Chick se entera de que su madre ha muerto

—¿Diga?

La voz de mi esposa sonó temblorosa, agitada.

—Hola, soy yo —dije—. Lo siento, he…

—¡Oh, Chick, oh, Dios, no sabíamos cómo localizarte!

Yo tenía mis mentiras preparadas —el cliente, la reunión, todo—, pero en aquellos momentos cayeron como si fueran ladrillos.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Tu madre. ¡Oh, Dios mío, Chick! ¿Dónde estás? No sabíamos…

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Ella empezó a sollozar.

—Dímelo. ¿Qué es lo que pasa? —le dije.

—Fue un ataque al corazón. Maria la encontró.

—¿Qué…?

—Tu madre… Ha muerto.

Espero que nunca oigas estas palabras. Tu madre. Ha muerto. Son distintas a otras palabras. Son demasiado grandes para caberte en los oídos. Pertenecen a un lenguaje extraño, fuerte y poderoso, que retumba en un lado de tu cabeza, una bola de demolición que cae sobre ti una y otra vez hasta que finalmente las palabras abren un agujero lo bastante grande para meterse en tu cerebro. Y al hacerlo, te parten en dos.

—¿Dónde?

—En su casa.

—¿Dónde?, quiero decir, ¿cuándo?

De pronto los detalles parecían sumamente importantes. Los detalles eran algo a lo que aferrarse, una manera de introducirme en la historia.

—¿Cómo…?

—Chick —dijo Catherine en voz baja—, tú vuelve a casa, ¿de acuerdo?

Alquilé un coche. Me pasé la noche conduciendo. Conduje con mi dolor y mi horror en el asiento de atrás, y mi culpabilidad delante. Llegué a Pepperville Beach poco antes del alba. Me metí por el camino de entrada. Apagué el motor. El cielo tenía un color púrpura de putrefacción. Mi coche olía a cerveza. Allí sentado, observando cómo amanecía a mi alrededor, caí en la cuenta de que no había llamado a mi padre para comunicarle la muerte de mi madre. Muy en el fondo, tuve la sensación de que no volvería a verlo nunca más.

Y no volví a verlo nunca más.

Perdí a mis dos progenitores el mismo día, uno me lo quitó la vergüenza, el otro las sombras.