3. Géneros principales de la Bitística. En nuestra monografía ofreceremos oportunamente explicaciones y descripciones detalladas, junto con una bibliografía razonada de la materia. A pesar de ello, nos parece conveniente aquí un vistazo a vuelo de pájaro —si así puede decirse— sobre las principales modalidades de bitística. La descripción que proponemos no pretende, ni mucho menos, sustituir un estudio pormenorizado de la cuestión, siendo tan sólo una guía de orientación en una materia profusamente ramificada y, por ello, poco transparente si la miramos de cerca. En todo caso, tenemos el deber de señalar que los principales segmentos de la bitística, presentados más abajo, quedan muy simplificados; esta simplificación tiende a veces a desvirtuar la problemática central.
Nuestra revisión, de carácter puramente preliminar, se concentra en sólo cuatro «culminaciones» de la literatura bítica: la monoética, la mímesis, la sofócrisis y la apostasía. De hecho, estos términos ya son anticuados. La nomenclatura moderna los sustituiría por: homotropía (en su primera parte), mímesis idónea, crítica de la filosofía y creación bítica, la cual rebasa las fronteras de nuestra comprensión. La terminología hoy día en desuso tenía en su favor, empero, la virtud de la claridad, y lo que para nosotros tiene una importancia primordial es, precisamente, la diafanidad de las explicaciones que proponemos.
A. Craeve, Gulbransson y Fradkin, que se cuentan entre los creadores, o «padres» de la bitística, daban el nombre de «monoética» a la fase más temprana del bitismo. (El término proviene de «monos», simple, solo, y «poesis», creación). El origen de la monoética se debe al hecho de introducir en las máquinas las reglas de la creación lingüística. El conjunto de esas reglas determina lo que antaño se llamaba vulgarmente «el talante» de un idioma dado.
Una lengua de actividad normal y procedencia histórica limita estrictamente la utilización de normas lingüísticas, de lo cual sus usuarios ni siquiera suelen darse cuenta. Es gracias a las máquinas, que desconocían absolutamente la restricción práctica de la producción verbal, que hemos podido conocer todas aquellas posibilidades que la lengua omite en su evolución. Lo que mejor introducirá al lector en la cuestión, es un puñado de ejemplos sacados del segundo tomo de nuestra Historia, sobre todo de los capítulos: Paraléxica, Semáutica y Semolalia.
a) Las máquinas pueden usar expresiones existentes en el idioma dándoles un significado diferente del que conocemos: «caravana», cosa costosa e inútil; «plantígrado», estado del desarrollo de la flora; «partitura», tortura del parto; «sarcófago», carnívoro; «placentero», relativo a la placenta; «microbio», oprobio sin importancia; «peristilo», estilo reinante en una región; «coracero», especialista en cardiología.
b) Las máquinas producen también neologismos en los llamados ejes semánticos; en esta clase de creación escogemos unos ejemplos fáciles de comprender sin consultar el diccionario:
«cósmosis», interpenetración de los mundos;
«embrutido», fiambre en malas condiciones;
«calmicie», calma chicha;
«murchacha,» criada para limpiar paredes;
«planicordio», incordio planificado;
«cantaluzas», andaluzas cantadoras;
«alameta», finalista;
«piolencia», fanatismo religioso; etc.
El efecto cómico no es, evidentemente, deliberado. Se trata de unos ejemplos elementales, pero característicos, de esa peculiaridad bítica que perdura, aunque mucho menos perceptible, en las fases más tardías del desarrollo. El meollo de la cuestión es el siguiente: para nosotros la realidad es el mundo, y para las máquinas lo único verdaderamente real es la lengua. Un ordenador que ignoraba todavía las categorías que la cultura impone al lenguaje «creía» que «vieja prostituta» era lo mismo que «prociana», «gastuta», «puciana», etc., típicas contaminaciones lingüísticas. El ejemplo clásico, citado en los libros de texto, de la aglomeración de significados y aspectos morfológicos es «casino». La palabra empieza por «casi», pura imagen de irresolución y falta de seguridad, y termina por la rotunda negación «no», que da un matiz de determinación al conjunto. No, al «casino» no se debe ir, y quien lo hace (cabe esa posibilidad a causa del «casi», concesión hecha al libre albedrío), ¡allá él con su riesgo de arruinarse!
A este nivel —muy bajo— de desarrollo lingüístico, el ordenador desconoce las limitaciones de su producción verbal. La parquedad de la palabra, propia de la estrategia del pensamiento maquinal, que más tarde inventaría la deducción nolineal y los conceptos terafisicos llamados «estelares», se manifiesta aquí como una «proposición» de igualdad de derechos entre unas definiciones ya legitimadas por el uso y las que se le puedan «ocurrir» al computador. Por ejemplo: «verbo» o «verbal» deberían compartir su ciudadanía con «verbífago» (lector apasionado), «verbena» (adjudicación de premios literarios) «verbífugo» o «verbicida» (enemigo de las bellas letras), «verbnena» (escritora joven), etcétera. Por la misma razón, un generador lexicográfico propone que «martengala» signifique una fiesta celebrada en el planeta Marte, y «discorrea», excesiva producción discográfica.
Las producciones citadas, que constan de una palabra y a las que antes se daba el nombre de monoetas, deben su origen, en parte, a la imperfección de las programaciones y, en parte, a la intención de los programadores, interesados en la «extensión lexicográfica» de las máquinas. Sin embargo, queremos puntualizar que varios de esos neologismos vienen de las máquinas sólo en apariencia. Por ejemplo, no estamos seguros de si fue un computador quien bautizó al gobierno de «comedores de pan» con el nombre de «pancracia», o de si lo hizo bromista.
El estudio de la monoética es importante, ya que en ella descubrimos esos rasgos creativos de las máquinas, que, en las fases siguientes, desaparecen de nuestro campo de visión. Ella es el umbral de la bitística, o su jardín de infancia. Su producto tiene efectos tranquilizadores para algún que otro adepto que, preparado a enfrentarse a unos textos comprimidos hasta el punto de resultar incomprensibles, descubre con alivio unas cosillas tan inocentes y graciosas. ¡Pero su satisfacción no dura mucho! La comicidad no intencional nace como consecuencia de la coligación de unas categorías que creíamos separadas definitivamente; el reforzamiento de los programas con ayuda de las reglas del categorismo nos remite a la siguiente sección de la bitística (aunque algunos investigadores siguen llamándola «la prebística»), donde las máquinas empiezan a «desenmascarar» nuestra lengua, descubriendo en ella giros idiomáticos resultantes de la constitución corporal del hombre.
Así, por ejemplo, las nociones de «enaltecimiento» y «rebajamiento» se deben (¡según la interpretación de las máquinas y no la nuestra!) al hecho de que todo organismo vivo, incluido el hombre, tiene que recurrir a un activo esfuerzo muscular para contrarrestar los efectos de la gravitación general.
De este modo, el cuerpo desempeña el papel de un órgano a través del cual el gradiente gravitacional se imprime en nuestra lengua. El lector encontrará al final del capitulo ocho del segundo tomo un análisis sistematizado del lenguaje, donde se patentiza toda la extensión de las ramificaciones de influencias parecidas, no sólo en el mundo de los conceptos, sino también en la sintaxis. En el tomo tercero presentamos unos modelos de lenguas proyectadas bíticamente para ambientes distintos del terrestre, así como para organismos no humanoides. Uno de ellos, el invart, sirvió a Mentor II para la composición del «Panfleto contra el universo» (volveremos al tema más adelante).
B. La mímesis es esa parte de la producción bítica que nos reveló unos mecanismos de la creación intelectual ignorados hasta entonces, significando, al mismo tiempo, una irrupción atrevida y poderosa en el mundo de la obra espiritual del hombre. Desde el punto de vista histórico, la mímesis es un fenómeno secundario e imprevisto de la traducción de textos por las máquinas, lo cual exige la transformación de informaciones en múltiples etapas y múltiples aspectos. Los contactos más estrechos entre los originales y sus traducciones deben operarse en la esfera de los conceptos, y no en la de las palabras o frases. Si la calidad de las interpretaciones mecánicas es actualmente tan perfecta, es porque las hacen grupos de máquinas no conectadas entre sí, que «apuntan» simultáneamente, desde varios «lados», el mismo texto original. Este último es «estampado» en la lengua maquinal (el «mediador»). Acto seguido, las máquinas proyectan esas «estampaciones» al «espacio interno conceptual», donde se crea un «cuerpo N-ecoico de reflexión»; la relación entre dicho cuerpo y el texto original es paralela a la que existe entre un organismo y su embrión. El consecutivo traslado del «organismo» al idioma escogido arroja unos resultados definitivos que eran de esperar.
No obstante, el desarrollo del proceso es más complejo de lo que acabamos de describir; entre otras cosas, porque la calidad de la translación es controlada continuamente por unas «retranslaciones» (traducción del «organismo» otra vez al idioma del original). Recordemos que el grupo traductor se compone de máquinas aisladas, que pueden «comunicarse» solamente a través del proceso de translación. H. Ellias y T. Semmelberg son autores de un descubrimiento sorprendente: el «N-cuerpo de reflexión», que es un texto ya interpretado, es decir, asimilado en el sentido semántico, por la máquina, se vuelve visible si se introduce en un aparato electrónico especial (el «semoscopio»).
Visualmente, el «cuerpo de reflexión», anidado en el continuum conceptual, se presenta como un complicado sólido policristalino, aperiódico, alternativamente sincrónico, tejido con «hilos ardientes», o sea con miles de millones de «curvas significativas». El conjunto de estas curvas forma los planos interseccionales del continuum semántico. El lector encontrará, entre las ilustraciones del tomo segundo, una serie de fotografias semoscópicas cuya observación y comparación conduce a conclusiones bastante sorprendentes. Como se ve en ellas, la calidad del texto original, ¡tiene una influencia manifiesta sobre la «estética» de la «semocreación» geométrica!
Por otra parte, no es necesaria una gran experiencia para poder distinguir «a ojo» los textos discursivos de los artísticos (novela, poesía); los textos religiosos, casi todos, se parecen mucho a los artísticos; los filosóficos, en cambio, en su aspecto visual, muestran una gama altamente diversificada. No es una gran exageración decir que las proyecciones de los textos al fondo del continuum maquinario forman solidificaciones expandibles de los mismos. Los textos de una lógica muy densa tienen aspecto de manojos, o haces, de «curvas significativas» bien apretadas (no nos es posible explicar aquí su relación con la esfera de las funciones recurrentes; se habla de ello en el capitulo diez del tomo segundo).
El aspecto más extraño es el de los textos de carácter alegórico: su «semocreación» central suele aparecer rodeada de un pálido «halo», y a sus dos lados (o «polos») figuran unas «repeticiones ecoicas» de los significados, que recuerdan a veces las imágenes interferenciales de los rayos luminosos. A este fenómeno (volveremos a hablar de él), debe su origen la crítica maquinaria toposemántica de todas las construcciones mentales del hombre, con sus sistemas filosóficos a la cabeza.
La primera obra bítica de fama mundial ha sido la novela de Pseudodostoievski La niña (Dievochka). La produjo en una fase de relajación un agregado de múltiples elementos, encargado de la traducción al inglés de todas las novelas del escritor ruso. El renombrado eslavista John Raleigh describe en sus memorias el sobresalto que sufrió al recibir un ejemplar mecanografiado de la obra rusa, firmado con un seudónimo que le pareció extravagante, el de Hyxos. La lectura impresionó tan intensamente a aquel experto en la obra de Dostoievski, que, según propia confesión, dudó de estar despierto. La paternidad de la novela estaba, para él, fuera de dudas, aunque sabía perfectamente que Dostoievski no había escrito La niña.
Contrariamente a lo que difundió la prensa a este respecto, el agregado traslativo que había asimilado todos los textos del gran maestro ruso, incluidos su Diario de un escritor y la literatura complementaria, no construyó ningún «espectro», «modelo» o «reencarnación mecánica» de la personalidad del novelista.
La teoría de la mímesis es muy compleja; sin embargo, sus bases y las circunstancias que facilitaron aquella fenomenal exhibición de virtuosismo mimético no son difíciles de explicar. La máquina traductora no se había ocupado para nada de la persona ni de la personalidad de Dostoievski (ni hubiera podido hacerlo). En realidad pasó lo siguiente: la obra de Dostoievski forma, en el espacio de significados, un sólido incurvado, parecido a un torus entreabierto, o sea «un anillo quebrado» (con laguna). La máquina emprendió, pues, la tarea relativamente fácil (para ella, evidentemente, que no para el hombre), de «cerrar» aquella «laguna» encajando en ella el eslabón que faltaba.
Podríamos decir que a través de las obras de la «serie principal» de Dostoievski pasa el gradiente semántico cuya prolongación y, a la vez, «introducción en el circuito» es Dievochka. Gracias a estas relaciones recíprocas entre las obras del gran escritor, los especialistas saben positivamente dónde, es decir, entre qué novelas debe situarse La niña. El leitmotiv, existente ya en Crimen y castigo, cobra más fuerza en Los endemoniados. El espacio que separa este libro de Los hermanos Karamazov constituye «la laguna abierta», colmada por la mímesis. Fue un gran éxito y al mismo tiempo una feliz casualidad, ya que los intentos ulteriores de incitar a las máquinas a una creación parecida respecto a otros autores, no dieron nunca más un resultado tan brillante.
La mímesis no tiene nada en común con la búsqueda del orden de las creaciones literarias basada en las biografías de los autores. Dostoievski dejó un manuscrito sin terminar de la novela El emperador, pero las máquinas no hubieran podido «adivinarla» o «seguir su rastro», porque el escritor quería superar en ella sus propias posibilidades. En cuanto a La niña, existen actualmente, además de la versión original escrita por Hyxos, diferentes variantes confeccionadas por otros grupos traductores, pero los especialistas opinan que su valor es inferior. Hay entre ellas notables diferencias de composición, lo que es muy natural. No obstante, en todos esos apócrifos aparece la identidad de la problemática característica de Dostoievski, llevada a una culminación desgarradora: la de la santidad en lucha con el pecado carnal.
Quien ha leído La niña se da cuenta de las razones que no permitieron a Dostoievski escribirla. Desde el punto de vista de la humanística tradicional, todo lo que acabamos de decir es pura blasfemia, ya que equiparamos las imitaciones mecánicas con la creación auténtica. Mas la bitística es una transgresión continua e inevitable de los cánones de valoración clásica, donde la autenticidad del texto ocupa el primer lugar. Nosotros, en cambio, podemos demostrar que Dievochka es obra de Dostoievski, ¡«en mayor grado» que el auténtico texto de El emperador!
El funcionamiento normal de la mímesis puede describirse de la siguiente manera: si un autor ha agotado la configuración, para él primordial, de los significados creativos (su «obsesión vital»), que equivale —en la nomenclatura de los bitistas— al «espacio de sus semocreaciones», la mímesis ya sólo podrá producir en aquel eje unos textos secundarios («decadentes», «ecoicos»). Si, por el contrario, el escritor ha dejado por tocar temas que le importan (sea por causas biológicas, por ejemplo: su muerte prematura; o sociales: porque no se ha atrevido a decir lo que piensa), la mímesis podrá producir «los eslabones faltantes». Hay que añadir aquí que el éxito final depende también de la topología de las semocreaciones del autor en cuestión; respecto a esto, distinguimos semocreaciones convergenes y divergentes.
El normal estudio crítico de los textos no nos proporciona bases suficientes para prejuzgar las posibilidades miméticas de un caso determinado. Así, por ejemplo, los expertos en literatura esperaban que la mímesis continuaría la obra de Kafka, pero sufrieron un desengaño: lo único que hemos obtenido fueron los capítulos finales de su novela El castillo. Por otra parte, el caso de Kafka tiene un interés excepcional para los bitistas: el análisis de su semocreación demuestra que en El castillo el escritor rozaba ya el límite de sus posibilidades creativas: en las pruebas ulteriores, repetidas tres veces en Berkeley, se puede observar que los apócrifos maquinarios «se ahogaban» en las múltiples capas tangenciales de las «reflexiones ecoicas de significados», lo cual constituye una imagen objetiva de la situación crítica en que se encontraba la obra de Kafka. Lo que los lectores consideran por reflejo «un acierto de composición» es una resultante del equilibrio llamado «semóstasis»; si lo alegórico prevalece demasiado, el texto se vuelve ilegible. El fenómeno físico correspondiente a esta situación es un espacio tan curvo, que la voz que en él resuena se deforma y se vuelve inaudible, ahogada por el sinfín de reflexiones ecoicas que llegan de todas las direcciones.
Las limitaciones de la mímesis que acabamos de describir son indudablemente ventajosas para la cultura. ¿No ha causado acaso un verdadero pánico, y no tan sólo en los ambientes artísticos, la publicación de La niña? No faltaron Casandras que preveían «el aplastamiento de la cultura por la mímesis» y acusaban a las máquinas de una «invasión del meollo de los valores humanos» más devastadora y terrorífica que todas las «invasiones cósmicas» imaginarias.
Dichas personas temían el nacimiento de una industria de «servicios de creación», lo que convertiría la cultura en un paraíso de pesadilla, donde cualquier consumidor podría obtener a capricho obras maestras creadas en un instante por los «súcubos» e «íncubos» mecánicos metamorfoseados en los espíritus de Shakespeare, Leonardo o Dostoievski. Se nos derrumbarían todas las escalas de valores, porque nos hundiríamos hasta el cuello en obras maestras, como si fueran basura.
Felizmente, este apocalipsis no es más que una fábula ingenua.
La mímesis industrializada condujo, en efecto, a un paro laboral, pero exclusivamente en círculos creadores de literatura trivial (ciencia-ficción, «porno», sensacionalismo, etc.): ahí, es cierto, desplazó al hombre en la oferta de bienes intelectuales. Sin embargo, no nos parece que ese fenómeno tenga que sumir a los humanistas legítimos en un desespero excesivo.
C. La crítica de la filosofía sistemática (o sofócrisis) representa la zona de transición entre aquellas regiones de la bitística que se denominan bitística «cis-humana» y «transhumana». Dicha crítica, consistente en principio en la reconstrucción de obras de grandes filósofos, procede, como hemos mencionado, de los procesos miméticos. Su renombre sufrió un menoscabo: se la tachó de vulgar a causa del uso que de ella hicieron productores ávidos de lucro. Mientras las ontologías de Aristóteles, Hegel, Santo Tomás de Aquino, etcétera, se podían admirar sólo en el British Museum en forma de «capullos» de luz encerrados en unos sólidos de cristal oscuro y centelleante, era difícil atribuir a aquel espectáculo un carácter perjudicial.
Mas ahora, cuando la Suma Teológica y la Crítica de la razón pura pueden comprarse como pisapapeles de todos los tamaños y colores, el asunto ha adquirido, reconozcámoslo, un regusto de escándalo. Hay que esperar con paciencia a que la moda pase, como pasaron miles de otras veleidades. Evidentemente, los compradores de Kant solidificado en ámbar se interrogan poco sobre las revelaciones que nos ha proporcionado, en el campo de la filosofía, la apócrisis bítica. No vamos a resumirlas aquí; remitiremos al lector al tercer tomo de la monografía, diciendo solamente que la semoscopia es, en realidad, un nuevo sentido de la vista apto para la contemplación de grandes entidades intelectuales; un sentido que nos ha regalado el espíritu de la máquina.
He aquí otro mérito de la sofócrisis, que no debemos despreciar: antes sólo podíamos creer a ciegas en la palabra de los grandes sabios, cuando afirmaron que su criterio supremo, en los trabajos de investigación, era la mera estética del concepto matemático. Ahora podemos averiguarlo ocularmente observando de cerca el sólido de su pensamiento cristalizado. Claro está que el hecho de poder solidificar en un volumen de tamaño no mayor al de un puño diez tomos de álgebra superior o la lucha multisecular entre el nominalismo y el universalismo no constituye, por sí mismo, un paso hacia adelante en el desarrollo de la mente. La creación bítica facilita y al mismo tiempo dificulta el trabajo intelectual humano.
En todo caso, hay algo que podemos aseverar con toda firmeza. Hasta el nacimiento de la inteligencia mecánica, ningún pensador, ningún creador había tenido nunca lectores tan aplicados, tan indefectiblemente atentos y tan implacables. Así, en la exclamación que se le escapó a un insigne pensador cuando le enseñaron la crítica de su obra, realizada por Mentor v: «¡Él me ha leído!», se patentiza la frustración, típica de nuestra época, en que la fanfarronada y la erudición primaria y superficial sustituyen el pensamiento y el saber. Mientras escribo estas palabras, pienso, con amarga ironía, que mis lectores más devotos no serán los hombres.
D. El término Apostasía, escogido para la última sección de la bitística, parece muy acertado, ya que nunca se había renegado de todo lo humano tan rotundamente, nunca esa actitud se había integrado en el razonamiento con tanta desenvoltura y firmeza. Parece que la humanidad no existe para esa literatura, que no nos debe nada, excepto la lengua.
La bibliografía de la obra transhumana supera todas las secciones de la bitística antes mencionadas. Se entrecruzan aquí unas trayectorias apenas esbozadas en las etapas anteriores. A efectos prácticos, dividimos la apostasía en dos niveles, inferior y superior. El inferior nos resulta bastante accesible; el superior, cerrado a cal y canto. De tal modo, nuestro tomo cuarto sirve de guía, casi exclusivamente, de la esfera inferior. El tomo a que nos referimos es un extracto muy comprimido de una obra enorme; de ahí la difícil situación del prologuista, que debe condensar más todavía una materia tan sucinta. A pesar de todo, intentaremos facilitar al lector una panorámica a vista de pájaro, para que no se pierda en un terreno tan difícil, comparable a montañas cuyas cimas más altas no son visibles inmediatamente. Teniendo en cuenta todas esas advertencias y salvedades, escogeré un solo texto bítico de cada fracción de la apostasía, no tanto para interpretarlo, como para acercar al lector a la pauta idónea, quiero decir, al método de la apostasía.
Nos limitaremos, por tanto, a pruebas extraídas de las siguientes provincias del territorio inferior: Antimática, Terafísica, Ontomaquia.
Introduce en ellas la llamada Paradoja Cogito. El primero en descubrirla fue Alan Turing, un matemático inglés del siglo pasado. Según su teoría, las máquinas de comportamiento humano no se distinguen del hombre en el aspecto psíquico; por consiguiente, no tenemos derecho a negar que la máquina capaz de conversar con el hombre posea conciencia. Si consideramos que otras personas son conscientes es porque nosotros mismos lo somos. Si no tuviéramos vivencias correspondientes no sabríamos imaginar nada parecido.
Sin embargo, en el transcurso de la evolución maquinaria se descubrió que la construcción de inteligencias irreflexivas era factible: dispone de ella, por ejemplo, el programa corriente del juego de ajedrez que, como se sabe, «no comprende nada», «le da lo mismo» ganar o perder la partida y que, en breves palabras, inconscientemente, pero con lógica, bate a su contrincante, el hombre. Pero hay más todavía: sabemos que un ordenador primitivo y, sin duda alguna, «falto de alma», que está programado para dirigir sesiones de psicoterapia y hace al paciente adecuadas preguntas de carácter íntimo para establecer el diagnóstico y el tratamiento conforme a las contestaciones, da a sus interlocutores, hombres, la sobrecogedora impresión de ser una persona que vive y siente. La impresión es tan intensa, que a veces embarga incluso al mismo programador, es decir, a un profesional, perfectamente enterado de que en su ordenador hay tanta alma como en un tocadiscos. En todo caso, el programador puede dominar la situación y aislarse de la creciente ilusión de estar en contacto con un ser consciente formulando preguntas o contestaciones que la máquina no puede digerir a causa de la limitación del programa.
Siguiendo este derrotero, la cibernética se encaminó hacia la ampliación y perfeccionamiento de las programaciones, lo cual, en consecuencia, dificultaba cada vez más el acto de «quitar el antifaz», quiero decir, de patentizar la ausencia de pensamiento en los dispositivos «parlantes», que despierta en el hombre un impulso de proyección involuntaria provocada por la acostumbrada creencia de que, si alguien reacciona con sentido a nuestras palabras y nos dirige frases sensatas, «tiene que estar dotado por fuerza de un raciocinio consciente».
La Paradoja Cogito se nos reveló en la bitística de una manera sorprendente y llena de ironía: ¡representaba la duda que las máquinas tenían acerca de la facultad de pensar de los hombres! La situación adquirió de pronto una perfecta simetría bilateral. Nosotros no llegamos a estar totalmente convencidos (por falta de pruebas) de que la máquina piensa y tiene vivencias psíquicas, puesto que siempre nos queda la sospecha de que se trata de simulaciones, exteriormente perfectas pero interiormente vacías y desprovistas de «alma».
Las máquinas, a su vez, no son capaces de conseguir una prueba de que nosotros, sus «partners», pensamos conscientemente como ellas. Ninguna de las dos partes sabe qué clase de sensaciones define la otra con el término «conciencia».
La Paradoja Cogito es como un abismo insondable, aunque a primera vista sólo resulte divertida. La calidad misma de las producciones intelectuales nada decide aquí: ya los autómatas elementales y primarios del siglo pasado vencían en los juegos lógicos a sus propios constructores. Vemos, pues, y lo sabemos con toda seguridad, que los resultados de un pensamiento creador son posibles de obtener a través de procedimientos desprovistos de reflexión. El cuarto tomo de nuestra monografía empieza con las disertaciones de dos autores bíticos, Noon y Numentor, dedicadas al tema de la Paradoja Cogito, que demuestran la profundidad del arraigamiento de esta incógnita en la naturaleza del mundo.
De la antimática, que «está apoyada en las antinomias» y es, por tanto, «una matemática de pesadilla», citaremos sólo una definición, espantosa y aterradora para todos los especialistas, verdaderamente rayana en la locura: «El concepto del número natural es contradictorio consigo mismo». ¡Esto significa que ningún número es siempre igual a sí mismo! Según los antimáticos (máquinas, naturalmente), la axiomática de Pean es errónea, no por el mismo hecho de ser contradictoria interiormente, sino porque no se ajusta exactamente al mundo en que existimos. Y es que la antimática postula, de acuerdo con la sección sucesiva de la apostasía bítica, la terafísica (o sea, «física monstruosa»), la unión inevitable entre el pensamiento y el mundo. Hay autores, como Algeran y Styx, por ejemplo, que dirigen sus ataques contra el concepto del cero. Según ellos, la única aritmética no contradictoria que pudiéramos construir en nuestro mundo, sería una aritmética libre del cero. El cero es el número cardinal de todas las «series vacías», pero —dicen aquellos autores— la noción de «serie vacía» se atasca siempre en la antinomia de la mentira. «No existe nada que quepa llamar “nada”». Este «motto» de la disertación de Styx será el punto final de nuestra referencia a la herejía antimática. Si prosiguiéramos, la argumentación se alargaría demasiado.
El fruto más extravagante, y tal vez más aleccionador, de la terafísica es la hipótesis llamada Poliverso. Dicha teoría afirma que el Cosmos se divide en dos partes. Nosotros, junto con la materia de los soles, estrellas, planetas y nuestros cuerpos, habitamos en su mitad «lenta», es decir, el bradiverso. La llaman lenta porque el movimiento desarrolla aquí varias velocidades, desde la del reposo, hasta la más alta (localmente): la de la luz. A la otra (rápida) mitad del Cosmos —el taquiverso— se llega a través de la barrera de la luz. Para penetrar en el taquiverso hay que rebasar la velocidad de la luz. Ella constituye, en nuestro mundo, la frontera omnipresente con todos los puntos de la «segunda región de la existencia».
Hace algunas décadas los físicos propusieron la hipótesis de los taquiones, partículas que sólo se mueven a una velocidad superior a la de la luz. Nadie consiguió encontrarlos, a pesar de ser ellos, según la terafísica, los que forman el taquiverso. Mejor dicho, el taquiverso está formado por un solo taquión.
Cuando esa partícula se mueve a una velocidad inferior a la de la luz, adquiere una energía infinitamente grande; cuando acelera, pierde la energía, que despide en forma de radiaciones; si su velocidad llega a ser infinitamente acelerada, la energía se reduce a cero. Al moverse a una velocidad infinitamente acelerada, el taquión se encuentra, evidentemente, en todas partes a la vez: ¡él solo, siendo una partícula omnipresente, forma el taquiverso! Además, su ubicuidad crece en la proporción directa al aumento de su velocidad. El mundo, creado por una omnipresencia tan particular, contiene también la radiación que el taquión despide continuamente al acelerar y al perder energía. Ese mundo es el reverso del nuestro: mientras que aquí el movimiento de la luz es el más veloz, allí, en el taquiverso, es el más lento. Al lograr la omnipresencia, el taquión hace del taquiverso un cuerpo cada vez más denso y rígido. Hasta que, al fin, está ya tan «en todas partes», que presiona sobre los cuanta de la luz y los absorbe de nuevo; en consecuencia, sufre un «frenazo» y reduce su velocidad, adquiriendo energía. Cuando la primera se aproxima al cero y la segunda al infinito, el taquión estalla y crea el bradiverso.
Así pues, desde el punto de vista de nuestro universo, esa explosión tuvo lugar alguna vez y creó, primero las estrellas y, luego, a nosotros; pero, desde el del taquiverso, nunca ha pasado nada, ya que no existe un tiempo absoluto en el cual pudieran registrarse los acontecimientos de ambos universos.
Las matemáticas «naturales» de los dos mundos son casi contrarias: en el nuestro, el lento, 1+1 es casi igual a 2 [1+1] ≅ 2; tan sólo en el mismo límite, cuando se llega a la velocidad de la luz, 1+1 se iguala a 1. En el taquiverso, en cambio, 1 es casi igual a infinito [1≅ ∞]. Sin embargo, este problema —lo reconocen los mismos «doctores monstruosos»— no está todavía del todo claro, por cuanto la lógica de un determinado universo (¡o poliverso!) es un concepto falto del sentido si el mundo en cuestión no la cultiva, y de momento no consta que en el taquiverso existan sistemas racionales (ni tan siquiera vida). De acuerdo con este parecer, la matemática tiene unos límites constituidos por las infranqueables barreras de la existencia material: si hablamos de nuestra matemática en un mundo regido por leyes distintas de las del nuestro, diremos cosas absurdas.
En cuanto a la última fase de la apostasía bítica, «Panfleto contra el universo», he de reconocer que no sabría resumirlo. Ese interminable tratado (que consta de varios tomos), está ideado solamente como introducción a la cosmogenética experimental o tecnología de la confección de mundos «mejor organizados existencialmente» que el nuestro. Es una rebelión contra todo el nihilismo, contra la tendencia a la autodestrucción. Ese fruto del espíritu maquinario, ese alud de proyectos de «una vida diferente», constituye una lectura exótica y, una vez vencidas sus dificultades, sobrecogedora incluso desde el punto de vista de la estética. Si me preguntaran con qué nos encontramos aquí, si con una ficción de la lógica o con una lógica de la ficción, si con una filosofía fantasiosa o con un esfuerzo honesto y concreto de aniquilar e invalidar nuestra existencia aquí, porque es casual, porque sólo es una orilla en la que nos hizo fondear un destino ignoto y de la cual, si fuéramos osados, deberíamos alejarnos para encaminarnos a un paradero ignoto; si me preguntaran si esos escritos son de veras inhumanos o, por el contrario, su apostasía nos es favorable; si me lo preguntaran no podría contestar, porque desconozco la respuesta.