Ahora necesito hablarte de la última vez que vi a mi madre con vida, y de lo que hice.
Fue ocho años antes, en la fiesta de su setenta y nueve cumpleaños. Ella había bromeado diciendo que sería mejor que la gente asistiera, porque a partir del próximo año «No voy a decirle nunca más a nadie cuándo es mi cumpleaños». Claro que había dicho lo mismo al cumplir sesenta y nueve, cincuenta y nueve e incluso veintinueve.
La fiesta era una comida en su casa un sábado por la tarde. Los asistentes éramos mi esposa y mi hija; mi hermana, Roberta, y su marido, Elliot; sus tres hijos (la más pequeña de los cuales, Roxanne, de cinco años, llevaba zapatillas de bailarina adondequiera que fuera); además de un par de docenas de personas del antiguo vecindario entre las que se incluían las mujeres mayores a las que mi madre lavaba y arreglaba el pelo. Muchas de aquellas mujeres estaban muy mal de salud; una de ellas vino en una silla de ruedas. Aun así, todas iban recién peinadas, con el cabello tan rociado con laca que parecía que llevaran casco, y me pregunté si mi madre no habría organizado la fiesta sólo para que aquellas damas tuvieran un motivo para acicalarse.
—Quiero que la abuela me maquille, ¿vale? —dijo Maria, que se acercó a mí dando saltitos con su cuerpo de catorce años, todavía torpe como el de un potro.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque quiero que lo haga. Ella dijo que lo haría si a ti te parecía bien.
Miré a Catherine, que se encogió de hombros. Maria me apretó el brazo.
—¿Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor?
He hablado mucho de lo deprimente que me resultaba la vida después del béisbol. Debería mencionar que Maria era la excepción a todo ello. Ella era mi mayor alegría. Intenté ser un buen padre. Intenté prestar atención a los detalles. Le limpiaba el ketchup de la cara cuando acababa de comer patatas fritas. Me sentaba a su lado en su pequeño escritorio, lápiz en ristre, ayudándola a solucionar los problemas de matemáticas. La mandé arriba cuando, con once años, bajó vestida con un top de espalda descubierta. Y siempre estaba dispuesto a tirarle la pelota o a llevarla a la Asociación Cristiana de Jóvenes del barrio para las clases de natación, contento de que siguiera siendo una machota todo el tiempo posible.
Más adelante, después de que hubiera salido de su vida, me enteré de que escribía sobre deportes en el periódico de su facultad. Y en aquella mezcla de palabras y deportes me di cuenta de que, te guste o no, tu madre y tu padre pasan a tus hijos a través de ti.
La fiesta continuó con el sonido de la música y el ruido de los platos. La habitación bullía con la cháchara. Mi madre leía sus tarjetas en voz alta como si fueran telegramas de felicitación enviados por dignatarios extranjeros, incluso las baratas, con conejos de color pastel en la cubierta («Se me ocurrió venir en una escapada para decirte… ¡Espero que tu cumpleaños sea un auténtico jolgorio!»). Al terminar, abría la tarjeta para que todo el mundo la viera y le mandaba un beso a quien se la había enviado: «¡Mmmmuá!»
Poco después de las tarjetas pero antes de la tarta y los regalos, sonó el teléfono. En casa de mi madre el teléfono podía sonar un buen rato porque ella nunca dejaba lo que estaba haciendo para ir a cogerlo a toda prisa; terminaba de pasar la aspiradora por el último rincón o de rociar la última ventana, como si no contara hasta que lo cogías.
Puesto que nadie contestaba, lo hice yo.
Si pudiera volver a vivir mi vida, lo habría dejado sonar.
—¿Diga? —grité por encima del barullo.
El cable tenía seis metros de largo porque a ella le gustaba pasear mientras hablaba.
—¿Diga? —repetí. Me apreté el auricular al oído—. ¿Diigaaa?
Estaba a punto de colgar cuando oí el carraspeo de un hombre.
Entonces mi padre dijo:
—¿Chick? ¿Eres tú?
Al principio no respondí. Me había quedado atónito. Aunque mi madre nunca había cambiado el número de teléfono, costaba creer que mi padre estuviera llamando. Su marcha de aquella casa había sido tan repentina y destructiva que el hecho de oír su voz fue como si un hombre volviera a entrar en un edificio en llamas.
—Sí, soy yo —susurré.
—He estado tratando de localizarte. Llamé a tu casa y a tu oficina. Me arriesgué a llamar aquí pensando que tal vez…
—Es el cumpleaños de mamá.
—Ah, bien —dijo él.
—¿Quieres hablar con ella?
Me había precipitado con aquella pregunta. Sentí que mi padre ponía los ojos en blanco.
—Estuve hablando con Pete Garner, Chick.
—Pete Garner…
—De los Piratas.
—¿Sí?
Me alejé de los invitados con el teléfono en el oído. Tapé el auricular con la otra mano y miré a dos ancianas que estaban sentadas en el sofá comiendo ensalada de atún en platos de papel.
—Tienen el partido de veteranos, ¿vale? —dijo mi padre—. Y Pete me dice que Freddie González está fuera. Alguna cagada con sus papeles.
—No entiendo por qué…
—Ya no tienen tiempo de convocar a un sustituto. De modo que le dije a Pete: «Eh, Chick está disponible».
—Papá. No estoy disponible.
—Puedes estarlo. Él no sabe qué estás haciendo.
—¿Un partido de veteranos?
—Y él dice: «¿Ah, sí? ¿Chick está disponible?» Y yo digo: «Sí, y además está en buena forma…».
—Papá…
—Y Pete dice…
—Papá…
Sabía adónde quería llegar con todo aquello. Lo supe de inmediato. La única persona que lo había pasado peor que yo cuando dejé mi carrera como jugador de béisbol era mi padre.
—Pete dice que te pondrán en la lista. Lo único que tienes que hacer es…
—Papá, sólo jugué…
—Venir aquí…
—Seis semanas en las grandes ligas…
—Sobre las diez de la mañana…
—Sólo jugué…
—Y entonces…
—No puedes jugar un partido de veteranos con…
—¿Qué problema tienes, Chick?
Odio esa pregunta. «¿Qué problema tienes?» No hay ninguna respuesta buena excepto: «No tengo ningún problema». Y estaba claro que eso no era cierto.
Suspiré.
—¿Dijeron que me pondrían en la lista?
—Es lo que estoy diciendo…
—¿Para jugar?
—¿Estás sordo? Es lo que te estoy diciendo.
—¿Y cuándo es esto?
—Mañana. Los tipos de la organización estarán ahí y…
—¿Mañana, papá?
—Mañana, ¿qué pasa?
—Ya son las tres de la tarde…
—Estás en la caseta. Te encuentras con esos tipos. Entablas conversación.
—¿Me encuentro con quién?
—Con quien sea. Anderson. Molina. Mike Junez, el entrenador, el tipo calvo, ¿sabes? La cuestión es toparte con ellos. Tú habla con ellos, nunca se sabe.
—¿El qué?
—Puede surgir algo. Un puesto de entrenador. De instructor de bateo. Alguna cosa en la liga menor. Te introduces en el mundillo…
—¿Por qué iban a querer que yo…?
—Así es como ocurren…
—No he empuñado un bate desde…
—… estas cosas así ocurren, Chick. Te introduces en el mundillo…
—Pero yo…
—Cuando surgen estos empleos todo depende de a quién conozcas…
—Papá. Ya tengo un empleo.
Una pausa. Mi padre podía herirte más con una pausa que cualquier hombre que haya conocido.
—Mira —dijo, soltando aire—, yo me las he arreglado para conseguir una oportunidad. ¿La quieres o no?
Su voz había cambiado, el luchador se enojaba y apretaba los puños. Él había descartado mi existencia actual con tanta rapidez como hubiera deseado poder hacerlo yo. Eso me hizo retroceder y, cuando retrocedes, pierdes la pelea, por supuesto.
—Tú mueve el culo y ven aquí, ¿de acuerdo? —dijo.
—Es el cumpleaños de mamá.
—Mañana ya no lo será.
Evocando ahora aquella conversación, hay muchas cosas que desearía haberle preguntado. ¿Le importaba un comino que su ex mujer estuviera celebrando su cumpleaños? ¿Quería saber cómo estaba ella? ¿Quién estaba allí? ¿Qué aspecto tenía la casa? ¿Si ella pensaba alguna vez en él? ¿Con cariño? ¿Con resentimiento? ¿Nunca?
Hay muchísimas cosas que querría haberle preguntado. En cambio, dije que lo volvería a llamar. Colgué el teléfono. Y dejé que la oportunidad que mi padre «se las había arreglado para conseguir» me bailara por la cabeza.
Pensé en ello mientras mi madre cortaba su tarta rellena de vainilla y ponía cada pedazo en un plato de papel. Pensé en ello mientras ella abría sus regalos. Pensé en ello mientras Catherine, Maria y yo posábamos con ella para una foto —Maria cubierta entonces de sombra de ojos color púrpura— y Edith, la amiga de mi madre, sostenía la cámara y decía: «Uno, dos…, uy, esperad, nunca sé cómo va esta cosa». Y mientras permanecíamos allí forzando la sonrisa, me imaginaba bateando.
Intenté centrarme. Intenté que la fiesta de cumpleaños de mi madre me envolviera. Sin embargo, mi padre, un ladrón en muchos sentidos, me había privado de la concentración. Antes de que se retiraran los platos de papel yo ya estaba abajo en el sótano, al teléfono, reservando un vuelo en el último avión.
Mi madre solía empezar sus frases con «Sé un buen chico…», como en «Sé un buen chico y saca la basura…» o «Sé un buen chico y ve corriendo a la tienda…». No obstante, con una llamada de teléfono, el buen chico que había sido al llegar aquel día había puesto los pies en polvorosa y otro chico había ocupado su lugar.
Tuve que mentirle a todo el mundo. No fue difícil. Llevaba un buscapersonas por cuestiones de trabajo, así que llamé desde el teléfono de abajo y subí a toda prisa. Cuando el busca sonó delante de Catherine me hice el enojado y me quejé de que tuvieran «que molestarme en sábado».
Fingí que devolvía la llamada de teléfono. Fingí mi consternación. Me inventé una historia diciendo que tenía que coger un avión para ir a ver a unos clientes que sólo podían celebrar la reunión en domingo, ¡qué horror!, ¿no?
—¿No pueden esperar? —preguntó mi madre.
—Lo sé, es ridículo —dije.
—Pero mañana vamos a almorzar juntos.
—¿Y qué quieres que haga?
—¿No puedes volverlos a llamar?
—No, mamá —le espeté—, no puedo volverlos a llamar.
Mi madre bajó la vista. Yo solté aire. Cuanto más defiendes una mentira, más te enfadas.
Al cabo de una hora llegó un taxi. Cogí mi bolsa. Les di un abrazo a Catherine y a Maria y ellas esbozaron unas sonrisas forzadas que en realidad eran casi un gesto de enfado. Les grité una despedida a las personas allí reunidas. El grupo me respondió también a gritos: «Hasta pronto… Adiós… Suerte…» La última voz que oí, por encima de las demás, fue la de mi madre: «Te quiero, Char…»
La puerta se cerró a mitad de la frase.
Y ya nunca volví a verla.