Alcanzando la cima

Todavía no te he contado lo mejor y lo peor que me ocurrió siendo profesional. Conseguí llegar al final del arco iris del béisbol: la Serie Mundial. Tenía tan sólo veintitrés años. El receptor de reserva de los Piratas se rompió el tobillo a principios de septiembre y hacía falta un sustituto, de modo que me convocaron. Todavía recuerdo el día que entré en aquel vestuario enmoquetado. No me podía creer lo grande que era. Llamé a Catherine desde un teléfono público —llevábamos seis meses casados— y no dejé de repetirle: «Es increíble». Al cabo de pocas semanas, los Piratas ganaron el campeonato. Mentiría si dijera que yo fui de algún modo responsable de ello; ya iban los primeros cuando llegué yo. Sí que hice de receptor durante cuatro entradas en un partido de la final y en mi segundo turno al bate lancé una pelota al jardín derecho. La atraparon y quedé eliminado, pero recuerdo haber pensado: «Esto es un principio. Yo puedo batear este repertorio de lanzamientos».

No fue un principio. Al menos para mí. Llegamos a la Serie Mundial, pero los Orioles de Baltimore nos ganaron cinco partidos. Ni siquiera volví a batear. En el último encuentro perdimos por 5 a 0 y después de que eliminaran al último jugador me quedé de pie en los escalones de la caseta y vi a los jugadores de Baltimore correr por el campo y celebrarlo, arrojándose en una pila gigante junto al montículo. A otros quizá les parecieran eufóricos, pero a mí me parecían aliviados, como si finalmente hubiese desaparecido la presión.

Nunca volví a ver esa imagen, pero todavía sueño con ello a veces. Me veo en esa pila.

Si los Piratas hubieran ganado el campeonato se habría celebrado un desfile en Pittsburgh. En cambio, como perdimos fuera de casa, fuimos a un bar de Baltimore y lo cerramos. En aquella época la derrota tenía que lavarse con la bebida, y nosotros lavamos la nuestra a conciencia. Como yo era el más nuevo del equipo, más que nada lo que hice fue escuchar las quejas de los jugadores más veteranos. Bebí lo que se suponía que tenía que beber. Maldije cuando los demás lo hicieron. Amanecía cuando salimos tambaleándonos de aquel lugar.

Unas horas más tarde tomamos el avión para volver a casa y la mayoría de nosotros dormimos la resaca. En el aeropuerto nos esperaba una hilera de taxis. Nos estrechamos la mano. Dijimos: «Nos vemos el año que viene». Las portezuelas de los taxis se cerraron una tras otra, ¡zas, zas, zas!

El mes de marzo siguiente, durante los entrenamientos de primavera, me rompí la rodilla. Me estaba deslizando para alcanzar la tercera base, se me trabó el pie, el defensor tropezó conmigo y sentí un chasquido como nunca había sentido antes. El médico dijo que me había roto los ligamentos anterior, posterior y medio colateral: el trío fatal de las lesiones de rodilla.

Con el tiempo me recuperé y volví a jugar a béisbol. Sin embargo, durante los seis años siguientes nunca volví a estar cerca de las ligas importantes, daba igual lo mucho que me esforzara, daba igual lo bien que creyera que lo estaba haciendo. Era como si la magia me hubiera abandonado. La única prueba que tenía de mi época en las grandes ligas eran las casillas con los resultados del periódico de 1973 y la tarjeta de béisbol con mi foto sosteniendo un bate con expresión seria, mi nombre con letras mayúsculas de imprenta y el olor a chicle que la acompañaba de forma permanente. La empresa me envió dos cajas llenas de esos cromos. Le mandé una a mi padre y me quedé con la otra.

A una corta estancia en el béisbol la llaman «una taza de café», y eso fue lo que yo tuve, pero fue una taza de café en la mejor mesa del peor antro de la ciudad.

Lo cual, por supuesto, era bueno y malo al mismo tiempo.

Verás, durante aquellas seis semanas con los Piratas estuve más vivo de lo que nunca me había sentido antes ni me sentí después. Los reflectores habían hecho que me sintiera inmortal. Echaba de menos el inmenso vestuario enmoquetado. Echaba de menos recorrer los aeropuertos con mis compañeros de equipo y notar las miradas de los seguidores al pasar. Echaba de menos las multitudes en aquellos grandes estadios, el flash de las cámaras fotográficas, las rugientes ovaciones…, en fin, la majestuosidad de todo aquello. Lo echaba de menos amargamente. Y mi padre también. Compartíamos el ansia de regresar.

De modo que seguí aferrado al béisbol mucho después de cuando tendría que haberlo dejado. Fui de la liga menor de una ciudad a la liga menor de otra ciudad y seguía creyendo, como hacen a menudo los atletas, que sería el primero en desafiar el proceso de envejecimiento. Arrastré a Catherine conmigo por todo el país. Tuvimos apartamentos en Portland, Jacksonville, Albuquerque, Fayetteville y Omaha. Durante su embarazo tuvo tres médicos distintos.

Al final, Maria nació en Pawtucket, Rhode Island, dos horas después de un partido al que asistieron quizá unas ochenta personas antes de que la lluvia las dispersara. Tuve que esperar a un taxi que me llevara al hospital. Casi estaba tan mojado como mi hija cuando llegó al mundo.

Dejé el béisbol poco tiempo después.

Y nada de lo que emprendí llegó nunca a buen término. Lo intenté con mi propio negocio, que sólo me hizo perder dinero. Busqué trabajo como entrenador, pero no encontré ningún puesto. Al final un tipo me ofreció un trabajo en ventas. Su empresa fabricaba botellas de plástico para alimentos y productos farmacéuticos y acepté el empleo. El trabajo era aburrido. Las horas se hacían tediosas. Y lo que era aún peor, sólo me dieron el trabajo porque creían que podría contar historias de béisbol y tal vez cerrar un trato aprovechando el banal orgullo desmedido de los hombres cuando hablan de deportes.

Es curioso. Una vez conocí a un hombre que hacía mucho alpinismo. Le pregunté qué resultaba más difícil, si el ascenso o el descenso. Me respondió sin dudarlo que el descenso, porque al ascender estabas tan concentrado en llegar a la cima que evitabas los errores.

—La vertiente posterior de una montaña es una lucha contra la naturaleza humana —dijo—. En la bajada tienes que preocuparte por ti mismo tanto como lo hiciste en la subida.

Podría pasar mucho tiempo hablando sobre mi vida después del béisbol, pero esto lo dice casi todo.

Mi padre se desvaneció junto con mi carrera deportiva, lo cual no es sorprendente. Oh, sí, vino a ver al bebé unas cuantas veces. Pero el hecho de tener una nieta no le fascinaba tanto como yo había esperado. A medida que iba pasando el tiempo, cada vez teníamos menos cosas de las que hablar. Vendió sus tiendas de licores y compró la mitad de las acciones de un contrato de distribución, con lo que pagaba de sobras las facturas sin que se requiriera demasiado su presencia. Es curioso. Aunque me hacía falta un trabajo, él nunca me ofreció uno. Supongo que había pasado demasiado tiempo formándome para que fuera diferente como para permitirme ser igual que los demás.

No hubiera importado. El béisbol era nuestro territorio común y, sin él, íbamos a la deriva como dos barcos con los remos levantados. Compró un apartamento en un barrio de las afueras de Pittsburgh, se hizo socio de un club de golf, desarrolló una diabetes leve y tuvo que vigilar su dieta y ponerse inyecciones.

Y con la misma ausencia de esfuerzo con la que había aflorado por debajo de esos cielos grises de la universidad, mi viejo volvió a adentrarse de nuevo en la nebulosa ausencia, la llamada esporádica, la postal de Navidad.

Tal vez te preguntes si alguna vez me explicó lo que había ocurrido entre mi madre y él. No lo hizo. Sencillamente dijo: «No funcionaban las cosas entre los dos». Si yo insistía, añadía: «No lo entenderías». Lo peor que dijo sobre mi madre fue: «Es una cabezota». Era como si hubieran pactado no hablar nunca sobre lo que los separó. Pero yo se lo pregunté a ambos y mi padre fue el único que bajó la mirada al responder.