Todo queda explicado

ES LA ESPOSA DE TU PADRE.

¿Cómo puedo explicar esa frase? No puedo. Sólo puedo decirte lo que me dijo el espíritu de mi madre, de pie en aquel apartamento desconocido que tenía un cuadro de viñedos en la pared.

—Es la esposa de tu padre. Se conocieron durante la guerra. Tu padre estuvo destinado en Italia. Te lo contó, ¿verdad?

Muchas veces. Italia, finales de 1944. Los montes Apeninos y el valle del Po, cerca de Bolonia.

—Ella vivía allí, en un pueblo. Era pobre. Él era un soldado. Ya sabes cómo van estas cosas. En aquella época, tu padre era muy, no sé, ¿cuál es la palabra? ¿Descarado?

Mi madre se miraba las manos mientas éstas cepillaban el cabello de la mujer.

—¿Crees que es guapa, Charley? Siempre pensé que lo era. Lo sigue siendo, incluso ahora. ¿No te parece?

La cabeza me daba vueltas.

—¿Qué quieres decir con que es su esposa? Tú eres su esposa.

Ella asintió moviendo lentamente la cabeza.

—Sí, lo era.

—No se pueden tener dos esposas.

—No —repuso ella con un susurro—. Tienes razón. No se puede.

La mujer se sorbió la nariz. Parecía tener los ojos enrojecidos y cansados. No dio muestras de percatarse de mi presencia, pero parecía estar escuchando a mi madre mientras hablaba.

—Creo que tu padre se asustó durante la guerra. No sabía cuánto tiempo iba a durar. Mataron a muchos hombres en aquellas montañas. Quizá ella le dio seguridad. Quizá pensó que nunca volvería a casa. ¿Quién sabe? Siempre necesitaba un plan, tu padre, lo decía constantemente: «Hay que tener un plan. Hay que tener un plan».

—No lo entiendo —dije—. Papá te escribió esa carta.

—Sí.

—Te propuso matrimonio. Tú aceptaste.

Suspiró.

—Cuando tu padre se dio cuenta de que la guerra terminaba, supongo que quiso un plan distinto…, su antiguo plan, conmigo. Las cosas cambian cuando ya no estás en peligro, Charley. De modo que… —le levantó el cabello de los hombros a la mujer— la dejó allí.

Hizo una pausa.

—Tu padre tenía una habilidad especial para eso.

Meneé la cabeza.

—Pero ¿por qué tú…?

—Nunca me lo contó, Charley. No se lo contó a nadie. Sin embargo, a lo largo de los años, en algún momento la encontró de nuevo. O ella lo encontró a él. Y al final la trajo a América. Se montó toda una vida distinta. Incluso compró otra casa. En Collingswood, donde montó su nueva tienda, ¿recuerdas?

La mujer bajó el cepillo. Mi madre retiró las manos, las entrelazó y se las puso debajo de la barbilla.

—Eran sus berenjenas las que tu padre quería que le hiciera todos esos años —suspiró—. No sé por qué, eso me sigue fastidiando.

Entonces me contó el resto de la historia. Cómo descubrió todo esto. Que una vez preguntó por qué nunca les llegaba ninguna factura del hotel de Collingswood. Que él respondió que pagaba en efectivo, lo cual hizo sospechar a mi madre. Que contrató a una niñera un viernes por la noche y condujo nerviosamente hasta Collingswood ella misma, que recorrió las calles hasta que vio su Buick en la entrada de una casa desconocida y que rompió a llorar.

—Estaba temblando, Charley. Tuve que obligarme a caminar. Me acerqué a hurtadillas hasta una ventana y miré dentro. Estaban cenando. Tu padre llevaba la camisa desabrochada y se le veía la camiseta, como siempre hacía con nosotros. Estaba sentado con su comida, sin prisas, relajado, como si viviera allí, pasándole los platos a esa mujer y…

Se detuvo.

—¿Estás seguro de que quieres saberlo?

Asentí con la cabeza, perplejo.

—Su hijo.

—¿Qué…?

—Era unos cuantos años mayor que tú.

—¿Un… chico?

Me salió la voz chillona cuando lo dije.

—Lo siento, Charley.

Me sentí mareado, como si fuera a caer hacia atrás. Incluso ahora mismo, mientras te lo cuento, me cuesta que me salgan las palabras. Mi padre, que había exigido mi devoción, mi lealtad a su equipo, a nuestro equipo, el hombre de la familia. ¿Tenía otro hijo?

—¿Jugaba al béisbol? —susurré.

Mi madre me miró con un gesto de impotencia.

—No lo sé, Charley, de verdad —me dijo casi llorando.

La mujer del albornoz abrió un pequeño cajón. Sacó unos papeles y los hojeó. ¿Realmente era quien mi madre decía que era? Parecía italiana. Parecía tener la edad adecuada. Traté de imaginarme a mi padre conociéndola. Intenté imaginármelos juntos. No sabía nada sobre aquella mujer ni sobre aquel apartamento, pero noté la presencia de mi viejo por toda la habitación.

—Aquella noche regresé a casa, Charley —dijo mi madre—, y me senté en el bordillo. Esperé. No quería que tu padre enfilara siquiera el camino de entrada. Volvió pasada la medianoche y nunca olvidaré la cara que puso cuando los faros de su coche me iluminaron, porque creo que en aquel momento supo que lo habían descubierto.

»Me metí en el coche e hice que subiera todas las ventanillas. No quería que nadie me oyera. Entonces estallé. Estallé de un modo que él no pudo utilizar ninguna de sus mentiras. Al final admitió quién era ella, dónde la había conocido y lo que había estado intentando hacer. La cabeza me daba vueltas. Me dolía tanto el estómago que no podía sentarme derecha. Te esperas muchas cosas en un matrimonio, Charley, pero ¿quién podría imaginarse ser reemplazado de esa manera?

Se volvió hacia la pared y posó la mirada en el cuadro de los viñedos.

—No estoy segura de que me afectara hasta pasados unos meses. Dentro de aquel coche simplemente estaba furiosa. Y con el corazón destrozado. Él me juró que lo lamentaba. Juró que no sabía nada de aquel otro hijo, que cuando se enteró se sintió obligado a hacer algo. No sé qué era cierto y qué no. Tu padre tenía respuesta para todo, incluso a gritos.

»Pero nada de eso importaba. Se había terminado. ¿No lo ves? Yo podría haberle perdonado casi cualquier cosa contra mí. Pero aquello también era una traición para ti y para tu hermana.

Se dio la vuelta hacia mí.

—Tú tienes una familia, Charley. Para bien o para mal. Tienes una familia. No puedes cambiarlos por otra cosa. No puedes mentirles. No puedes llevar dos familias al mismo tiempo, sustituyendo una por otra.

»No separarse de la familia es lo que hace que sea una familia.

Mi madre suspiró.

—Así pues, tuve que tomar una decisión.

Traté de imaginarme aquel espantoso momento. En un coche, pasada la medianoche, con las ventanillas subidas… desde el exterior, dos figuras gritando en silencio. Intenté imaginar a mi familia durmiendo en una casa en tanto que otra familia dormía en otra, y en ambas había ropa de mi padre colgada en el armario.

Traté de imaginarme a la encantadora Posey de Pepperville Beach perdiendo su antigua vida aquella noche, llorando y gritando mientras todo se derrumbaba frente a ella. Y me di cuenta de que, en la lista de «las veces que mi madre me apoyó», aquello tendría que haber figurado en primer lugar.

—Mamá —susurré finalmente—, ¿qué le dijiste?

—Le dije que se marchara. Y que no volviera nunca más.

Ahora ya sabía lo que había ocurrido la noche antes de los copos de maíz inflado.