Hay muchas cosas en la vida que me gustaría recuperar. Muchos momentos que haría distintos. Pero el que cambiaría, si pudiera cambiar sólo uno, no sería para mí, sino para mi hija, Maria, que fue a buscar a su abuela aquel domingo por la tarde y la encontró tendida en el suelo del dormitorio. Intentó despertarla. Empezó a gritar. Entró y salió corriendo de la habitación, debatiéndose entre pedir ayuda y no dejarla sola. Eso no tendría que haber pasado nunca. No era más que una niña.
Creo que a partir de aquel momento me resultó difícil enfrentarme a mi hija o a mi esposa. Creo que es por eso por lo que bebía tanto. Creo que es por eso por lo que huía gimoteando hacia otra vida, porque en el fondo tenía la sensación de que no me merecía la que había tenido hasta entonces. Huí. Supongo que, en ese sentido, lamentablemente, mi padre y yo nos parecíamos. Cuando, al cabo de dos semanas, en la tranquilidad de nuestro dormitorio, le confesé a Catherine dónde había estado, que no había habido ningún viaje de negocios, que había estado jugando a béisbol en un estadio de Pittsburgh mientras mi madre yacía moribunda, ella se quedó más atontada que otra cosa. Por su expresión, parecía que continuamente quisiera decir algo que acabó por no decir.
Al final, su único comentario fue:
—A estas alturas, ¿qué importancia tiene?
Mi madre cruzó el pequeño dormitorio y se quedó de pie junto a la única ventana. Apartó las cortinas.
—Fuera es de noche —dijo.
Detrás de nosotros, frente al espejo, la mujer italiana bajó la vista, toqueteando sus papeles.
—¿Mamá? —pregunté—. ¿La odias?
Ella me dijo que no con la cabeza.
—¿Por qué iba a odiarla? Ella sólo quería lo mismo que yo. Tampoco lo consiguió. Su matrimonio terminó. Tu padre se marchó. Como ya te he dicho, tenía una habilidad especial para eso.
Se frotó los brazos, como si tuviera frío. La mujer del espejo puso el rostro entre las manos. Dejó escapar un leve sollozo.
—Los secretos, Charley —susurró mi madre—. Te destrozan.
Permanecimos los tres allí en silencio durante un minuto, cada uno en su propio mundo. Entonces mi madre se volvió hacia mí.
—Ahora tienes que irte —dijo.
—¿Irme? —se me hizo un nudo en la garganta—. ¿Adónde? ¿Por qué?
—Pero antes, Charley… —me tomó de las manos—, quiero preguntarte una cosa.
Las lágrimas humedecían sus ojos.
—¿Por qué quieres morir?
Me estremecí. Estuve un segundo sin poder respirar.
—¿Sabías que…?
Ella esbozó una triste sonrisa.
—Soy tu madre.
Mi cuerpo se sacudió. Solté una bocanada de aire.
—Mamá…, no soy quien tú crees… Lo estropeé todo. Bebía. Lo eché todo a perder. Perdí a mi familia…
—No, Charley…
—Sí, sí, lo hice —me temblaba la voz—. Me vine abajo… Catherine se ha marchado, mamá. Fui yo quien hizo que se marchara… Y Maria, ni siquiera formo parte de su vida…, se ha casado…, ni siquiera estuve allí…, ahora soy un desconocido…, un desconocido para todo lo que amaba…
Mi respiración era agitada.
—Y tú… ese último día… nunca debería haberte dejado…, no pude decirte…
Bajé la cabeza, avergonzado.
—… lo mucho que lamento… que estoy tan…, tan…
Eso fue lo único que dije. Caí al suelo, sollozando de un modo incontrolable, vaciándome, gimiendo. La habitación se redujo a un calor por detrás de los ojos. No sé cuánto tiempo estuve así. Cuando fui capaz de hablar, apenas me salió un ruido áspero.
—Quería que terminara, mamá…, esta ira, esta culpabilidad. Es por eso que…, quería morir.
Levanté la mirada y, por primera vez, admití la verdad.
—Me rendí —susurré.
—No te rindas —me respondió, también con un susurro.
Entonces hundí la cabeza. No me avergüenza decirlo. Hundí la cabeza en los brazos de mi madre y sus manos me acariciaron el cuello. Permanecimos los dos así tan sólo un momento. Sin embargo, soy incapaz de expresar con palabras el consuelo que me reportaron aquellos instantes. Sólo puedo decir que ahora mismo, mientras hablo contigo, sigo anhelándolos.
—No estaba allí cuando falleciste, mamá.
—Tenías cosas que hacer.
—Mentí. Fue la peor mentira que dije nunca… No fue por trabajo… Fui a jugar un partido…, un estúpido partido…, estaba tan desesperado por complacer…
—A tu padre.
Movió la cabeza suavemente.
Y me di cuenta de que lo había sabido desde el principio.
Al otro lado de la habitación, la mujer italiana se arrebujó en su albornoz. Juntó las manos como si fuera a rezar. Formábamos un trío muy extraño, cada uno de nosotros, en algún momento, anhelando el amor del mismo hombre. Todavía puedo oír sus palabras, forzando mi decisión: ¿El niño de mamá o el niño de papá, Chick? ¿Qué va a ser?
—Mi elección no fue la acertada —susurré.
Mi madre meneó la cabeza.
—Un niño nunca debería verse obligado a elegir.
La mujer italiana se levantó. Se enjugó los ojos y recobró la compostura. Puso los dedos al borde del tocador y empujó dos cosas para ponerlas juntas. Mi madre me hizo una seña para que avanzara hasta que pude ver lo que la mujer estaba mirando.
Una de las cosas era una fotografía de un joven con un birrete de graduación. Supuse que era su hijo.
La otra era mi tarjeta de béisbol.
Con un parpadeo, la mujer dirigió la mirada al espejo y percibió nuestro reflejo, los tres enmarcados como en un estrambótico retrato de familia. Por primera y única vez tuve la certeza de que me veía.
—Perdonare —masculló la mujer.
Y todo lo que nos rodeaba desapareció.