En mi segundo curso en la universidad había acumulado más de cuatro kilos de músculo, lo cual se reflejaba en mis bateos. Mi promedio de bateo entre los jugadores universitarios se contaba entre los cincuenta mejores de la nación. Ante la insistencia de mi padre, jugué en varios torneos que eran un escaparate para los cazatalentos profesionales, hombres mayores que tomaban asiento en la tribuna con cuadernos de notas y cigarros. Uno de ellos nos abordó un día después de un partido.

—¿Éste es su hijo? —le preguntó a mi padre.

Mi padre asintió moviendo la cabeza, con desconfianza. El hombre estaba empezando a perder pelo, tenía una nariz protuberante y se le veía la camiseta por debajo del suéter liviano que llevaba.

—Soy de la organización de los Cardenales de Saint Louis.

—¿Ah, sí? —dijo mi padre.

Yo casi me muero del susto.

—Puede que tengamos un puesto de receptor, primer catcher.

—¿Ah, sí? —repitió mi padre.

—Tendremos en cuenta a su hijo, si es que está interesado.

El hombre se sorbió profundamente la nariz, con un ruido húmedo. Sacó un pañuelo y se sonó.

—La cuestión es —repuso mi padre— que los de Pittsburgh tienen ventaja. Llevan un tiempo observándole.

El hombre estudió la mandíbula de mi padre, que se movía con el chicle que estaba masticando.

—¿Ah, sí? —dijo el hombre.

Para mí aquello era una novedad, por supuesto, y cuando el hombre se marchó acosé a mi padre con preguntas. ¿Cuándo ocurrió? ¿Ese tipo iba en serio? ¿Era cierto que los de Pittsburgh me estaban observando?

—¿Y qué pasa si lo están haciendo? —dijo él—. Eso no cambia lo que tienes que hacer, Chick. Tú quédate en esas jaulas de bateo, trabaja con tus entrenadores y estate listo cuando llegue el momento. Deja que yo me encargue del resto.

Yo asentí obedientemente. Las ideas se me agolpaban en la cabeza.

—¿Y qué pasa con las clases?

Él se rascó la barbilla.

—¿Qué pasa con ellas?

Me sobrevino una imagen de mi madre, acompañándome por la biblioteca. Intenté no pensar en ello.

—Los Cardenaaaales de Saint Louis —dijo mi padre arrastrando las sílabas, alargándolas lentamente. Golpeó con el zapato contra la hierba. Lo cierto es que después sonrió. Me sentí tan orgulloso que se me puso la carne de gallina. Me preguntó si quería una cerveza, le dije que sí y nos fuimos a tomar una juntos, tal como hacen los hombres.

—Papá vino a un partido.

Estaba hablando por el teléfono público de la residencia de estudiantes. Ya había pasado bastante tiempo desde la primera visita de mi padre, el tiempo que había tardado yo en reunir el valor suficiente para contárselo a ella.

—Ah —dijo al fin mi madre.

—Él solo —me apresuré a añadir. Me pareció importante, no sé por qué.

—¿Se lo has dicho a tu hermana?

—No.

Otro largo silencio.

—No dejes que eso te afecte en tus estudios, Charley.

—No lo haré.

—Eso es lo más importante.

—Ya lo sé.

—La educación lo es todo, Charley. La única forma de hacer algo con tu vida es con la educación.

Me quedé esperando algo más. Me quedé esperando una historia horrible sobre alguna cosa horrible. Me quedé esperando, como esperan todos los hijos de divorciados, una prueba que decantara mi balanza, una inclinación en el suelo que me hiciera elegir un lado antes que el otro. Pero mi madre nunca hablaba de los motivos por los que mi padre se marchó. Nunca jamás mordió el anzuelo con el que Roberta y yo la tentábamos, buscando odio o amargura. Lo único que ella hacía era tragar. Se tragaba las palabras, se tragaba la conversación. Se tragó también lo que había ocurrido entre ellos, fuera lo que fuera.

—¿Te parece bien que yo y papá nos veamos?

—Papá y yo —me corrigió.

—Papá y yo —dije exasperado—. ¿Te parece?

Ella soltó aire.

—Ya no eres un niño pequeño, Charley.

¿Por qué me sentía como si lo fuera?

Mirándolo ahora, en retrospectiva, me doy cuenta de que hay muchas cosas que no sabía. No sabía cómo se tomó mí madre aquella noticia en realidad. No sabía si la había enojado o la había asustado. Lo que por supuesto no sabía era que, mientras yo bebía cerveza con mi padre, en casa las facturas se pagaban, en parte, gracias al trabajo de mi madre limpiando casas con una mujer que antes había limpiado la nuestra.

Las miré a las dos en aquel dormitorio, a la señorita Thelma incorporada sobre las almohadas y a mi madre manejando sus esponjas de maquillaje y sus delineadores de ojos.

—¿Por qué no me lo contaste? —le pregunté.

—¿Contarte el qué? —dijo mi madre.

—Lo que tuviste que hacer, ya sabes, por dinero…

—¿Fregar suelos? ¿Hacer la colada? —mi madre se rió—. No lo sé. Quizá por el modo en que me estás mirando ahora mismo.

Mi madre suspiró.

—Siempre fuiste orgulloso, Charley.

—¡No es verdad! —le espeté.

Ella enarcó las cejas y luego volvió a centrar la atención en el rostro de la señorita Thelma. Entre dientes, murmuró:

—Si tú lo dices.

—¡No hagas eso!

—¿El qué?

—Decir si tú lo dices. Eso.

—Yo no he dicho nada, Charley.

—¡Sí que lo has dicho!

—No grites.

—¡No era orgulloso! Sólo porque…

Se me quebró la voz. ¿Qué estaba haciendo? ¿Medio día con mi madre muerta y ya volvíamos a discutir?

—No es ninguna vergüenza necesitar trabajo, Chiquiriquí —terció la señorita Thelma—. Yo no sabía de ningún otro trabajo aparte del que yo hacía. Y tu madre dijo: «Bueno, ¿y qué?» Yo dije: «Posey, ¿quieres ser una simple mujer de la limpieza?» Y ella dijo: «Thelma, si tú no estás por encima de limpiar una casa, ¿por qué diablos debería estarlo yo?» ¿Te acuerdas, Posey?

Mi madre inspiró.

—Yo no dije «diablos».

La señorita Thelma estalló de risa.

—No, no, tienes razón, no lo dijiste. Estoy segura de ello. No dijiste «diablos».

Entonces se rieron las dos. Mi madre intentaba trabajar debajo de los ojos de la señorita Thelma.

—Estate quieta —dijo, pero no paraban de reír.

—Creo que mamá tendría que volver a casarse —dijo Roberta.

Fue una vez que llamé a casa desde la universidad.

—¿Qué estás diciendo?

—Todavía es guapa. Pero nadie es guapo para siempre. Ya no está tan delgada como antes.

—Ella no quiere casarse.

—¿Cómo lo sabes?

—No le hace falta volver a casarse, Roberta, ¿vale?

—Si no encuentra pronto a alguien, nadie va a quererla.

—Déjalo ya.

—Ahora lleva faja, Charley. Lo he visto.

—¡No me importa, Roberta! ¡Por Dios!

—¿Te crees que eres un tipo muy legal porque vas a la universidad?

—¡Basta ya!

—¿Has oído esa canción, «Yummy, Yummy, Yummy»? Me parece una estupidez. ¿Cómo es que no dejan de ponerla?

—¿Te ha hablado de casarse?

—Es posible.

—Roberta, no estoy bromeando. ¿Qué te ha dicho?

—Nada, ¿vale? Pero quién sabe dónde coño está papá. Y mamá no tendría que estar siempre sola.

—No digas palabrotas —le dije.

—Puedo decir lo que me dé la gana, Charley. No eres mi jefe.

Tenía quince años. Yo veinte. Ella no sabía nada sobre mi padre. Yo lo había visto y había hablado con él. Ella quería que mi madre fuera feliz. Yo quería que siguiera igual que siempre. Habían pasado nueve años desde aquel sábado en que mi madre aplastó los copos de maíz inflado con la palma de la mano. Hacía nueve años que ya no formábamos una familia.

Yo asistía a un curso de latín en la universidad y un día surgió la palabra «divorcio». Siempre me había imaginado que provenía de alguna raíz que significaba «dividir». En realidad proviene de «divertere», que significa «desviar».

Lo creo. Lo único que hace un divorcio es desviarte, alejarte de todo lo que creías conocer y de todo lo que creías querer y conducirte hacia toda clase de cosas distintas, como discusiones sobre la faja de tu madre y sobre si debería casarse con otra persona.