¿Alguna vez has podido aislar el primer recuerdo de tu niñez? El mío es de cuando yo tenía tres años. Era verano. En el parque cercano a nuestra casa había una feria ambulante. Había globos y tenderetes de algodón de azúcar. Un grupo de chicos que acababan de participar en un juego de tira y afloja con una cuerda hacían cola delante de la fuente.
Yo debía de tener sed, porque mi madre me levantó por las axilas y me llevó al principio de la cola. Y recuerdo que atajó frente a aquellos hombres sudorosos y descamisados, me rodeó el pecho con el brazo sujetándome con fuerza y con la mano libre le dio a la llave del grifo. «Bebe agua, Charley», me susurró al oído, y yo me incliné hacia adelante, con los pies colgando, sorbí el agua ruidosamente y aquellos hombres se limitaron a esperar a que termináramos. Todavía siento su brazo rodeándome. Aún veo el agua que borboteaba. Ése es mi primer recuerdo, madre e hijo, un mundo en nosotros mismos.
Ahora, al final de este último día juntos, estaba ocurriendo lo mismo. Me sentía el cuerpo fracturado. Apenas conseguía moverlo. Pero el brazo de mi madre me rodeó el pecho y tuve la sensación de que me llevaba una vez más mientras el aire rozaba mi rostro. No vi más que oscuridad, como si viajáramos por detrás de una cortina. La oscuridad se retiró y aparecieron estrellas. Miles de estrellas. Ella me estaba tumbando en la hierba mojada, devolviendo mi alma arruinada a este mundo.
—Mamá… —tenía la garganta irritada. Tenía que tragar saliva entre unas palabras y otras—, ¿esa mujer…? ¿Qué decía?
Ella me puso los hombros en el suelo suavemente.
—Perdona.
—¿Perdonarla a ella? ¿A papá?
Mi cabeza tocó la tierra. Noté la sangre húmeda que me corría por las sienes.
—A ti mismo —respondió.
Mi cuerpo se estaba paralizando. No podía mover los brazos ni las piernas. Me estaba yendo. ¿Cuánto tiempo me quedaba?
—Sí —dije con voz áspera.
Mi madre pareció confusa.
—Sí, fuiste una buena madre.
Ella se llevó la mano a la boca para ocultar una sonrisa y pareció hincharse hasta casi reventar.
—Vive —me dijo.
—No, espera…
—Te quiero, Charley.
Agitó las puntas de los dedos. Yo estaba llorando.
—Te perderé…
Su rostro parecía flotar sobre el mío.
—No puedes perder a tu madre, Charley. Estoy aquí mismo.
Entonces un enorme destello de luz borró su imagen.
—CHARLES BENETTO. ¿PUEDE OÍRME?
Noté un cosquilleo en las extremidades.
—AHORA VAMOS A MOVERLO.
Quise recuperar a mi madre.
—¿ESTÁ CON NOSOTROS, CHARLES?
—Yo y mi madre —farfullé.
Sentí un suave beso en la frente.
—Mi madre y yo —me corrigió ella.
Y desapareció.
Parpadeé con fuerza. Vi el cielo. Vi las estrellas, que entonces empezaron a caer. Se iban haciendo más grandes a medida que se acercaban, redondas y blancas, como pelotas de béisbol, y abrí la palma de la mano instintivamente, como si ensanchara mi guante para atraparlas todas.
—ESPERAD. ¡MIRAD SUS MANOS!
La voz se suavizó.
—¿CHARLES?
Bajó más de volumen.
—¿Charles…? ¡Eh, aquí está, amigo! Vuelva con nosotros… ¡EH, CHICOS!
Movió la linterna enfocando a otros dos agentes de policía. Era joven, tal como me lo había imaginado.