En lo futuro el historiador plasmará probablemente el modelo más característico de nuestra cultura escogiendo como ejemplo dos explosiones que se interpenetran. Los aludes de productos industriales, lanzados mecánicamente al mercado, entran en contacto con los compradores en unas circunstancias tan fortuitas como las leyes que rigen las colisiones de las moléculas de gas; nadie sabe cuáles y cuántos son los productos con que se nos inunda. Y puesto que donde más fácil resulta perderse es entre las multitudes, los empresarios de la cultura, que imprimen todo lo que los escritores les traen, viven convencidos —es una convicción agradable aunque errónea— de que salvan de la quema toda obra de valor. Tal o cual libro es digno de atención, así lo estima el profesional correspondiente, el cual elimina de su campo de visión todo lo ajeno a su especialidad. Esta operación eliminatoria es un reflejo de autodefensa en todo experto: si fuese menos inflexible, se ahogaría en un diluvio de papel. Pero, en consecuencia, todo lo que por su novedad constituye un reto a los principios de la clasificación, está amenazado de mudez, equivalente a la muerte civil. El libro que aquí les presento se encuentra, precisamente, en tierra de nadie. Es, tal vez, un engendro de la locura (en este caso se trataría de una locura de método muy exacto) o, tal vez, un producto de la perfidia pseudopsicológica, una perfidia poco eficaz, ya que el libro no es fácil de vender. El sentido común, junto con las prisas, aconsejarían guardar silencio acerca de una extravagancia semejante. Sin embargo, la obra denota, a pesar de lo aburrido de su estilo, un espíritu de herejía poco común que cautiva. Las bibliografías la encuadran en la Ciencia-Ficción, pero esa región de la literatura ha pasado ya a convertirse en un vertedero de toda clase de rarezas y mediocridades desechadas de esferas más serias. Si Platón publicara hoy día su República y Darwin su Origen de las especies con la etiqueta de «Literatura Fantástica», ambas obras llegarían probablemente a la calle y, leídas por todos, y por tanto no percibidas por nadie, confundidas con la charlatanería sensacionalista, no pesarían en el desarrollo del pensamiento.
El libro de R. Gulliver se ocupa de las bacterias; sin embargo, ningún bacteriólogo lo tomará en serio. Propone una lingüística que erizaría el pelo a cualquier lingüista. Esboza una futurología que contradice lo establecido por sus representantes profesionales. Es precisamente por esa razón que el libro —una especie de proscrito de todas las disciplinas científicas— ha de descender al nivel de la Ciencia-Ficción y desempeñar ese papel aun sin contar con los lectores, ya que no narra nada que sacie la sed de aventuras.
No estoy seguro de saber valorar adecuadamente la «Erúntica», pero creo que tampoco encontraría un prologuista competente en ella. De modo que usurpo esa función porque me siento intranquilo: ¿quién sabe cuánta verdad se oculta en medio de ese monumento de descaro? Hojeado someramente, el libro parece ser un manual científico; no obstante, es un cúmulo de excentricidades. No se puede tomar tampoco como fantasía literaria, porque carece de todo contenido artístico. Si describe la verdad, esa verdad suya contradice casi toda la ciencia contemporánea. Si miente, sus mentiras tienen una dimensión gigantesca.
Según aclaración del autor, la erúntica («Die Eruntizitatslehre», «Eruntics», «Eruntique»: el nombre proviene de «erunt» = «serán», 3a persona del plural del futuro de «esse») no se propone ser una variante de la prognóstica o futurología.
No se puede aprender, porque nadie conoce las reglas de su funcionamiento. Tampoco sirve para ayudarnos a prever cosas que nos interesan. No es una «ciencia oculta», al estilo de la astrología o dianética, ni una disciplina ortodoxa de ciencias naturales. En consecuencia, se trata aquí verdaderamente de un fenómeno condenado a destierro «en todos los mundos».
Reginald Gulliver se presenta al lector en el primer capítulo como filósofo-diletante y bacteriólogo «amateur» que un buen día, hace dieciocho años, tomó la decisión de enseñar a las bacterias la lengua inglesa. El impulso se debió a una casualidad. El día crítico el autor estaba sacando del termostato unas cápsulas de Petri, esos pequeños recipientes planos, de cristal, donde las bacterias se cultivan in vitro sobre gelatina agar-agar. Hasta entonces, dice, la bacteriología era para él sólo una distracción, se dedicaba a ella como hobby, sin pretensiones ni esperanzas de hacer ningún descubrimiento. Simplemente, le gustaba, así lo declara, observar la multiplicación de los microbios en su lecho de agar: le admiraba la «sagacidad» de aquellas «plantitas invisibles» que formaban sobre un substrato turbio colonias del grosor de una cabeza de alfiler. Para comprobar la eficacia de los productos antibacterianos, se los deposita sobre el agar con ayuda de una pipeta o un trocito de algodón; allí donde los antibióticos manifiestan su acción, el agar queda libre de colonias bacterianas. Como hacen a veces los ayudantes de laboratorio, R. Gulliver mojó un algodoncito en el antibiótico y con él escribió sobre el fondo liso de agar-agar la palabra «Yes». La inscripción, de momento invisible, se percibía claramente al día siguiente, ya que las bacterias, multiplicándose intensamente, habían recubierto todo el agar con los puntitos de sus colonias, salvo en la huella dejada por el algodoncito que había servido de pluma. Fue entonces, afirma R. Gulliver, cuando se le ocurrió por primera vez que ese proceso podía ser «reversible».
La inscripción se hizo visible porque estaba libre de bacterias. E inversamente, si los microbios se dispusieran en forma de letras, escribirían, y por tanto se expresarían, en un lenguaje. La idea era tentadora, pero al mismo tiempo, reconoce el autor, totalmente falta de sentido. Fue él mismo quien había escrito sobre el agar la palabra «Yes», las bacterias la «revelaron» solamente porque no podían multiplicarse en esa zona. Pero a partir de ese momento la idea ya no le dejó en paz. Y al octavo día puso manos a la obra.
Las bacterias carecen por completo de pensamiento, siendo, por tanto y sin duda alguna, irracionales. No obstante, su situación en el seno de la naturaleza las convierte en unos químicos extraordinarios. Los microbios patógenos aprendieron a vencer los obstáculos del cuerpo y de las defensas orgánicas de los animales cientos de millones de años atrás. Lo podemos comprender tomando en cuenta que no hicieron otra cosa durante siglos y siglos; dispusieron, pues, de tiempo suficiente para infiltrar sus quimismos, agresivos aunque ciegos, en las murallas de defensa de la albúmina con que se acorazan los macroorganismos. Cuando en la palestra de la vida apareció el hombre, le ataron a él también y le infligieron durante los milenios de la civilización unos sufrimientos que terminaban a veces, en las famosas epidemias, con la muerte de colectividades enteras. Hace apenas ochenta años que el hombre ha pasado a un contraataque más fuerte, movilizando contra las bacterias el ejército de sus medios bélicos —los venenos sintéticos— que paralizan los procesos vitales del enemigo. En este lapso tan corto ha confeccionado más de cuarenta y ocho mil armas químicas antibacterianas, sintetizadas tan ingeniosamente que pueden atacar al microbio en los puntos más sensibles, más neurálgicos, de su metabolismo, crecimiento y multiplicación. Lo hizo con la fe de poder barrer pronto de la superficie terrestre todos los miasmas patógenos, pero no tardó en comprobar con asombro que, deteniendo las expansiones de los microbios —llamadas epidemias— no había liquidado al cien por cien ni una sóla enfermedad. Las bacterias resultaron ser un adversario mejor preparado de lo que imaginaran los creadores de la quimioterapia farmacéutica. Sean cuales fueren los preparados de laboratorio usados por el hombre, ellas, tras las hecatombes sufridas en aquella lucha, al parecer desigual, no tardaron en adaptar los venenos a sí mismas, o bien en adaptarse a sí mismas a los venenos, logrando así un movimiento de resistencia.
La ciencia no sabe exactamente cómo lo hacen, y lo que sabe le parece inverosímil. Indudablemente, las bacterias no disponen de un saber teórico en el campo de la química o la inmunología. No pueden efectuar experimentos ni celebrar consejos estratégicos; no tienen la capacidad de prever hoy qué dirigirá el hombre contra ellas el día de mañana; sin embargo, y a pesar de su situación de desventaja bélica, se las arreglan de algún modo. Cuanto más saber y experiencia adquiere la medicina, menos esperanza tiene de limpiar la tierra de microbios. Por cierto, las bacterias deben su invencible vida a las mutaciones. Olvidemos, empero, las tácticas creadas por las bacterias ante el peligro. Sea como fuere, actúan, inconscientemente, a la manera de laboratorios microscópicos. Las razas nuevas adquieren resistencia gracias tan sólo a las mutaciones de su herencia, que se operan conforme al principio de la casualidad. Si el fenómeno se refiriera al hombre, le correspondería, más o menos, el cuadro siguiente: Un enemigo desconocido prepara no sabemos qué medios letales, sirviéndose de unos conocimientos científicos que ignoramos, para lanzar contra la humanidad un alud de ellos, y nosotros, a la busca desesperada de un antídoto y abocados a un aniquilamiento total, decidimos que la mejor estrategia defensiva consiste en sacar de un sombrero páginas arrancadas de una enciclopedia técnica, con la esperanza de encontrar en una de ellas la fórmula de una sustancia salvavidas. Es de suponer que la raza que recurriera a ese procedimiento para vencer un peligro mortal, se extinguiría hasta el último de sus individuos antes de lograr un propósito basado en las leyes de la lotería.
Así y todo, en el caso de las bacterias ese método funciona. ¿De qué modo? No se puede ni hablar de que su memoria genética tenga inscritas de antemano todas las estructuras posibles de los cuerpos químicos perniciosos sintetizables. ¡Los compuestos de esta clase son más numerosos que las estrellas y los átomos del universo entero! Por otra parte, el reducidísimo dispositivo de la herencia bacteriana ni siquiera tendría cabida para la información relativa a esos cuarenta y ocho mil específicos utilizados hasta ahora por el hombre en su lucha contra los microbios. Hay en todo esto, empero, una cosa cierta e irrefutable: los conocimientos químicos de las bacterias, aunque meramente «prácticos», siguen superando la alta ciencia teórica de los humanos.
Si es así, si las bacterias disponen de tanta sabiduría, ¿por qué no podríamos utilizarlas para fines enteramente nuevos? Desde el punto de vista objetivo, queda muy claro que el hecho de escribir unas palabras en inglés constituye un problema mucho más sencillo que el de elaborar incontables tácticas de defensa contra los innumerables tóxicos y venenos. Los medios antibacterianos son fruto de la inmensidad del saber moderno con sus bibliotecas y laboratorios, sus científicos y sus ordenadores, ¡y todo ese poderío no es aún suficiente para acabar con unas «plantitas» invisibles! De modo, pues, que sólo queda un quid por resolver: ¿Cómo obligar a las bacterias al estudio del inglés, cómo convertir el dominio del idioma en una condición imprescindible de supervivencia? Hay que crear una circunstancia con dos y sólo dos soluciones: o aprendéis a escribir, o moriréis.
Reginald Gulliver afirma que, en principio, existe la posibilidad de enseñar a un Estafilococus aureus o a una Escherichia coli la misma manera de escribir de que nosotros nos servimos normalmente, pero que es un método enormemente trabajoso y erizado de un sinfín de escollos. Mucho más sencillo es enseñarles el uso del alfabeto Morse, compuesto por puntos y rayas, tanto más estando ya en su naturaleza lo de formar puntos: cada colonia no es otra cosa que un punto. Y cuatro puntos, colocados en un eje, darán una raya. ¡A ver si no es fácil!
Tales eran los conceptos e inspiraciones de Reginald Gulliver, cuyo enunciado parece lo suficientemente disparatado para que cualquier profesional, al terminar la lectura de este párrafo, tiré el libro al suelo. Pero nosotros, que no somos especialistas, podemos seguir con la lectura. En primer lugar, Reginald Gulliver tomó la decisión de basar la condición de supervivencia en la formación de rayas cortas sobre el agar. La única dificultad, dice en el capítulo II, estriba en el hecho de que aquí no puede existir ninguna enseñanza en el sentido normal de la palabra, el que aplicamos a los hombres e incluso a los animales, capaces de adquirir reflejos condicionados. El alumno carece de sistema nervioso, extremidades, ojos, oídos, tacto; lo único que posee es su extraordinaria pericia para las transformaciones químicas. Ellas constituyen su proceso vital; aparte de eso no hay nada. Es el mismo proceso, pues, el que debe aprender la caligrafía; el proceso y no las bacterias, ya que aquí no se trata de personas y ni siquiera de individuos. ¡Es al propio código genético no a las bacterias mismas, a quien hemos de enseñar a abrirnos el camino!
El comportamiento de las bacterias no es inteligente, pero, gracias al código, su timonel, saben adaptarse a situaciones nuevas, incluso a las que encuentran por primera vez al cabo de millones de años de vegetación. Así pues, veremos si el código cumple su cometido, si logramos crear unas condiciones adecuadamente escogidas para que la única táctica accesible de supervivencia consista en una escritura articulada. Como vemos, la reflexión que acabamos de citar descarga todo el peso del problema en el experimentador: es él quien debe crear esas condiciones, extraordinarias por inexistentes hasta ahora en la evolución, de la existencia bacteriana.
La descripción de los experimentos que ocupa las páginas ulteriores de la «Erúntica» es altamente aburrida a causa de su pedantería y prolijidad, y de la cantidad de fotogramas, tablas y diagramas que invaden el texto de modo que no es fácil digerirlo.
No obstante, procuraremos resumir brevemente esas doscientas sesenta páginas de la «Erúntica». El principio ha sido fácil. Sobre el agar se encuentra una colonia solitaria de Escherichia coli, cuatro veces más pequeña que la letra «o». Un cabezal óptico conectado a un ordenador vigila desde arriba el comportamiento de esa manchita grisácea. Normalmente las colonias se extienden en todas las direcciones centrífugas, pero en el experimento su expansión sólo es posible a lo largo de un eje, ya que la transgresión de la línea prevista conecta un proyector de láser que mata con rayos ultravioleta a las bacterias cuyo comportamiento es «inadecuado». Nos encontramos aquí ante una situación descrita previamente, cuando apareció sobre el agar una inscripción porque las bacterias no podían multiplicarse en un sitio impregnado de antibiótico. La única diferencia entre ambos casos es la siguiente: en el segundo sólo pueden vivir a lo largo de la raya y, en el primero, sólo fuera de ella. El autor repitió su experimento cuarenta y cinco mil veces, empleando simultáneamente dos mil cápsulas de Petri y otros tantos detectores conectados a un ordenador correspondiente. Tuvo grandes gastos, pero no perdió mucho tiempo, ya que una generación de bacterias no vive más de unos diez o doce minutos. En dos cápsulas (entre dos mil), la mutación obtenida dio origen a una raza nueva, E. coli orthogenes, que sólo era capaz de reproducirse formando rayas. La nueva variedad recubría el agar de rengloncitos de este aspecto: ———— ————— ——————.
El desarrollo en eje se convirtió, por tanto, en un rasgo hereditario de la bacteria mutada. Al multiplicar la nueva raza, Reginald Gulliver obtuvo un millar de cápsulas con colonias de E. coli orthogenes, creando así el polígono para el paso inmediato de la ortografía bacteriana. Formando razas que se multiplicaban alternando puntos y rayas (.—.—.—.—.—), llegó finalmente al término de aquella fase de la enseñanza.
Las bacterias se comportaban conforme a la condición impuesta, pero, naturalmente, lo que producían no era la escritura, sino los elementos externos de ella, desprovistos de todo sentido. Los capítulos IX, X y XI relatan cómo el autor dio el siguiente paso o, mejor dicho, cómo forzó a E. coli a darlo.
Reginald Gulliver seguía el camino siguiente en su razonamiento: hay que poner a las bacterias en una situación que las obligue a comportarse de un modo específico. Este comportamiento, a nivel de su vegetación meramente químico, se transformará —visualmente— en un sistema de señalización.
A lo largo de cuatro millones de experimentos, el autor maceró, resecó, tostó, diluyó, cortó y paralizó por catálisis billones de bacterias, hasta que logró producir una raza de E. coli que reaccionaba ante la alarma de un peligro mortal disponiendo sus colonias en series de tres puntos:… … … …
Esa letra «s» (tres puntos significan «s» en el alfabeto Morse), simbolizaba «stress», es decir, tensión. Es evidente que las bacterias seguían sin entender nada, pero conseguían salvarse disponiendo sus colonias en grupos de tres puntos, ya que entonces, y sólo entonces, el detector conectado al ordenador eliminaba el factor del peligro (por ejemplo: un fuerte veneno depositado en el agar, unos rayos ultravioleta apuntados hacia él, etc.). Las bacterias que no se alineaban en conjuntos de tres puntos, tenían que perecer hasta la ultima. En el campo agárico de batalla (y al mismo tiempo de enseñanza) quedaban solamente aquéllas que, gracias a las mutaciones, habían adquirido el conocimiento químico necesario. Las bacterias no entendían nada, pero señalaban el estado de peligro mortal en que se encontraban; en consecuencia, los tres puntos se transformaron realmente en un signo que determinaba la situación.
Reginald Gulliver supo entonces que podía obtener una raza capaz de emitir señales s.o.s., pero no se dedicó a esa etapa de enseñanza, porque la creyó totalmente superflua, y escogió otro camino: enseñó a las bacterias a diferenciar las señales según la naturaleza del peligro. Así, por ejemplo, las razas E. coli loquativa 67 y E. coli philographica 213 eliminaban de su medio ambiente el oxígeno libre, mortal para ellas, si emitían la señal: …--- (s.o., es decir, «stress debido al oxígeno»).
El autor emplea un eufemismo cuando dice que la obtención de las razas capaces de señalar sus apuros había sido «bastante engorrosa». La crianza de la E. coli numerativa, que manifestaba qué concentración de iones de hidrógeno le convenía, le costó dos años de trabajo, y el Proteus calculans empezó a resolver operaciones simples de aritmética al cabo de otros tres años de experimentación, llegando a calcular que dos y dos eran cuatro.
En el periodo siguiente, Reginald Gulliver amplió la base de sus experimentos enseñando el alfabeto Morse a los estreptococos y gonococos. Al descubrir que no estaban dotados para el estudio, volvió a la Escherichia coli. La raza 201 se distinguió por su adaptabilidad mutacional. Emitía comunicaciones cada vez más largas, tanto informativas como postulantes, que definían lo que perturbaba a las bacterias y lo que éstas deseaban para alimentarse. Triplicando siempre la norma de salvar exclusivamente las razas cuya mutación era la más diligente, el autor consiguió, al cabo de once años, la raza E. Coli eloquentissima, la primera en manifestarse espontáneamente y no tan sólo bajo el apremio del peligro. El día más bello de su vida fue aquel en que, habiendo él entrado en el laboratorio y encendido la luz, la E. coli eloquentissima reaccionó con las palabras «buenos días», articuladas en Morse por la multiplicación de sus colonias.
El primero en dominar la sintaxis inglesa a nivel del basic English fue el Proteus orator mirabilis 64; en cambio, la E. coli eloquentissima, aun en la generación 21.000, incurría siempre, por desgracia, en errores gramaticales. No obstante, cuando el código genético de esas bacterias hubo asimilado las reglas de la sintaxis, la señalización en Morse pasó a constituir una de sus actividades vitales propias.
Así llegó el momento de anotar las noticias emitidas por los microbios. Al principio no eran demasiado interesantes. Reginald Gulliver quiso hacer a las bacterias unas preguntas-guía, pero el establecimiento de una comunicación bilateral resultó imposible. El autor nos da la siguiente explicación de las causas del fiasco: no son las bacterias las que articulan; lo hace el código genético a través de ellas, y el código no hereda las características adquiridas individualmente por cada sujeto. El código se expresa emitiendo comunicados, pero no tiene posibilidad alguna de recibirlos. El suyo es un comportamiento heredado, fijado y afirmado en la lucha por la existencia. Las noticias que el código genético emite agrupando a las colonias de coli en signos Morse tienen sentido y, al mismo tiempo, carecen de intelección. Comprenderemos mejor este estado de cosas si recurrimos al ejemplo de la bien conocida manera de reaccionar de las bacterias: al desarrollar la penicilinasa para defenderse contra la acción de la penicilina, se comportan con sentido, pero lo hacen inconscientemente. Por tanto, las razas «habladoras» de Reginald Gulliver no dejaron de ser unas «bacterias corrientes», y se debe exclusivamente al experimentador el mérito de haber creado las condiciones que habían «inoculado» la elocuencia a la herencia de razas mutadas.
Así pues, las bacterias hablan, pero a ellas no se les puede hablar. Esa limitación es menos fatal de lo que podríamos suponer, ya que gracias a ella, precisamente, se había manifestado, al cabo de un tiempo, esa propiedad lingüística de los microbios que sirvió de base a la «Erúntica».
Reginald Gulliver no la preveía ni la esperaba. La descubrió por casualidad en el curso de sus experimentos dedicados a la cría de la E. coli poetica. Los cortos poemitas compuestos por el bacilus coli eran muy triviales y, además, no servían para ser recitados en voz alta, ya que, por razones obvias, las bacterias no tienen idea de la fonética inglesa. Debido a esto, sólo podían dominar la métrica del verso, pero no los principios del arte de rimar. La poesía bacteriana no producía nada mejor que dípticos como éste: «Agar agar is my love as were[1] stated above». Como suele ocurrir, el azar ayudó a Reginald Gulliver. El experimentador introdujo cambios en la composición del caldo de cultivo, en busca de un medio que inspirara a las bacterias una elocuencia más elevada, incorporando en la sustancia unos preparados sobre cuya composición química guarda, nota bene, silencio. Al principio resultó de ello una charlatanería prolija, hasta que, el 27 de noviembre, la E. coli loquativa empezó a emitir, después de una nueva mutación, señales de stress, a pesar de no haber indicios de la presencia en el agar de factores perjudiciales para la salud de la bacteria. No obstante, el día siguiente, 29 horas después de la alarma, se desprendieron del techo unos adornos de estuco que, cayendo sobre la mesa de laboratorio, aplastaron todas las cápsulas de Petri que allí se encontraban. El autor tomó el extraño por una mera coincidencia, pero, por si acaso, hizo unos experimentos de verificación, descubriendo que las bacterias poseían facultades premonitorias. La primera raza nueva, la Gulliveria coli prophetica, predecía ya bastante bien el furor, es decir, se esforzaba en prepararse para unos cambios desfavorables que iban a exponerla a peligro al día siguiente. El autor opina que no había descubierto nada absolutamente nuevo, limitándose su intervención al hallazgo fortuito de un mecanismo antiquísimo, propio de la herencia de los microbios, que posibilita a estos últimos una lucha eficaz contra las técnicas bactericidas de la medicina. Sin embargo, mientras las bacterias permanecieron mudas, ni siquiera imaginábamos la posibilidad de que existiera tal mecanismo.
El logro más relevante del autor fue la cría de la Gulliveria coli prophetissima y del Proteus delphicus recte mirabilis, razas cuyas predicciones no se limitan a los acontecimientos de su propia vegetación. Reginald Gulliver supone que el mecanismo de dicho fenómeno es de naturaleza meramente física. Las colonias bacterianas se agrupan en puntos y rayas, porque esta modalidad se había convertido ya en un rasgo característico normal de su multiplicación; no es ningún «bastoncillo-Casandra» ni una «espira profeta» los que hablan de los sucesos del futuro. Lo que ocurre, solamente, es que las constelaciones de los acontecimientos físicos, todavía en germen, todavía tan imperceptibles que no tenemos ninguna posibilidad de detectarlos, consiguen influir en la transformación de la materia, o sea el quimismo, de las razas mutadas. La actividad bioquímica de la Gulliveria coli prophetissima actúa, por tanto, como un transmisor que enlaza diferentes intervalos de espacio-tiempo. Las bacterias son receptores hipersensibles de ciertas posibilidades, y nada más que eso. Sí, la futurología bacteriana es una realidad, pero sus resultados son en principio incontrolables, puesto que no podemos dirigir la actuación premonitoria de las bacterias. El Proteus mirabilis traza a veces, con signos Morse, series numéricas, siendo muy difícil determinar a qué se refieren. Un día predijo, con antelación de medio año, el estado del contador eléctrico del laboratorio. En otra ocasión auguró cuántos gatitos tendría la gata del vecino. Naturalmente, a las bacterias les tiene muy sin cuidado la clase de profecías que trazan sus puntos y rayas. Su relación con lo que emiten es idéntica a la que un aparato de radio guarda con los textos que difunde. Aun admitiendo que se pueda comprender por qué anuncian hechos referentes a su vegetación, lo que quedará para siempre misterioso e inexplicable es su sensibilidad a los sucesos de una categoría diferente. La percepción del resquebrajamiento del estuco les fue, tal vez, facilitada por unos cambios de cargas electrostáticas en la atmósfera del laboratorio, o bien por la intervención de otros fenómenos físicos. En todo caso, lo que el autor ignora por completo son las motivaciones que las instigan a emitir, por ejemplo, noticias relativas al estado del mundo después del año 2050.
La inmediata tarea emprendida por Reginald Gulliver, fue la diferenciación entre la pseudología bacteriana —o sea una palabrería irresponsable—, y las predicciones propiamente dichas. La solución del problema resultó tan ingeniosa como sencilla. El autor creó unas «baterías paralelas de prognosis», llamadas eruntores bacterianos. Cada bacteria consta de un mínimo de sesenta razas proféticas, compuestas por el E. coli y el Proteus. Si lo expresado por cada una de ellas no coincide, hay que considerar que la indicación no tiene valor. Si, por el contrario, los comunicados concuerdan, se trata de prognosis válidas. Esto acontece cuando, colocadas en termostatos distintos, en cápsulas de Petri aisladas, articulan en Morse textos idénticos o muy parecidos. En el transcurso de dos años el autor reunió una antología de la futurología bacteriana, con cuya publicación coronó su obra.
Los mejores resultados se los dieron las razas de G. coli bibliographica y telecognitiva. Dichas razas secretan dos fermentos, la futurasa plusquamperfectiva y la excitina futurognóstica, bajo cuya acción adquieren la capacidad premonitoria incluso aquellas razas de coli que, como la E. poetica, no sabían hacer nada, aparte de poemas de mala calidad. Sin embargo, el comportamiento premonitorio de las bacterias es bastante limitado. En primer lugar, no predicen los acontecimientos directamente; lo hacen como si transmitieran el texto de un comunicado sobre el tema de aquellos hechos. Segundo, no saben concentrarse durante mucho tiempo. Su rendimiento máximo alcanza apenas quince páginas mecanografiadas. Terceramente, todos los textos de los autores bacterianos se refieren al intervalo comprendido entre los años 2003 y 2089.
Reginald Gulliver, aun admitiendo con toda liberalidad que los fenómenos descritos podían explicarse de varias maneras, propone la hipótesis siguiente: En el emplazamiento de su residencia actual debe construirse, dentro de cincuenta años, la biblioteca municipal. El código de las bacterias procede a la manera de un dispositivo que se introduce a ciegas en las estanterías y saca unos libros al azar. Por cierto, ni los libros ni la biblioteca existen todavía, pero Reginald Gulliver, deseoso de afianzar los presagios bacterianos, había hecho ya su testamento, en el que donaba su casa al consejo municipal, con la condición expresa de convertirla en biblioteca pública. No se debe pensar que haya actuado bajo la instigación de sus microbios, sino que, más bien al revés, ellos han previsto el texto del testamento antes aún de que éste hubiera sido escrito. ¿De dónde sacaron los microbios sus noticias sobre los inexistentes libros de una biblioteca de momento inexistente? He aquí un punto un poco más difícil de aclarar. Nos guía hacia un rastro idóneo el hecho de que la futurología de los microbios se limita siempre a fragmentos idénticos de las obras: sus prólogos. Parece, pues, que un factor desconocido (¿radiaciones?) se infiltraba en unos libros cerrados «radiografiándolos» —si así puede decirse— y en tal caso, evidentemente, lo más fácil de sondear era el contenido de primeras páginas, ya que las ulteriores están eficazmente protegidas por el grosor de las precedentes.
Estas explicaciones distan mucho de ser claras. Por otra parte, Gulliver reconoce que entre la rotura de un estuco del techo, que ha de producirse al día siguiente, y la lectura de frases en libros que se publicarán dentro de cincuenta u ochenta años, existe una diferencia no del todo despreciable. Pero nuestro autor, realista hasta la médula, no se arroga el derecho de exclusividad en la interpretación de las bases de su erúntica. Bien al contrario, en las últimas palabras de su libro anima a los lectores a continuar las investigaciones por su cuenta.
El libro de Reginald Gulliver anula no solamente la bacteriología, sino la totalidad de nuestros conocimientos sobre el mundo. En el presente prólogo no pretendemos enjuiciarlo ni, menos todavía, tomar posición ante los resultados de las profecías bacterianas. Por más dudosa que fuera la erúntica, hay que reconocer que entre los videntes del futuro no ha habido hasta ahora enemigos tan mortales, y al mismo tiempo compañeros tan inseparables de nuestro destino, como los microbios. Tal vez sea oportuno añadir aquí que Reginald Gulliver ya no se encuentra entre nosotros. Murió unos meses después de la publicación de la «Erúntica», mientras enseñaba la escritura microbiológica a unos alumnos nuevos, los bacilos del cólera. El autor contaba con sus aptitudes, ya que, como su mismo nombre lo indica (Vibrio comma), ese microbio está emparentado con los signos de puntuación, siendo afín, por tanto, a la estilística correcta.
Abstengámonos de una sonrisa de conmiseración y pena, debida a la conclusión de que la suya fue una muerte absurda. Gracias a ella, el testamento adquirió valor legal y bajo los muros de la biblioteca ha sido colocada ya la primera piedra, la losa sepulcral de ese hombre en el que hoy en día vemos sólo un extravagante. Sin embargo, ¿quién sabe qué nos parecerá mañana?