La segunda visita llega a su fin

—Posey —susurró la señorita Thelma—, voy a charlar un rato con mis nietos.

Tenía mucho mejor aspecto que cuando había tocado el timbre de casa de mi madre. Su rostro estaba terso y sus ojos y labios muy bien maquillados. Mi madre le había cepillado sus mechones teñidos de naranja y por primera vez me di cuenta de que la señorita Thelma era una mujer atractiva, y que de joven debía de haber sido un bombón.

Mi madre le dio un beso en la mejilla a la señorita Thelma, cerró su bolsa y me hizo señas para que la siguiera. Salimos al pasillo donde una chiquilla peinada con trenzas se dirigía hacia nosotros pisando fuerte.

—Abuela —dijo—, ¿estás despierta?

Yo me aparté, pero ella pasó por nuestro lado sin detenerse, sin levantar la vista ni un instante. La seguía un niño pequeño —¿su hermano, tal vez?— que se detuvo en la puerta y se llevó un dedo a la boca. Alargué la mano y la moví delante de sus ojos. Nada. Estaba claro que para ellos éramos invisibles.

—Mamá —balbuceé—, ¿qué está pasando?

Ella estaba mirando a la señorita Thelma, cuya nieta estaba entonces en la cama. Estaban jugando a las palmas. Mi madre tenía lágrimas en los ojos.

—¿La señorita Thelma también va a morir?

—Pronto —respondió mi madre.

Me puse frente a ella.

—Mamá, por favor.

—Ella me llamó, Charley.

Ambos volvimos la mirada hacia la cama.

—¿La señorita Thelma? ¿Ella te pidió que vinieras?

—No, cariño. Pensó en mí, eso es todo. Fui un pensamiento. Lamentó que yo ya no estuviera aquí para ayudarla a ponerse guapa y no verse tan enferma, de modo que vine.

—¿Un pensamiento, dices? —bajé la mirada—. No lo entiendo.

Mi madre se acercó más. Su voz se suavizó.

—¿Alguna vez has soñado con alguien que ya no está, Charley, pero con quien mantienes una nueva conversación en el sueño? Cuando eso ocurre entras en un mundo que no está muy alejado de aquél en el que ahora me encuentro.

Puso la mano sobre la mía.

—Cuando llevas a alguien en tu corazón, nunca se marcha del todo. Puede volver contigo, incluso en los momentos más insólitos.

En la cama, la niña jugaba con el cabello de la señorita Thelma, que sonrió y nos miró.

—¿Recuerdas a la anciana señora Golinski? —dijo mi madre.

La recordaba. Era una paciente del hospital. Enfermedad terminal. Se estaba muriendo. Pero cada día solía hablarle a mi madre de personas que la «visitaban». Personas de su pasado con quienes charlaba y reía. Mi madre nos lo contaba mientras cenábamos, nos explicaba que se había asomado a la habitación y había visto a la anciana señora Golinski con los ojos cerrados, sonriendo y manteniendo una conversación inaudible entre dientes. Mi padre la llamaba «loca». Murió al cabo de una semana.

—No estaba loca —me dijo entonces mi madre.

—Así pues, la señorita Thelma está…

—Cerca —mi madre entrecerró los ojos—. Cuanto más te acercas a la muerte, más fácil es hablar con los muertos.

Me sobrevino una sensación de frío que me recorrió el cuerpo desde los hombros a los pies.

—¿Significa eso que soy…?

Quería decir «un moribundo». Quería decir «un muerto».

—Eres mi hijo —repuso ella con un susurro—. Eso es lo que eres.

Tragué saliva.

—¿Cuánto tiempo me queda?

—Un poco —contestó.

—¿No mucho?

—¿Cuánto es mucho?

—No lo sé, mamá. ¿Estaré contigo para siempre o te irás dentro de un minuto?

—En un minuto puedes descubrir algo verdaderamente importante —dijo ella.

De repente estallaron todos los cristales de la casa de la señorita Thelma, ventanas, espejos, pantallas de televisor. Los pedazos volaron a nuestro alrededor como si nos encontráramos en el centro de un huracán. Una voz procedente del exterior bramó por encima de todo aquello.

—¡CHARLES BENETTO! ¡SÉ QUE PUEDE OÍRME! ¡RESPÓNDAME!

—¿Qué hago? —le grité a mi madre.

Mi madre parpadeó tranquilamente mientras los cristales se arremolinaban en torno a ella.

—Eso depende de ti, Charley —contestó.