Una tercera y última visita

Mi madre y yo caminábamos por una ciudad que no había visto nunca. Era un lugar común y corriente, con una gasolinera en una esquina y una tienda que abría las 24 horas en la otra. Los postes de teléfono y la corteza de los árboles eran del mismo color cartón y la mayor parte de los árboles habían perdido las hojas.

Nos detuvimos frente a un edificio de apartamentos de dos pisos; un edificio de ladrillo amarillo pálido.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

Mi madre observó el horizonte. Ya se había puesto el sol.

—Tendrías que haber cenado más —dijo ella.

Puse los ojos en blanco.

—Venga.

—¿Qué? Me gusta saber que has comido, eso es todo. Tienes que cuidarte, Charley.

En su expresión vi aquella vieja e inquebrantable montaña de preocupación. Y me di cuenta de que cuando miras a tu madre estás mirando al amor más puro que nunca conocerás.

—Ojalá hubiéramos hecho esto antes, mamá, ¿sabes?

—¿Te refieres a antes de que muriera?

Mi voz se volvió tímida.

—Sí.

—Yo estaba aquí.

—Lo sé.

—Tú estabas ocupado.

Me estremecí al oír esa palabra. ¡Parecía tan vacía entonces! Vi pasar por su rostro una oleada de resignación. Creo que, en aquel momento, ambos pensábamos que las cosas podrían ser distintas si volvíamos a hacerlas.

—¿Fui una buena madre, Charley? —me preguntó.

Abrí la boca para responder, pero un destello cegador borró a mi madre y la perdí de vista. Sentí calor en el rostro, como si el sol cayera sobre él. Entonces, una vez más, oí aquella voz retumbante:

CHARLES BENETTO. ¡ABRA LOS OJOS!

Parpadeé con fuerza. De repente me encontraba a varias manzanas de distancia por detrás de mi madre, como si ella hubiese continuado andando y yo me hubiera detenido. Parpadeé de nuevo. Ya casi no podía verla. Me estiré hacia adelante, los dedos tensos, los hombros tirando de sus coyunturas. Todo daba vueltas. Noté que intentaba llamarla y su nombre vibró en mi garganta. Ya no me quedaron fuerzas para nada más.

Entonces mi madre volvía a estar conmigo, tomándome de la mano, absolutamente calmada, como si nada hubiera ocurrido. Volvimos a deslizamos hacia donde habíamos estado.

—Una parada más —repitió.

Me hizo girar hacia el edificio de color amarillo pálido y al instante estuvimos en su interior, en un piso de techo bajo con muchos muebles. El dormitorio era pequeño. El papel de las paredes era de un color verde aguacate. En una de ellas había colgado un cuadro de unas viñas y encima de la cama una cruz. En la esquina había un tocador de madera de color champán bajo un gran espejo. Y frente al espejo había sentada una mujer de cabello oscuro vestida con un albornoz del mismo color que el pomelo rosa.

Por su aspecto debía de tener setenta y tantos años, tenía una nariz larga y estrecha y unos pómulos prominentes bajo su flácida piel olivácea. Se pasaba un cepillo por el pelo lenta y distraídamente, con la vista bajada hacia el tocador.

Mi madre se colocó detrás de ella. No se saludaron. En cambio, mi madre extendió las manos y éstas se fundieron con las manos de la mujer, una sujetando el cepillo, la otra siguiendo sus trazos y alisándolos con la palma.

La mujer levantó la mirada, como si quisiera examinar su imagen reflejada en el espejo, pero sus ojos eran turbios y distantes. Creo que estaba viendo a mi madre.

Nadie dijo ni una palabra.

—Mamá —susurré al fin—, ¿quién es?

Mi madre se volvió, con las manos en el cabello de la mujer.

—Es la esposa de tu padre.