—No sé, Posey —dijo la señorita Thelma—, va a hacer falta un milagro.

Se estaba mirando en un espejo de mano. Mi madre sacaba tarritos y estuches.

—Bueno, ésta es mi bolsa de los milagros —repuso mi madre.

—¿Ah, sí? ¿Llevas una cura para el cáncer ahí dentro?

Mi madre sostiene en alto una botella.

—Tengo crema hidratante.

Thelma se rió.

—¿Crees que es una tontería, Posey?

—¿El qué, cielo?

—¿Querer tener buen aspecto… a estas alturas?

—No tiene nada de malo, si te refieres a eso.

—Bueno, verás, es que mis niños y mis niñas están ahí afuera, eso es todo. Y sus pequeños. Y ojalá pudiera tener un aspecto saludable para ellos, ¿sabes? No me gustaría que me vieran como un trapo viejo y se asustaran.

Mi madre le pone crema hidratante en el rostro a la señorita Thelma y se la aplica mediante amplios movimientos circulares con las palmas de las manos.

—Tú nunca parecerías un trapo viejo —dijo.

—¡Oh, qué me vas a decir a mí, Posey!

Volvieron a reírse.

—A veces echo de menos aquellos sábados —dijo la señorita Thelma—. Nos lo pasábamos muy bien, ¿verdad?

—Sí que lo hacíamos —respondió mi madre.

—Sí que lo hacíamos —coincidió la señorita Thelma.

Cerró los ojos mientras las manos de mi madre hacían su trabajo.

—Chiquiriquí, tu madre es la mejor compañera que he tenido nunca.

Yo no estaba muy seguro de qué quería decir con eso.

—¿Trabajaba en el salón de belleza? —pregunté.

Mi madre sonrió.

—No —dijo la señorita Thelma—. Yo no podría darle mejor aspecto a nadie ni aunque lo intentara.

Mi madre tapó la botella de crema hidratante y cogió otro frasco. Lo destapó y puso unas gotas del contenido en una pequeña esponja.

—¿Entonces? —dije—. No lo entiendo.

Mi madre sostuvo la esponja como una artista a punto de dar una pincelada en el lienzo.

—Limpiábamos casas juntas, Charley —contestó.

Al ver la expresión de mi cara, agitó los dedos como para quitarle importancia al asunto.

—¿Cómo crees que pude pagaros la universidad?