Mi madre dijo que la siguiente cita la tenía con una persona que residía en una zona de la ciudad que nosotros llamábamos los Llanos. La mayoría de sus habitantes eran gente pobre que vivía en hileras de casas adosadas. Estaba seguro de que tendríamos que ir allí en coche, pero antes de que pudiera preguntarlo, sonó el timbre de la puerta.
—Abre tú, Charley, ¿quieres? —dijo mi madre mientras ponía un plato en el fregadero.
Vacilé. No quería contestar a ningún timbre ni coger ningún teléfono. Cuando mi madre volvió a gritar «¿Charley? ¿Puedes abrir tú?», me levanté y me encaminé lentamente hacia la puerta.
Me dije que todo iba bien. Sin embargo, en el instante en que puse la mano en el pomo, noté un súbito fogonazo que me cegó, un baño de luz, y la voz de un hombre, la voz del teléfono de Rose. Estaba gritando:
—¡CHARLES BENETTO! ¡ESCUCHE! ¡SOY AGENTE DE POLICÍA!
Parecía un vendaval. La voz era tan cercana que podía tocarla físicamente.
—¿PUEDE OÍRME, CHARLES? ¡SOY AGENTE DE POLICÍA!
Retrocedí tambaleándome y me tapé el rostro con las manos. La luz desapareció. El viento amainó. Sólo oía mi propia respiración fatigosa. Busqué rápidamente a mi madre con la mirada, pero ella todavía estaba en el fregadero; fuera lo que fuera aquello por lo que estaba pasando, ocurría en mi cabeza.
Esperé unos segundos, inspiré largamente tres veces e hice girar el pomo con cuidado, con la cabeza gacha, esperando encontrarme al agente de policía que me había estado gritando. Me lo imaginé joven, no sé por qué.
Al levantar la vista, sin embargo, vi a una anciana de color con unas gafas sujetas a una cadena que llevaba alrededor del cuello, el cabello despeinado y un cigarrillo encendido.
—¿Eres tú, Chiquiriquí? —dijo—. ¡Vaya! ¡Mira cómo has crecido!
La llamábamos señorita Thelma. Antes nos hacía la limpieza en casa. Era una mujer delgada, de hombros estrechos, con una sonrisa amplia y un genio vivo. Llevaba el cabello teñido de un naranja rojizo y fumaba sin parar del paquete de Lucky Strike que llevaba en el bolsillo de su camisa, igual que un hombre. Nacida y criada en Alabama, de algún modo acabó en Pepperville Beach, donde, a finales de la década de 1950, casi todas las casas de nuestra parte de la ciudad tenían a una empleada como ella. «Empleadas domésticas», las llamaban. O, cuando la gente era sincera, «criadas». Mi padre iba a recogerla los sábados por la mañana a la estación de autobuses que había cerca de la cafetería Horn & Hardart y le pagaba antes de que terminara el trabajo en casa, entregándole los billetes doblados con disimulo, con la mano a la altura de su cintura, como si nadie más tuviera que ver el dinero. Ella limpiaba todo el día mientras nosotros nos íbamos a jugar al béisbol. Al regresar, mi habitación estaba impecable, tanto si me gustaba como si no.
Recuerdo que mi madre insistía en que la llamáramos «señorita Thelma», y recuerdo que no se nos permitía entrar en ninguna habitación en la que hubiera acabado de pasar la aspiradora. Recuerdo que a veces jugaba conmigo a lanzar la pelota en el patio trasero y podía lanzar tan fuerte como yo.
Además, fue ella la que se inventó mi mote sin darse cuenta. Mi padre había probado a llamarme «Chuck» (mi madre lo aborrecía, decía: «¿Chuck? ¡Parece el nombre de un peón agrícola!»), pero como yo siempre entraba a casa por el jardín gritando «¡Mamááááá!» o «¡Robertaaaa!», un día la señorita Thelma levantó la mirada, molesta, y dijo: «Chico, por la manera en que gritas pareces un gallo. ¡Quiquiriquí!» Y mi hermana, que para entonces iba al jardín de infancia, exclamó: «¡Chiquiriquí, chiquiriquí!»; y mira, se me quedó de nombre eso de «Chick», no sé por qué. Creo que por eso mi padre no le tenía demasiado cariño a la señorita Thelma.
—Posey —le dijo entonces a mi madre, con una ancha sonrisa—. He estado pensando en ti.
—Vaya, gracias —repuso mi madre.
—Te lo aseguro.
Se volvió hacia mí.
—Ahora ya no te puedo lanzar pelotas, Chiquiriquí —se rió—. Soy demasiado vieja.
Estábamos en su coche y supuse que era así como íbamos a dirigirnos a los Llanos. Se me hacía raro que mi madre le hiciera de peluquera a Thelma, pero lo cierto es que sabía muy poco de la última década de vida de mi madre. No pensaba en otra cosa que no fuera mi propio drama.
Por primera vez vi a otras personas por la ventanilla durante el viaje. Había un anciano de barba gris que tenía mala cara y llevaba un rastrillo al garaje. Mi madre lo saludó con la mano y él le devolvió el saludo. Había una mujer sentada en el porche con un vestido de andar por casa y el cabello del mismo color que el helado de vainilla francesa. Otro saludo por parte de mi madre. Otra respuesta.
Seguimos conduciendo durante un rato, hasta que las calles se volvieron más pequeñas y toscas. Torcimos por un camino de grava y llegamos a una casa con dos viviendas, un porche cubierto flanqueado por las puertas del sótano que necesitaban urgentemente una mano de pintura. Había varios automóviles aparcados en el camino de entrada y una bicicleta tumbada de lado en el jardín. La señorita Thelma aparcó el coche y apagó el motor.
Y así, sin más, estábamos dentro de la casa. El dormitorio tenía las paredes revestidas con paneles y una moqueta de color verde oliva. La cama era vieja, de esas de cuatro postes. Y de pronto la señorita Thelma estaba tumbada en ella, recostada en dos almohadas.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté a mi madre.
Ella meneó la cabeza como para decir «Ahora no», y empezó a sacar sus cosas de la bolsa. Oí chillar a unos niños en otra habitación y los sonidos amortiguados de un televisor y de unos platos que movían en una mesa.
—Todos piensan que estoy durmiendo —susurró la señorita Thelma. Miró a mi madre a los ojos.
—Posey, ahora mismo te lo agradecería mucho. ¿Podrías?
—Por supuesto —respondió mi madre.