Cuando los fantasmas regresan

Solía soñar que encontraba a mi padre. Soñaba que se mudaba a la ciudad vecina y que un día yo iba en bicicleta hasta su casa, llamaba a su puerta y él me decía que todo era un gran error. Y volvíamos a casa los dos juntos, yo delante y mi padre pedaleando con fuerza detrás, y mi madre salía corriendo por la puerta y rompía a llorar de felicidad.

Resulta asombroso las fantasías que puede formar tu mente. Lo cierto era que no sabía dónde vivía mi padre y que nunca lo averigüé. Pasaba por delante de su licorería al salir de clase, pero él nunca estaba allí. Ahora la llevaba su amigo Marty, quien me dijo que mi padre siempre estaba en el nuevo local de Collingswood. Estaba tan sólo a una hora en coche de distancia, pero para un niño de mi edad era como si estuviera en la luna. Al cabo de un tiempo dejé de pasar por su tienda. Dejé de soñar que volvíamos juntos a casa en bicicleta. Terminé la escuela primaria, los primeros años de secundaria y el instituto sin tener contacto con mi viejo.

Era un fantasma.

Pero yo lo seguía viendo.

Lo veía siempre que bateaba o lanzaba la pelota, y por eso nunca dejé el béisbol, por eso jugaba todas las primaveras y todos los veranos en todos los equipos y ligas posibles. Me imaginaba a mi padre en el plato, inclinándome el codo, corrigiendo mi estilo de bateo. Lo oía gritar. «¡Vamos, vamos, vamos!», cuando daba un batazo por el suelo.

Yo veía a mi padre en un campo de béisbol. En mi imaginación, tan sólo era cuestión de tiempo que apareciera de verdad.

Así pues, año tras año, me ponía el uniforme de los equipos nuevos —calcetines rojos, pantalones grises, suéteres azules, gorras amarillas— y con cada uno tenía la sensación de estarme vistiendo para ir de visita. Dividí mi adolescencia entre el olor pastoso de los libros, que era la pasión de mi madre, y el olor a cuero de los guantes de béisbol, que era la de mi padre. Mi cuerpo se desarrolló hasta que acabé teniendo la misma complexión que mi padre, si bien era cinco centímetros más alto que él.

Y mientras crecía me aferré al juego como a una balsa en el mar agitado, fielmente, capeando el temporal.

Hasta que al fin me llevó de nuevo hasta mi padre.

Tal como yo siempre supe que ocurriría.

Tras ocho años de ausencia, mi padre reapareció en mi primer partido de la universidad en la primavera de 1968, sentado en la primera fila de asientos justo a la izquierda del plato, desde donde podía estudiar mejor mi estado físico.

Nunca olvidaré aquel día. Era una tarde ventosa, el cielo tenía un color plomizo y amenazaba lluvia. Me dirigí al plato. Normalmente no miro a los asientos, pero aquel día lo hice, no sé por qué. Y allí estaba él. Las patillas habían empezado a encanecérsele y parecía tener los hombros más pequeños y la cintura un poco más ancha, como si se hubiese hundido en sí mismo, pero por lo demás tenía el mismo aspecto de siempre. Si estaba incómodo no lo demostraba. De todas formas, no estoy seguro de que hubiera reconocido la incomodidad en la expresión de mi padre.

Me saludó con un gesto de la cabeza. Todo pareció congelarse. Ocho años. Ocho años enteros. Noté que me temblaba el labio. Recuerdo que una voz en mi cabeza me decía: «Ni se te ocurra, Chick. No llores, cabrón, no llores». Me miré los pies. Me obligué a moverlos. Seguí mirándolos durante todo el camino hasta la caja del bateador.

Y en el primer lanzamiento arrojé la pelota al otro lado de la valla del jardín izquierdo.