La luz del sol se apaga

«EN CUANTO EL CIELO HAYA TERMINADO CON MI ABUELA, NOS GUSTARÍA QUE NOS LA DEVOLVIERAN, GRACIAS». Mi hija había escrito esto en el libro de condolencias del funeral de mi madre, una de esas ocurrencias presuntuosas e incongruentes de los adolescentes. Pero al volver a ver a mi madre, al oírle explicar cómo funcionaba este mundo «muerto», cómo la gente la llamaba al recordarla…, bueno, quizá Maria supiera algo.

La tormenta de cristal en casa de la señorita Thelma ya había pasado; tuve que apretar los ojos con fuerza para hacer que parara. Se me clavaron fragmentos de cristal en la piel e intenté quitármelos, pero hasta eso parecía requerir un gran esfuerzo. Me estaba debilitando, marchitando. Aquel día con mi madre estaba perdiendo su luz.

—¿Voy a morirme? —pregunté.

—No lo sé, Charley. Sólo Dios lo sabe.

—¿Esto es el cielo?

—Esto es Pepperville Beach. ¿No te acuerdas?

—Si estoy muerto…, si muero…, ¿voy a estar contigo?

Ella sonrió.

—Vaya, así que ahora quieres estar conmigo.

Quizá te parezca una respuesta fría, pero mi madre sólo estaba siendo ella misma, un tanto divertida, un tanto guasona, tal como hubiese sido de haber pasado aquel día juntos antes de su muerte.

Además, tenía motivos. ¡Cuántas veces había optado por no estar con ella! Demasiado ocupado. Demasiado cansado. No estoy de humor para eso. ¿Ir a la iglesia? No, gracias. ¿A cenar? Lo siento. ¿Venir de visita? No puedo, quizá la semana que viene.

Cuentas las horas que podrías haber pasado con tu madre. Son toda una vida.

Entonces me tomó de la mano. Después de lo de la señorita Thelma, simplemente nos pusimos a caminar, el escenario cambió y nos deslizamos por una serie de breves apariciones en las vidas de algunas personas. Reconocí a algunos viejos amigos de mi madre. Algunos eran hombres que yo apenas conocía, hombres que una vez la habían admirado: un carnicero llamado Armando, un abogado fiscalista llamado Howard, un relojero bajito llamado Gerhard. Mi madre sólo pasó un momento con cada uno, sonriendo o sentada frente a ellos.

—¿De modo que ahora están pensando en ti? —pregunté.

—Ajá —contestó ella, asintiendo con la cabeza.

—¿Vas dondequiera que piensan en ti?

—No —respondió—. A todas partes no.

Aparecimos cerca de un hombre que miraba por una ventana. Luego junto otro hombre en una cama de hospital.

—¡Cuántos! —comenté.

—Sólo son hombres, Charley. Buenas personas. Algunos de ellos viudos.

—¿Saliste con ellos?

—No.

—¿Te lo pidieron?

—Muchas veces.

—¿Por qué los ves ahora?

—Bueno, supongo que es la prerrogativa de una mujer —juntó las manos y se tocó la nariz, ocultando una pequeña sonrisa—. Sigue siendo estupendo que piensen en ti, ¿sabes?

Estudié su rostro. No se podía dudar de su belleza, incluso a sus más de ochenta años, cuando había adquirido una elegancia más arrugada, con sus ojos detrás de las gafas y su cabello, que antes era de un azul oscuro como la medianoche y que entonces tenía el tono plateado del cielo de una tarde nublada. Aquellos hombres la habían visto como a una mujer. Pero yo nunca la había visto de ese modo. Yo nunca la había conocido como Pauline, el nombre que sus padres le habían dado, ni como Posey, el nombre que le habían dado sus amigos; sólo como mamá, el nombre que yo le había dado. Sólo la veía poniendo la cena en la mesa con manoplas de cocina o llevándonos en coche a la bolera cuando le tocaba a ella.

—¿Por qué no volviste a casarte? —le pregunté.

Ella entrecerró los ojos.

—Vamos, Charley.

—No. Hablo en serio. Cuando nosotros ya crecimos…, ¿no te sentías sola?

Apartó la mirada.

—A veces. Pero entonces Roberta y tú tuvisteis hijos, con lo que tuve a mis nietos, y tenía a las señoras de aquí y…, bueno, ya sabes, Charley, los años pasan.

Vi que giraba las palmas hacia arriba y sonreía. Había olvidado el pequeño placer de escuchar a mi madre hablando de sí misma.

—La vida pasa muy deprisa, ¿verdad, Charley?

—Sí —mascullé.

—Es una pena perder el tiempo. Siempre creemos tener mucho.

Pensé en los días que había dejado en manos de una botella. Las noches que no podía recordar. Las mañanas que pasé durmiendo. Todo ese tiempo huyendo de mí mismo.

—¿Te acuerdas… —empezó a reírse— del día en que te disfracé de momia por Halloween? ¿Y que llovió?

Bajé la mirada.

Me destrozaste la vida.

Incluso entonces le estaba echando la culpa a otra persona, pensé.

—Deberías cenar un poco —dijo mi madre.

Y con esas palabras volvimos a estar de vuelta en su cocina, sentados a la mesa redonda, una última vez. Había pollo frito, arroz amarillo y berenjenas asadas, todo caliente, todo familiar, platos que había cocinado para mi hermana y para mí cientos de veces. No obstante, a diferencia de la sensación de asombro que había sentido antes en aquella habitación, ahora estaba agitado, nervioso, como si supiera que se avecinaba algo malo. Ella me miró, preocupada, e intenté desviar su atención.

—Háblame de tu familia —le dije.

—Ya te lo he contado, Charley —repuso mi madre.

Yo tenía la cabeza a punto de estallar.

—Cuéntamelo otra vez.

Y así lo hizo. Me habló de sus padres, ambos inmigrantes, que murieron antes de que yo naciera. Me habló de sus dos tíos y de su tía loca que se negaba a aprender inglés y todavía creía en maldiciones familiares. Me habló de sus primos, Joe y Eddie, que vivían en la otra costa. Por norma general había una pequeña anécdota que identificaba a cada una. («Los perros le daban un miedo mortal». «Intentó alistarse en la marina cuando tenía quince años»). En aquellos momentos me parecía de vital importancia relacionar el nombre con el detalle. Roberta y yo solíamos poner los ojos en blanco cuando mí madre se lanzaba a narrar estas historias. Pero años más tarde, después del funeral, Maria me había hecho preguntas sobre la familia —quién estaba emparentado con quién— y pasé apuros. No me acordaba. Una buena parte de nuestra historia había sido enterrada con mi madre. Uno nunca debería permitir que su pasado desapareciera de ese modo.

Así pues, en aquella ocasión escuché atentamente mientras mi madre recorría todas las ramas del árbol, echándose un dedo hacia atrás con cada persona que contaba. Al final, cuando terminó, juntó las manos, y sus dedos, al igual que los personajes, se entrelazaron.

—Bueno —dijo casi cantando—. Eso fue…

—Te he echado de menos, mamá.

Aquellas palabras salieron de mi boca sin más. Ella sonrió, pero no respondió. Parecía estar considerando la frase, deduciendo mis intenciones, como si recogiera una red de pescador.

Entonces, con el sol poniéndose en cualquiera que fuera el horizonte de cualquiera que fuera el mundo en el que estábamos, mi madre chasqueó la lengua y dijo:

—Aún nos queda otra parada por hacer, Charley.