Toma la pala, dijo el pastor. Lo dijo con la mirada. Yo tenía que echar tierra sobre el féretro de mi madre, que estaba medio hundido en la tumba. Mi madre, explicó el pastor, había presenciado esta costumbre en los funerales judíos y la había solicitado para el suyo. Le parecía que ayudaba a los dolientes a aceptar que el cuerpo ya no estaba y que debían recordar el espíritu. Fue como si oyera a mi padre reprendiéndola, diciendo: «Posey, te lo juro, te inventas las cosas sobre la marcha». Así la pala como un niño al que le entregaran un rifle. Miré a mi hermana, Roberta, que llevaba un velo negro tapándole el rostro y que temblaba visiblemente. Miré a mi esposa, que tenía la mirada clavada en sus pies mientras las lágrimas le corrían por las mejillas y su mano derecha alisaba rítmicamente el pelo de nuestra hija. Sólo Maria me miró. Y sus ojos parecían decirme: «No lo hagas, papá. Devuélvela».
Un jugador de béisbol sabe cuándo está sosteniendo su propio bate y cuándo está sosteniendo el de otra persona. Así me sentía yo con aquella pala en las manos. Era de otra persona. No me pertenecía.
Pertenecía a un hijo que no le mintió a su madre. Pertenecía a un hijo que no le dirigió sus últimas palabras con enojo. Pertenecía a un hijo que no se había marchado corriendo para satisfacer el último capricho de su distante padre, quien, por mantener intacto su historial, no se hallaba presente en aquella reunión familiar, habiendo decidido que: «Es mejor que yo no esté, no quiero disgustar a nadie».
Aquel hijo se hubiera quedado aquel fin de semana, hubiese dormido con su esposa en la habitación de invitados, hubiera almorzado el domingo con la familia. Aquel hijo hubiera estado allí cuando su madre se desplomó.
Aquel hijo podría haberla salvado.
Pero aquel hijo no estaba allí.
Este otro hijo tragó saliva e hizo lo que le habían dicho: Echó tierra encima del féretro. Al caer, la tierra se desperdigó desordenadamente, y unos cuantos trozos pedregosos hicieron ruido contra la madera pulida. Y aun cuando había sido idea suya, oí la voz de mi madre diciendo: «¡Oh, Charley! ¿Cómo pudiste?»