debatiendo con su maestro, Lucio se apartó de los centros de toma de decisión de la ciudad como el foro y de toda adulación hacia los poderosos.

Pero Arístides no estaba. Hacía unos meses que había partido hacia Hispania. El maestro en quien se refugiaba del mundo estaba demasiado lejos, y su soledad en medio de la multitud le recordó hasta qué punto le parecía vacía su vida en Roma.

Pero aquella mañana tenía que decidir hacia dónde dirigirse, debía intentar encauzar su vida y empezar una verdadera proyección pública. Tendría que haber ido hacia las tiendas situadas en el entorno de la Vía Sacra, la calle que conducía hasta el foro romano, la más comercial de la ciudad… Pero se había desviado hacia una calle paralela, el Argiletum, el lugar de la ciudad más lleno de libros. Ya los tenía… ¿Se dirigiría ahora al foro? No, optó por ir a los baños, necesitaba desprenderse de tanta suciedad, de tanto ruido, de tanta gente.

Primero se ejercitó en la palestra, estuvo un buen rato levantando pesas y observó con detenimiento una lucha con espadas. Cuando se sintió listo para ir a las piscinas, empezó por sumergirse en la de agua tibia. Se imaginó la enorme cantidad de líquido que esas termas necesitaban para funcionar, procedentes de los acueductos. El agua de cada espacio de las instalaciones termales debía estar a la temperatura adecuada, esto se lograba a través de un sistema de calefacción subterránea. Era consciente de que debajo del pavimento numerosos esclavos trabajaban para que los usuarios de las termas disfrutaran de un ambiente caldeado. Eran los encargados de mantener encendido el horno subterráneo trabajando a una temperatura, sin duda, insoportable. Lucio pensó cómo unos, en un mismo lugar y a tan poca distancia, viven lujos propios de los dioses y, otros, al límite de lo humanamente soportable.

Luego, inmerso en el agua caliente y con los ojos cerrados, el mundo, Roma, parecía desvanecerse. No pensar, dejarse engullir por el silencio. Sabía que debía abrir los párpados, procurar no aislarse, intentar establecer contactos. Los baños eran una excelente oportunidad para los negocios… Pero este pensamiento se esfumó como sumergido en un vaho denso. Coexistían en su cabeza varios planos de ideas, recuerdos y argumentos constantes, diminutas imágenes fragmentadas, anécdotas, aseveraciones sobre el mundo y la vida, frases desordenadas e invasivas que poco o nada tenían que ver con el tema principal que ahora debería ocuparle (abrir los ojos, establecer contactos…). Frecuentemente estos subargumentos minúsculos y sin importancia alguna se amontonaban como esperando su turno en apretada cola en su cabeza. En otras ocasiones, eran como semillas livianas, coníferas en forma de hélice, que se desprendían suavemente para clavar con su indoloro punzón un pensamiento más, ya fuera parásito o simiente.

—¡Lucio!

Abrió los ojos y vio a un antiguo compañero de estudios. No recordaba su nombre, así que tendría que entablar un diálogo sin hacer mención ni de cómo se llamaba ni de nada concreto de su vida.

—¡Qué suerte haberte encontrado! ¿Cuánto hace que no te veía?

No esperó contestación y siguió su charla gesticulando casi sin mirarlo.

—Ah, qué lejos quedan aquellas épocas en que, siendo jóvenes, habíamos practicado con la pelota, lanzado los aros, montado a caballo y aquellos larguísimos entrenamientos de lucha libre, ¿recuerdas?

Miró alrededor para comprobar si alguien había oído el relato de su pasado que a él le parecía tan viril e intenso, un gesto que no pasó desapercibido a Lucio y que causó, casi de inmediato, su indiferencia.

—Bueno —le interrumpió Lucio viendo que era inútil esperar que terminara de hablar—, sigo frecuentando el gimnasio. Tengo un mentor, Arístides, que siempre ha considerado que, aparte del ejercicio, es necesario cuidar la alimentación y, sobre todo, procurar no coger infecciones.

«Sí —pensó—, este es un buen tema, las infecciones.» Decidió que intentaría recordar lo que sabía de todo ello. Buen truco para aparentar un diálogo y seguir en voz alta con los propios conocimientos y recuerdos.

—¿Infecciones? ¡Qué temas más lúgubres en los que pensar!

—Pues pocas cosas hay más importantes para prevenir las enfermedades. El famoso médico Areteo afirmaba que en la mayoría de las enfermedades resulta lícito pedir a los dioses que se lleven al paciente. Una simple infección puede producirte la muerte por septicemia. Si enfermas, las posibilidades de curarte son mínimas y los remedios pocas veces funcionan: el añil, con el que se pintan de azul el cuerpo los guerreros de Britania, es un útil antiséptico. Arístides también me enseñó que es mucho mejor el vinagre que el vino para desinfectar una herida.

—¿Y para las quemaduras? Los fogones incendiaron la casa de unos parientes, ya sabes que los fuegos son incesantes en Roma… —dijo su interlocutor con evidentes ganas de desviar el tema.

—Si te quemas, usa tanino de uva. Hay resinas de algunos árboles que bajo los vendajes frenan las hemorragias graves. Aunque nada se puede hacer si la quemadura es grande.

—Ya veo… —respondió el otro, mirando a su alrededor por si encontraba a un conocido.

—Con relación a las picaduras infectadas y ulceraciones —insistió Lucio— utiliza siempre calamina. Las semillas de amapola son un poderoso anestésico que puede ayudarte en caso de un fuerte dolor de muelas. También es importante recordar que una mordedura puede infectarte con la rabia, límpiala con vinagre sin perder un segundo y sin miedo amputa la zona mordida, es mucho mejor vivir sin un brazo o una pierna que sentir los espasmos que preceden a la muerte.

—Qué asco… Espero que no me muerda en mi extremidad favorita —alegó su antiguo compañero dirigiendo la mirada a sus genitales y riéndose.

Lucio, con semblante serio, continuó:

—No se ha podido demostrar, pero Lucrecio habla de los gérmenes, pequeñas criaturas imposibles de ver, que se desplazan por el aire y entran en el cuerpo por la boca y la nariz produciendo numerosas enfermedades. Por todo ello, mi maestro siempre me aconsejaba prevenir los males con una vida que aleje las enfermedades, practicando un ejercicio regular y tomando comidas sanas. Las normas son: levántate de la mesa antes de sentirte saciado: no te emborraches nunca. Un hombre ebrio es un espectáculo ridículo y lamentable, y su cabeza, después del alcohol, no piensa con claridad ni aun cuando ya está sobrio. Cuanto más alcohol se toma, más se reblandece el cerebro. No dejes nunca de hacer ejercicio ni de dormir las horas necesarias. Por lo demás, solo puedes pedir ayuda a los dioses. Alcanzar los cuarenta años es una suerte reservada a muy pocos, pero los que lo consiguen han vencido tantas enfermedades y tienen una naturaleza tan fuerte, que serán de los pocos afortunados que llegarán a viejos. Yo ya tengo veintinueve, una edad muy avanzada y sigo vivo, como tú.

—Ya veo, ya veo. Pues yo he venido a las termas porque después de haber disfrutado de una buena puta me apetece limpiarme y relajarme. ¿Recuerdas que después del ejercicio íbamos todos a solicitar sus servicios? —insistió su conocido con una risa amplia y potente que dejó entrever unos dientes mal cuidados. Estaba decidido, esta vez, a cambiar de tema.

—Bueno, la verdad es que yo me retiraba a mis estudios.

—¿No frecuentas a las prostitutas? ¿Qué clase de hombre eres?

—Un hombre corriente, supongo, o eso me gustaría.

—Veamos si de verdad eres tan corriente. Hay demasiadas putas en Roma para privarte de sus placeres. ¡Por todos los dioses! Hay centenares bajo los arcos de los edificios públicos y montones de ellas alrededor de los templos… Veamos. ¿Has probado las bustuariae, que trabajan en los cementerios y dentro de las tumbas?

—Jamás he entendido una mente capaz de excitarse con la muerte.

El silencio dejó la conversación suspendida, Lucio recordaba la larga retahíla de prostitutas en Roma. Las lupae, que fornicaban en cubiles de lobo; las scorta erratica, ofreciendo sus servicios en plena calle, y las diabolariae, las más baratas y desgraciadas.

—Veo que eres un gran experto en infecciones y, en cambio, un perfecto ignorante en mujeres —dijo de repente su antiguo compañero.

Podría haberle contestado, pero no lo hizo. Esta vez fue Lucio el que miró alrededor buscando a alguien conocido para alejarse de aquel tipo, pero la pena se apoderó de él. Las diabolariae eran verdaderas esclavas sexuales. Verlas al pasar, enfermas, hambrientas, sucias, llenas de herpes, clamidia e infecciones le producía una extraña sensación de dureza en el estómago, como si necesitara hacerse de piedra para no sufrir cada vez que las veía. Alguna vez se había preguntado si, en vez de dedicarse a la arquitectura, tendría que haber sido médico, aunque la idea de atenuar una situación endémica sin poder cambiar nada verdaderamente le producía una inmensa sensación de impotencia.

Dio la conversación por terminada: su único deseo era levantarse e irse. No quería soportar más a un tipo cuyo concepto de virilidad no podía ser más diferente de su concepto de hombre. Afortunadamente apareció otro bañista en escena y empezó a hablar con su antiguo compañero. Comentaron vivamente las últimas carreras, cómo uno de los aurigas no logró cortar a tiempo las riendas, al volcar su carruaje, y murió bajo las ruedas de otro competidor, algo habitual y esperado en toda carrera. Aquello les causaba una especie de júbilo acelerado lleno de expresiones superlativas y excitadas. Así era esta ciudad: fama para unos pocos y la muerte, tan fácil y tan cerca, para muchos.

Conversaban animadamente y lo habían dejado de lado. Ahora hablaban de los espectáculos del anfiteatro. «Ojalá se callaran», pensó. El anfiteatro también era un lugar imprescindible para cultivar la «amistad», aunque se trataba de un tipo de amistad que no tenía nada que ver con los ideales aristotélicos de sólidos lazos entre personas nobles. La amistad en Roma consistía en una ponderada mezcla entre la tibia simpatía y los fuertes intereses compartidos. Intereses construidos por favoritismos que implicaban deudas y que eran pagados por nuevos favores que, rápidamente, creaban lazos de mutuo interés y escaso afecto.

Lucio solo fue una vez al anfiteatro, impulsado por su tutor, y el horrible recuerdo de lo que presenció aún le persigue. Desde el primer instante se sintió molesto e indignado por todo: por el sol, por el gentío, por la rigidez de una división social que encontraba arbitraria e injusta: una zona de asientos reservada a los senadores, otra a la clase ecuestre a la que pertenecía su padre, las últimas filas para mujeres y esclavos. Le asqueaba saber que en toda la superficie de su arena hubieran muerto centenares de seres vivos, entre humanos y animales.

De aquel espectáculo recuerda cuando el emperador, para aumentar su popularidad entre el populacho, llevó a la arena las bestias más exóticas y fabulosas que se habían encontrado en la faz de la tierra: avestruces, cocodrilos, leopardos e hipopótamos. De repente, la plebe profirió un grito de admiración cuando los árboles y los animales emergieron del suelo como por arte de magia. Sin duda la arena, aparentemente tan sólida, escondía un tramado de jaulas, rampas y túneles con palancas y contrapesos capaces de hacer surgir aquellas magníficas bestias a las que esperaba un único e idéntico final. El espectáculo representaba una cacería desigual entre decenas de hombres con todo tipo de armas que daban alcance, reducían y mataban los animales. Ninguna de esas bestias tenía la más mínima oportunidad e iban pereciendo bajo los gritos de admiración y asombro de un público sediento de sangre. Lucio, mirando a los pobres animales, les deseaba una muerte rápida, sin una larga y dolorosa agonía, pero ni esto fue posible. Demasiados golpes, lanzas clavadas en espacios no vitales… El espectáculo consistía precisamente en alargar el número, en sacar provecho de la representación de cada muerte cuyo coste solo pagaban las bestias con su infinita agonía.

Ver aquellos animales, antes tan magníficos, muriendo uno tras otro era algo que creía que nunca más habría de presenciar; pero se equivocaba: en el segundo número llegó un nuevo cargamento. En esta ocasión tendrían que luchar unos contra otros: osos contra leones y leones contra elefantes. Lucio acabó por cerrar los ojos y trató de verlos aún libres, pero inmediatamente los imaginó siendo capturados, viviendo las penosas condiciones del viaje hasta llegar a su destino. Abrió los ojos y miró la arena, cubierta de sangre por todas partes, un espectáculo tan voraz que ya había aniquilado especies enteras en ciertas regiones del imperio. Algunos romanos aún podían recordar cuando Nerón había hecho sacrificar en un solo día ochocientos osos y trescientos leones, una desmesura que había despertado el júbilo y la admiración de toda la ciudad.

Pero el horror del anfiteatro aún podía ser más angustioso: llegó el número de los reos, que azuzados con látigos y hierros al rojo vivo, tenían que luchar entre sí hasta la muerte. Un final sin esperanza ya que, aunque uno de ellos ganara, no obtendría la libertad y tendría que enfrentarse a nuevos adversarios hasta que llegara su hora, esa misma tarde.

Se acabó. Ya no podía continuar presenciando todo aquello, no aguantaba ni un minuto más en aquel lugar. Salió del anfiteatro tambaleándose. A la salida, Arístides le preguntó qué le había parecido. Él se limitó a decir:

—No sabía si llorar o vomitar, y esto me ocurría tanto si miraba a la arena como si miraba al público de las gradas.

Arístides le cogió por el hombro amablemente y le dijo:

—No serías ni el primero ni el último joven que se extasía con la visión de la muerte y ya no puede vivir sin ella. La sangre puede ser más adictiva que el vino. Celebro que no seas uno de ellos. Hoy podría haberte perdido por culpa de los juegos.

Se acabó. Los dos amigotes no callaban ni en remojo y seguían hablando del anfiteatro mientras él no se podía concentrar ni en sus pensamientos ni en sus recuerdos. Lo mejor era despedirse e irse. Mientras salía de los baños, observó hasta qué punto estaban adornados. A un lado había numerosas esculturas de dioses, fácilmente identificó a Prometeo, Ganimedes y Orfeo. Las columnas y los mármoles coloreados y los frescos ornamentaban toda la estancia. Había acudido allí para limpiarse, y el aire parecía más cargado aún que en la calle.

Hay quien ha afirmado que no haber visto Roma es comparable a la tragedia de estar ciego, ya que nadie puede decir que ha vivido sin haberlo hecho. En cambio, Lucio estaba seguro de que la verdadera vida era imposible en Roma y solo un ciego no se daría cuenta.

Pero ¿podría vivir sin ver las esmeraldas de minas lejanas, la seda de China, los vidrios de colores y los finos tejidos de Alejandría? ¿Sin las hierbas medicinales de Sicilia, las especies de Arabia…? ¿Podría vivir sin los pergaminos y papiros de las bibliotecas de Roma? Allí también se concentraban los pensadores, los que escribían… Pero ¿y qué? Tenía tanto que leer de los griegos que no le bastarían dos vidas. Pero lejos de Roma no vería aquella explosión de vida, aquella sensación de anonimato, de razas, colores, de tanta gente llegada de todos los rincones de la tierra: árabes, sabeos, sármatas, etíopes… Más de un millón de habitantes. ¿Y qué? Tarquinia estaba suficientemente cerca. Roma sería para él como un amigo que harta si se pasa demasiado tiempo con él y, en cambio, cuando uno se aleja, vuelven las ganas de verle.

Pero ¿acaso no echaría de menos la belleza y profusión de sus fuentes y canales? Aquellas aguas que venían de parajes lejanos, de manantiales recónditos que llegaban hasta Roma por ingeniosos canales subterráneos o arrogantes acueductos de cientos de millas. ¿No era precisamente aquello lo que le hacía sentir una entrañable fascinación? No, tan solo Tarquinia era el lugar de los verdaderos hechizos.

Además, Roma era una ciudad cada vez más cara. Si alquilaba su vivienda, podía obtener unos 4.000 sestercios al año, una verdadera fortuna. Era más barato, confortable y rentable vivir en Tarquinia. Lucio tampoco soportaba los vaivenes de la suerte, algo que lo convertía en un romano atípico: en esta ciudad el rico de repente es pobre, el derroche de un día puede convertirse repentinamente en miseria, la gente se muda de un barrio a otro en función de sus rentas, tan variables como el tiempo. Nada ni nadie es lo que parece, el que ostenta fortuna puede ser un miserable.

Necesitaba recuperar un mundo donde lo que parece sea lo que es. Un lugar más estable, genuino y sereno: su casa.

Lo único que tal vez echaría en falta sería el sonido que le despertaba todas las mañanas: los gritos de «paaaan» al amanecer y la llegada de pastores que traían leche desde los pequeños pueblos de los alrededores. Algunas veces, Lucio impedía a sus esclavos que fueran a comprar pan y leche porque deseaba hacerlo él mismo. Este era el momento en que la ciudad amanecía, y aún se podía disfrutar de su movimiento lento, como el de un gigante desperezándose. Pronto el ritmo se aceleraría y empezaría un compás rítmico, cada vez más apresurado, de gritos, martillos, sierras y carros chirriantes cargados de mármol y troncos de árboles. Siempre demasiado pronto, Roma se desplegaría con todo su ajetreo, hasta llegar al punto en que se encontraba ahora caminando por la ciudad, empujado y sintiendo que nadie puede escapar de un tumulto que se mueve urgentemente hacia ninguna parte.

Así que aquel día, al salir de las termas y caminando apretadamente entre la gente, decidió que Roma no estaba hecha para él. La ciudad de la luz, de las oportunidades y de los sueños se alejaba de su destino. En su lugar aparecía y se acrecentaba su deseo de saber, aprender y conocerse. Cuando su maestro Arístides decidió viajar a Hispania para construir el acueducto de Segovia, a Lucio ya nada le ataba a Roma.

Alguien más importante que Roma le esperaba: él mismo.