Chick toma su decisión

De mi época en la universidad hay dos días que compartiré ahora contigo porque supusieron el mejor y el peor momento de aquella experiencia. El mejor momento fue en mi segundo año, durante el semestre de otoño. Todavía no había empezado el béisbol y lo cierto es que tenía tiempo para andar por el campus. Un jueves por la noche, después de los exámenes parciales, una de las hermandades dio una gran fiesta. Estaba oscuro y había mucha gente. La música a todo volumen. Las luces negras hacían que los pósters de la pared —y todos los asistentes a la fiesta— parecieran fosforescentes. Nos reíamos escandalosamente y brindábamos unos con otros con vasos de plástico llenos de cerveza.

En un momento dado, un chico con el cabello largo y greñudo se subió de un salto a una silla, empezó a mover los labios siguiendo la música y a tocar la guitarra en el aire —era una canción de los Jefferson Airplane— y aquello no tardó en convertirse en una competición. Empezamos a rebuscar en los cajones de leche llenos de discos en busca de una canción «para actuar».

No sé de quién eran esos discos, la cuestión es que vi uno increíble y les grité a mis amigos: «¡Eh! ¡Un momento! ¡Mirad esto!» Era el disco de Bobby Darin que mi madre solía poner cuando éramos pequeños. El cantante aparecía en la cubierta con un esmoquin blanco y el cabello corto y arreglado, lamentable de verdad.

—¡Éste lo conozco! —dije—. ¡Me sé todas las letras!

—Pues sal a cantar —dijo uno de mis amigos.

—¡Ponlo! —dijo otro—. ¡Mira qué pinta de idiota!

Nos apropiamos del plato, alineamos la aguja con el surco de «Esto podría ser el comienzo de algo grande» y cuando la música empezó a sonar todo el mundo se quedó helado, porque estaba claro que eso no era rock and roll. De repente estaba ahí delante con mis dos amigos. Ellos se miraron, avergonzados, me señalaron y movieron las caderas. Pero yo me sentía desatado y pensé, ¿qué más da? De modo que cuando las trompetas y los clarinetes resonaron por los altavoces, musité las palabras que me sabía de memoria:

Caminas por la calle, o estás en una fiesta,

o acaso estás solo y de pronto lo entiendes,

miras a los ojos de otra persona y de pronto te das cuenta

de que esto podría ser el comienzo de algo grande.

Yo chasqueaba los dedos igual que los cantantes melódicos del programa de Steve Allen y de pronto todo el mundo empezó a reír y a gritar: «¡Sí! ¡Dale, tío!» Cada vez era más ridículo. Supongo que nadie podía creer que me supiera todas las letras de un disco tan malo.

En cualquier caso, al terminar recibí una gran ovación, mis amigos me agarraron por la cintura y nos empujamos unos a otros, riéndonos y llamándonos de todo.

Aquella noche conocí a Catherine. Esto es lo que hace que sea el mejor momento. Ella había visto mi «actuación» con unas cuantas de sus amigas. Yo me estremecí al verla…, aunque en aquel momento estuviera agitando los brazos y moviendo los labios fingiendo que cantaba. Ella llevaba puesta una blusa de algodón sin mangas de color rosa, unos vaqueros de tiro corto y un brillo de labios de color fresa, y chasqueaba los dedos alegremente mientras yo cantaba Bobby Darin. Todavía hoy no sé si me hubiera mirado dos veces de no haber hecho yo el más absoluto ridículo.

—¿Dónde aprendiste esa canción? —dijo acercándose mientras yo sacaba una cerveza del barril.

—Ah…, mi madre —respondí.

Me sentí como un idiota. ¿Quién empieza una conversación diciendo «mi madre»? Pero a ella pareció gustarle la idea y, bueno, nos fuimos de allí.

Al día siguiente me dieron las notas y eran buenas, dos sobresalientes y dos notables. Llamé a mi madre al salón de belleza y se puso al teléfono. Le dije los resultados y le conté lo de Catherine y la canción de Bobby Darin y ella pareció alegrarse muchísimo de que la hubiese llamado en mitad del día. Por encima del ruido de los secadores, gritó:

—¡Estoy muy orgullosa de ti, Charley!

Ése fue el mejor momento.

Un año después dejé la universidad.

Ése fue el peor.

Abandoné para jugar en la liga menor de béisbol a instancias de mi padre y para eterna desilusión de mi madre. Me habían ofrecido un puesto en la organización de los Piratas de Pittsburgh para jugar durante el invierno, con vistas a formar parte de su lista de jugadores de la liga menor. Mi padre tenía la sensación de que era el momento adecuado.

—En los partidos universitarios no puedes mejorar tu juego —afirmó.

La primera vez que le mencioné la idea a mi madre, ella gritó: «¡Rotundamente no!» No importaba que con el béisbol fuera a ganar dinero. No importaba que los cazatalentos creyeran que tenía potencial, quizá el suficiente para llegar a las grandes ligas. Sus palabras fueron: «¡Rotundamente no!»

Y yo desoí rotundamente sus palabras.

Fui a la secretaría, les dije que me marchaba, metí mis cosas en un saco marinero y me largué. A muchos chicos de mi edad los mandaban a Vietnam. No obstante, por algún giro inesperado de la suerte o el destino, a mí me había tocado un número muy bajo en el sorteo del cupo. Mi padre, un veterano, pareció aliviado por ello.

—No te hacen ninguna falta los problemas en los que te metes durante una guerra —me dijo.

En cambio, marché según su cadencia y acaté sus órdenes: entré a formar parte de un club de la liga menor en San Juan, Puerto Rico, y mis días de estudiante terminaron. ¿Qué puedo decir al respecto? ¿Qué me seducía? ¿El béisbol o la aprobación de mi padre? Supongo que ambas cosas. Parecía lo más lógico, como si volviera a estar en el sendero de migas de pan que había seguido siendo un colegial, antes de que las cosas se estropearan, antes de que empezara mi vida como niño de mamá.

Recuerdo que la llamé desde el teléfono del motel de San Juan. Había volado hacia allí directamente desde la universidad, la primera vez que había ido en avión. No quería hacer una parada en casa porque sabía que mi madre armaría un escándalo.

—Una llamada a cobro revertido de parte de su hijo —dijo la operadora con acento español.

Cuando mi madre se dio cuenta de dónde me encontraba, de que ya estaba todo decidido, pareció atónita. Su voz sonó monótona. Me preguntó qué ropa tenía. ¿Cómo me las arreglaba para comer? Daba la impresión de que lo estaba leyendo de una lista de preguntas obligadas.

—¿Vives en un lugar seguro? —dijo.

—¿Seguro? Supongo que sí.

—¿A quién más conoces ahí?

—A nadie. Pero están los chicos del equipo. Tengo un compañero de habitación. Es de Indiana, o Iowa, o un lugar parecido.

—Mm-hmm.

Luego el silencio.

—Siempre puedo volver a la facultad, mamá.

Aquella vez el silencio fue más largo. Sólo me dijo una cosa más antes de colgar:

—Volver es más difícil de lo que piensas.

No creo que hubiera podido destrozarle más el corazón a mi madre aunque lo hubiese intentado.