El partido

La víspera del partido de veteranos pasé la noche en un buen hotel del oeste que me recordaba a mi época de jugador y a nuestros viajes por carretera. No podía dormir. Me preguntaba cuánta gente habría en el estadio. Me preguntaba si sería capaz siquiera de hacer contacto con un lanzamiento. A las 5:30 de la mañana salí de la cama para intentar hacer unos estiramientos. La luz roja de mi teléfono parpadeaba. Llamé a recepción. Al menos sonó veinte veces.

—Tengo la luz de los mensajes encendida —dije cuando por fin alguien contestó al teléfono.

—Un segundo… —gruñó la voz—. Sí. Hay un paquete para usted.

Fui abajo. El recepcionista me dio una vieja caja de zapatos. Tenía mi nombre pegado con cinta adhesiva en la tapa. El hombre bostezó. Yo abrí la caja.

Mis zapatillas de jugar a béisbol.

Por lo visto, mi padre las había guardado todos esos años. Debía de haberlas dejado allí durante la noche sin ni siquiera llamar por teléfono a la habitación. Busqué una nota, pero en la caja no había nada más. Sólo las zapatillas con todas sus viejas raspaduras.

Llegué pronto al estadio. Por la fuerza de la costumbre le dije al taxista que me dejara cerca de la entrada de los jugadores, pero el guardia me indicó que me dirigiera a la puerta de servicio, por donde entran los vendedores de cerveza y perritos calientes. El estadio estaba vacío y los pasillos olían a la grasa de cocinar las salchichas. Resultaba extraño volver a ese lugar. Durante muchos años había querido ganarme el regreso como jugador. Ahora formaba parte de una promoción, el Día de los veteranos, unas cuantas entradas de nostalgia gratuita, una manera de vender localidades, igual que el Día de la gorra, el Día de la pelota o el Día de los fuegos artificiales.

Encontré el camino a un vestuario auxiliar donde se suponía que teníamos que cambiarnos. El guarda que había en la puerta comprobó que mi nombre estuviera en la lista y me dio el uniforme para la jornada.

—¿Dónde puedo…?

—Ahí, en cualquier parte —me señaló una hilera de armarios metálicos pintados de azul.

Dos tipos con el pelo blanco hablaban en una esquina. Me saludaron con un movimiento de la barbilla sin interrumpir su conversación. Era una situación incómoda, como ir a una reunión del instituto del curso de otra persona. Sí, había jugado en la liga nacional durante seis semanas, pero no podía decirse que hubiera hecho amigos para toda la vida.

En mi uniforme se leía «BENETTO», con letras bordadas en la espalda, aunque al examinarlo con más atención vi en la tela el sombreado del otro nombre que había antes. Me pasé el suéter por la cabeza. Metí los brazos por las mangas.

Tiré de la prenda hacia abajo y al darme la vuelta vi a Willie Bomber Jackson a unos cuantos pasos de distancia.

Todo el mundo conocía a Jackson. Era un bateador estupendo, famoso tanto por su potencia como por su petulancia en el plato. Una vez, durante las finales, señaló con el bate hacia la valla del jardín para anunciar dónde mandaría la pelota, luego asestó el golpe y consiguió un destacado home run. Basta con que lo hagas una vez durante tu carrera para que te inmortalicen con las repeticiones que dan por televisión. Y así le ocurrió.

Y ahora estaba sentado en un taburete a mi lado. Nunca había jugado con Jackson. Con su sudadera de velvetón azul tenía un aspecto rechoncho, casi hinchado, pero seguía poseyendo cierta majestuosidad. Me saludó con la cabeza y le correspondí de la misma manera.

—¿Qué hay? —dijo.

—Chick Benetto —dije yo, tendiéndole la mano. Él me agarró los dedos interiores y tiró de ellos. No dijo su nombre. Se sobrentendía que no era necesario.

—Dime, Chuck, ¿a qué te dedicas ahora?

No corregí su pronunciación. Dije que trabajaba en «marketing».

—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Sigues transmitiendo?

—Mmm. Un poco. Ahora me dedico principalmente a las inversiones.

Asentí con la cabeza.

—Estupendo. Sí. Buena jugada. Inversiones.

—Fondos de inversión mobiliaria —dijo—. Unos cuantos fondos protegidos, fondos comunes, cosas así. Sobre todo fondos de inversión mobiliaria.

Volví a mover la cabeza. Me sentía estúpido por haberme puesto ya el uniforme.

—¿Tú inviertes en bolsa? —dijo.

Volví la palma hacia arriba.

—En alguna que otra cosa, ya sabes. —Era mentira, no tenía ninguna inversión en el mercado de valores.

Me estudió, moviendo la mandíbula.

—Bueno, escucha. Puedo proporcionarte contactos.

Por un momento me pareció que aquello prometía, el famoso Jackson estaba dispuesto a proporcionarme contactos, y en mi cabeza empecé a hacer planes con un dinero que no tenía. Pero cuando se metió la mano en el bolsillo, supongo que para sacar una tarjeta de visita, alguien gritó: «¡EH, JACKSON, PEDORRO!» Ambos nos dimos la vuelta rápidamente y ahí estaba Spike Alexander, y él y Jackson se abrazaron con tanta fuerza que estuvieron a punto de caérseme encima. Tuve que apartarme.

Al cabo de un minuto estaban al otro lado de la habitación, rodeados por otros jugadores, y ahí terminaron mis escarceos con los fondos de inversión mobiliaria.

El partido de veteranos se jugaba una hora antes que el partido de verdad, con lo cual las tribunas estaban en su mayor parte vacías cuando empezamos. Sonó un órgano. El comentarista dio la bienvenida por megafonía a la escasa multitud. Nos presentaron por orden alfabético, empezando por un jardinero llamado Rusty Allenback, que jugó a finales de la década de 1940, seguido por Benny Bobo Barbosa, un popular jugador de cuadro de los años sesenta con una de esas sonrisas amplias e inmensas. Salió corriendo y saludando con la mano. Los seguidores seguían aplaudiéndole cuando dijeron mi nombre. El comentarista anunció: «Del equipo ganador del banderín en 1973… —y se percibió el rumor de la expectativa— el receptor Charles Chick Benetto»; el volumen descendió de repente y el entusiasmo se transformó en cortesía.

Salí disparado de la caseta y casi tropiezo con las piernas de Barbosa. Intentaba ocupar mi puesto antes de que terminara el aplauso para evitar el silencio incómodo en el que oyes tus propios pies sobre la gruesa arena. En algún lugar en medio de aquel gentío estaba mi viejo, aunque cuando me lo imaginé tenía los brazos cruzados. No hubo aplausos por parte del equipo de casa.

Luego empezó el partido. La caseta era como una estación de tren, los muchachos entraban y salían arrastrando los pies, agarrando los bates, chocando unos con otros mientras los tacos de sus zapatillas resonaban sobre el suelo de cemento. Yo hice de receptor en una entrada, lo cual fue más que suficiente, pues al ponerme en cuclillas después de todos aquellos años los muslos ya me ardían al tercer lanzamiento. No dejé de cambiar el peso del cuerpo de un pie al otro hasta que un bateador, un tipo alto de brazos vellosos llamado Teddy Slaughter, dijo: «¡Eh, amigo! ¿Quieres dejar de dar saltitos ahí atrás?»

Supongo que a la gente que iba llegando aquello les parecía béisbol. Ocho defensas, un lanzador, un bateador, un árbitro vestido de negro. No obstante, estábamos muy lejos de la fluida danza de nuestra juventud. Ahora éramos lentos. Torpes. Nuestros bateos eran pesados, y nuestros lanzamientos altos y torcidos, demasiado aire debajo de ellos.

En nuestra caseta había hombres barrigudos que a todas luces se habían rendido al proceso de envejecimiento y que hacían bromas como: «¡Por Dios, que alguien me traiga un poco de oxígeno!» Y luego estaban los tipos que todavía mantenían el código de tomarse en serio todos los partidos. Yo estaba sentado junto a un viejo jardinero portorriqueño que como mínimo tenía sesenta años y que no dejaba de escupir jugo de tabaco en el suelo y de murmurar: «Allá vamos, niños, allá vamos…»

Cuando por fin me tocó batear no se había llenado ni la mitad del estadio. Ensayé unos cuantos movimientos y luego me coloqué en el cajón de bateo. Una nube tapó el sol. Oí gritar a un vendedor ambulante. Noté el sudor en el cuello. Moví los pies. Y, aunque lo había hecho un millón de veces en mi vida —agarrar el mango del bate, levantar los hombros, tensar la mandíbula, entrecerrar los ojos—, tenía el corazón desbocado. Creo que lo único que quería era sobrevivir algo más que unos pocos segundos. Llegó el primer lanzamiento. Lo dejé pasar. El árbitro gritó: «¡Bola uno!», y quise darle las gracias.

¿Alguna vez, mientras ocurre algo, piensas en lo que estará ocurriendo en otro lugar? Tras el divorcio, mi madre salía al porche trasero a la puesta de sol, se fumaba un cigarrillo, y decía: «Ahora mismo, Charley, mientras aquí se está poniendo el sol, en otro lugar del mundo está saliendo. En Australia, China o algún otro lugar. Puedes buscarlo en la enciclopedia». Soltaba el humo y miraba la hilera de patios cuadrados, con sus tendederos y sus columpios.

—El mundo es muy grande —decía con aire nostálgico—. Siempre está ocurriendo algo en alguna parte.

En eso tenía razón. Siempre está ocurriendo algo en alguna parte. Así pues, durante aquel partido de veteranos yo estaba en el plato mirando a un lanzador de cabellos grises que lanzó lo que antaño debió de ser su bola rápida, pero que entonces sólo hizo flotar hacia mi pecho. Golpeé la pelota, oí el conocido «toc», solté el bate y eché a correr, convencido de que había hecho algo fabuloso, olvidándome de mis antiguos indicadores, olvidándome de que mis brazos y piernas ya no tenían la misma fuerza que antes, olvidando que, a medida que envejeces los muros se van alejando más. Al levantar la mirada vi que lo que en un principio había creído que era un golpe firme, quizá un home run, descendía entonces al otro lado del cuadro, hacia el guante del segunda base que esperaba la pelota, y apenas fue un saltito, un petardo humedecido, una porquería. Una voz en mi cabeza gritó: «¡No la atrapes! ¡No la atrapes!», en tanto que aquel jugador de la segunda base apretaba su guante en torno a mi última ofrenda a aquel juego exasperante. Mientras todo aquello ocurría, a mi madre, tal como ella misma había señalado, le estaba sucediendo otra cosa allí en Pepperville Beach.

En su radio despertador sonaba música de jazz. Acababa de ahuecar las almohadas. Y su cuerpo estaba arrugado como el de una muñeca rota en el suelo de su dormitorio, donde se había desplomado al ir a buscar sus gafas nuevas de color rojo.

Un infarto masivo.

Estaba exhalando su último aliento.